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Veinticinco historias de taller

Escribe
Varios autores
Ilustra
Miguel Rep
A principios de año Hernán Casciari organizó un taller virtual y logró que en pleno enero, con cuarenta grados, muchas personas escribieran sus historias. Aquí, algunas de las más votadas por los talleristas. (En varias, con la voz de sus autores).

Grafiti, de Silvio José Rodriguez

Me llamo Silvio Rodríguez, tengo seis años y no sé que soy homónimo de un cubano famoso. Recién aprendo a leer y los domingos practico con los chistes del diario del pueblo, pero hoy lo que leo me indigna. En la sección «Grafiti», en símil aerosol, se lee: «Había un solo unicornio azul y el boludo de Silvio Rodríguez lo perdió».

—¡Hijo de puta! —me sale de las tripas, y mi vieja se acerca chistando.

—¿Que dijiste?

—¡Mirá Jacobo, viejo de mierda, lo que pone de mí en el diario! —le grito.

Mamá entiende la confusión, pero finge que no para divertirse.

—¿¡Qué hiciste, Silvio!?

—¡Yo no hice nada! ¡Ese viejo me va a escu­char!

Don Jacobo es un ilustre periodista, dueño del diario. Vive en un chalet hermoso camino a mi escuela, que da a la plaza donde jugamos y come­mos moras de un árbol inmenso todas las tardes con mis amigos.

No sé lo que es un unicornio ni si el que se perdió era el único de su color, pero de esta me voy a vengar.

El lunes, cuando mamá me lleva en bici a la escuela, clava los frenos en la plaza y la vista en la pared de Jacobo.

—¿¡Qué hiciste, Silvio!? —grita ahora sin fingir.

En la pared blanca inmaculada, un grafiti es­crito con moras se distingue: «“Hijo de puta”. Silvio Rodríguez».


Los bicivoladores, de Max Bidart

Salí dando saltos del cine continuado. Había visto cómo unos chicos vencían a los malos montados en fabulosas bicicletas BMX.

Ese domingo supe lo que quería ser: un bici­volador.

No teníamos plata. Le rogué infinitamente a mi vieja que me comprara una bici. Ella, que no tenía idea de la peli ni de chicos haciendo pirue­tas, me compró una de carreras.

El modelo ciclista no era adecuado para un aventurero, pero mamá trabajó mucho en una fábrica cosiendo camisas para cumplir mi sue­ño. Amé esa bici y la cuidaba como oro; le había comprado un candado enorme con combinación de triple numeración.

Llovía torrencialmente cuando salí para la es­cuela. Al sonar el último timbre, el sol ya brillaba radiante. Corrí al patio a buscar mi bici, pero no estaba.

Me largué a llorar. Estaba seguro de que había puesto el candado. Una maestra se acercó y pidió que llamaran a mi madre. Estaba desconsolado, pensando en el sacrificio de mamá.

Cargando toda la culpa del mundo, me sequé los ojos en la manga del guardapolvo. Con la mi­rada aún vidriosa, la vi entrar sonriendo.

Me abrazó fuerte y me dijo al oído:

—Amor, no llores más. Viniste en colectivo por la lluvia. La bici está en casa.


Esquina RCP, de Leandro Menéndez

Un gordo se desplomó en el asfalto del otro lado de Crámer. Volé hacia su carótida. Pulso cero. Gorda, metéte. Mi novia le encajó el perro y la matera a uno que miraba tieso cómo empezába­mos el RCP. Le pedí a un policía que parara una ambulancia que venía a lo lejos. De ahí se bajó una pibita con cara de susto a la que le habían pro­metido que iba a ver solo códigos verdes, y no tenía más que ibuprofeno.

Seguimos masajeando a ese tipo gigante que se ponía cada vez más duro y más azul. Treinta minutos más tarde apareció el SAME. Pasamos adrenalina, desfibrilamos, adrenalina otra vez. Llegó otra ambulancia y le dejé mi lugar. Recién entonces pude ver que, a un costado, un pibe de dieciocho años miraba catatónico.

—¿Es tu papá?

—Sí.

—¿Estás solo?

—Sí.

SAME pidió la hora y dijo «no va más».

—¿Me quedo con vos?

—Sí, por favor.

Como si fuera su hermano, me abrazó y lloró. Y como si él fuera el mío, lo abracé y lloré con él.


Así murió papá, de Juan Pablo Villani

Yo tenía quince. Me acuerdo de que esa noche es­taba tirado en mi cama leyendo la Biblia. Buscaba ansioso alguna respuesta que me explicara para qué carancho estamos vivos.

La culpa era de mamá. Ella siempre insistía en que ahí estaba la verdad.

Pero el Levítico me parecía un perno. En se­rio, ¿a quién le importa cuántos cedros del Líbano se necesitan para construir un templo?

En eso, entró mi viejo. Abrió la puerta y, llo­rando como un perro, se tiró en mi cama.

—¿Qué pasa, pa? —le pregunté.

Pero él no podía hablar.

—De verdad, ¿qué te pasa? —le dije de nue­vo, poniéndole mi mano en la espalda.

No me olvido más de sus palabras. Con la voz totalmente rota, me dijo:

—Tengo una enfermedad y me estoy murien­do, pichón…

Me recordó que era el más grande y me pidió que le prometiera que iba a cuidar a mi mamá y mis hermanos más chicos…

Y se lo prometí, obvio.

Ahora tengo cuarenta, y él, sesenta y cinco. Todavía cree que se está muriendo. Los médicos me dicen que no le haga caso, que tiene depresión con trastorno hipocondríaco.

Pero yo le creo. Le creo porque veo cómo la lucha… Especialmente, esas trasnoches en que vuelve a despedirse con mensajes de WhatsApp… y yo vuelvo a agradecer que, por ahora, está acá, conmigo.

Al final, es esta la verdad que me importa.


Una guitarra para cada uno, de Eugenio Siccardi

Cuando el tipo me agarró del cuello, creí que iba a morir. Lo había visto venir gesticulando como un loco, pero no pensé que se me fuera a tirar encima, me agarró de sorpresa.

Algunos, cuando están a punto de morir, mul­tiplican sus fuerzas. Otros, como yo, nos desin­flamos como un globo. Mientras me apretaba el cuello, pensaba solo en mis hijos, en qué les iba a dejar. «Me hubiera gustado construirle una guita­rra a cada uno para que me recuerden de la mejor manera. Si salgo de esta, juro que lo hago».

El tipo se llevó una mano a la riñonera que tenía en la cintura y trató de abrirla. «Este tiene un arma», pensé. De repente, me soltó y siguió tra­tando de abrir la riñonera con manos temblorosas, sin poder conseguirlo. Entonces manoteé el cierre y la abrí. Pero había solo una caja de pastillas. Me quedé mirándolo sin entender nada. El tipo seña­laba las pastillas con desesperación. Saqué una y se la di. La tragó como pudo y se dejó caer con­tra una pared. Apoyó las manos sobre las rodillas y dijo:

—Gracias, me salvaste la vida. Soy epiléptico y me había olvidado de tomar la pastilla.


Samuel, de Rafael Antúnez Reynoso

Mi viejo estaba obsesionado con una canción que desconocía. Sabía solo que decía «Samuel». Le cantaba «Saaamuel» a cualquiera, pero nadie podía reconocerla. Eso de no poder escuchar una canción que suena solo en tu mente no está bueno.

En unas fiestas, para no elegir qué música pa­sar, prendimos la tele. En un momento, mi viejo se paró de la mesa y se fue corriendo al grito de «¡Es la de Samuel!». Fui detrás de él. «¿Qué dice?». Ahí me di cuenta de que «Samuel», era «somewhe­re» (papá no sabía inglés, obvio). La canción era «Somewhere over the rainbow». Se convirtió en su canción de cabecera, la escuchaba constantemente. Lo acompañó durante sus últimos años de vida, transportándolo a un lugar feliz. Siento que fue su anestesia mientras se estaba muriendo, sabiéndo­lo, pero sin contarnos.

Fue la única canción que sonó en su velorio. Ahora, cada vez que suena, es como si se apare­ciera. La escucho en un auto que pasa. A veces a lo lejos. Aparece cuando estoy en problemas.

Sin querer, sin saber qué decía, papá me dejó algo que me reconforta.

«Lejos, por encima de las chimeneas, ahí es donde me encontrarás. En algún lugar encima del arcoíris».


El espejo, de Claudia Rodríguez

Durante diez años, la única imagen que tuve de la casa de mis abuelos es gracias a una fotografía de mi mamá vestida de novia, posando frente al es­pejo del ropero. Cuando llegamos a la Argentina y conocí la casona, el dormitorio me resultó fami­liar de inmediato por esa foto tantas veces vista. El espejo parecía el del cuento de Alicia.

Un día, después de la siesta, jugaba con mis muñecas en un rincón de la cocina cuando entró él. Recordé la sorpresa de mi mamá al volver a verlo convertido en un hombre, cómo lo había abrazado. Era su ahijado.

Me sonrió y pidió que lo acompañara, lleván­dose el dedo índice a la boca en señal de silencio.

Cuando entramos, el dormitorio estaba en penumbras. Se sentó en la cama, frente al espejo, ese que conozco de memoria. Quedamos frente a frente, me giró y se ubicó detrás de mí. Lo vi y me vi. Me sostuvo entre sus piernas y, con sus manos, me apretó la cintura. Tenía aún esa sonrisa enor­me. Me dolía. Me respiraba en el pelo. Me ardía. Gemía bajito. Me ardía más y más. Sentí resbalar por mis piernas algo tibio.

La escena se repitió durante todo el verano.

Silenciosamente, temí cada día al hombre que me expulsó para siempre del país de las ma­ravillas. Por suerte, esos encuentros terminaron, pero el silencio duró muchos años, hasta que sa­lió así, como los gritos en una pesadilla, esos que cuesta hacer que se escuchen. Y cuando por fin lo logré, me encontré escribiendo este relato y a salvo.


El reloj del bar, de Florencia Fotorello

Entré al bar como quien vuelve al patio de la in­fancia. Todo estaba igual: las mesas de madera gastadas, las medialunas recién horneadas y, en la pared, ese reloj, testigo de largas charlas. Pedí un café con leche y esperé.

Cuando lo vi entrar, sentí un nudo en el es­tómago. Era Juan, pero también era alguien más. Más alto, con unas cuantas canas. Sin embargo, su sonrisa seguía siendo la misma de los recreos que habíamos compartido tanto tiempo atrás.

—¿Todavía seguís mojando las medialunas en el café con leche? —me dijo antes de sentarse.

En lugar de responder, agarré la medialuna y la hundí en el café, como hacía de chica. Él estalló en una carcajada que llenó el bar y, por un mo­mento, fue como si no hubieran pasado los años.

Hablamos de todo y de nada. De cómo él ha­bía partido con la promesa de volver pronto, pero los años se le habían escapado en aquel país donde el sol no calentaba igual. Yo le hablé del barrio, de las cosas que cambiaron y de las que se quedaron iguales, como este bar. Había tanto más que que­ría decirle: «¿Por qué no volviste antes? ¿Pensaste en mí alguna vez?».

Cuando el mozo se acercó a decirnos que en diez minutos cerraban, miramos el reloj de la pa­red incrédulos. Habíamos llegado para desayunar, y ahora el cielo empezaba a oscurecer. Afuera, el barrio seguía siendo el mismo. Adentro, algo más había pasado: el tiempo nos había dado una tre­gua, como si supiera que algunas historias nece­sitan más que unas horas para empezar de nuevo.

Hoy el tiempo corre distinto. Tenemos dos hi­jas y una vida que, ese día, no imaginamos. Cuan­do volvemos al bar, miramos el reloj: el tiempo nos sonríe otra vez.


Ya era hora, de María Paula Raffo

Esa mañana sentía una mezcla de miedo, náuseas y una emoción inexplicable creciendo en la panza.

Mientras tanto, contaba los días para viajar a Buenos Aires a compartir con mi familia una no­ticia especial.

A solo tres días del viaje, me llamó Luis, mi viejo. Un tipo de poca expresión pero mucho pre­sentimiento. Nada era casual en sus palabras.

En un impulso, le adelanté la sorpresa:

—Viejo, vas a ser abuelo.

Por primera vez en mi vida, lo escuché llorar de emoción hasta quedarse mudo. No exagero.

—Nunca pensé que fuera a vivir esto. Te quie­ro, hija. Ya era hora.

Una sensación rarísima me recorrió el cuerpo. En ese instante, sentí que todo se reacomodaba. Compartimos un rato el llanto y la felicidad en silencio y nos despedimos.

Al día siguiente, atendí el llamado de mi mamá y escuché una voz quebrada diciendo:

—Papá falleció anoche. Pero quedáte tranqui­la, se quedó dormido con una sonrisa.

Lo primero que me llegó fue la bronca de no poder siquiera despedirme. Pero después sonreí, al entender que, una vez más, Luis se había ade­lantado. En esa llamada antes del viaje, él sabía que «ya era hora».


Remedios caseros, de Carlos Manino

Cumpleaños de mi mamá. Mesas juntas, conven­ción de sillas. Amigos y familia.

Luciano, uno de sus amigos, era jefe de coci­na de un restaurante en Puerto Madero. Un artista para preparar platos, convertía frutas y verduras en flores. Su regalo fue una cena.

Ya iba a empezar la ronda de café batido. Luciano tenía hipo desde hacía como media hora.

En un momento, mi madre sale de su habi­tación con cara de culo, sus pómulos tucumanos bien marcados de seriedad. Se sienta, agarra la copa y la sostiene en su mano sin beberla. Luciano le pregunta:

—¿Estás bien, viejita?

Ella levanta los ojos sin mover la cabeza, con expresión de furia.

—Tengo que decirte algo: yo tenía cien dóla­res en la habitación, ahora no están, y vos sos el único que entró.

Luciano se queda helado, se ríe nervioso, se incomoda al ver la seriedad de ella.

Sus ojos comienzan a ponerse vidriosos, un brillo de transpiración baña su piel. Quiere decir algo, pero no llega ni a tartamudear. Nadie entien­de qué pasa.

De repente, mi mamá esboza una sonrisa, le­vanta la cabeza y le pregunta:

—¿Se te pasó el hipo?


Sentí volar, de Morena Calaón

Siempre pedaleo rápido. Me incomoda ir despacio.

Una tarde, volvía apurada a casa sosteniendo una cartera contra el manubrio; creía haber enro­llado bien la correa alrededor de la mano. Ilusa.

En un milisegundo, la correa se desenrolló y quedó colgada del manubrio de la bici. La cartera cayó por su peso y, en un solo balanceo, se metió de lleno en la rueda delantera. La bicicleta frenó en seco, pero se olvidó de avisarle a mi cuerpo…

Sentí volar… Transcurrió una eternidad en­tre la frenada de la bicicleta y el estampido de mi cara contra el cemento. Recuerdo haber pensado «GUAAAAAAU» en ese trayecto.

Mientras la sangre me corría por el cuello, busqué el celular y le escribí a mi viejo: «Andá al hospital». Me alivió pensar que mi familia estaría allí cuando yo llegara. Ya podía desmayarme tran­quila, alguien me auxiliaría…

Mi vieja se estaba bañando cuando mi papá le leyó mi mensaje. Llegó a la guardia con un vesti­do mojado y sin bombacha. Otra apurada…

Así las cosas, el vuelo me costó tres dientes y la boca torcida de por vida.

Cuando me preguntan si bajé la velocidad, res­pondo que no, aunque sí me aseguro de enrollar bien la correa de la cartera.


Una excursión al otro lado, de Javier Esteban Giangreco

Sucedió el tres de mayo de 1997, lo recuerdo bien.

Éramos un grupo de adolescentes de un cole­gio de varones, con las hormonas al palo, partici­pando de un retiro religioso mixto.

—¿Te animás? —me preguntó Rodri.

Dije que sí para no quedar como un cagón.

Esa noche, decidimos hacer una visita —ile­gal, prohibida— a las habitaciones de las chicas, que dormían del otro lado de la casa.

—Entonces, vamos —dijo Ale.

Salimos gateando. Oscuridad. Silencio. Cal­ma. Hasta que Hernán se tiró un pedo terrible y explotamos de la risa. Se prendió la luz del dormi­torio de los adultos y empezamos a correr deses­perados para no ser descubiertos.

Rodri encabezaba la expedición y eligió mal el rumbo, rajó para el lado que llevaba al parque, y todos lo seguimos. Abrió la puerta de vidrio y salió, seguido por Ale y Leo. Yo venía cuarto en la fila de escape, y cuando estaba por salir, sucedió la tragedia. Leo cerró la puerta tras sus pasos y yo quise frenarla en un acto reflejo. Lo siguiente que recuerdo es el ruido de vidrios estallando.

De ahí en adelante, tengo pincelazos que la memoria suele regalarme. Sangre por todos lados. Tremenda cagada a pedos. Y un viaje de urgencia al hospital.

Por unas horas, todos y todas hablaron de mí, me sentí importante.

Al otro día, en el desayuno, la más linda de todas, la que más me gustaba, se acercó y, con una sonrisa, me dijo:

—¿Vos sos el boludo que atravesó el vidrio?


¡Vieja quebrada, vieja enterrada!, de Justina Ovejero

Cuando era chica, uno de mis deportes favoritos era tirarme en colchón por la escalera con mi pri­mo Álvaro.

Esperábamos ansiosos para llegar a la escalera de madera y subirla en puntas de pie con el col­chón angostito del catre, el único que se deslizaba a máxima velocidad.

Juntábamos coraje y, subidos al filo del col­chón, doblábamos la parte delantera, como hacien­do un carrito de montaña rusa. Así, nos dejábamos caer con fuerza por los veintisiete escalones.

El deporte cambió cuando, un febrero, el jue­go sumó a una participante de noventa años: la abu Porota, dueña del colchón.

Nos encontró al borde de la escalera, a punto de tirarnos, y, en vez de retarnos, nos dijo:

—Yo me quiero tirar con ustedes.

Extasiados por ser sus cómplices, le prepara­mos el colchón y le dimos un empujón.

Nunca imaginamos la velocidad que podía alcanzar. Bajó volando y gritando entre risas y alaridos:

—¡Vieja quebrada es vieja enterrada!

Para nuestra buena suerte, la abu Porota siguió cumpliendo años. Pero, para mi desgracia, el col­chón angosto se guardó bajo llave para siempre.


¿Puedo ver una foto tuya?, de Leka Vega

«¿Hola, cómo estás? Me llamo Carlos».

Es la primera persona que me habló el día que bajé la app. En mi perfil tenía fotos de mi perro y un atardecer.

Conversamos de todo un poco, y me gustó mucho que no me pidiera una foto de inmediato.

Ya se hacía tarde. Le dije que me iba a dormir y que me agregara al WhatsApp.

Hasta ese momento, no sabíamos cómo éra­mos físicamente, ya que, curiosamente, él tampo­co tenía fotos suyas en su perfil.

En pocos días decidí acabar con el misterio: entré a su Instagram y vi sus fotos. La verdad, no era mi tipo, para nada. Aun así no dejé de ha­blarle. Me había caído bien, estaba disfrutando la conversación.

De pronto llegó la pregunta:

—¿Puedo ver una foto tuya?

—Sí, claro.

Empecé a dudar de mi respuesta y pensé: «¿Qué tal si le gusto? Eso sería muy incómo­do…». Fue entonces que decidí enviarle una foto de la fea de mi hermana. Él la vio, no comentó nada, y me dijo:

—¿Y tú? ¿No quieres ver una foto mía?

—Sí, claro.

