La crónica del deportado

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Un periodista argentino, un pasaje de ida al aeropuerto de Madrid y un objetivo: dejarse deportar por las autoridades para vivir, desde adentro, el proceso de expulsión.

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Acabo de dar vuelta mi mochila sobre el piso de la terminal cuatro del aeropuerto de Barajas y la poca ropa que traje ahora está desparramada, podríamos decir que convenientemente. Estoy agachado, aguantando las cuclillas, a las seis y media de la mañana, hora de Madrid, en franca operación de búsqueda frente a la línea de control de fronteras, regulando la desesperación pero permitiendo que exhale su nervio: haciendo como que.

Llegué con otras trescientas personas en el vuelo UX 042 de Air Europa proveniente de Buenos Aires. Y excepto por mí, todos completaron sin problemas sus trámites migratorios después de atravesar ese vértigo de angustia que crece conforme avanza la fila hacia el puesto de control, conforme vamos llegando hasta la exacta entrada de lo que vinimos a cruzar: musculitos en las puertas de las discos, agentes de migraciones en las puertas de los países: entrar, no entrar, esa inminencia.

Yo me quedé atrás, los dejé ir hasta que pasaron todos, hasta que todos estuvieron ya en Madrid, que es eso que se ve al otro lado de los puestos de control y que me sugiere la posibilidad de que este lugar sobre el que acabo de desparramar mis cosas no lo sea: que esto no sea España, que todavía no sea España: será su palier. Y entonces: ¿sobre qué lugar del mundo vengo a estar? Digamos: ¿dónde estaríamos? ¿El palier es la casa? ¿La antesala de las cosas son las cosas? Sigo sacando medias, a la espera de que alguien venga a preguntarme qué perdí.

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«La próxima vez entren por Lisboa»

El hall de arribos, a esta hora, es una inmensidad vacía: nada, nadie. Esperaba provocar las alarmas del sistema quedándome quieto en un sector de alto tránsito pero no consigo que me adviertan y como no tengo todo el día, voy a tener que ir yo mismo a sacudir el sueño de la seguridad en Barajas. En esta España que aún no es, sobre un costado, junto a unos baños, hay una oficina de información turística. Me acerco, una chica muy rubia y delgada imposta la sonrisa para preguntarme qué lugar de la península quisiera conocer. Afuera aún es de noche y el avión del que bajé sigue ahí, puedo verlo a unos trescientos metros sobre la pista. Le digo que tengo un problema, le miento:

—Perdí mi pasaporte, no sé dónde está.

La sonrisa se le deshace en la cara:

—Eso es un problema.

Después hace un llamado, le habla a alguien de mí y de mi circunstancia, confirma los datos de mi tarjeta de embarque y me dice:

—Ya van a buscarlo en el avión, ¿seguro que no lo tienes contigo?

Guardo las cosas, cruzo el lugar y me dejo caer sobre unas sillas: la espera es el tempo de los aeropuertos y yo ahora tengo que esperar. Frente a mí van pasando otros grupos de personas que bajan de otros aviones: mujeres con saris, hombres con turbantes y esas caras en las que reconocemos la íntima complexión del extranjero, caras como la mía que en el Coto de Corrientes y Juan B. Justo no quiere decir nada pero que aquí, sobre la alfombrita de bienvenida de la Unión Europea, también, como a los demás, me vuelve lo que en un rato me van a explicar que soy: un nacional de tercer país, es decir, traduciendo, uno que no es de acá, uno que vino de afuera, uno que quiere entrar.

La chica de la folletería turística me hace señas. Voy, me paro frente a ella, me ilumino de esperanza y finalmente la escucho decir que no han encontrado nada en el avión, que alguien de policía migratoria ya está viniendo para acá. Se hicieron las ocho de la mañana, afuera se hace de día, el avión en el que vine ya no está y un pibe alto de pelo colorado cortado al ras y con un escudo sobre la manga que dice Cuerpo Nacional de Policía, me encara, bien, correcto, y sin mucha vuelta me pregunta:

—¿Qué ha pasado?

