La fábula es corta y la voy a resumir en el primer párrafo: unos excompañeros de colegio abrieron una página en Facebook en la que filmaban sus parrilladas y ofrecían secretos de cocción de la carne. Como la web tuvo rápidamente muchos seguidores, el grupo fue invitado a un ignoto mundial de barbacoa en el norte de África. La invitación fue fortuita, una gran casualidad que propició internet. Los chicos aceptaron la invitación, fueron a Marruecos, se divirtieron como chanchos, salieron cuartos en la competición y cuando volvieron al país la prensa los linchó con salvajismo. Lo interesante es que, hasta dos meses antes, nadie sabía de la existencia de tal competición. Pero los titulares, de repente, parecían informar sobre el evento gastronómico más esperado del año: «Papelón argentino en el Mundial del Asado», dijo el canal de televisión Todo Noticias. «El equipo argentino no subió ni al podio», tituló Clarín en letras de molde. «Nos ganó hasta Liechtenstein», se burló el Canal 26. Muchos usuarios de Twitter, arrastrados por la prensa, también se envalentonaron: «Ahora van a decir que la achura no dobla», dijo alguien desde un sofá. «Si van al mundial de surf, lo pierden con Bolivia», dijo otro desde una oficina sin ventiluz. Las redes sociales, la radio, la televisión e internet masacraron al grupo hasta el cansancio, o hasta que otro tema les ocupó la agenda.
Los seis componentes del equipo argentino leyeron cada uno de estos comentarios todavía en Marruecos, mientras hacían las valijas para volver a Buenos Aires. Hasta ese momento, ellos estaban convencidos de haber pasado seis días inolvidables en el norte de África, con todo pago, divirtiéndose y cocinando junto a otra gente del resto del mundo. La prensa argentina, que nunca viajó hasta allí, les informaba desde internet que no, que de ninguna manera habían pasado seis días maravillosos, sino seis días horribles y llenos de vergüenza. La prensa les informaba que eran unos perdedores.
Esa es la versión corta, y alcanza para convertir en realidad una metáfora muy transitada. En Argentina la frase «escupir el asado» significa estropear con mala intención los planes de otros. Ese linchamiento mediático fue, exactamente, el regreso de la metáfora a su forma literal. Lo que pasó a finales de mayo de 2013 en Marruecos se puede narrar ahora como una fábula perfecta de la agresividad social que se vive, también, en otros ámbitos menos frívolos que un mundial de barbacoa. La contaré porque estuve en Marruecos durante esos días, sin saber que aquello podía convertirse en metáfora social. Fui al mundial de barbacoa porque soy gordo y me gusta comer animales muertos quemados, y conocí a los integrantes del equipo argentino en el lobby del hotel: ellos no sabían armar buenos cigarros de hachís y les tuve que enseñar.
En realidad no sé por qué decidí ir al norte de África. Desde que soy sedentario y viejo mis arrebatos por volar a la aventura son contradictorios. Cuando falta un mes tengo muchísimas ganas de ir a cualquier parte porque mi cerebro sospecha que sigo siendo joven y nómada. Saco el tema en las reuniones, le digo a todos a dónde iré y fantaseo con que la pasaré mejor que nunca. Cuando falta una semana empiezo a dudar: recuerdo que me cuesta conversar con extraños, que no sé defenderme en ningún idioma, que me aburren los aeropuertos y que en los hoteles me deprimo. Cuando falta un día para el vuelo me gustaría que explotaran todos los aeropuertos del mundo para poder quedarme en casa, acurrucado en posición fetal mirando tele, y empiezo a buscar excusas para escaparle a mis promesas. Entonces, zácate, un taxi me está llevando al aeropuerto. Tengo un bolso con ropa, tengo indicaciones de mi mujer en un papelito, y sobre todo tengo tanto malhumor dentro del taxi que no puedo entender por qué acepté salir de mi casa. Para peor, esta vez me metí yo solo en la boca del lobo.
Un mes antes de volar estábamos en Buenos Aires organizando la grilla de la Orsai N14. Tirábamos temas posibles, buscábamos historias divertidas y autores que las pudieran contar. Alguien dijo, en la reunión, que existía un evento llamado World Barbacue Championship.
