La última vez que la abracé a mi mamá fue en abril de 2021. Viajé a Rosario para el cumpleaños de mi hermano Diego, que vive ahí. Ella también viajó, desde Ceres, donde ella vivía. Nos vimos y charlamos, ni me acuerdo de qué, y eso me da bronca, porque debería haber sido un momento importante: la última charla que tuvimos con mi mamá cara a cara. Creo que nos pusimos al día con unos chismes y nada más. Una vergüenza que mi última conversación con mamá haya sido sobre la Romina, que se divorció del plomero porque estaba saliendo con la prima. Así que, si algún día alguien me pregunta, voy a mentir y decir que la última vez que charlé con mi mamá en vivo hablamos sobre el significado de la vida, la muerte y la felicidad.
Justo era Pésaj, las pascuas judías, y mi mamá había hecho comida para treinta personas, aunque éramos ocho, así que todos nos llevamos un paquete de sobras. A mí me tocó un pedazo grande de guefilte fish; a mi hermana y a mi hermano, dos docenas de kneidalaj con salsa que mi mamá le había encargado a Puchi Ravinovich.
Lo bueno de vivir lejos de mis papás es que, siempre que los veía, nos despedíamos. No me despedía pensando en la muerte, pero sí pensando en que no los iba a ver por un tiempo. Mis papás vivían a setecientos kilómetros de Buenos Aires, así que las despedidas siempre incluían un abrazo más largo de lo normal, varios «te quiero», «te voy a extrañar». Eso es lo bueno: yo, de mi mamá, me despedí, aunque no lo supe ese día.
En junio de 2021, mi mamá murió de covid. La internaron un sábado y murió el martes. No creo que haya un plan divino, ni que alguna fuerza sobrenatural lo quisiera así, o que todo pase por algo. Creo que su muerte fue injusta y punto. Es una cagada no creer en nada, porque eso me habría traído un poco de consuelo. Me encantaría poder creer que hay algo más, pero no puedo, y creer no tiene nada que ver con la voluntad ni el deseo. «Elijo creer» no es que elegís creer realmente, es que sabés que es improbable y, contra toda lógica, creés igual. Es una excusa ante los demás, pero no es realmente una elección. No se puede creer solo queriendo creer. No creo en el alma como un ente separado del cuerpo que puede vivir por fuera de uno. No creo en el cielo, ni en el infierno, ni en la reencarnación ni en los fantasmas. Y no creer en nada es doloroso cuando se muere tu mamá, porque no creo que esté en un lugar mejor ni que me visite en sueños, ni que sea ella esa mariposa o ese colibrí que se posa cerca de mí.
Además, si permitimos la licencia poética de que el espíritu de los muertos puede expresarse en una mariposa, ¿cómo sabés que es mi mamá y no otro muerto? Capaz es Hitler adentro de una mariposa, y visita judío por judío como forma de hostigamiento. Para mí, cuando mi mamá se murió, se murió y listo, y eso es triste.
Mi mamá ya había muerto hacía dos meses y medio cuando encontré, en el fondo del freezer, el guefilte fish que ella había cocinado para Pésaj. Estaba todo cubierto de escarcha y con un papel con la letra de mi mamá que decía «guefilte» y la fecha de elaboración.
Mi mamá ya me lo había entregado congelado, y yo lo había trasladado desde Rosario a Buenos Aires en una conservadora llena de hielo, como se trasladan los órganos para donar. El pescado había llegado congelado, listo para ser trasplantado en mi freezer.
En los meses siguientes a la muerte de mi mamá, repasé muchas veces en mi cabeza la última vez que la vi, la última vez que charlamos, la última llamada telefónica. En todos esos casos, no me había esforzado para que esos momentos fueran recordables porque no sabía que era la última vez que iba a pasar cualquiera de esas cosas. Y, de repente, tenía en mi freezer la última comida cocinada por ella que yo iba a comer, y esta vez sí, esta vez yo lo iba a comer sabiendo que era la última.