Es un pregunta abierta y, si fuéramos gente completamente honesta, su respuesta debería ser: mire, oficial, hay dos sujetos en un lugar de España que pensaron que yo podía tomarme un avión hasta acá para luego fingir que no tengo en mi poder la documentación correspondiente y así hacerme detener, dejarme llevar hasta el sector de inadmitidos y luego, ya de vuelta en mi país, escribir un relato acerca de cómo son las cosas aquí adentro, adentro del lugar donde usted va a llevarme ahora, al que usted ya me está llevando. Ellos, estos sujetos de los que le hablo, oficial, son un par de viejos conocidos que están haciendo un revista y quieren historias como esta, como la historia que usted y yo estamos protagonizando en este mismo instante en el que caminamos por los pasillos del destacamento policial y lo hacemos en silencio, usted un metro atrás, sin sospechar nada, con su chaleco flúo y el andar bien marcado, y yo sosteniendo una respuesta que no es.

Si de verdad quiere saber «qué ha pasado», oficial, le cuento: mi pasaporte viaja tranquilo dentro de unos papeles doblados que lo esconden en el fondo de un bolsillo interno, a resguardo de que nadie lo encuentre y cometa la torpeza de hacerme entrar a España, con lo que se arruinaría el plan de estos viejos amigos, que también es mi plan.

Por las dudas, no traje carta de invitación, ni pasaje de regreso, ni dinero suficiente, ni tarjetas de crédito, ni reserva de hotel y antes de bajar del avión tomé la precaución de enrollarme al cuello una muy perturbadora chalina palestina. Pero como con ustedes nunca se sabe, y en tren de asegurar las cosas, no tengo más remedio que decirle lo que ya le he dicho: no sé dónde carajo puse mi pasaporte.

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«Yo soy de la ETA y voy a explotar la terminal 4 y a todos los cabrones que trabajan aquí»

Durante 2010, los casos de argentinos no admitidos en el aeropuerto de Madrid se ganaron su lugar en las tapas de los diarios a pura fuerza de la noticia: la mujer de setenta y dos años que llegó para visitar a los nietos pero que no pudo pasar y se le cagaron de risa y le quitaron su medicación. La profesora de historia que venía invitada por la Universidad Complutense y que tuvo que escuchar a una funcionaria del consulado argentino, una tal Valenzuela, diciéndole que llegan miles de turistas por día, que los sacan de la fila al azar y que esta vez le había tocado a ella, que qué se le va a hacer; y además estaba embarazada, la profesora, y además, cuando volvió, perdió el embarazo.

De golpe, algo se instala: lo real, que no es eso que sale en la televisión. Hay quilombo en Barajas, seiscientos argentinos inadmitidos durante el año, indignación popular y un grito de corazón: «¡Españoles putos!». Así se expresan los pueblos cuando la que los expresa es la tele. Total que nos vinimos, dejamos una Argentina que tenía en Néstor Kirchner, en principio, a un sujeto con vida y ahora estamos acá, en una sala pequeña con un puñado de sillas, donde me pidieron que esperara. En la pared, un cartel con membrete del Ministerio del Interior y la Guardia Civil dice: «Usted va a ser sometido a una inspección minuciosa en 2da. línea según lo establece el Art. 7 del Reglamento (CE) N° 562/2006». Una pena que diga «sometido», le quita calidez.

El que me viene a buscar es otro oficial: alto, completamente calvo y con una prolija barba candado. Subimos un piso por ascensor y salimos a lo que claramente es una comisaría: escritorios, computadoras, papeles y otros policías como él entre viejos armarios con viejas cajas encima que dicen, por ejemplo: «Inadmitidos jun 99». Me siento frente al señor oficial, que se ve que los aviones de combate lo estimulan porque tiene su pared repleta de pósters: aquí vemos un Sea Harrier, aquí un caza bombardero. Entonces, por primera vez desde que llegué, España, la Unión Europea, me hablan y me dicen: que voy a ser interrogado, que el Estado español va a designar un abogado para que oficie mi defensa y que, luego del interrogatorio, se me comunicará si puedo ingresar o si tengo que volver en el primer avión de Air Europa que salga para Buenos Aires. Le explico que no tengo pasaje de vuelta, me dice que el regreso corre por cuenta del Gobierno de España.