Wow, era un chico guapísimo. Pero, para estar segura de que fuera él, le pedí su Instagram.

Al confirmar que el de la foto era él, me di cuenta de que había visto la cuenta de otro Carlos. ¿Ahora cómo le digo que la chica de la foto no era yo?

Rápidamente, le escribí:

—Tú y mi hermana deberían conocerse.

—¿Por qué lo dices?

—¡Porque creo que harían buena pareja!

—A ver, envíame su Instagram.

Le pasé mi Instagram y al rato me escribió:

—Es linda, pero me gustas más tú.


El imbécil de Andrés, de Bárbara March

Tenía nueve años la primera vez que escuché ha­blar de Andrés. Una mañana, el perro de mi veci­na cruzó la calle y terminó bajo las ruedas de un camión. Su madre presenció la escena; dijo que el imbécil ni siquiera frenó. Fue Andrés.

El perrito logró sobrevivir, y todos olvida­ron aquel suceso, menos yo. No sé por qué, pero Andrés se quedó en mi cabeza. Cuando un camión aparecía en la distancia, corría a esconderme.

En mi imaginación, Andrés conducía un ca­mión manchado de sangre. Le gustaba limpiar­lo con un cepillo y ocultar la evidencia. Era un hombre solitario, la boca le apestaba a alcohol y cebolla y se dormía frente al televisor. Veía pelí­culas porno y tenía un perro al que no quería.

Un día le pregunté a mi vecina si sabía algo de Andrés. «¿Quién?», sonrió. Me explicó que su madre no había dicho «fue Andrés», sino «fue adrede», una palabra que, a mis nueve años, desconocía.

La revelación fue un baldazo de agua. Nunca sentí tanta vergüenza. Andrés y su amenaza se desvanecieron por un tiempo, como si hubiera huido en la madrugada.

A los trece, regresó a «visitarme » cada mes. ¡Hijo de puta!


Despedida y desconexión, de Juan José Brusco

A mi lado, mi viejo, agonizante e inconsciente desde hace unos días. En mis manos, el celular. Juego al pool online con un iraní. Casi como un mantra, elijo cada noche conectarme virtualmente para desaparecerme de la realidad.

Me acerco a mi viejo, siento todo su cuerpo trabajar solo para respirar. Tiro el celular como un exorcismo al tiempo perdido. ¿Llegaré a conectar­me con él? Lo tomo de la mano y le susurro:

—Andá tranquilo, pa… Te amo mucho.

Su boca, que durante dos días había permane­cido en expresión de ausencia, me sonríe y exhala su último aliento. De este lado del mundo, mi vie­jo se despide y me regala la conexión más íntima de mi vida. Del otro lado del mundo, un iraní se desconecta de la partida de pool más aburrida de su vida.


Encerrada, de Juan Insúa

El veintidós de abril de 2023 quedé encerrada en mi baño. Yo me retorcía de dolor de ovarios, y mi jefe no paraba de atosigarme por celular. Necesitaba desesperadamente un poco de paz; y dormir. «¡Lola! ¡Pará de llorar, por favor!». Harta de todo, sucumbí al peor pecado que una madre puede cometer y senté a mi niña frente al televisor. Esquivando al gato y pateando jugue­tes (o al revés), fui a la cocina y, mientras ca­lentaba en una plancha tres hamburguesas altas en grasas saturadas, me asaltó el recuerdo de cuando vivía sola, sin marido ni hija que aten­der. Entré al baño, bajé pantalón y bombacha de una, y me desplomé en el inodoro. Pateé y cerré la puerta con tal violencia que provocó la caí­da del picaporte del lado de afuera. Sin subirme los pantalones, tomé el picaporte de mi lado para comprobar que, efectivamente, giraba en falso; estaba encerrada.

En pánico, con el corazón desbocado y la piel chisporroteándome, pensaba solo en mi hija y el incipiente incendio de las hamburguesas. Me veía en el espejo, desfigurada del terror, asfixiándome con humo que aún no había, confundiendo maulli­dos con llantos. A gritos, prometiendo un chupetín como recompensa, saqué del trance a la niña zom­bi del televisor para convencerla de intentar meter el picaporte de su lado. Después de no sé cuánto tiempo luchando con mi desesperación y la efí­mera paciencia de una niña, su limitada motilidad fina logró colocar la parte faltante del picaporte para, finalmente, abrir la puerta. Rápidamente, apagué el fuego de la cocina cuando de repente escuché, por última vez en mi vida, a mi marido entrando a la casa. Molesto, preguntó qué pasaba con tanto humo. Yo, todavía llorando, y con mi hija en brazos, le respondí:

—¿Sabes qué pasa? Me quiero separar.


Vuelven, de Javier Romero

«Pa…, ¿viste que vuelven?». El mensaje es de Julián, su hijo, que vive en Barcelona.

Se fue hace tres años, cuando tenía veintidós. Mario extraña a su único hijo varón, pero no se lo va a decir nunca. Y si ellos vuelven, capaz que Julián vuelve.