El día que lo encontré era un miércoles cualquiera, y me parecía una barbaridad comerme ese hallazgo así nomás. Aunque tuve ganas, no voy a mentir. Quise atacarlo en el momento, sola y de parada, al lado de la mesada, antes de que alguien lo viera en el freezer y me preguntara cosas. «Si me apuro y lo como rápido, nadie va a pedirme un pedacito», pensé. La herencia se reparte entre todos los herederos, pero esto podía saltear la legalidad. Una herencia que me quedó a mí sola. Aunque, si me lo dio antes de morir, no es herencia, es donación en vida. Igual, mis hermanos podrían reclamar un pedazo si les pareciera que la donación había sido ilegítima y desleal. Todo esto habría podido pasar si me lo comía, pero la verdad es que no quise tener quilombo con mis hermanos. Además, si los que lo hubieran tenido en el freezer hubieran sido ellos, me habría gustado que me lo compartieran.
No soy un monstruo, ¿cómo me lo voy a comer yo sola, un miércoles cualquiera al mediodía, después de una clase de zumba y antes de hacer unas facturas que me quedaron pendientes del mes anterior? Esas dos son actividades demasiado boludas para que se entremezclen con el ritual que ameritaba ese pescado.
Esto era importante, y era algo que tenía que compartir. No era tanta cantidad: era un «comen dos, pican cuatro».
Llamé a mi hermana y le dije:
—Encontré en el freezer un guefilte fish que mamá me dio en Pésaj.
—Eso fue en abril y estamos a finales de agosto.
—¿Y?
—¿Se puede comer todavía?
—Esperá que gugleo.
Google dice: «El pescado cocido no debe estar más de tres meses congelado». Este pescado hacía casi cinco meses que estaba en el freezer.
—Dice que dura tres meses en el freezer —le digo a mi hermana.
—Ah, está bien entonces —comenta ella, como si no supiera contar—. Avisále a Diego, a ver si quiere venir a Buenos Aires a comer el pescado.
Pasa que, en mi familia, las fechas de caducidad nunca son más que una sugerencia. En 2015 llegué a encontrar en la alacena de mi mamá una gelatina Godet de frutilla que había vencido en 2009, y mi mamá dijo: «Preparémosla, y si tiene feo gusto la tiramos». En mi familia, se confía más en los sentidos del gusto, la vista y el olfato que en la ciencia de la bromatología. Así que, con mi hermana, decidimos que cinco meses para un pescado cocido estaba bien. Si huele y se ve bien, el pescado es apto para consumo.
Llamé a mi hermano y me dijo que lo comiéramos nosotras, que cualquier cosa le pedía la receta a papá para hacer otro, y que para él era lo mismo. Mi hermano está loco, pero yo no iba a resistirme a compartirlo con menos gente.
Es ridículo pensar que es lo mismo replicar una receta que comerlo cocinado por ella misma. Podés fotocopiar la receta, pero no su mano. O sea, podrías, pero tendrías que exhumar el cuerpo, llevarlo a la fotocopiadora… Demasiado cruel como para hacer un guefilte fish.
En el momento no quise romperle la fantasía a mi hermano, pero es obvio que mi mamá no tenía una receta escrita de guefilte fish. Son de esas recetas que las viejas hacen a ojo y sin medir nada. Por otro lado, no hay chance de que mi papá se acuerde de la receta, aunque la haya visto hacerla cien mil veces. Mi papá tiene una memoria de mierda: no se acuerda de nombres, de caras, de nada. Y es fan de inventar recuerdos para torcer las experiencias del pasado y que sean otras. Mi mamá era una linda persona pero con defectos, como todos, y ahora resulta que mi papá no se acuerda de ninguno.
Le digo:
—Qué pesada que se ponía mamá cuando estábamos todos en casa. Quería controlar todo. ¿Te acordás de cuando nos gritó porque en Año Nuevo se cortó la luz y entonces la bebida no iba a estar fría? La pasamos todos como el orto porque ella se enojó con nosotros porque no nos molestaba la luz cortada tanto como a ella.