Dos mujeres policías me vienen a buscar. Una, con unos grandes dientes ingleses, y enérgica. La otra, gordita, contenta porque se va a casar. A las dos las hemos visto tantas veces en todas esas películas de Almodóvar, chicas de las clases populares madrileñas con empleo ingrato y sueños por cumplir. Las dos son muy amables cuando me piden, en la sala de requisa, que saque todo lo que traigo en la mochila. Voy a tener que dejar la cámara de fotos, el celular, el reproductor mp3, y si tengo lapiceras, tampoco las puedo ingresar:

—Aquí todos quieren dejar lo suyo en las paredes —me dice— quejándose, la mujer de los dientes. Le explico que solo tengo un lápiz negro. Me dice que lápiz negro no hay problema. La otra mujer, por su parte, saca los papeles entre los que está escondido mi pasaporte, los pone sobre la mesa y los deja ahí.

—Si llegás a encontrar mi pasaporte ahora, le pido tu mano al Rey.

—Lo siento, ya te he dicho que estoy comprometida.

Los dos nos reímos, un plato. Mirá si justo ahora: ja. La señorita oficial de policía guarda nuevamente los papales tal cual como los sacó, sin desdoblar ninguno, sin buscar entre ellos. Acto seguido, las dos me escoltan hasta el lugar que vine a conocer, el sector de inadmitidos del aeropuerto de Barajas, el limbo infame, el espacio suspendido, donde voy a compartir desayuno, almuerzo, merienda y cena con el resto de los inadmitidos del mundo.

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«Españoles manden a hacerse follar»

El lugar es un rectángulo de unos cuarenta metros de largo, diez de ancho, con un machimbre azul que sube por las paredes pintadas suavemente de amarillo. No hay ventanas y no hay más salida que un pasillo angosto que te lleva de vuelta a las oficinas policiales. Hay ocho habitaciones pequeñas con dos camas cuchetas cada una, más unos estantes donde acomodar maletas, más unas ventanas de vidrio espeso, granulado: imposible ver el otro lado. En los espacios compartidos hay mucha luz de tubo, blanca y dura. En el alto de un rincón hay una televisión que está clavada todo el día en TVE y cuyo control remoto está en manos de las señoritas oficiales: nadie puede cambiar de canal, nadie puede apagar las luces, ni siquiera las luces de las habitaciones. Hay que pedir que apaguen, que cambien y tener bien leídas las normas de convivencia que están pegadas en la pared:

  1. Para cualquier consulta, necesidad o solicitud podrán dirigirse a la asistente social, al policía o al personal de seguridad.
  2. El desayuno se realizará a las diez y quince horas.
  3. Toda persona que precise algún utensilio para afeitarse o asearse lo solicitará al personal de seguridad después del desayuno.
  4. Queda terminantemente prohibido comer en las habitaciones.
  5. El mobiliario de la zona común no se moverá de su sitio salvo que sea autorizado.
  6. No se introducirán sillas en los aseos ni en las habitaciones, tampoco se sacarán almohadas ni mantas de las habitaciones hacia las zonas comunes.
  7. No se acostarán en las sillas de las zonas comunes ni se pondrán los pies encima de ellas.
  8. Todas las personas deberán permanecer vestidas y calzadas en las zonas comunes.
  9. Las luces de las salas se apagarán a la 1:30 así como la TV y las máquinas expendedoras de refrescos. A dicha hora todas las personas se deberán retirar a sus respectivas habitaciones.
  10. Al abandonar estas dependencias se recogerá la ropa de cama entregándola a la asistente social o al personal de seguridad.
  11. Cuando el servicio de limpieza se encuentre en estas dependencias todas las personas deberán salir de las habitaciones.

En el centro hay tres teléfonos públicos desde donde se puede llamar siempre que tengas tarjetas y a donde también pueden llamarte, siempre que marquen el número de aquí. Junto a los teléfonos, en una prolija fotocopia, los números de urgencia de todos los consulados con presencia en Madrid más una cantidad de números anotados a mano, de apuro, en los bordes, sobre el gránulo de la pared, residuos de la desesperación, dibujos nerviosos que para alguien, por un instante, fueron la única esperanza.

