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Estados Unidos: ¿Por qué tu pueblo es imbécil?

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El gran periodista Joe Bageant escribió su último ensayo antes de morir. Nosotros tenemos la suerte de ser el primer medio en español que lo publica. Un lujo.

Si uno pasa mucho tiempo con personas inteligentes, es normal que las conversaciones terminen ancladas en los temas políticos y culturales importantes de nuestra época. Por ejemplo: ¿cómo se explica que los norteamericanos, de manera tan sostenida y sistemática, sigan siendo los tarados mentales que son? Gran parte del resto del mundo, que incluye a muchos otros norteamericanos, se lo preguntan al tiempo que ven a la cultura estadounidense derrumbarse como un mastodonte reduciéndose a un pozo de brea del pleistoceno.

Una respuesta posible podría ser el efecto de cuarenta años de empanizador de pollo industrial frito en abundante aceite y gaseosas agrandadas de litro y cuarto. Otra podría ser la cultura pop, que por supuesto no tiene nada de cultura y sí de mercadeo. O también podríamos culpar al autismo digital: ¿le han puesto atención a los primates que viajan en el metro pinchando sus dispositivos digitales, acariciando la pantalla táctil por horas? ¿Han visto esas cejas arrugadas del neolítico por encima de los ojos rojos y estrábicos?

Pero hay explicaciones más razonables. A: no sabemos que somos tarados mentales. B: nos aferramos a instituciones dedicadas a que no nos demos por enterados nunca.

Como ya lo demostró de forma estupenda el estadístico William Edwards Deming, ningún sistema puede entenderse a sí mismo ni entender por qué hace lo que hace, incluido el sistema social estadounidense. Ignorar por qué mierda tu sociedad hace lo que hace genera casos graves de angustia existencial. De modo que creamos instituciones cuya función es la de fingir que saben, y así todos nos sentimos mejor. Desafortunadamente, también significa que los más despabilados entre nosotros —las élites que manejan las instituciones— se hacen muy ricos, o se protegen de las vicisitudes que nos sacuden a todos los demás.

Directa o indirectamente, esta clase entiende que la verdadera función de las instituciones sociales norteamericanas es la de justificar, racionalizar y ocultar el propósito real del comportamiento cultural del lumpemproletariado, y el de moldear ese comportamiento en beneficio de los miembros de la institución. «Ey, son un estorbo. ¿Qué esperan que hagamos?».

Piensen, lectores suspicaces, en las instituciones de seguro social norteamericanas, las corporaciones de seguros, las cadenas de hospitales, el cabildeo de los médicos. Entre ellos han logrado establecer una forma perfectamente legal para bolsearles, a todos los norteamericanos, miles de dólares a discreción. El hecho de que defendamos rabiosamente su derecho a penetrarnos, a pesar de la cantidad de información disponible en la era digital, sigue siendo un misterio para el mundo.

Hace doscientos años nadie hubiera pensado que la gran cantidad de datos disponibles en la era de la información digital iba a producir norteamericanos informados. Los fundadores de la República, inmersos en el Siglo de las Luces, y los creyentes en que una ciudadanía informada era fundamental para la libertad y la democracia, hubieran delirado con la sola idea. Imaginen a Jefferson y Franklin drogados con Google.

La suposición fatídica fue la de que los norteamericanos elegirían pensar y aprender, en lugar de seleccionar cuidadosamente los blogs y canales de televisión que reforzaran su ignorancia cultural, de consumo, científica o política, especialmente la política. Tom y Ben nunca hubieran imaginado que íbamos a perseguir el espectáculo prefabricado, la ciencia basura y los rumores morbosos como los de los jurados sobre la muerte, el islamismo socialista de Obama y las pruebas bíblicas de que Adán y Eva pasearon por el Edén sobre el lomo de dinosaurios. Esto, probablemente, es inevitable en una nación que equipara la democracia con el derecho de opinión de cada individuo, aunque sea la más ridícula. Al fin y al cabo, los tontos escogen tonterías, por eso se llaman tontos.

La estupidez cultural no sería tan mala si no fuera autorreproductiva y viral, y propensa a colocar gente estúpida en el poder. Todos, en algún momento, mientras observamos al jefe, nos hemos tratado de explicar cómo terminó ese tarado a cargo del lugar.

