Victoria creía que ya nadie la recordaba por su papel de Helena en Guerreras de la hoguera. No solo porque en su momento la serie había tenido un éxito modesto, siendo más de culto que otra cosa, sino porque ya habían pasado diez años desde la emisión del último capítulo y su personaje ni siquiera era uno de los principales. Helena era una bruja guerrera, eventual aliada de los protagonistas, que en el capítulo veinticinco era quemada en la hoguera, cuarenta antes de que la serie terminara.
Aprovechando el sorpresivo éxito de El descanso de los muertos —la película de Victoria, ahora abocada a la dirección—, Guerreras de la hoguera había sido doblada y vendida hacía menos de un año a diversos países, principalmente de Europa del Este y del Sudeste Asiático.
Lo que a todas luces parecía una movida oportunista y acertada del canal que emitía la serie, de este lado del océano las repercusiones posventa habían sido nulas, al menos hasta esa mañana en que Victoria recibió el llamado de su agente.
«Por teléfono no, reunámonos en la cafetería que queda cerca de tu casa, que quiero ver cómo te caés de culo cuando te lo cuente», le había dicho, y Victoria, a pesar de que no le gustaban demasiado las reuniones sociales, no pudo resistirse a la tentación.
—Dale, contáme. Basta de misterio que me va a dar algo —le dijo impaciente apenas apoyaron sus cafés sobre la mesa.
—Cómo sos, eh. Si no le metía un poco de suspenso, no te movías de tu casa.
—¡Dale, dale! —le insistió con tono aniñado.
—Te resumo…
—Sí, por favor.
—Guerreras de la hoguera fue un éxito en Rusia. Pero, en mayor medida, en una ciudad donde viven apenas quinientos habitantes. Viatskoe se llama, es prácticamente una aldea.
—No se puede ni pronunciar eso, Elías.
—No, pero pará. La serie no solo fue un éxito, a vos te aman. Y acá es donde te caás de culo…
—A ver, sorprendéme.
—El capítulo donde la matan a Helena fue el más visto de la región; el más visto de los últimos quince años, aproximadamente. De hecho, la audiencia bajó considerablemente después. Pero eso no es nada…
Victoria lo miró con su típica cara de hartazgo y Elías comprendió que debía terminar con el suspenso.
—En esa aldea sos considerada una especie de santa. Se reportaron varios casos de personas enfermas o con dolencias que, durante la muerte de Helena, sanaron. Me pidieron desde la alcaldía que manejáramos la mayor discreción posible, no quieren ser asediados por la prensa, pero estarían encantados de que fueras a visitarlos.
—¿Para esto me hiciste salir de casa?
Elías rió levemente, apenas nervioso. Victoria lo miraba indignada.
—Ya sé que suena ridículo. Pero me dijeron que, si querés ir, te pagan los pasajes. No sé, pensalo. ¿No te tienta como aventura? Mirá si en una de esas tenés poderes posta, Vicky.
—Dale, tarado.
—La única condición que pusieron fue que vayas vos sola, quieren la menor exposición posible. Si llegás a cambiar de opinión, avísame y les doy el OK.
—Pero ¿cómo van a sanarse personas por mirar una escena? Escucháte un segundo. Tiene que ser algún tipo de broma.
—Te juro que sonaba muy real todo. En ningún momento me dio la sensación de que fuera una broma. Hacía tiempo que no escuchaba a alguien hablar con tanta pasión sobre algo. Parece que te aman en serio.
—Es que justamente esa es la gracia de las bromas bien hechas, que no se note que son una broma. Además, ponele que voy, ¿con qué cara me paro ahí delante de toda esa gente? Sentiría todo el tiempo que no estoy a la altura.
—Pensalo. Cualquier cosa, me avisás.
Cambiaron de tema y, cuando terminaron sus cafés, se despidieron.
Victoria dedicó las siguientes tres semanas a guglear sobre Viatskoe. No encontró demasiada información, pero todas las imágenes que vio sobre el lugar le parecieron una más linda que otra. «No pierdo nada», se repetía a diario para convencerse.
Luego de meditarlo en profundidad, la necesidad de tener contactos en otros países, ahora que su película había generado cierta repercusión, fue lo que le hizo inclinar la balanza.
Al inicio de la cuarta semana, le envió un mail a Elías que decía: «Avisales a los rusos que voy».
Un par de horas más tarde, recibió la respuesta: «Quedaron encantados. Este viernes a las siete de la mañana sale tu avión. Tenés estadía por dos días, todo pago. Traé alfajores».
El resto de la semana, Victoria se ocupó de proveerse de ropa abrigada para llevar y de intentar escribir algunas palabras medianamente decentes para decir, llegado el momento, delante de aquellas personas.
Todavía descreía del asunto la mañana que el remís la pasó a buscar para ir al aeropuerto.
Le daba pudor el solo hecho de imaginar a toda esa gente deseosa de verla, tal vez de tocarla y, seguramente, de contarle su experiencia personal con el personaje de Helena.
Seguía pensándolo cuando, ya ubicada en el avión, tomó una pastilla para dormir y atravesar con mayor dignidad las veintidós horas de vuelo que le esperaban.
Se despertó confundida, todo se movía. Sintió terror por unos segundos hasta que recordó dónde estaba. Luego miró la hora, le quedaba por lo menos medio día más de viaje. Aprovechó para ver películas y retomar una novela que había abandonado hacía unos meses.
A medida que las horas pasaban, sus inseguridades crecían. «¿En qué clase de locura me embarqué?», se preguntaba.
Bajó del avión contracturada y con el pecho acelerado. Apenas su celular agarró señal, le llegó un mail donde le indicaban los datos de la van y del conductor que la pasaría a buscar y la llevaría hasta Viatskoe. Trescientos kilómetros la separaban de su destino, por lo que calculaba que la aceleración en su pecho la acompañaría varias horas más.
Hizo a tiempo a comprarse un café y unas galletas para el camino. Sentía el estómago duro como una lápida.
A la hora estipulada, se asomó a la puerta y encontró la van estacionada con las balizas encendidas. Hacía frío, pero no tanto como imaginaba. Aquello no se parecía en nada a su imagen mental de Rusia, tal vez porque su imagen mental de Rusia siempre había sido una postal de Siberia con casas congeladas.
Rápidamente, un hombre de baja estatura y ojos rasgados se bajó, abrió la puerta del acompañante y le hizo señas para que se acercara.
«Gracias», le dijo antes de subir, e inmediatamente se dio cuenta de lo inútil que había sido aquello.
El hombre asintió con una sonrisa, le cerró la puerta y pegó la vuelta para subir por su lado. Apenas estuvo arriba, le indicó con un gesto que se pusiera el cinturón de seguridad. Victoria lo hizo de inmediato y el hombre le sonrió nuevamente.
Tenía algo hipnótico, parecía petrificado. Simplemente manejaba. No desviaba la mirada de la ruta ni cambiaba de posición los brazos. Victoria se preguntaba si él también la conocería, o si tan solo sería el encargado de llevarla. Por la indiferencia que mostraba, se inclinaba más por lo segundo.
Un par de horas después, comenzó a asomarse entre la llanura una colorida aldea. A pesar de lo cercana que se veía, tardaron unos cincuenta minutos más en arribar a la entrada de Viatskoe.
Apenas ingresaron por sus calles angostas, se chocaron de frente con una gran masa de gente. Eran por lo menos doscientas personas agolpadas en aparente calma. Pero, a medida que la van se fue acercando, Victoria pudo detectar la emoción que desbordaba de cada uno de sus rostros.
La van frenó y el hombre de ojos rasgados destrabó las puertas.
Victoria bajó y comenzó a arrimarse lentamente a la gente, con la mesura de quien se acerca a un animal que no conoce. «Victoria, Victoria», coreaba la muchedumbre.
Empezaron a arderle los cachetes de la vergüenza.
—¡Muchas gracias! —dijo frenándose de repente, mientras saludaba con la mano en alto de un lado al otro.
Ni bien terminó de pronunciar estas palabras, las doscientas personas se pusieron de rodillas al mismo tiempo, como si fuese una coreografía previamente ensayada, y agacharon la cabeza en señal de alabanza.
—¡No, no! Por favor —agregó Victoria nerviosa, y la multitud, pudorosa, se levantó.
Un hombre de unos pocos pelos blancos en la cabeza y barba abultada se adelantó a paso lento. Vestía camisa y pantalón en similares tonos de gris.
—¡Bienvenida, Victoria! —dijo en un imperfecto español mientras avanzaba con las manos estiradas.
Victoria comprendió que quería que se las agarrara. Apenas lo hizo, el hombre se las besó. Cuando levantó la cabeza, vio que tenía lágrimas en los ojos.
—Gracias por venir, significa mucho para nosotros que esté acá. Mi nombre es Edmon, soy el alcalde de Viatskoe.
—Gracias a ustedes, Edmon. Estoy sorprendida, no esperaba que pudiésemos comunicarnos directamente en español —dijo con timidez.
—Nos estuvimos preparando para su venida desde el milagro de las sanaciones. Queríamos que se sintiera como en casa.
Victoria sonrió incómoda.