«Algo vi», le responde en forma desinteresa­da.

Sabe que Los Piojos vuelven. Tiene todos los datos, pero no le va a decir nada a su hijo.

Desde que lo anunciaron, está llorando, re­cuerda el primer recital al que fueron juntos. Se acuerda bien de ese día, en Córdoba, cuando su­bió a Julián a los hombros y cantaron todas las canciones.

«Estuvo buenísimo, pa. Te quiero», le dijo su hijo, con cinco años. Mario lo recuerda bien y llora.

Triste, solo y divorciado, no le va a contar que hace seis meses le diagnosticaron cáncer de pul­món y que este sería su último recital juntos, la última vez que caminen hacia el estadio especu­lando con qué tema deberían arrancar, el último pogo con su hijo.

Piensa llorando que quizás Julián venga y se vuelvan a unir en aquel ritual que nunca supieron explicar. A veces la felicidad no tiene explicación.

Pero no. No le va a decir nada. Su hijo está muy ocupado con su carrera profesional, haciendo un máster universitario en Barcelona.

Mario se acuesta abatido por el cáncer y la nos­talgia. Y deja de llorar. Quizás mañana le hable.

«Pa, ya saqué las entradas. Te quiero». El men­saje es de Julián.

Mario no le responde. Deja el teléfono… y vuelve a llorar.


El parcial de Oscar, de Pablo Cianciosi

Un día tuve que tomar una decisión tan difícil que me cuestioné hasta mi vocación. Tenía un alumno muy particular: se llamaba Oscar y tenía ochenta y tres años.

A Oscar la química no se le daba bien. La es­critura le costaba y las cadenas carbonadas siem­pre se le complicaban. Fue el único alumno que no faltó a una sola clase, era callado y siempre estaba atento. Llegó el último recuperatorio. Era a todo o nada para Oscar. Él, de los tres parciales, había aprobado solo uno, pero si rendía bien podía completar la cursada.

El examen de Oscar estaba en mis manos. No le daba para aprobar, pero a mí tampoco para desaprobarlo… Dudé de todo, desde mi vocación hasta del concepto de justicia.

Podía aprobarlo y esperarlo en el final. Le dije: «Te hago una última pregunta: ¿para qué es­tudias?», me respondió: «Para demostrarle a mi nieto que se puede». Lo aprobé inmediatamente.

Oscar nunca se presentó a rendir el final, pero eso ya no importaba. Esa vez, el que había apren­dido era yo.


Los fideos de la tía, de Emiliano Berra

La última vez que vi al chinito Liu con vida, Wan, su padre, lo observaba de cerca.

Unos días antes, comiendo fideos con mi tía, vi su gesto.

—¡Están dulces! —exclamó asqueada.

«¿Será producto de su demencia senil?», pen­sé. Pero era cierto.

Preparé unos mates y puse otros fideos en la olla. Nuevamente, estaban endulzados.

—¡Ese chino te vende fideos dulces! —dijo la tía.

Fui al supermercado de Wan. ¿Me habrían he­cho una broma con los paquetes de fideos?

Al llegar, todos reían a carcajadas, y me di cuenta de que eran parte de la broma. Luego pasé por el súper de Masú, la competencia. Cuando vi a su hija adolescente atendiendo en la caja, se me ocurrió inventar un romance.

—Chino, lo vi al hijo de Wan en la esquina apretando con tu hija, ¡le tocaba el culo!

Volví a casa reconfortado por haber devuelto la broma de mal gusto.

Ayer pasé por lo de Wan y vi cómo Masú de­senfundaba su arma y disparaba a Liu, dejándolo muerto en la vereda.

Hoy volvimos a preparar fideos. Mientras yo ordenaba los platos, vi que mi tía le agregaba agua de la pava del mate, con edulcorante, a la olla.

En las noticias se habló de «mafia china».


Las Nike azules, de Marcos Alejandro Cassiani

Escuché el ruido de la chata destartalada y le chi­flé para que viniera. Tenía desde hacía tiempo un montón de cosas para darle a alguien que lo necesitara, porque yo ya no vivo en esta casa, ya no uso esa ropa ni descanso en esos sillones. Ni siquiera los siento como míos.

Los chabones estaban encantados. Eran cua­tro: tres adultos y un pibito de doce años. Ligaron un sillón de dos cuerpos, una pelopincho chica, un ventilador, colchones y algo de ropa, pero, sin lugar a dudas, lo que más felicidad les dio fue la pelota de fútbol.

Mientras los veía jugar un picadito en la puer­ta de mi casa, noté que los tres adultos tenían las zapatillas rotas: asomaban los dedos, las suelas se aferraban estoicas a los últimos pedazos de pega­mento. Ahí nomás les pregunté cuanto calzaban, y vimos que mis cuarenta y cuatro iban a quedarles grandes. Pero mejor algo lindo y un poco grande que un desastre de tu talle.

Entré en mi casa, busqué tres pares de zapati­llas que ya no usaba: las Adidas rojas, las All Stars blancas y las Nike azules.

