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Ahora que escribo estas líneas han pasado cinco años. Y los números no son un asunto baladí en esta historia. Fue en el 2007, el año de la maternidad a tiempo completo, cuando la oferta de trabajo que debía llegar no llegó y fue más sencillo replegarse que seguir intentándolo. Entonces no sabía que algún día iba a poder decir con orgullo que yo había amamantado y criado a mi hija en casa en su primer año de vida. Lo único que sabía en ese momento era que mi existencia había hecho una parada estratégica. Que me había detenido a mirarla desde un lugar fuera de mí, abandonado todo impulso generador. No me interesaba crear nada más. Lo de ser escritora me parecía ridículo, y no tenía otra misión que esa que mi bebé me señalaba cada día con su olor o con su ruido. No es casual, porque nada es casual en esta historia, que ese también fuera el año en que más veces se me apareció el número once. Tanto que dejó de ser curioso para ser casi rutinario. Y lo sigue siendo. Porque en realidad esta historia se resume en una cifra.
Ahora miro el reloj y allí está: las once y once. Me pasa siempre, de día o de noche.
Cada vez que ocurre se lo cuento a Jaime, que, gracias a que le he venido enseñando pruebas todos estos años, ha terminado por creer que no es un invento mío y que en efecto a mí me pasa «eso». Creo que él preferiría decir «algo».
Es mi secreto estúpido.
Evitar pasar por debajo de la escalera o maldecir a los gatos negros no tiene nada que ver con esto. Las supersticiones son cosas que todo el mundo sabe, son tonterías colectivas, y si por casualidad terminaras haciéndoles caso —y yo admito hacerles caso algunas veces— sería básicamente por extremar la seguridad, no vayan a tener razón los tontos. Lo del once, en cambio, es parte de mí, como un trastorno obsesivo compulsivo, como una idea recurrente pero que en lugar de haberse creado en mi mente, de haberme invadido desde dentro, llegó y decidió perseguirme desde fuera. Su visión me transporta cada vez de un estado risueño a una sensación de enigmática complicidad conmigo misma.
Es posible que mi mente anduviera afiebrada desde que podía barrer, lavar y mover un cucharón con un bebé colgado en la espalda, pero en los años en que me dediqué a ser la madre ideal juro que la consulta del pediatra siempre estaba en el número once. Si me subía a un avión me tocaba el asiento once. Mi número en la cola del banco acababa normalmente en once. O mi nuevo DNI vencía un día once.
Mi vida, ya lo dije, se había alejado repentinamente de la investigación, del periodismo, de las computadoras, incluso de la literatura. Como en uno de los libros de la escritora Joan Didion, ese fue «mi año del pensamiento mágico». Los límites entre la superstición, la fe y la locura, incluso la estafa, simplemente no estaban del todo claros. Vivía en la creencia de que una palabra o un simple acto de mi voluntad podían cambiarlo todo. En ese estado precientífico los muertos vuelven, los pájaros saben que es el fin del mundo y los números encierran mensajes.
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Quizás eran bien entradas las once de la mañana porque a las doce acostumbraba regresar del parque infantil para, con suerte, aprovechar la siesta de Lena y darme un baño, cuando le hablé a la bruja por primera vez del número once.
Todos sabemos que los parques infantiles son puertas astrales.
No por forzosa, mi vida de mamá-amade-casa dejaba de tener ciertos encantos. Y en esas pocas mañanas en que no me sentía como un insecto atrapado en la telaraña de platos sucios, de juguetes desperdigados y ropa sin ordenar, todavía insomne a causa de la lactancia nocturna, pero incrédula ante la perspectiva suicida de tener que preparar en una hora el almuerzo sin dejar de entretener a Lena con mis tetas; o, mejor dicho, cuando todo lo anterior seguía existiendo pero podía borrarlo momentáneamente poniéndola en su coche y dando un portazo con dirección al parque, todavía podía conocer brujas.