—De eso me gustaría hablar…
—Vamos, la acompañaré hasta el hotel —dijo el hombre, como si no la hubiese escuchado, y se dirigió hacia la van.
Una vez que el vehículo arrancó, la masa de gente comenzó a acercarse. Lo rodeaban, pero de forma ordenada, sin abalanzarse. Algunos tocaban los vidrios y cerraban los ojos. Victoria observó al chofer, quien cada tanto debía frenar para no llevarse a nadie por delante, y para su sorpresa no se lo percibía impaciente ni ofuscado. Del otro lado del vidrio, la muchedumbre agradecía a los gritos.
Tras un par de cuadras, agarraron velocidad y los perdieron de vista. Victoria vio por el espejo retrovisor cómo algunos se agachaban y elevaban las manos al cielo.
El hotel era pequeño pero cálido. Ciertos detalles de las ventanas y de los arcos de las puertas le daban aspecto de templo.
Apenas ingresaron, una señora se les acercó al trote. Era tan alta y flaca que parecía que se iba a romper en el camino.
—¡Llegaron! —exclamó emocionada.
La mujer se agachó y empezó a hacer reverencias. Victoria le sonrió intentando parecer amable.
—¡Gracias, no hace falta!
La mujer se puso de pie y le tomó las manos.
—Bienvenida, mi nombre es Gasha, estoy para servirle —continuó en un imperfecto español.
—Encantada.
—Gasha, hasta hace un tiempo, vivía postrada en una silla de ruedas —agregó por lo bajo el alcalde, y la mujer estalló en lágrimas.
Victoria, como no sabía qué hacer con las manos, la abrazó.
La mujer la apretó fuertemente contra su cuerpo un instante y le dijo con la cara colorada:
—Déjeme que la acompañe hasta su habitación.
—Tómese su tiempo —intervino Edmon—. ¿Le parece si en unas horas la paso a buscar para almorzar?
—Sí, claro —respondió Victoria sin pensarlo demasiado y fue tras los pasos de Gasha, que ya encaraba para los ascensores.
No quería arruinar el silencio, pero la curiosidad le estaba carcomiendo la cabeza.
—Gasha, disculpe, pero ¿cómo fue que volvió a caminar? —preguntó y sonó más entrometida de lo que hubiese querido.
La mujer le sonrió y permaneció callada unos segundos, como si estuviese ordenando lo que iba a decir.
—Estaba viendo con mis hijos el capítulo de Guerreras de la hoguera en el que la queman a Helena. Fue justo en la parte donde las llamas alcanzan su cuerpo cuando comencé a sentir las piernas. Al cabo de un rato, me di cuenta de que, con cada uno de sus gritos, mis músculos se volvían más fuertes, recobraban vida. Para cuando la escena terminó, logré ponerme de pie y volví a caminar por primera vez en veinte años. Fue un milagro.
Apenas la mujer terminó de pronunciar estas palabras, la puerta del ascensor se abrió y Victoria encontró la excusa perfecta para limitarse a sonreír y ahorrarse todos los comentarios blasfemos que se le habían ocurrido.
La habitación era espaciosa y tenía buena iluminación. Gasha le hizo una breve recorrida por el cuarto, le reiteró que estaba a su disposición y se despidió amablemente. Apenas la mujer cerró la puerta, Victoria se tiró en la cama y se quedó en silencio mirando el techo. Por primera vez en horas, se sentía cómoda.
Agarró su celular y le escribió a Elías:
Ya estoy en el hotel. Todo en orden. Son muy amables, pero creo que están un poco obsesionados. Estamos hablando.
Una vez que envió el mensaje, se acomodó sobre un costado y cerró los ojos. Al cabo de un rato, ya se había dormido.
La despertó el teléfono de la habitación. Era Gasha, para avisarle que el auto del alcalde la estaba esperando en la puerta. Miró su celular, había pasado apenas una hora. Se enjuagó la cara en el baño y salió algo fastidiosa al pasillo.
Cuando bajó a la recepción, rápidamente se dio cuenta de que todos abandonaban sus actividades para mirarla. Intentaban hacerlo con disimulo, de manera respetuosa, pero les salía tan forzado que solo resultaba más obvio e incómodo. Se apuró para llegar a la puerta de salida y sintió un extraño alivio cuando logró hacerlo sin que nadie la frenara en el camino.