En mi campo, el de los libros, los mayores charlatanes de ventas y mercadeo, vendedores de autos con título, son los responsables de publicar la literatura nacional. Asimismo, exgenerales del Pentágono pasan de matar bebés morenos en Iraq a convertirse en presidentes de una universidad o en presidentes ejecutivos de alguna corporación. En cambio, líderes empresariales como Donald Rumsfeld (que se creen comandantes de campos de batalla y que ven a sus empleados como tropas que deben «desplegarse») terminan pedorreándose felizmente detrás de los escritorios del Pentágono. En virtud de haber confundido El arte de la guerra de Sun Tzu con un libro de texto de negocios, son seleccionados por líderes nacionales igualmente delirantes para dirigir guerras en nuestro nombre.

Pero el daño más generalizado ocurre en los niveles operacionales más mundanos del Imperio norteamericano, a manos de clones del idiota con poder sentado en el escritorio de la esquina de tu lugar de trabajo. Al menos un estudio demostró que la selección aleatoria para ascensos corporativos compensa este efecto de forma significativa. Otra investigación confirma que eso se comenta diariamente alrededor de los dispensadores de agua de todos los lugares de trabajo del país.

Guárdenme lugar en el campo de concentración, voy a Wal-Mart

Como la mayoría se beneficia materialmente de ella, en todas las sociedades se cultivan diversos tipos de ignorancia cultural. Los estadounidenses, por ejemplo, cosechan enormes beneficios producto de la ignorancia cultural —especialmente la clase media— generada por el hipercapitalismo norteamericano materializado en abundancia de basura.

La ignorancia intencional te permite disfrutar de mercancías más baratas producidas por mano de obra esclavizada, tanto extranjera como —cada vez más— doméstica, y aun así «agradecer a dios por su munificencia» en las iglesias nacionales sin el menor indicio de culpa ni ironía. Permite también el robo intimidatorio de recursos y bienes de países débiles, para no mencionar la capacidad destructiva del capitalismo tardío que agota todos los recursos planetarios indispensables para la conservación de la vida.

La justificación norteamericana, en aquellas rarísimas ocasiones en que se dignan a darlas, es más o menos esta:

—Mira, rojo cabrón, nunca he visto una fábrica clandestina y no hay niños asiáticos encadenados en el sótano. Así que tengo lo que el gobierno llama negación plausible. ¡Come mierda!

Mmm, no mires ahora, pero los banqueros te tienen de las bolas, tu país se convirtió en un estado policial, en un campo de concentración, y casi todo el planeta te odia.

Este floreciente clima intelectual habilita a las élites capitalistas a retener y racionar recursos vitales como la seguridad social por la vía sencilla de subastarla entre los más ricos. Los estadounidenses no entienden esto porque el dato más importante (a saber, que muchísima gente no puede ofertar y por lo tanto muere antes de tiempo) siempre estará por debajo de la propaganda política capitalista, es decir, que si damos atención médica gratuita a los bebés pobres con el paladar hendido, el país caerá en las garras del leninismo. Eso es ignorancia cultural. Eso es lo que respiramos todos los días de la vida.

Ahora, cuando se trata de estadounidenses pobres, excluidos de la seguridad social, que votan sin embargo para preservar el proceso de subasta corporativa, hablamos de estupidez cultural. (Hagamos una pausa para agarrarnos del pelo y gritar ¡aghrrr!)

Como dice la vieja canción: «Aquellos que no saben, no saben que no saben». Me aventuro a decir que aunque lo supieran, no sabrían por qué. Las verdades primordiales se nos escapan debido a la abundancia de basura y las propagandas. Quedamos sepultados debajo de productos que insinúan que somos ricos, o por lo menos más ricos que la mayor parte del mundo. Una cordillera de zapatos baratos, automóviles, iPods, cantidades absurdas de productos comestibles y todo lo que el espectáculo del atiborramiento define —y está obligado a hacerlo— como «calidad de vida», según el capitalismo de mercancías. Los bienes que poseemos superan desde reflexiones filosóficas a consideraciones de tipo práctico.

—Puede que muera antes de tiempo por comer subproductos de carne no identificada ensopada en químicos residuales, ¡pero moriré teniendo un televisor de alta definición de sesenta y cinco pulgadas y un Dodge Durango nuevo de cinco velocidades con motor Hemi V8 5.7L debajo del capó!