—Tu mamá era muy buena, ella quería que disfrutáramos —me dice, como si yo estuviera diciendo lo contrario.
—Sí, papi, pero nos gritó porque se cortó la luz, se desbordaba fácil.
—Ella jamás haría algo así —y yo no entiendo a qué se refiere con «hacer algo así».
—¡Pero si era gritona mamá…!
—Jamás elevó el tono.
Es exasperante preguntarle si se acuerda de algo a mi papá, porque a veces hablamos sobre ella y no sé si habla de mi mamá o de quién. Mi papá no ejercitó la memoria porque siempre la tuvo al lado a mi mamá recordándole todo. Un día me va a contar la historia de cómo mi mamá curó enfermos en África, y yo sé que mi mamá nunca viajó a África. Si mi papá no puede acordarse de que mi mamá nunca fue a África, menos se va a acordar de la receta del guefilte fish. Pero no le quise decir esto a mi hermano para no pincharle el globo.
Me da bronca no haber anotado yo la receta. Estoy segura de que mi mamá me la debe de haber dicho mil veces. Ella siempre te pasaba la receta en el instante en que decías que algo estaba rico.
—Qué rica está esta salsa, mamá.
—Es muy fácil —respondía—. Usás una lata de fileto, llenás la misma lata hasta la mitad con moscato, agregás un caldito y un chorro de salsa de soja. Cuando se evapora el alcohol, ya está.
Con mis hermanos, era una provocación recurrente decirle:
—Qué rico que está.
Solo para que ella dijera:
—Es muy fácil.
No siempre estaba rico, pero lo decíamos igual, para ver si nos decía que era fácil.
Sé que la receta de guefilte fish debe haber sido algo especial. Lo hacía una vez al año, como mucho, porque le llevaba bastante tiempo. Una de las particularidades que tenía ella es que carecía completamente de paciencia, y para cocinar bien, pero bien bien, necesitás paciencia. Si vas a hacer carne, necesitás tiempo para que se marine. Si vas a hacer un salteado, la zanahoria lleva tiempo: pelarla y cortarla en juliana. Para un guiso, las lentejas se remojan desde el día anterior. Nada de esto le interesaba esperar a mi mamá, y por eso todas sus recetas eran de la categoría «es muy fácil».
En mi casa había al menos dos ediciones de Cocina fácil para la mujer moderna, de Choly Berreteaga, donde podías encontrar recetas como «canapés de salchicha a la portuguesa». Mi mamá debe de haber sido una mujer posmoderna, porque hasta esas recetas le requerían una paciencia que no tenía.
Una vez me pidió que la ayudara a armar unas empanadas. Nunca en la vida había visto a mi mamá armar empanadas, y tampoco me hubiera imaginado que era una actividad para ella. Se necesita paciencia para calcular la cantidad de relleno para que quede gordita pero no tanto, para evitar que se reviente en la cocción, cerrarla bien y hacer un repulgue prolijo. Me paré al lado de mi mamá para armar las empanadas y, apenas nos pusimos a rellenar la primera, me miró y dijo:
—Vamos a hacer una tarta con este relleno, mejor.
Es que era impaciente, pero también era creativa. Inventó la tarta de carne picada. Un antes y un después en la gastronomía mundial. Pero el guefilte fish era algo distinto, algo especial, creo que era la excepción a su «es muy fácil».
Con mi hermana decidimos esperar hasta Rosh Hashaná para comerlo. En 2021, el año nuevo judío empezó el lunes seis de septiembre, y el martes siete, al mediodía, saqué el paquete del freezer para comerlo a la noche.
Esa noche fue nuestra cena. Estaba rico, aunque le faltaba un poco de sal.