De repente, los ojos se le llenaron de colores. Rojo, azul, violeta, verde. Para donde mirara, había colores atacándola, lanzándosele directo a la cara. Cuando pudo focalizar mejor, descubrió que se trataba de enormes arreglos florales, apoyados sobre la vereda, amontonados, buscando hacerse un lugar. Estaban rodeados por botellas de vodka y paquetes de cigarrillos. Recordó las ofrendas en altares de santos paganos que acostumbraba a ver cerca de su barrio, para San La Muerte o el Gauchito Gil. Siempre le habían resultado tan atractivos como aterradores, pero, para no ser descortés, se dirigió hacia los cigarrillos más cercanos, agarró uno para el camino y subió al auto que la esperaba detrás de los últimos ramos.
Recibió con aprecio la actitud mesurada del chofer, que le dirigió la palabra únicamente para saludarla e indicarle que la llevaría a donde se encontraba el alcalde, a pesar de las reiteradas veces en que lo descubrió observándola obnubilado por el espejo retrovisor.
Comenzó a oír un bullicio. Se asomó por la ventana y pudo ver que provenía de una plaza ubicada en la mano de enfrente. En el centro, había un escenario rodeado por un grupo de personas.
—Disculpe, el alcalde dijo que iríamos a almorzar… —exclamó confundida cuando el chofer estacionó y destrabó las puertas.
El hombre se adelantó en su asiento, estiró el cuello y comenzó a mover la cabeza de lado a lado.
—Creo que allá le tienen algo preparado —dijo finalmente, señalando en dirección al escenario.
Victoria miró, pero como su vista no era muy buena, decidió probar suerte desde afuera.
Comenzó a adentrarse caminando entre la gente. Se le antojó encender el cigarrillo, pero lo descartó apenas vio a las primeras personas con suero y respiradores. A diferencia de la muchedumbre de la mañana, aquella estaba seriamente deteriorada. Había gente con extrema delgadez, la había en silla de ruedas, y una poca, también, con apenas trozos de piel sobre la carne.
—¡Llegó! —gritó el alcalde desde el escenario, y Victoria se sorprendió, ya que hasta el momento no lo había visto.
Lo escoltaban dos hombres fornidos y, a su lado, se ocultaba bajo una tela negra una gran figura angosta, como en las inauguraciones de monumentos.
—Victoria, ¿nos concedería un momento, por favor? —agregó, haciéndole señas con las manos para que subiera a acompañarlo.
Victoria se lamentó por lo bajo, pero, luego de unos segundos de indecisión, terminó subiendo.
Una vez arriba, agradeció con timidez los débiles aplausos que le dedicaron. Miró al alcalde con los ojos llenos de preguntas, pero este se limitó a besarle las manos.
—Cumplí con mi promesa —arrancó Edmon, dirigiéndose a la gente—. Les dije que, si me elegían nuevamente, les traería la salvación.
—¿Cómo dice? —lo interrumpió Victoria sorprendida.
—No me parecía justo que tuvieran que agonizar viendo cómo las personas con las que hasta hace poco habían compartido hospital regresaban a sus casas llenas de vida.
El alcalde gesticulaba, elevaba la voz. Era tosco y exagerado, pero la masa moribunda lo escuchaba cautivada.
—De los televidentes que vieron esa noche el capítulo de Guerreras de la hoguera, ninguno volvió a enfermarse. Ni siquiera los sanos, entre los que me incluyo. Los pocos que no lo vieron se encuentran acá presentes —agregó señalando a sus espectadores.
—No entiendo qué es todo esto —insistió Victoria, pero el alcalde continuó con los ojos clavados en la gente, como si no la hubiera escuchado.
—Desde aquel día, me hago la siguiente pregunta: «¿Cómo quiero ser recordado? ¿Como el alcalde que se conformó con el bienestar de la mayoría, o como el que contribuyó para que Viatskoe se convirtiera en la primera ciudad completamente inmune de la historia?»
Se acercó entonces y tiró eufórico de la tela que cubría la figura ubicada a su costado.
—Acá tienen mi respuesta.
Lo que quedó al descubierto, Victoria lo conocía muy bien. Bastó con un gesto del alcalde para que sus escoltas se le vinieran encima y la obligaran a pararse contra el mástil de la hoguera. Tuvieron que estrujarla y golpearla en más de una ocasión para lograr atarla. El olor a alcohol que largaban los leños le llenaba las fosas nasales.
Victoria gritaba y se retorcía espantada. Apretaba los dientes, pero no lloraba. Recordó a Helena cuando vio el fuego acercarse y cerró los ojos. Cerró los ojos y maldijo a todos. Luego las llamas crecieron y tragaron su cuerpo, pero no pudieron callar sus gritos, que resonaron como una tormenta a lo largo y ancho de la plaza.
Para cuando el alcalde y sus hombres bajaron del escenario, el humo de la hoguera ya había matado a todos los enfermos.