Para mí, aparcar el cochecito a las diez de la mañana era como marcar tarjeta en la dimensión desconocida. Llevar a un niño a tomar el aire fresco y a relacionarse con sus iguales en la arena era un gesto de grandeza. No olvidar sus palas y baldes, una hazaña cósmica. Evitar que se comiera la tierra, salvarle la vida. Enseñarle que eso era una paloma, una clase avanzada de ciencias. Llegué a moverme como un astronauta en el espacio en ese universo de bebés que no fijaban aún la cabeza, y sus niñeras latinas y abuelas catalanas. Fue una de esas nanas, precisamente, una chica pelirroja que cuidaba a un niño chino, la que me presentó a la abuela. La vieja era vidente o bruja, me dijo. Sabía cosas del más allá. Las había estudiado. Uno de mis defectos más terribles es que suelo perder toda la educación cuando me aburro, pero algo en su perfil discreto, quizás en sus lentes pegajosos, en su vestido de señora decente, hizo que yo no saliera de allí corriendo.
Cuando ese día le pregunté qué quería decir que viera siempre el once, me miró por debajo de sus grandes gafas y me encomendó a Dios. «No te asustes, pero el once —afirmó— es un número ‘maestro’ que rige la vida de ciertas personas muy especiales, llamadas a hacer grandes sacrificios en su paso por este mundo.» Yo, que llevaba ya algunos meses de aprendizaje en el sacrificio cotidiano, redoblé mi atención. «La gente que te rodea —continuó— depende de ti y tú serás la que, llegado el momento, deberás protegerlos. No será un camino de rosas, tendrás que pasar por situaciones muy duras hasta que aprendas a administrar tu poder, pero lo conseguirás. El once te guiará para alejarte del mal y hacer el bien a los demás, porque tú perteneces a esos elegidos que en la tierra son portadores de la sabiduría cósmica.»
Me sentí como Spiderman escuchando al tío Ben. La bruja del parque infantil concluyó sugiriéndome que estudiara más sobre el once, que me sorprendería. La Gabriela Wiener que se alejaba empujando un cochecito con un bebé y las bolsas de la compra colgando por una empinada cuesta, enjugándose el sudor de las sienes, sintió que ahora todo tenía sentido. Si no por qué diablos ella iba a preparar a continuación un pollo frito para su familia, tenía que haber un propósito así de trascendente. Esa era la explicación de por qué durante toda su vida se había creído especial, para bien o para mal. Este sería su nuevo secreto. Gabriela había abandonado la literatura o la literatura la había abandonado a ella. Gabriela estaba demasiado aburrida y dispuesta a creer que era una extraterrestre o al menos su emisaria.
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Aquella mañana volví del parque, entré a casa y corrí a la computadora para poner once en el blanco espacio de Google mientras Lena lloraba desconsoladamente. Como los códigos de Matrix vi llover los testimonios de miles de personas que sufrían el mismo acoso numérico. De repente, saber que eso que yo suponía me hacía diferente, me igualaba a millones de iluminados, me sublevó. ¿Por qué teníamos que ser tantos los elegidos? ¿Quién diablos estaba a cargo del casting?
El número once era algo que le pasaba a millones de personas en todo el mundo desde hacía décadas. En la web de una especie de gurú del once llamada Solara —una robusta mujer rubia vestida con túnicas rosas y foulards coloridos que organiza encuentros en lugares «energéticos» como el Cusco— se confirmaba lo dicho por la bruja. Al parecer, el once surge en épocas de conciencia elevada, teniendo un efecto poderoso en aquellos que lo ven. Se le llama «disparador de memorias», porque cada vez que vemos esa cifra los bancos de nuestra memoria celular son activados un poco más, sentimos una cosa agitarse profundamente en nuestro interior como si de pronto recordáramos algo olvidado hace siglos.
En resumen, habría un once en todas las cosas como un código para evocar un tiempo cósmico en que la conciencia universal era una sola. La misión de todos nosotros, los del once, era comunicarlo al resto de la humanidad.