Ni siquiera el riesgo de tostar la vida del planeta es suficiente para que los norteamericanos se sacudan de ese estado de negación. Como lo señala Guy McPherson, profesor emérito de Recursos Naturales, Ecología y Biología Evolutiva, «el 79,6% de los entrevistados por la encuesta de la revista Scientific American se niega a privarse de un solo centavo para anticiparse a los riesgos asociados al catastrófico cambio del clima. Los lectores de esa revista son, sin duda, personas más informadas que el público general, y sin embargo no pagarían nada para evitar la extinción de nuestra especie. Es como que de pronto te invade un sentimiento de comodidad y alegría, ¿no?».

Recemos porque la próxima generación sea un poquito más inteligente.

Pistola eléctrica contra los chicos

El cada vez más sospechoso «estilo de vida norteamericano» vive en constante vigilancia militar y policial para protegernos —a quienes nos autodefinimos come-flores— del envidioso mundo exterior, que según el consenso cultural es un mundo que en este preciso momento se arma hasta los dientes con explosivos y compra boletos de avión con destino a Moline, Illinois. La ignorancia cultural (ig-cult) dicta que la mejor manera de impedir que terroristas extranjeros lleguen en avión a nuestro país es humillar a los ciudadanos estadounidenses que viajan al exterior. Adelante, manoséenme los huevos, pásenme la pinga por los rayos equis y por amor de dios no permitan que nadie se monte en el avión con una botella de champú grande. En un país obediente, adorador del estado policial, el insulto físico y la vigilancia son pruebas de vivir en un lugar seguro.

Se trata, además, de un negocio lucrativo (y no solamente para los fabricantes de escáneres). El alboroto alrededor de los escáneres corporales y el manoseo de entrepiernas le inyecta a los medios grandes cantidades de combustible para los índices de audiencia, lo que dispara las tarifas de pautas en TV, aumento que se traslada a los precios de los productos que compramos nosotros. De modo que pagamos para que nos insulten, para que nos hagan cagar del miedo y para que, sin saberlo nosotros, moldeen nuestro comportamiento. En el capitalismo estilo norteamericano, esta banda de Moebius de ignorancia cultural es lo que se conoce como una situación ganar-ganar.

Así también nos distraemos convenientemente de las ofensas que nos cruzamos unos contra otros diariamente gracias a la desinformación cultural fabricada por el Estado: el miedo. Diez años de alertas naranja y el miedo infundido desde el 11S nos han llevado a sacar algunas conclusiones culturales paradójicas.

Procedamos a internarnos rápidamente en estas paradojas. Por ejemplo, el hecho de que podemos usar la pistola eléctrica como garantía para la seguridad y tranquilidad doméstica. Sí, es una tarea desagradable, pero alguien tiene que aplicar la pistola eléctrica a la ciudadanía. Además, en estos tiempos de altas tasas de desempleo, significa un salario para alguien (generalmente el tipo que se sentaba detrás tuyo en la escuela mordisqueando felizmente un trozo de tiza).

Si pensamos en los policías armados con pistolas eléctricas en miles de escuelas, incluso en escuelas primarias —una declaración cultural bastante extraña por cierto—, está de más decir que las muertes y lesiones de escolares han puesto a los abogados especializados en lesiones personales a gritar eureka por los aires a la vez que contemplan sus veleros anclados en la muy exclusiva colonia de verano Martha’s Vineyard. Así son las recompensas por trabajos honrados en la ig-cult.

De cualquier manera, la oportunidad de una demanda jugosa se acepta como compensación satisfactoria por gritar o escribir en los pasillos escolares. ¿Qué son cincuenta mil voltios y un leve daño de los tejidos nerviosos comparados con una posibilidad para pagar las tarjetas de crédito, renovar el transporte familiar y quizás hasta remodelar la cocina?

Pero no nos desviemos del tema de la ignorancia cultural, esencialmente porque escribí el título primero y estoy decidido a mantener la ilusión de que existe tal tema o al menos engañar al lector al respecto.

Entonces, se puede afirmar tranquilamente que la ignorancia cultural consiste en las preguntas racionales y sensibles que nadie pregunta nunca. Pero también incluye las preguntas extrañas que sí se verbalizan. Por ejemplo, una de las relacionadas con aplicar pistola eléctrica a los niños de escuelas primarias: ¿cuál es el peso mínimo aceptable de un niño para poder aplicarle la pistola eléctrica? (Los fabricantes dicen que veintiocho kilos.) Por alguna razón, de acuerdo al razonamiento prehistórico de este viejo servidor, parece que esa es la pregunta incorrecta, por no decir que se trata de una pregunta que nos desvía de la verdad cultural.

La verdad es que vivimos en una sociedad que autoriza la semielectrocución de sus propios hijos amparada en el hecho de que no es mortal y, por lo tanto, no una verdadera electrocución. Esto brota de la misma veta de crueldad cultural que considera que la simulación de asfixia con agua no es tortura porque rara vez termina en muerte.

No es por ser insensible con las comunidades norteamericanas dispuestas a hacer una vaca con dineros fiscales para comprar pistolas eléctricas para sus escuelas. Ya han demostrado con creces el compromiso afectivo para con sus hijos al incorporar el creacionismo y la pizza-para-desayuno en esas mismas instituciones. Pero la pregunta sigue ahí: «¿Qué clase de comunidad tiene la gran idea de aplicar pistola eléctrica contra sus propios niños?»

Los mafiosos de la información

Es labor colegiada de nuestras instituciones manejar la información cultural de manera que se oculten los aspectos perjudiciales de los negocios que protegen por medio de leyes y que promueven por medio de la investigación institucional. Eso explica por qué los estudios demuestran que las microondas de los teléfonos celulares causan pérdida de memoria en el largo plazo a ratas, pero que son inofensivas para los humanos. Estamos hechos, evidentemente, de un material mamífero diferente, a prueba de balas.

El sistema capitalista, gracias a las órdenes de nuestras investigaciones, medios e instituciones políticas, solo amplía y divulga la información que genera dinero y transacciones. Evita, ignora o le saca la madre a la información que no cumple con esos requisitos. Y si no puede esconderla, la destierra a algún rincón del ciberespacio como el blog Daily Kos, donde no puede cambiar el status quo y además funciona, bombos y platillos de por medio, como prueba de la libertad de expresión norteamericana. Aquí vienen los huevos podridos de los liberales de internet.

Por su naturaleza, el ciberespacio, visto desde adentro, parece enorme y sus grupos de afinidad al verse inmersos en colectivos de mutua autorreferencia, llegan a creer que tienen un papel mayor y más efectivo de lo que es. Desde adentro de la jaula de ratas dirigida, tecnológicamente administrada, víctima del mercadeo y la propaganda, llamada Estados Unidos, todo esto es prácticamente imposible de comprender. En particular cuando los medios (propiedad de grandes corporaciones) nos dicen que sí, que es imposible de comprender. Hablemos, por ejemplo, del alboroto reciente por las «revelaciones» de WikiLeaks acerca de las pequeñas miserias y estupideces de Washington, que más que revelaciones fueron detalles adicionales sobre lo que ya sabíamos. A ver, ¿es acaso una novedad que el presidente afgano Karzai y su gobierno sea un nido de ladrones traicioneros? ¿O que los Estados Unidos tienen una doble moral? ¿O que Angela Merkel no tiene brillo? La mayor revelación del asunto WikiLeaks fue la reacción del gobierno norteamericano. Es decir, alinear la política de libertad de expresión con la de China. Millones de personas lo anticipamos, pero nuestros gritos de alarma se ahogaron en la campana de vacío virtual.

Tengamos en cuenta el hecho de que escribo esto en México, fuera de los límites de Estados Unidos y del ambiente mediático norteamericano, donde la gente sigue la historia de WikiLeaks más asombrada que otra cosa.

Sin duda, el affaire WikiLeaks es sísmico para quienes participan de las intrigas de la élite diplomática. Pero en el panorama general no cambiará la forma en que actúan los peces grandes de la política mundial, el dinero y la guerra hacen negocios desde la era feudal; es decir, indiferentes a nosotros. Se trata de un antiguo sistema de dominio humano que solo cambia de nombres y metodologías con el paso de los siglos. En dos años, poco habrá cambiado en la vieja, vieja historia de la minoría poderosa sobre la mayoría sin poder. En este importante drama, Obama, Hillary y Julian Assange son jugadores temporales. Observar las sudorosas y fétidas maquinaciones de nuestros gobernantes desde el compromiso apasionado solamente nos impide ver el panorama general: que ellos son jugadores y nosotros, peones.