—¿Un mundial internacional de barbacoas?
—Sí señor.
Nadie sabía dónde iba a ocurrir, ni cuándo, pero lo habían escuchado por la radio y parecía inminente. Aún había poca información, sin embargo un dato nos sedujo: por primera vez, en los doce años que tenía el mundial, habían invitado a un equipo argentino.
—Tenemos que cubrir eso —dijo Chiri emocionado.
Yo estuve de acuerdo enseguida; siempre estoy de acuerdo cuando se trata de hacer crónicas frívolas. Google nos dio la información que faltaba:
—Acá dice que es en Marruecos, el último fin de semana de mayo. ¿A quién mandamos?
Y entonces dije algo que suelo decir cuando pierdo de vista que estoy viejo y que todo me aburre.
—Voy yo.
En general me condeno siempre con dos o tres palabras.
Chiri me miró con dudas. Sabe que el punto más alto de mi vehemencia ocurre cuando la idea está en pañales, cuando es fácil abrir la boca y fantasear, y que ese ímpetu mengua día tras día hasta que se convierte en el desgano más grande del mundo.
Lo mejor de un viaje a África es decir que se irá y escribir que se ha ido. Lo insoportable es tener que ir yendo. Pero una vez ahí, cuando el aire trae olor a carne asada, a hachís quemándose en el tabaco rubio y uno está tranquilo viendo a unos chicos asar animales muertos, todo se vuelve agradable. Lo pensé con fuerza la noche mágica de los corderos en cruz.
En el Mediterráneo africano eran las nueve de la noche del veinticinco de mayo (fecha patria) y todos esperábamos, en la playa, que apareciera la luna detrás del mar.
Desde la mañana se rumoreó, en el hotel, que esa noche habría luna llena, pero fue una sorpresa cuando apareció porque nadie la vio salir por el horizonte. En un momento no había nada y en otro momento ya estaba toda. La vio primero Joaco, el asador argentino encargado del carbón:
—¡Miren la luna, loco, parece un queso! —dijo, y más de cien personas miramos la frontera entre el cielo y el mar y dijimos la palabra «luna» cada uno en nuestro idioma, y enseguida el monosílabo «oh» en un idioma general.
Fue la única vez que los irlandeses, los holandeses, los marroquíes, los belgas, los austríacos, el público, los árbitros y los corresponsales de prensa dejamos de mirar el tremendo fuego con leña del equipo argentino.
Era un Mundial de barbacoa —esa rareza europea de carne veloz y pragmática—, y los argentinos estaban haciendo un asado de leña con corderos en cruz, a campo abierto. Un despropósito: era como si apareciese un tiburón de mandíbula tremenda en el consultorio de un dentista y se comiera a la secretaria. Ningún extranjero podía creer lo que estaba pasando en esa playa, con semejante viento. Ellos, los extranjeros, con su termodinámica para cocer dócilmente un churrasco, veían por primera vez el origen de asar de verdad un animal crucificado. Veían la prehistoria de la cocción. Lo que para mí eran seis chicos parecidos a cualquiera de mis amigos de hace veinte años, distribuyendo la brasa y pintando de chimichurri el costillar, para el ojo foráneo era un acontecimiento ancestral subrayado por el paisaje africano. Pude leer los labios de Felipe:
—¡Mirá donde estamos, Chino!
Un grupo de turistas españolas los mimaban. Un fotógrafo portugués les hacía fotos. Una televisión de Argelia los entrevistaba.
Yo me había alejado un poco para armarles cigarros y pensaba que unos años antes, en 2011, estos chicos se pasaban las noches organizando parrilladas en sus casas sin fantasear con el norte de África. Eran y son antiguos compañeros del secundario, hermanos mayores y amigos comunes. Algunos viven en la Patagonia y otros en el norte de Buenos Aires, pero se juntan como un rito desde hace años en la casa del que sea. Unos son de Boca, otros de San Lorenzo o de River, y no todos son oficialistas ni todos opositores, pero las sobremesas de carne y vino los reúnen igual.