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Habían pasado cuatro años desde el tiempo de la maternidad exclusiva y de las revelaciones del parque infantil, cuando fui consciente de que en breve iba a ocurrir algo insólito que solo ocurre cada cien años. El calendario iba a marcar una fecha que para cualquier obsesionado con el once supone un mazazo en la cabeza, el calendario marcaría el 11/11/11: día once del mes once del año once.
Había dejado de ser ama de casa y vuelto al periodismo; aunque no de la manera en que yo esperaba, me había convertido en jefa de redacción de una revista dirigida a aquellos hombres que todavía se masturban con chicas tetonas impresas en papel. Cada mes, debía entrevistar a la siliconeada de turno sobre si estaba a favor o no del sexo anal. Por más posmoderna que yo intentara sentirme, por más que me divirtiera la idea, no era un trabajo del que podía hablarle a mi mamá, ni a mis amigas «feministas». Era una mercenaria de la prensa masculina más grosera, aunque me disfrazara de agente infiltrada.
Cuando veía las fotos y videos de la época en que solía tener encuentros interestelares en los parques infantiles no me reconocía con esos atuendos vaporosos, esos pelos y esa sonrisa, un estado en el que seguro me colocaba la lactancia y la cara satisfecha de Lena. Aunque hubiera vuelto al redil, aunque en mi vida hubiera ganado la razón, el once había seguido dándome sus pequeños toques de atención con su habitual insistencia.
Y ahora el 11/11/11 estaba a la vuelta de la esquina. Jaime, que no cree en nada, me recordó que debía comprar la lotería, por si acaso.
En España, la lotería se llama la Once (Organización Nacional de Ciegos Españoles), y, cómo no, para ese año había lanzado una lotería especial con un premio de once millones de euros. Tardé semanas en decidirme a comprarla, pero lo hice. Me detuve en la puerta del mercado de la Boquería y le compré al hombre de la silla de ruedas un décimo con el número 55860. La suma de sus dígitos no daba ni siquiera un múltiplo de once, pero fue lo único que conseguí. Lo guardé en mi cartera y esperé.
El 2011 era, además, según el horóscopo chino, el año del conejo, mi año.
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En la novela gráfica que estoy leyendo por estos días, ¿Eres mi madre?, de Alison Bechdel, hay una viñeta en la que la escritora, que se ve como una ferviente conversa del psicoanálisis, analiza uno de sus sueños, en los que aparece por alguna razón un once. Dice: «Según Freud no hay nada indeterminado en la vida psíquica, sobre todo en los números. El once es el primer número que no puede contarse con los dedos de las manos. Va más allá, transgrede, y por esa razón se asocia al pecado». Es decir, aunque la bruja del parque infantil hubiera hablado del once como un número divino, para la simbología cristiana en realidad se trata de una cifra maldita. Su pecado consiste en ser incompleto. Y su problema en que se encuentra entre el diez, que es la perspectiva humana, y el doce, que es la perspectiva cósmica. Después de la traición de Judas, el número de apóstoles quedó reducido a once.
Por eso tampoco es casualidad que sea un número relacionado amargamente a los atentados y desastres naturales que han ocurrido en los últimos años. Sobre todo si las coincidencias son tan alevosas.
Internet está plagado de teorías que descomponen cada detalle del ataque al Word Trade Center, desde la fecha (9/11) hasta las dos torres que dibujan un once, pasando por el número del vuelo (once) del primer avión que impactó en la torre norte, la cantidad de tripulantes de uno de los aviones (once), los muertos de ese avión: noventa y dos (9+2 = 11), o el número de emergencia en Estados Unidos (911=9/11), al que millones de personas llamaron ese día. Once fueron los años que tardó la construcción de las torres.
Lo mismo ocurre con los atentados del once de marzo de 2004 en Madrid. El número de muertos: ciento noventa y uno (1+1+9 = 11); y la fecha 1+1+3+2+0+0+4 = 11. Onces por todos lados.