Aun así, soy uno de los que está a favor de entregarle a Assange la Médaille militaire, el Premio Nobel, quince vírgenes en el paraíso y un billón de dólares en efectivo como recompensa por su coraje para hacer muy bien lo único que se puede hacer en estos tiempos: joder momentáneamente el control gubernamental de la información. Pero definitivamente WikiLeaks no generará lo que dijo la BBC: «Estímulo potencial para una nueva era de transparencia gubernamental en los Estados Unidos».

Lo que nos trae de regreso al tema de la ignorancia cultural. Por diez puntos: ¿por qué se vio forzado Julian Assange a hacer el trabajo que se supone tendría que hacer la prensa mundial?

Boletín: PayPal cedió a la presión gubernamental de sacar la cuenta de contribuciones para WikiLeaks. No obstante los agentes federales tuvieron al delicadeza de permitirle a PayPal conservar sus clientes de pornografía y prostitución.

La estafa de la transparencia

Una forma de ignorancia cultural es creer que en algún momento del pasado tuvimos mayor control y que nuestro gobierno fue más transparente. Es comprensible que sociedades en declive prefieran evitar pensar en su inminente obsolescencia y se aferren a los mitos del pasado. Así que, tanto liberales como conservadores se alimentan con mitos de acciones políticas que murieron en Vietnam. Los resultados son hilarantes. Los afiliados del Tea Party tratan de emular las protestas de la década del sesenta con mítines patrocinados por los beneficiarios más ricos del status quo. Hasta donde yo sé, para el adepto promedio del Tea Party la meta es «empezar una nueva Revolución norteamericana» por medio de indumentaria alusiva, gritos, amenazas y entregarle el voto a imbéciles. Los expertos de los medios declaran al Tea Party como un «movimiento populista histórico».

Ni populista ni movimiento auténtico, el Tea Party puede llegar a ser histórico pero solo por su capacidad de joder las cosas aún más. Derivado íntegramente del espectáculo prefabricado (y por lo tanto sin ningún tipo de cohesión filosófico-política ni de lógica interna), el Tea Party se tambalea a lo largo del panorama político gritándole a las cámaras y reuniendo a las víctimas de la ignorancia política en una especie de cruzada medieval de idiotas. Sin embargo, para el público estadounidense ver al Tea Party en la televisión es prueba suficiente de su relevancia y significado. Después de todo, no saldría en la tele si no fuera importante.

Desde el punto de vista histórico, la ignorancia cultural es algo más que la ausencia de conocimiento. Es también el resultado de la lucha política y cultural en el largo plazo. Desde la Revolución Industrial, la lucha se ha dado entre el capital y los trabajadores. En Estados Unidos ganó el capital y desplegó su exitosa estrategia en el mundo entero. Ahora vemos cómo el capitalismo global destruye al mundo a la vez que intenta salvarse de la destrucción aferrándose a sus utilidades. Un mundo servil se arrodilla ante él, rogando por empleos que destruyan el planeta. ¿Logrará el capitalismo salvaje, con todo su poder y momentum, incitado estrictamente por la cosecha mecánica de ganancias, reducir a las masas sin rostro hasta el esclavismo? ¿Cagan los patos en el estanque?

Mientras tanto, aquí vamos, los norteamericanos limitados, en el bus escolar de los discapacitados, disparados hacia el Gran Cañón. En virtud del típico optimismo forzado norteamericano, nos convencemos de viajar en avión. En los asientos de atrás, los chicos más inteligentes planean secuestrar y desviar el avión. Pero el agente de seguridad con escopeta acaricia su pistola eléctrica mientras sonríe. No es que este servidor esté tan cabreado como para enfrentarse por su cuenta al estado vigilante. Ni loco. Salté por la ventana cuando pasamos sobre México.

Lo que Estados Unidos necesita son huevos

Dice Mitch O’Connell, mandamás del Partido Republicano, que lo que Estados Unidos necesita es dejar de sacarle el sirope a Obama y fortalecer a los millonarios liberándolos del pago de impuestos y trasladando esa carga al resto del pueblo. Obama dice que Estados Unidos tiene que lograr la cooperación bipartidaria con el otro partido, el de la crueldad. Elton John dice que Estados Unidos necesita ser más compasivo (gracias, no lo habíamos notado).

Lo que realmente necesitan los Estados Unidos es una insurrección popular masiva, ojalá basada en la fuerza y en el temor a la fuerza, el único idioma que entiende la oligarquía. Y aun así, las probabilidades no son favorables. Los oligarcas cuentan con todo el poder legal, la policía, las cárceles, la vigilancia y el armamento. Por no hablar de un populacho dócil.