Hay miles de grupos así en cualquier parte de Argentina; no se pelearon a muerte como parece asegurar la sensación térmica. Se llaman Joaco, Felipe, Rocco, Laucha, Chino y Rama; pero podrían tranquilamente llamarse Micho, Tito, Negro, Gordo y Cabezón y ninguna locutora de radio notaría la diferencia. Son esa clase de grupo cerrado de varones jóvenes que elige el asado a cualquier otro deporte, y que solo faltan a las citas del vacuno cuando la novia es nueva.
Les gusta el fernet y la conversación. Les gusta el fuego: mirarlo, estirarlo y verlo crepitar. Una noche colgaron en Facebook fotos de sus parrilladas. Chorizos en camisón de panceta, morrón al huevo frito, achuras doradas y costillares interminables. Le pusieron a la página «Locos por el asado» y diseñaron un logo en donde el «por» es una equis formada por un cuchillo y un tenedor. De repente, cien seguidores nuevos en la página.
Ni el logo ni las fotos eran espectaculares, sino más bien amateurs, y justamente por eso otros grupos de amigos (también aficionados a la carne) se sumaron a la página. Un «Me gusta» atrás de otro, y así durante semanas enteras. A los dos meses se despertaron de una borrachera y tenían más de mil seguidores. Encantados de saberse con público, empezaron a subir videos de un minuto con recetas de cómo asar mejor el costillar, el matambre o la bondiola. Cincuenta mil seguidores y tres asados por semana. No eran videos artísticos ni las recetas tenían grandes secretos gastronómicos. Sin embargo, ochenta mil seguidores.
Los que filmaban, a veces, estaban más borrachos que los que improvisaban las recetas, pero eso, en vez de quitarle valor a las imágenes, lograba que cada video resultara más divertido que el anterior. Cien mil seguidores. Llegó un momento, a finales de 2012, en el que ya no sabían si organizaban cuatro asados por semana porque querían charlar entre ellos, porque tenían hambre, o para nutrir de contenidos la fanpage de Facebook. Una tarde les llegó un mail en inglés. Era una invitación formal desde la World Barbacue Association, con sede en Suecia.
Todo esto me lo contaban ellos mismos en la habitación del hotel donde se concentraban para el match contra Marruecos, esa noche de luna llena.
—Imagináte que estás jugando a la pelota con tus amigos en el patio, aparece una limusina, se baja un tipo y es Michel Platini que te invita al Mundial.
Sabían que era imposible ganar ese torneo, porque lo que se evalúa allí es, entre otras cosas, la higiene y la tecnología. Ellos estaban allí como invitados de honor, para que los extranjeros conocieran cómo es cocinar a pelo. Se les inflaba el pecho de orgullo cuando me lo contaban.
El World Barbacue Championship se lleva a cabo desde hace doce años en diferentes países de Europa. Los organizadores tienen camiones provistos con parrillas preinstaladas, consiguen sedes paradisíacas, hay árbitros internacionales, stands con marcas de ketchup y un gran despliegue culinario.
En la página oficial, WBQA.com, dicen que son una organización fraterna que promueve los valores de unir a los países alrededor del fuego y otro montón de boludeces en inglés para conseguir mejores auspiciantes, pero la verdadera historia es mucho más divertida. En realidad son unos gordos suecos, holandeses, irlandeses y de otros países a los que les encanta comer, cocinar barbacoas y reunirse en grupos chillones. Todos tienen un montón de plata y se la gastan en ir y venir por el mundo con sus supercombis y sus parrillas móviles, tomar cerveza hasta morir y conocer gente nueva a la que le guste lo mismo: asar carne, emborracharse, charlar y comer. Lo vienen haciendo así desde hace quince años.
En una sobremesa de 1999 a uno de estos gordos de panza ovalada y cogote colorado se le ocurrió hacer un campeonato mundial de barbacoa. Lo dijo en chiste, pero otros gordos se rieron fuerte y empezaron a idear las reglas de una posible competición internacional. ¡Ah, qué hermoso ser europeo y gordo y rico y pasarse una tarde organizando un mundial de comer! Cuando la cerveza se les terminó, uno de los gordos ya tenía diseñado el logo. Siempre las mejores cosas empiezan cuando alguien dibuja un logo en una servilleta. Pusieron plata entre todos y armaron, a los trompicones, el primer mundial en Estocolmo.