El día de la Remembranza en Inglaterra es el 11 del 11. Y hasta el 4 de julio en Estados Unidos, tiene un once: 4+7 = once. Ni qué decir del terremoto de Japón, con el consiguiente accidente nuclear de Fukushima, que tuvieron lugar el once de marzo de 2011. O los atentados de Oslo, el veintidós de julio de 2011. Ah, y Kennedy murió un 22/11.
Estos «descubrimientos» llevan años propagándose por la red, desde webs como la de Uri Geller, el mentalista que dobla cucharas, o las de jóvenes geeks como Rick Clark, quien al poco tiempo de ser entrevistado en la radio sobre sus hallazgos se suicidó, aunque sus seguidores aún piensan que fue víctima de una conspiración gubernamental y asesinado para que no siguiera hablando. En todos estos pronósticos el 11/11/11 era la fecha elegida para el Cambio Universal.
Los mayas, además, habrían señalado que en 2012 —es decir, once años después del atentado de Nueva York— se cerrará un ciclo cósmico y nos achicharraremos para siempre en el fin del mundo.
¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué me persigue esa cifra maldita? ¿Soy una herramienta del demonio? Esto me cuesta confesarlo, pero yo ocasioné el terremoto de Chile de 2010. También la revuelta estudiantil de Lyon, donde se quemaron decenas de contenedores de basura al lado de la ópera. Estuve detrás del terremoto de Pisco en Perú. También tuve la culpa de que David Bowie se clavara un ojo con un caramelo, de que Mo- rrissey se emborrachara en el avión y nunca llegara al festival de Benicàssim y de que Keith Richards se cayera de un cocotero. No estoy loca. Cuando viajo a un sitio, cuando decido ir a un concierto, algo de grandes magnitudes ocurre. Algo se cancela, algo se destroza. Antes pensaba que era solo mi mala suerte, pero cuando tu mala suerte se cruza con el destino de miles de personas entonces lo que sientes es culpa, una culpa universal. He llegado a pensar que no soy del todo inocente respecto de las desgracias que le ocurren al mundo. ¿Alguien lo es? Pitágoras fue el primero en intentar demostrar que el universo era un todo que emite sonidos. El universo es un enorme piano y cualquier acto de voluntad sobre la tierra podría igualarse a tocar una tecla de este piano. Hasta nuestra más débil pulsión repercutirá de alguna manera en algún lugar de ese universo. Un aleteo puede ocasionar un tsunami. Yo veo el once y creo en el efecto mariposa.
Una de las últimas películas sobre el misterio del 11/11/11 (hay varias) se estrenó, claro, el año pasado. Se rodó en Barcelona, donde yo viví precisamente hasta el 2011. Trata sobre un escritor que pierde a su esposa y a su hijo. Al trasladarse a Barcelona empieza a notar la insistente aparición del 11:11. Descubrirá que estos números son en realidad mensajes enviados a una serie de personas por ángeles protectores, que durante años han intentado comunicarse con los hombres. De lo que quieren advertirnos es de la inminente apertura el día 11/11/11 de un portal que lleva a otra dimensión y por la que se prevé penetrará algo inimaginable. En las imágenes reconocí la puerta de la iglesia Santa María del Mar y el Parque del Laberinto, donde durante años llevamos a Lena para jugar a perdernos entre sus arbustos, solo que en la película no te persigue mamá, sino una criatura terrible.