Mientras bajaba la escalera con los tres pares en la mano, los veía agarrarse la cabeza. Me vito­reaban, decían «capo», «bestia». Uno me dijo «no me olvido más de vos, loco».

Después de un par de abrazos y de coordinar para que volvieran a pasar el sábado siguiente, se subieron a la chata para probarse las zapatillas nuevas. Y, súbitamente, la camioneta salió despe­dida hacia adelante como un rayo, cruzando un semáforo en rojo y desapareciendo de la vista en unos pocos segundos.

Al día siguiente, me acordé: dentro de las Nike, se fueron los diez mil dólares que tenía­mos guardados para el cumple de quince de mi hija.


Los ojos de Guille, de Leticia Carbajal

La parca no me dejó despedirme de Guille. Mi abuelo me dejó pocas cosas materiales: un ban­co, un mueble y una foto suya de joven. Ya tenía esa mirada dulce que me acompañó durante casi cuarenta años. Llevaba esa foto siempre conmigo, porque sacarla y mirarlo a los ojos me calmaba como nada.

Un noviembre tuve que viajar a París por tra­bajo y aproveché un finde para visitar Barcelona.

El primer día, de la forma más boba, me roba­ron la billetera.

Fui a hacer la denuncia. Casi con amabilidad, un policía catalán me recomendó que diera el di­nero por perdido y me preguntó qué más había de valor.

—La foto de mi abuelo —contesté pucherean­do.

Su cara se transformó en signo de interrogación.

—No, algo importante: documentos, tarjetas…

Sí, todo eso… Pero lo irrecuperable era la foto…

En Montevideo, la radio habla de abuelos. El re­cuerdo del mío me revoluciona el alma. Qué no daría por volver a mirar sus ojos.

En eso, suena el teléfono: encontraron mi tar­jeta, robada hace nueve meses. La habían envia­do al Consulado en España y ahora está aquí, en Uruguay.

—Gracias, pero ya tramité una nueva.

—Hay más documentos —agrega la voz.

Correcamino esas calles al borde del calambre.

Encuentro rápido a la señora de Cancillería, que ahora tiene su propia historia para contar: de cuando una tromba irrumpió en su oficina, reco­noció con el rabillo los ojos de Guille en la foto color sepia y la apretujó en un abrazo detenido. Ese que hubiera querido darle al abuelo.


Último mensaje, de Maximiliano Stegmann

Mi suegro, Juan Carlos, era un personaje. Bon vi­vant y viajero. Trabajaba para juntar plata y se la gastaba en viajes. Padre de dos mujeres, una de ellas le rogó: «Hacete un chequeo médico».

Accedió y se hizo análisis. Como si don Mur­phy lo hubiese escrito: ahí empezaron los padeci­mientos. Arrancó con dolores en todo el cuerpo hasta que una mañana, al bajar de la cama, se cayó al suelo. Operación de columna, quimioterapia y nueva internación. Esa fue la última.

Una mañana de agosto de 2007 nos dejó. Ese día transcurrió entré trámites y dolor.

Al caer la noche, cada uno volvió a su casa. Mi suegra regresó a la suya en soledad. Entró e hizo algo que nunca hacía, revisar la contestadora de mensajes del teléfono fijo: «Usted tiene un nuevo mensaje»… Métalico, impersonal pero tranquili­zador: «Hermosas, llegué bien».


Y se nos fue el tren, de Patricia Guerrero

Hacía nueve meses que había llegado a Suiza, cinco meses que me había casado y tres que me había convertido en madre primeriza. No hablaba francés, tampoco inglés. Mi marido, en cambio, hablaba perfecto el español.

Esa tarde, íbamos de Ginebra a Vevey en tren, a pasar la Navidad con su familia.

En Lausanne, hicimos un cambio de tren. Mi marido, un hombre alto, rubio, de espalda ancha, llevaba a mi hija en un portabebés, como los can­guros a sus crías. En el envoltorio llevaba, además de pañales, mi cartera.

En el trasbordo, yo, que desconocía el ca­mino, iba tres pasos detrás de él, mirando dis­traída los escaparates de la estación. Así subí escaleras y atravesé pasillos, siguiendo siempre a la misma figura grande con bebé. Hasta que, de pronto, me encontré afuera y vi que no era mi marido. Había estado caminando detrás de otra persona. Corrí a las vías del tren, pero el andén estaba vacío. No quedaba nadie, ni trenes ni pasajeros, apenas la funcionaria controladora de tickets.

Metí la mano en el bolsillo y supe que no lle­vaba nada encima, ni documentación ni dinero. Solo podía convencer a esa mujer, chapurrean­do un pésimo francés, de que me dejara subir al próximo tren, con la promesa de pagar a mi lle­gada; pero ella, con intransigencia suiza, se negó rotundamente.

Llegó el tren, la miré y me subí, imaginan­do lo que ocurriría cuando intentasen bajarme. Sin embargo, la controladora, al verme sentada y muerta de susto, hizo la vista gorda y pasó de largo.