Al costado, una mesa larga y sillas de plástico, blancas, de jardín. Frente a la tele, una línea de bancos de espera, tan aeroportuarios, «engamados» con el amarillito ese de la pared. Y una supuesta sala para chicos, con dos colchonetas azules en el piso y los restos de unos pocos juguetes. En ninguno de los dos baúles guardajuguetes hay juguetes, pero en uno quedó un dibujo: ese papel es mi primer contacto real con la angustia del encierro. No puedo decir que yo la sienta, pero sí que por primera vez la veo en toda su negrura con ese avión en picada que es devorado desde adentro por un siniestro cangrejo rojo de pinzas gigantes, todo con el trazo de una persona de seis años, siete, y que firma como Jonathan.

En las «zonas comunes» la temperatura es ambiente, podés estar tranquilo de jogging y remerita y el clima general es de cierta aburrida distensión, el desgano de la gente que espera. Sobre las bancas, un poco recostadas, dos chicas miran televisión. Hay unas botellas de agua mineral, unas mantas enrolladas y una Biblia. Las chicas hablan en portugués y llevan dos días acá adentro.

Cleiza, veintiséis años, morena, la cara fuerte y el pelo recogido, un embarazo de cuatro meses encima, con un novio español —el padre de la criatura— que se pasó estas tardes en el hall del aeropuerto, pero sin carta de invitación, el documento que reemplazó al visado tradicional. Y Rafaela, blanca, de treinta, profesora de español, que trajo la carta pero no los sesenta y dos euros por día que te piden en migraciones —las veces que se les da por pedirte—. Las dos son bautistas evangélicas y las dos saben que mañana a la noche van a estar de vuelta en Brasil, una en San Pablo, la otra en Curitiba. Se me ocurre contarle a Rafaela de qué se trata, por qué estoy acá y de pronto algo se le enciende en la cara: me dice que apenas llegue ella también va a ir a los diarios, a las radios y a los canales de televisión a contar este atropello. Le digo que en Argentina viene siendo un tema, me dice que qué bueno que le di la idea, que las cosas no pasan porque sí, que yo debo ser un enviado de Cristo.

Estoy hablando con las chicas cuando la vigorosa oficial de los dientes de piano asoma desde el pasillo y, grácil, etérea, me pregunta:

—¿Has desayunado?

Aldonza Lorenzo con placa policial queriendo saber si tengo hambre: una madre. Enseguida me trae una especie de strudel relleno con pastelera y una taza de café. Empiezo a preguntarme por todo ese maltrato. El café tiene nata, pero eso puedo manejarlo. Un buen «sudaca de mierda» me aseguraría la realidad, la enunciaría como la estaba esperando, y así estaríamos todos más tranquilos. Pero el insulto no aparece, no va a aparecer. Lo voy a comprender después.

Pregunto si me puedo dar una ducha y entonces conozco a Olga, que no debe llegar a los treinta, relajada, muchos colores en la ropa, la reserva humanista entre las fuerzas del orden, nuestra asistente social, o sea: la persona que nos da las toallas, el champú, el desodorante, las mantas, las sábanas de abajo, las de arriba, la funda para la almohada y la que, por diez euros, me vende dos tarjetas con cien minutos para hablar a Buenos Aires. Estoy marcando una larga combinación de números y prefijos cuando me vienen a buscar. Otra vez en la comisaría, otra vez frente a mi oficial de bienvenida y los aviones de combate. Comienza el interrogatorio, por suerte lo tengo de mi lado al doctor Romojaro.

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«Fuerte Apache entra a España como sea»

—¿A qué vienes a España?

Arturo Merelo Romojaro es flaquito, pelicorto, un hombre breve. Ha sido designado como mi abogado oficial y no va a hacer ningún comentario durante los ocho minutos de la entrevista, que consistirá en unas pocas preguntas básicas:

—A visitar a un amigo.