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En algún momento del año 2011, vi que el escritor peruano Ivan Thays ponía en su estado de Fecebook la cifra 11:11. Thays, hasta ese momento, era la única persona que conocía que había admitido públicamente ser uno de los que ven el once por todos lados y, no sé por qué, en ese momento me pareció que el hecho de que un hombre cultivado creyera en un asunto tan ri- dículo de alguna manera legitimaba mi propia ridiculez. Necesitaba saber cómo era esto para él, e Iván me contó algo rarísimo: me dijo que él veía la cifra desde que era niño, desde los nueve o diez años. Era todo un veterano. Además recordaba el instante exacto en que la vio por primera vez. Estaba fuera de Lima, tal vez veraneando, y le dijo a su prima que salieran. Se fijó en la hora y la vio. Eran las 11:11 am. Pensó: esta hora la voy a ver siempre. Y se cumplió. En uno de sus talleres de literatura leyó el cuento de una alumna en el que su personaje se levantaba a las 11:11 am. Todos los días. Así supo Thays que no estaba solo. Él ve el once, o el mil ciento once en billetes, en casas, en placas de auto, en tarjetas. En las semanas en que lo ve, dice, está más espiritual o más necesitado de consejo que cuando no lo ve. Y siempre es una sorpresa.
Thays también me habló de algo con lo que estuve totalmente de acuerdo: el once no es un tema atractivo en realidad, se presta a mucha superchería, así que cada uno debe encontrarle un significado particular para su vida. Para él es una alerta a sí mismo. Cuando pasa, deja de hacer lo que estaba haciendo, se habla, porque siente que en su interior algo se lo pide, reza o pide un deseo, y se siente cuidado. Yo volví a pensar en la bruja del parque infantil y le pregunté si creía que los del once teníamos una misión en este mundo. «De ninguna manera —me contestó—, es algo muy personal.» Aunque sí creía que todas las personas, vieran o no el once, tenían una misión en este mundo.
Me uní al grupo de Facebook «11:11», de modesta actividad, al que pertenecía Thays y que era administrado por Hachinowi Brown, una chica peruana que había intentado organizar una salida entre los miembros, a la que no asistió nadie.
Le escribí un mail a otro escritor. Esta vez a un escritor científico: el físico, poeta y novelista Agustín Fernández Mallo. Le pregunté al español que hizo con la Nocilla —esa crema de chocolate con la que los niños untan el pan del desayuno— un proyecto literario que se volvió emblema de una generación de escritores, si en ese bloque de conocimiento estructurado basado en la comprobación empírica y en las leyes lógicas que es la Ciencia había un mínimo resquicio por el que pudiera filtrarse el número once; si los científicos dudaban; si, en algún momento, toda esta acumulación de delirios que la gente común iba compartiendo en internet podía a hacerles tirar los tubos de ensayo y mirar al cielo, comerse las uñas, perder suelo, suicidarse. Te necesito como científico, le escribí. Y su respuesta fue implacable: todo eso carecía de fundamento alguno. «Son interpretaciones dramatizadas, en ocasiones paranoicas, de algo que nada significa: los números.» Para él estos no son más que una abstracción mental. «Significan todo cuanto queramos que signifiquen. Hay los mismos argumentos para decir que el 11:11 es mágico como para decir que no lo es.» Pasto de incautos, ensalada de conceptos pseudocientíficos, creencias dignas de un pensamiento mágico, fueron algunos de los epítetos que manejó; «es como creer en la aparición de la Virgen de Lourdes, ni más ni menos —zanjó— el 11:11 se te aparece en todas partes porque te fijas en él, solo eso. Ocurriría igualmente con el 19:64, por decir algo. Es un pensamiento a posteriori. ¡No te dejes embaucar!». Terminé de leer su mail y miré la hora, esperando encontrar las 11:11, pero eran las 10:35.
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Siempre fui una bestia en matemáticas. Siempre me han parecido como de otro mundo. Por eso, quizá porque no entiendo nada de números, es que el once es para mí un tema completamente esotérico. Aunque tampoco estoy dispuesta a aceptar que se me confunda con alguien que cree en las apariciones de la Virgen de Lourdes. Yo no busqué al once, el once me buscó a mí.