Casi como una insurrección masiva, la negativa nacional generalizada a pagar el impuesto sobre la renta sin duda agitaría las cosas. Pero el gran público norteamericano se contenta sabiendo que la felicidad es un sólido régimen de trabajo duro, estrés y consumo de mercancías. A pesar de lo que digan los noticieros, la mayoría de los norteamericanos se mantienen incólumes ante las ejecuciones hipotecarias, la bancarrota y el desempleo. De modo que poner en riesgo su ciclo de trabajo-consumo-sueño por una insurrección debe parecerles demencial. Como las vacas, viven cómodamente en el sentido estrictamente animal, ordeñados para sacar ganancias. El confort animal mata cualquier pensamiento revolucionario. Carajo, la mitad de la humanidad saltaría en un pie con la situación material promedio de los estadounidenses.

Además, los norteamericanos no tienen historia revolucionaria. Las revoluciones exitosas del siglo veinte en Rusia, Alemania, México, China y Cuba se nos enseñan como fallos diabólicos de la Historia porque todas, menos una, fueron marxistas (la única revolución exitosa no marxista del siglo veinte fue la cubana).

Así que si hablamos de un cambio por medio de la sublevación, hablamos necesariamente acerca de desprogramación porque justo eso a lo que le tememos ya tiene vida propia en nuestra conciencia. La desprogramación de la ignorancia cultural es el paso cardinal de todo movimiento político de sublevación.

La desprogramación implica riesgo y sufrimiento. Pero es transformativa y libera al yo de los sentimientos de impotencia y temor. De hecho, libera la quinta libertad, el derecho a una conciencia autónoma. Así, la desprogramación es el acto más personal y autónomo posible. Probablemente el más genuino de todos.

Una vez liberados de la ignorancia cultural manufacturada y autoinducida, queda claro que la política mundial gira alrededor de estos factores: el dinero, el poder y las mitologías nacionales, con algún grado —o ninguno— de derechos humanos. En los Estados Unidos se dan todos en distintas magnitudes; pero para efectos prácticos tales como mejorar la libertad y el bienestar de su pueblo, la república norteamericana ya colapsó.

Pero se sabe que a los ricos todavía les falta ganar más dinero. De modo que el millón y pico de personas dueñas del país y del gobierno usan su poder para convencernos de que no hay tal colapso, de que se trata solamente de problemas económicos y políticos que habría que resolver. Lógicamente, están dispuestos a resolverlos por nosotros. Entonces la economía se discute en términos políticos porque es el gobierno el único órgano con poder para legislar y es así como se traduce a leyes la voluntad de la clase dominante.

Pero la política y el dinero nunca podrán llenar algo que es, en esencia, un vacío público moral, filosófico y espiritual (este último lo reconocen instantáneamente los cristianos fundamentalistas, aunque estén totalmente desfigurados por la ignorancia cultural). Son pocos los norteamericanos comunes que hablan sobre este vacío. El lenguaje espiritual y filosófico requerido ha sido exitosamente purgado por el dialecto de los noticieros, la cultura popular, el proceso de reglamentación humana disfrazado de sistema educativo nacional y la crueldad de la competencia diaria que nos deja sin tiempo para reflexionar acerca de nada.

Aun así, el vacío, el sinsentido del trabajo ordinario y la vacuidad de la vida diaria hace que los ciudadanos pensantes se caguen de miedo: todo lo que no se puede poner en palabras, las cámaras escondidas, las declaraciones del estado policial, la cantidad de ciudadanos borrados por la economía y la sensación general de angustia metafísica.

La maquinaria sin rostro del capitalismo ha colonizado hasta nuestras almas. Si no fuera porque la política es, por definición, un asunto personal, diríamos que es el momento de tomarse la política como algo personal.

Algunos estadounidenses creen que podemos triunfar colectivamente sobre el monolito al que en la actualidad tememos y adoramos. Otros creen que lo mejor que se puede hacer es encontrar fuerza para soportar y dedicarnos a avanzar en las planicies internas del yo.

Cualquiera de las dos alternativas necesitan de liberación moral, espiritual e intelectual. Todo depende de desde qué frente se decida dar la lucha. O si se decide luchar del todo. Pero una cosa es cierta: la única salida es hacia adentro.

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