—¿Tienes reservas de hotel?

—No.

—¿Tienes carta de invitación?

—No.

—¿Tienes boleto de regreso?

—No.

—¿Traes dinero?

—Cien euros.

—¿Me los muestras?

El policía escribe, imprime, sella y me informa que voy a tener que esperar unos minutos hasta que se me comunique la decisión con respecto a mi caso. Mi abogado y yo nos vamos a otra sala. El doctor Romojaro, perspicaz, me dice:

—Es probable que no te dejen entrar.

Parece que esta sala vacía en la que Romojaro y yo contamos los minutos solía ser una sala llena en los días de la gloria económica española, los buenos días del primer Zapatero y el pleno empleo. Parece que esto estaba lleno de personas que venían a buscarse un destino, el destino que fuera, y que entonces las cosas eran distintas y que el maltrato era como dios manda maltratar, no esta mariconada. Que ahora hay poca gente y muchos ojos mirando. Después, como dejando caer un pensamiento al paso, Romojaro me pregunta:

—¿Piensas recurrir?

—¿Qué sería recurrir? ¿Apelar?

—Claro.

—¿Tiene sentido?

El doctor Merelo Romojaro se acomoda en la silla, cambia la voz a modo semi confidencial y, como no queriendo tener que decirlo, me dice:

—Es que si recurres, a mí me pagan el servicio, ¿comprendes?
De pronto, Romojaro tiene la habilidad de hacerme sentir como en casa, así que le digo que sí, que desde ya, que cuente conmigo.

Nos llaman. La respuesta es no. Entro a firmar toda clase de papeles, incluida la apelación, incluido el documento que me informa que los nacionales de terceros países que han sido inadmitidos deberán regresar al mismo punto de origen y por la misma compañía aérea en la que vinieron.

Haber llegado a Madrid por Air Europa me garantiza alta frecuencia de vuelos hacia la Argentina, pero si viajaste por Air Tanzania capaz que tenés que esperar unos días y así es como inadmitidos de banda negativa se pasan una semana entera en el lugar de detención donde yo voy a estar veintiocho horas. Otro papel dice que vuelvo a Buenos Aires mañana temprano.

De nuevo en las zonas comunes, me meto en mi habitación, hago mi cama, me acuesto boca arriba y veo, en los listones verticales de la cama que tengo encima, la escritura agónica de los encerrados: el grafiti, una literatura. Busco en la otra cama, y también.

De golpe me doy cuenta de que están en las paredes, por todas partes. Con la sensación de estar descubriendo algo que había estado allí precediéndome, empiezo a copiar. Estoy llenando las hojas de mi cancherísima libretita Moleskine cuando un pibe morocho, con las narinas enrojecidas y una expresión general de derrota, abre la puerta y me pregunta:

—¿Eres el argentino?

Nicolae tiene treinta y cuatro años, nació en Focsani, capital de Vrancea, setenta mil habitantes a orillas del río Milcov, centro-oeste de Rumania. Descastados, desclasados, los rumanos en España forman uno de esos colectivos migrantes que se vuelve lugar común vapulear, el perfecto mojón para el ojo idiota. Ahora, uno de esos tipos, comparte habitación conmigo.

Sentado en el borde de la cama, Nicolae me cuenta que viene de Londres, que tiene dos hijos, que a uno le puso Raúl por la estrella del Real Madrid, que estuvo casado, que fue albañil y también cosechó la vendimia, que la primera vez que llegó a Madrid no sabía una palabra de español, que la última se fue sintiendo que España era su patria.

Me cuenta, Nicolae, que vino a lo que vienen todos, a ver si la materia de sus sueños estaba acá, si acá estaban el auto, la casa, la mujer, la vida que en Rumania no. Se desengañó pronto y entonces empezó a robar.

—¿Robar qué?

—Ropa, gafas para el sol, whisky. El whisky es lo que mejor rinde.

—¿Revendías?

—Claro, todo. Por una botella de whisky me daban cinco euros, y con eso comía.

—¿Dónde robabas?

—En cualquier tienda.

—¿Nunca te atraparon?

—Pocas veces.