Cosas que ocurrieron en 2011: el 11/2/2011 triunfó la revolución Egipcia y Mubarak renunció a la presidencia; el 11/4/2011 tuvo lugar el atentado del metro de Minsk, en Bielorrusia, murieron once personas; el 11/5/2011 un fuerte terremoto asoló la localidad de Lorca, en España, donde nunca hay terremotos.
En el 2011 dimitió Silvio Berlusconi y murieron Gadaffi y Osama Bin Laden.
No sé nada de matemáticas pero me dispuse a hacer el mismo experimento que había catapultado al suicida Clark o a Uri Geller con los números de mi vida, para ver si sacaba algunos onces en claro. Con seguridad había un once en mi historia porque yo nací en noviembre. Empecé con el número de letras de mi nombre completo y dio diecinueve. Sumé los números de la fecha de mi nacimiento y dio un total de treinta. Lo seguí intentando pero no salía ningún once a menos que matizara un poco las cosas: utilizar los ceros como valores para uno, cambiarle el cumpleaños a Jaime, etcétera. Eso ha ocurrido con buena parte de estos hallazgos que corren por las redes. Una vez que el investigador ha tenido suerte con algunos de sus descubrimientos, tiende a forzar la realidad que le es adversa para ajustarla a su teoría. A ese fenómeno se le llama «sesgo de información», la tendencia a favorecer información que confirma las propias creencias, reunir datos de manera selectiva e interpretarlo de manera parcial y tendenciosa.
¿Cómo reaccionarías si tus creencias fueran tomadas por embustes y tu vida, tu nombre, tu prestigio, de repente quedaran seriamente enlodados? Probablemente sería un buen móvil para el suicidio, al menos para mí y mi susceptibilidad. Pero los del once no son gente que tenga inclinación por la lógica, ni yo.
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Las brujas son más divertidas que las psicólogas porque hablan en lugar de hacerte hablar a ti. Al centrarse en aspectos de nuestra vida, capturan todo nuestro interés y atención. Me fascina que hablen de mí, aunque sean meras especulaciones y mentiras. Mantengo esa especie de fe o de ingenuidad como parte de un juego privado con lo desconocido. Por lo menos dos de mis amigas son mis puentes secretos con lo espiritual y mágico, algo de lo que yo en público suelo renegar. En términos de religiosidad, nunca salí del closet. No comparto con nadie que tengo una piedra verde bendecida por una amiga un poco bruja en la cartera. Y que antes de dármela me la pasó por todo el cuerpo en medio de un ritual de velas y sal regada por el suelo. Que me costó devolverle otra piedra azul redonda que me dio para salir del bloqueo creativo.
¿Qué diferencia hay entre las puertas de la conciencia que van abriéndose gracias a las visiones del once de los raptos místicos de la cábala, el yoga, el sufismo, el tarot, el tantra, la psicomagia… si todas estas prácticas hablan también de energía, cambio, sincronía, correspondencias simbólicas, intuición cósmica, ángeles, mandalas, velas y karma? De vez en cuando Jodorowsky lanza un tuit como este: «11:11=22. Número sagrado. Once frente a un espejo. Tu doble divino te busca. Es hora de abrir tu ego a tu Ser esencial». Todos hemos hecho una operación de sincretismo religioso en nuestros altares domésticos.
¿Creo en todo esto? En lo que no creo es en las casualidades. Me han pasado demasiadas cosas raras como para creer que todo se reduce a la estadística, la buena suerte, los dejavús y las coincidencias. Así que prefiero esconder un cuarzo en el puño por si resulta un día que los esotéricos, ya lo decía antes, como los tontos, tenían razón. Con mi amiga-profesora de yoga para embarazadas solemos hablar por el chat de nuestras cosas, pasamos en un instante del psicoanálisis amateur a la astrología. Vibro con sus lecturas delirantes de mi personalidad (casi siempre acertadas) y de mi futuro. Eso sí, debo ser de las pocas mujeres mayores de treinta que no tiene una vida espiritual consciente y orgullosa. Quiero pensar que es porque tengo una vida.
