Y entonces una cosa llevó a la otra y resulta que ahora tengo la nariz hundida en los pelos rubios de Karina Milei. ¿Qué hago, la esnifo? La esnifo. Como si fuera un lagarto de cocaína. Como si fuera un rapé de la historia. