No recuerdo si en alguna novela de ciencia ficción de las que leíamos de chicos se propuso un universo tan distópico como el que vivimos, donde la realidad virtual efectivamente le ganó a la física. Hoy hasta el sexo es online, los contenidos eróticos cotizan más que las experiencias carnales y no falta mucho para que se generen por IA. Lo remoto está a la orden del día, lo corpóreo se ha vuelto un tabú, y todos queremos, a cualquier costo, evitar la «presencialidad». O sea: no estar. En esta realidad tan absurda que tensa el verosímil, donde toda la comunicación migró de plano, también la política viró al digital. La territorialidad se volvió online. Las manifestaciones populares perdieron su lugar en la calle para anidar en las profundidades de la web. Las guerras se pelean con ejércitos de trolls y las elecciones se ganan con campañas en TikTok.
Por esto llama tanto la atención cuando se produce una marcha de las de antes, con personas vivas caminando con pancartas y coreando lemas. Al momento de escribir este texto, ese cisne negro ya voló dos veces sobre la cabeza del actual presidente. La primera fue en defensa de la universidad pública. Pero me interesa la segunda, provocada no por un recorte presupuestario, sino por un recorte audiovisual. Una de las marchas más auténticas y autoconvocadas de nuestros días, en repudio al bochornoso discurso en el Foro Económico Mundial de Davos, donde el susodicho afirmó que los homosexuales son pedófilos. La «marcha antifascista» convocó miles de personas, en su versión física, corpórea, humana, sudorosa, con una térmica por arriba de los treinta y cinco grados. Semejante patriada tiene que ser indicador de algo. Por eso me atrevo a preguntar: ¿qué es el fascismo y cómo se expresa en la era digital?
Para la Real Academia Española, el fascismo es un movimiento político y social de carácter totalitario que se desarrolló en Italia en la primera mitad del siglo veinte, y que promovía el corporativismo y la exaltación nacionalista. Wikipedia agrega que, entre sus rasgos definitorios, se encuentran, por un lado, la exaltación de valores como la patria o la raza para mantener permanentemente movilizadas a las masas, lo que lo llevó con frecuencia a la opresión de minorías. Sin embargo, sabemos que el habla modifica la lengua, y las palabras van transformando su significado a partir del uso. Cada término conserva de alguna manera el tufillo de los contextos en los que ha aparecido, y este, en particular, es un significante que se ha usado y del que se ha abusado tanto que se han exprimido hasta sus últimas gotas de significado. Particularmente en la Argentina de hoy, veo demasiada gente acusando a otra de fascista.
Tiendo mis redes para pescar ejemplos. En Facebook, me encuentro con la palabra «fascismo» cada cinco posteos. Empiezo por el de un reconocido humorista que denuncia censura: el facho de Zuckerberg eliminó una publicación en la que él se burlaba del facho de Milei. El texto banneado vinculaba —tal como lo hizo el primer mandatario— las palabras «homosexual» y «pedófilo» en la misma frase, y los bots azules lo sancionaron con la siguiente explicación: «No permitimos el ataque a una persona o grupo de personas por su identidad. Ejemplos de cosas que no permitimos: describir a las personas de cierta raza como animales o insectos. Usar estereotipos dañinos. Negar la existencia de un grupo de personas». Buceo en busca del reglamento completo y cito: «Facebook elimina las conductas que incitan al odio. A veces, los editores comparten contenidos con la intención de generar consciencia o educar a otros sobre esas conductas. En ese caso, esperamos que los editores indiquen claramente su objetivo para que podamos entender mejor por qué se compartió». Evidentemente, el tono satírico del humorista le pasó desapercibido a la IA que revisa la red. Pero esas normas que hoy lo coartan —creadas para limitar el discurso estigmatizante— son legado de su propia corriente de pensamiento, la que aquí se conoce como «progre» y, en el mundo, algunos llaman «woke».
Consigo hablar con alguien que trabaja en Meta para ver cuán profundamente calan estas reglamentaciones en su ambiente laboral. Me explica que están en plena transición, que la subida de Trump cambió los lineamientos y que todas las prohibiciones destinadas a combatir el llamado «discurso de odio» dejarán de existir. Se va a permitir la libre expresión absoluta, incluso cuando se trate de discursos incendiarios que llamen a tomar el capitolio, a derrocar democracias, aunque digan que todos los judíos son ratas o que todos los negros son perros. Se acabó la protección de las minorías, se acabó la corrección política. «¿Y qué querés —cierra—, si ganaron los fachos?».