La primera edición la ganó Reino Unido, en una final muy trabada contra Holanda. Les gustó tanto la experiencia que no pararon nunca más. Cada año eligen una sede distinta y perfeccionan la organización: hubo mundiales en Austria, Alemania, Suiza, Holanda, Dinamarca e incluso un año saltaron a Sydney. Cada nueva competición tiene reglas más claras y mejores empresas patrocinantes.
Actualmente, el match principal es país contra país y se llama «a canasta cerrada». Cada equipo nacional recibe exactamente los mismos cortes de carne —cordero, vaca, pollo y otros animalitos de Dios— y hay un tiempo límite para asarlos con la técnica de cada región. Después los jueces prueban los manjares y emiten un veredicto. El año pasado el Mundial se llevó a cabo en Bélgica y ganó Austria por penales. No sé qué significa por penales, pero me imagino que involucra embocar chorizos en una canasta.
Pero algo mas ocurrió a finales de 2012: un de los fundadores de la WBQA descubrió una página en Facebook llamada «Locos por el asado». Una página de Argentina, el país de la leyenda del fuego a campo abierto, el sitio donde nacen y mueren las mejores vacas, la tierra del gaucho carnívoro. La página tenía entonces más de cien mil seguidores.
Como quien tira una botella al mar, los gordos europeos mandaron un mail invitando a Argentina —con todo pago— al siguiente World Barbacue Championship, que se llevaría a cabo en Marruecos a finales de mayo de 2013. La respuesta desde Buenos Aires tardó cuatro minutos, y no dos, porque los chicos no querían parecer ansiosos. Esto me lo contaban los organizadores en el hotel, entre risas y cervezas, en un castellano torpe:
—Es como si organizamos mundial de rugby amateur europeo, y descubrimos webpage de All Blacks en Nueva Zelanda y decimos, bah, invitemos a venir, no perdemos nada. Y ellos dicen yes. ¡Es un sueño!
Se cruzaron varios mails. Los de cogote colorado les mandaron pasajes y los chicos argentinos viajaron al mundial. El primer encuentro físico entre los dos contingentes fue muy gracioso. Cuando el equipo argentino llegó a Marruecos y fue recibido por los organizadores del mundial, ambos grupos creían que los profesionales eran los otros.
El equipo argentino viajó en vuelo directo desde Buenos Aires a Roma, de Roma a Tánger en un Airbus, y de allí en un tren tumultuoso hasta Saïdia, donde acaba Marruecos y empieza Argelia. Ninguno de los seis conocía África ni las costumbres islámicas del norte. Descubrieron en el tren, entre otras cosas, lo fácil que es conseguir hachís en esa zona del mundo y llegaron a la sede del campeonato mundial alterados y felices.
El resto de los equipos europeos había llegado en aviones directos, mientras sus trailers cruzaron Gibraltar y llegaron por tierra. Los holandeses tenían una autocaravana gigantesca, equipada con tecnología de punta. Los austríacos parrillas hidráulicas y termómetros para medir la temperatura de la brasa. Cada uno de los países expertos en el mundial había conseguido, con los años, competir sobre todo en velocidad de cocción y en higiene. Los argentinos llegaron con seis bolsos, una guitarra y dos banderas: una albiceleste de Argentina, y otra roja de la ciudad de Trevelin, en Chubut.
El contraste con el resto de seleccionados era notorio no solo en el equipamiento, sino también en las edades y la contextura física. Casi todos los europeos eran cuarentones macizos de pelo chestertoniano y barriga ostentosa; el combinado argentino se componía de jóvenes flacos y altos con un promedio de edad de veinticuatro años. Vestían camisetas blancas con el nombre de su país detrás, en celeste, y en la pechera el auspicio de vinos Don Valentín y Buscapina.