9
Mis padres no me cantaron nunca para dormir «ángel de la guarda dulce compañía», no me bautizaron, no me dejaron arrodillarme jamás en una iglesia, no me dejaron entrar a una clase de religión, no tuvieron nunca una cruz en su casa. Solo mis abuelas lucharon por que a mi hermana y a mí no nos llevara el diablo. Todas las mañanas, a las once, mis abuelas dejaban lo que estuvieran haciendo, apagaban la tele donde veíamos nuestros dibujos y se preparaban para sintonizar una estación en la radio. Sentadas en silencio, acariciaban las cuentas de sus rosarios con los ojos cerrados, mientras la hermosa aria de Shubert iba llenando todos los rincones de la habitación y la voz aguda de una mujer estremecía mi alma de niña que no sabía nada del pecado. «Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.» Y yo rezaba, a escondidas, otra vez, por si mis abuelas tenían razón y Dios existía. Como llevar una piedrita en la cartera.
En la universidad conocí a Gisella, estudiante de educación, rara e introvertida. No tengo ni idea de por qué nos hicimos amigas. Creo que yo ya había desistido de cuidar mi imagen y de intentar andar solo con los que parecían ser los más felices y divertidos. Ella quería ser monja. Yo quería olvidarme de mi ego. Recuerdo nuestras largas discusiones sobre Dios y las reuniones de jóvenes católicos a las que asistí para ver si ese era mi camino. Poco después empezó la etapa más carnal de mi historia y me alejé de Dios por mucho, mucho tiempo.
Mi madre, en cambio, dejó la política y gracias a ello dejó de ser atea. Cada vez que pasa algo importante en mi vida me dice que son los ángeles de la guarda que están protegiéndome. Dice que ella me ve aunque esté lejos, que me siente, que adivina lo que me pasa. Se llama a sí misma «sacerdotisa mochica». Los mochicas fueron una cultura preincaica del norte del Perú, una zona de la que procede mi familia materna. Su dios supremo era el Dios Decapitador y practicaban sacrificios humanos.
A Jaime suelen decirle que tiene una estrella.
A veces voy al mar porque alguien me lo pide, a rogar para que algunas cosas mejoren.
La fe siempre ha sido para mí una cuestión muy poco profesional.
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El 11/11/11 el mundo despertaba en una fecha única. Los grupos esotéricos lo habían esperado activamente. A diferencia del veintiuno de diciembre de 2012, el anunciado Fin del Mundo según los mayas, esta fecha no encerraba profecías catastrofistas sino todo lo contrario. Para Solara, la chamana del once, era el día prefijado para ver la puerta de ese otro mundo abrirse por fin, el instante en que entraríamos en sincronía y la conciencia del planeta cambiaría. Como si alguien en el otro lado apretara el botón de reinicio. Para el resto era un día más.
No solo se habían planeado ceremonias y rituales de meditación y oración por todo el mundo, en algunos países como Suiza, se casarían cientos de parejas y otros tantos bebés nacerían por cesáreas programadas para absorber la energía de ese día.
«Nos reuniremos en un único corazón, alma y pensamiento para unir nuestras voces a las de las culturas más antiguas y sabias», dijeron desde el Instituto de Investigación Holística en Francia.
En Argentina, en Capilla del Monte (sobre el cerro Uritorco), Matías De Stefano, un joven argentino que asegura ser la reencarnación de un habitante de la Atlántida, consiguió citar a más de doce mil personas que esperaban una conexión espiritual.
En tanto, en Egipto, la Junta Militar consiguió sabotear la ceremonia que miles de «ángeles humanos» iban a celebrar en la Gran Pirámide de Keops para recoger la energía sagrada y crear así un escudo entre la tierra y el cosmos. Los acusaron de satánicos. Los esotéricos indignados por no poder entrar a las pirámides tras meses de preparativos, advirtieron que, sin esa protección, el 12/12/12 se acabaría todo.