¿Cuántas caras tiene el fascismo? Vamos a la fuente, hablemos con el padre de la bestia. El dictador italiano Benito Mussolini explica un poco más las intenciones de la gestación de su adorable criatura en El espíritu de la Revolución Fascista: «La concepción fascista del Estado es totalmente incluyente; fuera del mismo no puede existir ningún valor humano o espiritual. […] Para el fascismo, el Estado es lo absoluto, ante lo cual los individuos y los grupos no son más que lo relativo […] Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado. El liberalismo negaba el Estado a favor del individuo; el fascismo reafirma al Estado como la verdadera libertad del individuo. Este existe en tanto existe en el Estado; está subordinado a las necesidades del mismo. Las doctrinas políticas pasan; las naciones permanecen. Somos libres de creer que este es el siglo de la autoridad, un siglo que tiende hacia el bien, un siglo fascista». Es difícil pensar el fascismo como un régimen que tienda al bien, pero tampoco la fisión nuclear se inventó para destruir Hiroshima. Todo está en los usos que se den a las ideas. Lo que sin dudas resulta paradójico es tener un presidente con conductas claramente fascistas en sus ataques a las minorías que, a la vez, pregone la destrucción del Estado, cuando vimos que para el fascismo el Estado es el bien mayor. Si el amo de la motosierra quiere abolir los conceptos de «Estado» y «nación» para convertir esta tierra en un yacimiento de recursos liberado al usufructo de las grandes corporaciones, entonces es el opuesto mismo del fascismo.
En este multiverso sacado de Black Mirror, donde no tener un perfil en redes es lo mismo que ser invisible y no recorrerlas equivale a estar ciego, donde un pajarito virtual puede silenciar a un presidente y un magnate puede comprarlo para volver a darle voz, la comunicación segmentada, la división de mensajes en nichos específicos es una herramienta de convencimiento descomunal. El algoritmo nos muestra lo que queremos ver y, sin darnos cuenta, entramos en el fenómeno de la caverna de Eco: nos llega solo la información que valida las posturas que ya tenemos. Para romperlo, intento zambullirme en charcos ajenos donde pululen otros mensajes, donde se repitan otros mantras, y analizar qué componentes emocionales llevan a cada receptor a consumirlos. Qué gatillos psíquicos apretó cada ingeniero de marketing para hacer el discurso de su cliente más atractivo a una audiencia en particular. En X doy con el perfil de un exradical que se ha pasado a las filas peluquistas. Para él, el esquema fascista funciona exactamente al revés: «Es ridículo llamar “fascista” a alguien que quiere sacar el Estado de encima de la gente, y llamar “antifascistas” a los que hacen del Estado el eje para todas sus políticas, incluso para imponerle a la gente hasta la manera en que tienen que pensar. Ningún régimen democrático se ha acercado más a la doctrina fascista que el kirchnerismo, con su concepción de Estado total y su odio a todo lo privado. Un ejemplo de esto sería la pretensión de imponer a la gente cómo hablar, con el idioma inclusivo».
Está visto que indignarse y gritar «fascismo» se ha vuelto la respuesta natural a todo, de un lado y el otro de la grieta. Pero la pretensión de forzar el lenguaje inclusivo (en escuelas, universidades, discurso público) quizás se acerque al pensamiento del duce más de lo que nos gustaría aceptar. De todas las acciones bienintencionadas del establishment bienpensante, fue la más autoritaria. La lengua y el habla definen la idiosincrasia de los pueblos. Es fácil sentirse herido ante lo que se interpreta como una agresión al idioma materno, un desborde de la ideología de género que amenaza con ahogar el sentir común de las mayorías. Y quizás ese fue el primer pilar sobre el que se apoyaron las derechas actuales para su meteórico ascenso. ¿Cuándo fue que el péndulo tocó su ángulo máximo y giró en sentido opuesto? ¿Fue cuando la secretaria de Salud de Biden propuso en una guía de lenguaje dejar de utilizar términos como «mujer» o «embarazada» porque podrían ser «estigmatizantes»? ¿Cuando cancelaron a la autora de Harry Potter por cuestionar el reemplazo de «mujeres» por «personas menstruantes»? ¿Cuando un grupo de activistas de Reino Unido sugirió cambiar el término «madre» por «persona que dio a luz» para no herir la susceptibilidad de los hombres trans que tuvieron hijos del vientre? ¿O fue cuando se cuestionó la obra de Picasso por machista? ¿O —para volver al ámbito rioplatense— cuando sancionaron a Edinson Cavani por decirle a un amigo «gracias, negrito»? Quizás la cultura de la cancelación, la acción afirmativa y la discriminación positiva fue demasiado lejos. Quizás la obsesión por la diversidad (de género, de color, de peso, de tipo de cuerpo) opacó la diversidad de opiniones. Quizás, otra vez, como Mussolini, se buscó que fuera «un siglo que tienda hacia el bien».
¿Cómo algo tan bienintencionado como la cultura woke, la lucha por la igualdad y la justicia social, contra el supremacismo blanco, el machismo, el racismo, el clasismo y la homofobia, llegó a confundirse justamente con aquello contra lo que luchaba? ¿Cuándo se perdió el espíritu del pluralismo y la inclusión que originariamente animaba estos movimientos, dejando solo moralismos huecos? ¿Cuándo, de tanto señalar microfascismos, nos convertimos en vigilantes de la moral, si los vigilantes y la moral eran justamente lo que odiábamos? ¿Cuándo nos empezamos a parecer a la policía del pensamiento y de la neolengua de la que hablaba Orwell en 1984?