Cuando los organizadores les preguntaron qué tipo de equipamiento y herramientas necesitaban para asar los corderos, la respuesta del equipo argentino rebotó en las paredes del complejo, se hizo rumor en los pasillos y los comentarios en los jardines del hotel duraron todo el día:
—Quieren asar diez corderos en la playa y no les importa el viento —decía alguien en francés.
—Parecen indios, pero qué cachondos —escuché decir a una barcelonesa.
—Solo necesitan leña y algo a lo que llaman fernet Branca —decía otro en alemán.
El equipo argentino sabía que, de a poco, sus técnicas empezaban a generar expectativa. Estaban concentrados en una de las habitaciones del complejo hotelero, donde también se realizaba el mundial. Yo me alojé en el mismo sitio, más que nada porque no había otro lugar decente en la ciudad donde poder dormir. Nunca había estado en un complejo así. Ese hotel parecía cualquier cosa menos África: parecía Cancún o algún destino vulgar del Caribe, era un oasis de turismo pavote en el medio del desierto, cercado por la pobreza de los pueblos islámicos de alrededor.
No tengo tiempo ni ganas de describir el derroche de confort innecesario, pero el lector que quiera puede googlear «Oriental Bay Beach» y mirar la majestuosidad espantosa del sitio. Ahí estaban los asadores argentinos, en ese ambiente de lujo islámico. Y ahí también estaba yo, caminando por los pasillos y oyendo a los gordos europeos, de cogote encarnado y bermudas caqui, ansiosos por ver al exotic team que había llegado de las pampas.
Para ir de mi habitación a la del equipo argentino debía caminar kilómetros, atravesar jardines paradisíacos, piscinas y campos de golf. Un peligro tremendo que casi me convierte en un chancho burgués. Pero me gustaba ir a la habitación del combinado nacional porque tenían, escondida entre el colchón y la mesa de luz, una pelota de hachís que habían comprado en el tren Tánger-Saïdia.
El hachís de Marruecos es el mejor del mundo y yo no había podido conseguir nada desde el aeropuerto al hotel. Descubrí rápido que el equipo nacional no tenía la menor idea de cómo se arman los cigarros de hash. Pensaban que era porro paraguayo, le ponían demasiada resina al papel y se drogaban muy mal, con grandes lagunas de resaca. La primera tarde que les hice cigarros buenos con mi papel, con mi tabaco y, sobre todo, con mi fantástica velocidad para el armado, me convertí inmediatamente en la mascota del equipo.
Mientras ellos tejían estrategias gastronómicas, yo les armaba un cigarro atrás del otro, tanto en la habitación donde se concentraban, como en la playa donde hacían los asados. Gracias a esa franquicia que les ofrecí me dejaron deambular con ellos y los pude conocer en la intimidad, escuchar sus conversaciones y la excitación que tenían metida en el cuerpo. Pero también, a causa de la resaca, ahora no me acuerdo bien qué cara le corresponde a qué nombre. No sé cuál es Micho, ni sé cuál es Tito. Lo que sé —y esto lo sé muy bien— es cuánto se divirtieron en ese mundial de barbacoas europeas, sobre todo inventando cantitos de guerra. Me retumban todavía alguno de los versos, con música de tribuna, que prepararon para intimidar a los rivales:
Yo hago asado de chiquito,
carbón y leña y nada más.
Vos tenés parrilla móvil,
se te arrebata el costillar.
¡Gringo, tu asado es moderno,
prendés el fuego con campingás!
Y me queda grabada la risa de los adversarios gordos y colorados al conocer la traducción de esas estrofas.
—Oh, my god, cámpingas, my god —decía un irlandés riéndose con la boca abierta, y parecía que le fuera a explotar la panza.
No había competencia, sino camaradería y largas noches de alcohol. Gente reunida alrededor del fuego con ganas de pasarla bien. Así ocurrió durante los días que duró el encuentro. Fiestas nocturnas, almuerzos opíparos y un reguero de cerveza fresca para el calor agobiante que sopla en el ecuador del mundo.
Las noches terminaban muy tarde, cuando el último país cantaba la canción que dice «Dame la G / te doy la G, / dame la E / te doy la E» y que termina con el grito «¡Germany!».