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El 11/11/11, viernes, amaneció soleado en Barcelona, España. Abrí los ojos, vi mi correo en el iPhone. Me habían enviado el número de reserva de hotel y el billete de Ave a Madrid. Empezaba el lunes. En diez días, Jaime, Lena y yo nos mudaríamos a la capital del reino. En plena crisis española me acababan de ofrecer un buen puesto de trabajo en una revista femenina, con un sueldo bastante mejor y, lo que me hacía más ilusión, la promesa de renovar mi provisión de cremas y perfumes. No estaba mal. Mis amigos, la mitad en el paro, no se lo podían creer. Yo lo había deseado secretamente y estaba ocurriendo. ¿Sesgo de información?
El 11/11/11 me vestí de negro, como siempre. Era mi último día en la bizarra publicación para machos que gustan de mujeres tetonas y siliconeadas. En breve me iba a ocupar de una revista para mujeres que gustan de los vestidos y los cosméticos. Dejaba la ciudad que había habitado durante los últimos ocho años. Renacimiento y anclaje a lo nuevo. Una puerta que se cierra y otra que se abre. Todavía faltaba mucho para dilucidar los alcances de ese cambio, si iban a representar una mejoría, pero no había duda de que era un cambio, y radical. Antes de salir para la oficina decidí esperar a que fueran las once y once de la mañana. Quería estar con Jaime cuando llegara la hora.
A las 11:11 del 11/11/11 miré el reloj de mi teléfono y corrí con él en la mano por el largo pasillo de mi excasa en Barcelona. Logré sacar a Jaime de la computadora y llevarlo a la habitación. Le pedí que cerráramos los ojos y pidiéramos por nuestra nueva vida en Madrid, como acariciando cuentas en la oscuridad. Pedí por nosotros. Luego, salimos a la claridad de la galería.
Poco después de las 11:11 el 11/11/11 escribí un mail para despedirme de mis compañeros de la oficina y lo envié. Les decía: «Yo, la verdad compañeros, es que estas últimas noches me he ido a dormir temprano, me he metido en la cama en posición fetal, para fingir que no soy yo la que tiene que afrontar otra vez una nueva vida. El acojone es importante, ya lo sabéis. Pero hoy me he despertado con más ánimos y a las 11:11 del día de hoy, 11-11-11, me he tomado una foto absurda con un reloj. Así que estoy new age perdida y extrasensible, lista para mi despedida». La ironía, el absurdo, el chiste. Y la verdad.
A las tres de la tarde del 11/11/11 dejé mi vieja oficina y caminé sola por el Paseo San Juan, sintiéndome una persona efímeramente liberada. No sé qué comí. Ni dónde. Recogí a Lena del colegio y la ayudé a hacer cartas de despedidas para sus amigos.
A las 19:19 de la tarde del 11/11/11 recibí un mail de Christian Basilis, el jefe de redacción de esta revista, con quien semanas antes había hablado del once bajo la noche despejada de Sant Celoni. Me preguntó de qué iban a tratar mis columnas en Orsai durante el año 2012 y yo le contesté que sobre el fin del mundo. Se alegró.
Le conté que me iba a Madrid. Él me contó que volvía a Argentina. Nos sorprendimos, nos deseamos suerte.
Iván Thays participó en una ceremonia alrededor del fuego, en una playa. Fue algo muy inspirador, aunque no pensó que pasaría nada y no pasó nada. Hachinowi fue de campamento a un lago con su esposo y su perro Vincent. A las 11:11 meditaron y absorbieron las buenas energías del lugar. No sintieron que algo cambiara en sus vidas.Respecto a la lotería, ese día perdí un millón de euros, porque la cifra ganadora fue 56850 y yo tenía el 55860. Como puede verse, estuve muy cerca, son los mismos números, solo el 6 y el 5 estaban en posiciones intercambiadas. 6+5=11. Según la Wikipedia, el día 11/11/11 no ocurrió nada reseñable en el mundo.