Al llegar a Vevey, mi ahora exmarido me dijo que sentía mucho no haber notado mi ausencia. Diecisiete años después, en el término de otra es­tación, yo respondí que sentía haber notado mu­cho la suya, y me bajé de ese tren para siempre.


La de Lengua de tercero, de Gerry Garbulsky

Todos odiábamos a la de Lengua de tercero. Hoy amo la lectura, la escritura, las palabras. Pero a mis quince años todavía no.

Ese día teníamos prueba sobre un libro que yo no había leído. Una compañera tuvo una idea bri­llante que evitó esa y todas las pruebas del año.

Apenas la profe entró al aula, le dijo:

—Estoy leyendo un libro que dice «enquistar­se solapadamente». ¿Qué quiere decir?

A la profesora de Lengua le cambió la cara por completo.

Con mucha pasión, dedicó los siguientes veinte minutos a explicarnos que «enquistarse» significa transformarse en un «quiste», algo que tenés en el cuerpo y que no debería estar ahí. Y que probable­mente fuera una metáfora sobre una idea que se mete dentro de nosotros. Y que «solapadamente» quiere decir que lo hace sin que nos demos cuenta, disimulando.

Al terminar la explicación, nos dijo que la­mentablemente no quedaba tiempo para la prueba, que la dejábamos para la próxima. Pero en la clase siguiente se olvidó y arrancó un tema nuevo del programa.

Después desarrollamos la estrategia. Los días de prueba, le hacíamos preguntas sobre pa­labras que no entendíamos. Respondernos le lle­vaba la mitad de la hora, no podía tomarnos el examen, y en la clase siguiente se olvidaba otra vez.

Me gusta esta historia, un ejemplo de bri­llantez de mi compañera y de cómo, entre todos, logramos engañar a la profe. Pero se la conté a mi hijo y él me hizo un comentario que me estremeció.

¿Y si la de Lengua lo tenía todo planeado? ¿Y si nunca nos quiso tomar prueba? ¿Y si los libros que nos daba para leer eran excusas para que bus­cáramos palabras que no entendíamos para zafar de la prueba?

¿Y si la de Lengua de tercero fue quien me en­quistó solapadamente el amor por las palabras?


Biografías

La Escuela de Narrativa Orsai nació en enero de 2025 en las modalidades presencial (en el Espacio Orsai del Paseo La Plaza, Buenos Aires) y virtual, a cargo de Hernán Casciari y con un taller para mejorar historias que contó con 750 alumnos en su primera edición. Esa inmensa cantidad de participantes se autoevaluó y decidió que las veinticinco mejores historias fueran las que presentamos en las últimas páginas de esta edición. Los autores, por orden de apa­rición, son los que siguen: Silvio José Rodríguez (Crespo, Entre Ríos, 1986), empleado. Max Bidart (Mercedes, Buenos Aires, 1978), diseñador en Comunicación Visual. Leandro Menéndez (Buenos Aires, 1989), pediatra. Juan Pablo Villani (Buenos Aires, 1985), emprendedor tecno­lógico y social. Eugenio Siccardi (Buenos Aires, 1967), luthier y empleado en una fábrica de gas. Rafael Antúnez Reynoso (Montevideo, 1987), creativo publicitario. Claudia Rodríguez (Buenos Aires, 1959), jubilada. Florencia Fotorello (Buenos Aires, 1979), licenciada en Ciencias de la Computación. María Paula Raffo (Buenos Aires, 1980), bióloga marina. Carlos Manino (San Martín, Buenos Aires, 1984), supervisor de ventas. Morena Calaón (Las Rosas, Santa Fe, 1990), profesora y traductora de inglés. Javier Esteban Giangreco (Buenos Aires, 1980), do­cente. Justina Ovejero (Salta, 1993), actriz y dramaturga. Leka Vega (Lima, Perú, 1985), edito­ra. Bárbara March (Las Tunas, Cuba, 1990), narradora y guionista. Juan José Brusco (Castelli, Chaco, 1982), psicólogo y docente. Juan Insúa (Mar del Plata, 1985), ingeniero agrónomo. Javier Romero (Río Segundo, Córdoba), contador público. Pablo Cianciosi (La Plata, 1982), inge­niero químico. Emiliano Berra (Lanús, 1980), trabajador de la salud pública. Marcos Alejandro Cassiani (Morón, 1983), ingeniero en Informática. Leticia Carbajal (Montevideo, 1971), locutora. Maximiliano Stegmann (Buenos Aires, 1975), abogado. Patricia Guerrero (Cali, Colombia, 1974), guionista. Y, finalmente, Gerry Garbulsky (Buenos Aires, 1966), anfitrión de Aprender de Grandes. Los alumnos ganadores, aparte de festejar, cobraron honorarios proporcionales por la publica­ción de estas historias breves y, además, recibieron el original de Miguel Rep que corresponde a la ilustración de su cuento. Quienes quieran participar de la Escuela Orsai, tanto en modali­dad presencial cuanto virtual, pueden darse una vuelta por escuela.orsai.org. ¡Los esperamos!

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