Lloramos, hablamos de mi mamá, nos acordamos de sus cosas lindas y de sus cosas feas. Me gustó hablar con mi hermana sobre nuestra madre porque era un tema que habíamos evadido un poco los meses anteriores. A ella le hacía llorar y no quería. A mí también me hacía llorar, pero nunca me jodió ser llorona. Nos sirvió también para darnos cuenta de que habíamos tenido dos mamás distintas. La mía era graciosa y metida. La de ella era amargada y metida. La mía eructaba a propósito para hacerme reír y escandalizar a mi papá, y la de ella la retaba si ponía los pies en la silla. Las dos teníamos una mamá que nos retaba cuando estábamos despeinadas.
También me sirvió porque a mí me estaba costando acordarme de ella. Me quería hacer un tatuaje y no me decidía sobre qué tatuarme en su memoria. Podía ser su nombre, pero me parecía muy boludo. No sabía cuáles eran sus flores preferidas y, de repente, no había nada que me hiciera acordar a ella. No se me ocurría ni un poema, ni una canción, ni una planta ni un lugar que me hicieran recordarla.
Lo único que se me ocurría era tatuarme la palabra «hiba», porque era un error ortográfico que solía cometer. Ella sabía que el verbo era «ir», así, sin hache, pero cuando lo conjugaba en el pasado le agregaba esa hache monstruosa y ponía «hiba». Los últimos años, el autocorrector del celular le había sacado la gracia y ya no cometía ese error. Pero cuando yo era chica y vivía con ella, nos dejábamos notas arriba de la mesa, nos escribíamos y nos regalábamos tarjetas con dedicatoria para los cumpleaños, y muchísimas veces ponía «hiba».
«La Gise te llamó y dijo que hiba a educación física desde el club, así que no la esperes». «Me fui a lo de la Chona para que te arregle el pantalón que hibas a usar el finde pasado». «Nunca soñé que hiba a tener una hija tan hermosa. Feliz cumple».
Me daba culpa tatuarme «hiba». La única cosa que en ese momento me hacía acordar a ella era un error ortográfico. Qué escándalo, la psiquis.
Mi hermana, por suerte, me recordó cuánto le gustaba a mamá el jazmín magno, y gracias a eso no tengo que ir por la vida con un «hiba» en el brazo.
Nos quedamos hasta tarde hablando de ella, tomamos café y comimos un chocolate sin azúcar porque mi mamá era diabética, y nos pareció un lindo gesto para con su memoria. Como una forma de simbolizar que ella estaba invitada a esa mesa.
La verdad es que ahora lo pienso y es bastante pelotuda la decisión. Porque no es que en vida ella eligiera ese chocolate porque le pareciera superior al otro; capaz una forma de honrar su memoria hubiera sido comernos el chocolate con más azúcar del mercado. «Para vos, mamita, que no pudiste disfrutarlo».
Y si lo que estábamos invitando a la mesa era al espíritu de mi mamá, ¿por qué se nos ocurrió que el espíritu tenía que ser diabético? Bueno, un error, nada grave.
Fue una suerte de despedida. En ese momento supe que, aunque no creyera que mi mamá estuviese en las mariposas, sí estaba en ese plato.
Unos días más tarde lo vi a mi papá. Vino a Buenos Aires a visitarnos y decidí contarle que habíamos comido el guefilte fish que mamá me había dado en Pésaj. No se lo había querido decir antes porque, el mismo día que murió mi mamá, él vació sus placares y regaló sus cremas para la cara, como si cualquier cosa que le hiciera recordar su ausencia fuera indeseable. Entonces creí que no le iba a hacer bien. Pero habíamos compartido un momento tan lindo con mi hermana, nos había servido como ritual, que esta vez quise contárselo.
Le dije:
—Para Rosh Hashaná, comimos el guefilte que me había dado mamá en Pésaj.
—Aaah, yo todavía tengo como cuatro porciones en el freezer. Sobró un montón, tu mamá le había encargado quince kilos de guefilte fish a Puchi Ravinovich.