Y a todo se contrapuso su opuesto complementario. Al Estado elefantiásico, la Estadofobia; al exceso de controles, la desregulación maníaca; y a la corrección política extrema, un loco que grita guarangadas. Y es tan disruptivo que la gente lo aplaude y lo vota. Visto así, Milei no sería un monstruo, sino un hijo sano del progresismo. Pero sus exabruptos tienen consecuencias: asesinatos e incendios en casas de mujeres lesbianas. Ataques violentos y sexistas fogoneados por la Casa Rosada. Lejos de disculparse por su agresión a la comunidad LGBTQIA+, la siguiente decisión de aquel que no sabemos si está demente, o sigue órdenes o ve algo que los demás no vemos fue prohibir los cambios de género antes de la mayoría de edad. Intuyo un gesto para la tribuna. Ya captó que, así como el Gobierno anterior ganaba popularidad cada vez que concedía un derecho para minorías o disidencias, este la gana cuando los sustrae. Un barullo mediático que ayuda a esconder lo que pasa debajo de la alfombra: corrupción, fuga, negociados, vaciamiento. Y en el medio, la comunidad LGBTQIA+, rehenes de una batalla cultural de papirote, farol tribunero para sacar tajadas políticas.
¿Y qué pasa con la generación digital, la que nació en esta distopía, la que vio pantallas antes que árboles y crece con la supuesta libertad para cambiar de género, pero con miedo a salir de su casa? La sobrediagnosticada generación de cristal, con su trastorno del espectro autista, del déficit de atención, de ansiedad generalizada. ¿Cómo viven ellos todo esto? Entre los perfiles más jóvenes asociados a la marcha antifascista, encuentro una guía para neurodivergencias en su primera manifestación. Abre con la siguiente advertencia: «No te expongas innecesariamente. Poner el cuerpo no es la única manera de aportar a la lucha. Los estímulos en una marcha pueden disminuir nuestras capacidades ejecutivas, por lo que anticipar nuestras necesidades ante una crisis de sobrecarga sensorial puede ser de gran ayuda». Entre los comentarios aparece una persona no binaria que nunca llegó a la plaza. Le bastó el subte estallado de manifestantes coreando estribillos que rimaban «colgar» y «matar» para dispararle un ataque de pánico. Ninguna de esas canciones nos es ajena a quienes alguna vez hemos marchado por cualquier motivo. «Con los huesos de Cavallo, vamos a hacer una escalera para que en las facultades pueda entrar la clase obrera» era mi favorita en los noventa. Entiendo que los versos tienen que ser pegadizos, y que «Un presidente no debe utilizar su investidura para atacar a una minoría» o «Aquellos que cometen crímenes de odio deben ser juzgados y cumplir la pena que corresponde» son frases demasiado largas, no entran en ninguna métrica y no riman prolijo, como sí lo hace «Como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar». Pero ¿no habría que cuidar un poco más las palabras? ¿No era justamente esta marcha en contra del discurso de odio? ¿Y acusar de «nazi» no es discurso de odio? ¿En qué momento se trivializó tanto la palabra «nazi» que puede aplicarse a todo? Parecería que todos estamos saliendo a cazar nazis al mismo tiempo. ¿Todo el mundo es el nazi de otro?
«No se puede ser tolerante con los intolerantes», me contesta alguien. «Tolerancia cero a la intolerancia». ¿A mí sola me duele la cabeza, o estamos entrando en una contradicción de la que no saldremos mejores personas? Esta paradoja la postuló Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, y dice: «La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia… Tenemos por tanto que reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia». Básicamente, Popper nos dice que tolerar absolutamente todo significaría también tolerar a quienes limitan las libertades de los demás, y esto incluye discursos homofóbicos, xenofóbicos o racistas. Sin embargo, esta paradoja implica establecer límites en la libertad de expresión. ¿Quién decide el límite de esta tolerancia a la intolerancia? ¿Todas las ideas «intolerantes» deberían ser censuradas? Para Popper, el límite está en la violencia. Mientras las ideas u opiniones intolerantes puedan contrarrestarse con argumentos racionales, no hace falta censurarlas.
Vivimos en una arena digital donde es fácil tirar la piedra y esconder la mano. Discutiendo en persona, cara a cara, nadie agrediría tanto como en X o en los comentarios debajo de las noticias, donde «kukas» y «libervirgos» se arrancan los ojos sin remordimiento. El miedo y la violencia son como el huevo y la gallina, no se sabe cuál nació primero. Aun así, sigo creyendo en el debate, virtual y presencial. No me quiero quedar en mi caverna de Eco, reafirmando mis ideas e indignándome ante lo distinto. Prefiero la incomodidad de cuestionar, aunque todos mis amigos, de un lado y el otro de la grieta, me recomiendan no escribir esta nota. Y me advierten, probablemente con razón, que lo único que voy a lograr es que me tilden de facha.