—O sea que sí.

—Pocas veces.

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«Cálmense y solo repitan Jehová es mi pastor»

La luz, invariable, es, aquí dentro, un correlato del invariable reloj interno: todo está como detenido, no hay acción hacia delante, no hay devenir. Solamente algo se mueve, se sobresalta, cuando suenan los teléfonos. Siempre atiende el que está más cerca y después, por ejemplo, comunica:

—¡Álvaro, de Venezuela! ¿Está Álvaro de Venezuela por ahí?

—Sí, aquí estoy.

—Tu hermana.

Pero pueden pasar varias horas sin que nadie llame y entonces lo que queda es ver televisión, queda la nada: es un poquito para matarse. Yo salgo en unas horas, pero otros empiezan a ver pasar los días: «Aquí vivió nueve días una paraguaya», dice en la pared de mi cuarto. Por eso, nueve días, para matarse.

Son las tres de la tarde y la gente está ahí sentada o, como Nicolae, durmiendo. Y todos en este paisaje de lo quieto, de lo que no es, sumergidos en una babosa letanía de hibernación, enfrentando como podemos al monstruo que ya no es la frustración ni el enfado, sino el hastío, la muerte en bicicleta, la hiper conciencia del tiempo que te prende fuego la cabeza y que te deja frente al enunciado inevitable de una línea atroz: me aburro. A partir de ahí, lo que queda es mirar el vacío hasta que te vengan a buscar, es decir, para siempre.

Nos saca del sopor una repentina delegación de ochos personas, que incluye a un par de mujeres de trajecito con carpetas en la mano, muy rubias, de ojos casi transparentes que hablan algo a lo que no le podemos llamar ni inglés ni español. Las acompañan otros dos sujetos y nuestras oficiales amigas de siempre más un pelado con borceguíes que les da órdenes. El traductor traduce: aquí se come, aquí se duerme, aquí se vive. Las mujeres anotan cosas y ponen cara de ajá. Nadie se sale de su papel, tampoco nosotros. Las dos brasileritas evangélicas, Nicolae que sale del cuarto refregándose sus rumanas lagañas, Álvaro de Venezuela y un enfermero de Melbourne recién llegado miramos a esas personas que nos miran y lo hacemos sin atrevimiento, algo quebrados, desde la penitencia. Ahí están ellos, un tour del control y la seguridad de algún consulado nórdico, y acá nosotros con nuestras remeritas de dormir, con toda nuestra «inadmitidez» al aire, como destituidos: mascotas en el canil sorprendidas en sus jaulitas misérrimas que en cuanto vuelvan a quedarse solas seguirá cada una entreteniéndose con su propio encierro. (Atroz, la línea: me aburro.)

Teléfono. Es para mí. Voy. Hernán Casciari del otro lado.

—¿Todo bien?

—Todo bien.

Parece que llamaron los del consulado argentino, que saltó el caso y que están viniendo para acá, es decir: a Barajas, a ver qué nuevo quilombo tienen en puerta. Gracias, Hernán. Hablamos. Una hora más tarde estoy otra vez sentado en el escritorio con los aviones en la pared, pero ahora no hay policía, sino dos caballeros de inconfundible acento porteño que me preguntan:

—¿Está bien? ¿Le han hecho algo? ¿Hay algo que quiera denunciar?

La tarjeta que me da Luis García Tezana Pinto dice que es ministro cónsul general de la República Argentina. Su compañero es un hippie mayorcito de barba canosa y colita en el pelo que viene a ser el abogado. Entre los dos me explican que, sin mi pasaporte, tienen las manos atadas. Me lo dicen como excusándose: mire, va a tener que volverse.

Vamos a decirlo así: pareciera que acá están todos cagados, que están expiando. Los polis no se te ríen en la cara y los consulados vienen a ver las habitaciones o a preguntarte si alguien te miró feo. Yo tenía derecho a la degradación del inadmitido y ya ven, las cámaras apuntaron sus luces sobre este cono de sombra y ahora todos dicen gracias y piden por favor.