Eran más de treinta países y se cantaban todas las canciones patrias. La enorme mayoría de los cocineros se quedaba hasta el final, deletreando el nombre de cada país, incluida la interminable y ripiosa canción de Liechtenstein, que era complicadísima.
En ningún momento nadie se preocupó por las estadísticas del torneo. La excusa era el mundial, claro, pero el objetivo estaba en las sobremesas y se cumplía cada noche. A todo el mundo le daba igual si ganaba Bélgica o Nueva Zelanda, mientras los camareros marroquíes siguieran trayendo cerveza fría.
Me fui de Saïdia el domingo por la mañana, con la cabeza como un tambor. Los árbitros darían su veredicto por la tarde, y ni siquiera me importó quedarme a verlo.
Cuando llegué a Barcelona tenía la panza rígida de tanto comer carne y ya se empezaban a conocer los resultados del torneo. Había ganado Dinamarca, con ahumadores portátiles, seguido muy de cerca por el equipo alemán. Los argentinos quedaron cuartos y me pareció muy bien.
Entré a Facebook para revisar la página de los chicos, quería saber si ya habían informado de los resultados a sus seguidores, y fue entonces cuando vi que los estaban masacrando. Me descolocó un comunicado del embajador argentino en Marruecos pidiéndole «calma a los medios». Abrí un diario, y después otro. De repente, en cada sitio de la prensa nacional se hablaba de traición y derrota. Fue una experiencia extraña, porque yo todavía tenía en las zapatillas arena marroquí y las voces felices de los cantos de tribuna en la cabeza.
Me costó al principio entender la agresividad que llegaba desde el otro lado del Atlántico. Era saña y era bronca. Los periódicos online deliraban de patriotismo mancillado. La basura del trendic topic funcionaba a cuatro motores.
Escuché una entrevista telefónica de radio Mitre a uno de los chicos. El pobre quería explicar que había sido una experiencia única, pero la entrevistadora le decía que no, que deberían estar tristes, que había sido una vergüenza.
Sentí una enorme compasión por esos chicos, a los que había dejado bailando y cantando el sábado por la noche. Ahora era lunes, habían pasado nada más que cuarenta y ocho horas, pero el mundo parecía otro. El que hablaba por la radio, creo que era Rocco, tenía la voz quebrada y quería disimularlo. Era una voz diferente a la del veinticinco de mayo, cuando la luna llena en Marruecos los iluminó a los seis para que asaran la carne como lo hacían sus padres y sus abuelos.
En el momento que salió esa luna yo me alejé del calor de los diez corderos en cruz para conseguir la perspectiva que conviene tener en los grandes momentos ajenos. Ellos estaban viviendo un momento único y se les notaba en la cara. Les habrá pasado por la cabeza el secundario completo, la amistad y las borracheras. Los seis se miraban a los ojos, se abrazaban y se decían cosas de amor al oído.
Allí fue donde pude leerle los labios a Felipe cuando dijo: «¡Mirá donde estamos, Chino!». O quizá fue el Chino que se lo decía a Felipe. Pero podíamos haber sido Chiri y yo hace veinte años, por eso me emocioné cuando el otro lo abrazó y se sintieron inmortales.
Bailoteaban y le echaban leña al fuego. Bebían y pintaban los costillares con agua y sal. Se dejaban sacar fotos. Medían la temperatura de la carne con las manos para hacerles ver a los daneses la inutilidad de comprar termómetros hidráulicos. «¡Gringo, tu asado es moderno, / prendés el fuego con campingás!», cantaban a los gritos mientras asaban y bebían.
Si en ese momento me hubiera llevado aparte a cada uno y, por turno, les hubiera preguntado dónde querrían estar en ese momento, haciendo qué, los seis habrían dicho lo mismo. «En África, con mis amigos».
No tenían la menor idea de lo que iría a decir la prensa en Argentina dos días después. Mejor que no lo supieran. Mejor dejarlos así, congelados en el abrazo. ¿Para qué aguarles la fiesta con noticias del futuro? ¿Con qué objeto escupirles el asado de esa noche perfecta?