Después de firmar nuevos papeles, el Ministro y su abogado fumón empiezan a levantar campamento. Entonces les pregunto:

—¿Cuál es la cuestión de fondo en el problema de los inadmitidos?

Tezana me responde sin sacarle los ojos al sobre donde está metiendo sus últimos papales:

—La cuestión de fondo es que acá no hay laburo para nadie.

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«Estos españoles tienen euros pero no tienen educación. Aguante Chile aguante Latinoamérica»

Una chica negra, pequeñita, con unas trenzas hacia atrás, vestida con un saquito marrón de media manga, entra al salón y deja su bolso en el piso. Está temblando y lleva el susto en la cara. Avanza hacia los teléfonos, llama, cuelga, sale llorando de ahí y va a sentarse. Ahí se queda, bajando un llanto apretado, para adentro, el llanto de alguien que ni siquiera espera desahogarse. Estoy tratando de comprender lo que le pasa cuando llega la cena: cuadraditos rebozados rellenos de jamón y queso acompañados por unas rebanadas de chorizo colorado. La chica, que se seca las lágrimas e intenta comer algo, tiene veinticinco años, es nigeriana y no habla una palabra de español. Tuvo problemas con su carta de invitación y no tiene a quién avisar. Está muerta de frío. Le traigo el buzo rojo que nunca le devolví a mi amigo Rodrigo Lara y se lo pone. Su bandeja es la única que lleva una etiqueta que dice: «musulmán». Y le faltan las rodajas de chorizo.

Para la una, solo quedamos Álvaro de Venezuela y yo, mirando Tonterías las justas, y comprobando que la televisión atraviesa una crisis creativa en todas partes del mundo. Álvaro es moreno, debe pesar unos cien kilos y tiene a sus tres hermanas en Valencia casadas con tres españoles que, supuestamente, están ahí afuera viendo cómo hacer para que finalmente entre a España. Álvaro es de Sabana Grande, un barrio de Caracas, donde tiene un ciber y locutorio y su esposa no sabe nada de él desde hace cinco días. Eso no parece preocuparlo especialmente, pero de todas formas le ofrezco mi tarjeta, por si quiere llamar. Álvaro me agradece, creo que somos amigos.

A las ocho de la mañana del día siguiente, una mujer oficial, con la desaprensión de los desconocidos, grita mi nombre. Asomo desde la habitación y la veo ahí parada, mirando al piso. Cuando me ve aparecer hace sonar su música:

—Te marchas.

En tres minutos cierro la mochila y salgo. Nicolae ya no está y en la habitación de al lado duermen las dos brasileñas con sus biblias bajo la almohada junto a nuestra nigeriana inadmitida, que está envuelta en una gran kanga azul con estampados naranjas y tiene el buzo de Rodri puesto, que allá fue, a buscar su destino en los guardarropas africanos. En la sala de requisa me devuelven las cosas: el celular, el reproductor, la cámara de fotos.

Después caminamos hacia la pista donde está el patrullero que me va a llevar hasta la escalera del avión. En medio de un silencio penitente, me subo a la patrulla. El viaje es corto y oscuro. Voy sentado atrás, soy algo que va de vuelta, lo que no fue aceptado, soy eso que, acá, no: yo, el inadmitido. Dos polis me escoltan, me abren la puerta, me depositan en manos de una azafata mayor, le entregan ellos mi documentación provisoria, como diciendo: ahora es tuyo. Todos nos ponemos serios cuando completamos el acto: los polis, la azafata, yo mismo.

Algo está pasando, algo que se recorta de la cantidad de movimientos ordinarios que se producen mientras la gente embarca, un hecho diferencial. El resto de los pasajeros que en ese momento está subiendo la escalera ve caer un auto de la policía con un detenido que sube con ellos al mismo vuelo y un poco se quedan. Vuelvo a la Argentina, que me recibirá con el cadáver tibio de Néstor Kirchner y un velorio popular en Casa Rosada. Me voy de Barajas con lo que vine a buscar, una libreta repleta de notas y un grafiti propio en la pared.

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«Alejandro Seselovsky estuvo aquí para Orsai revista, el 26 de octubre de 2010»

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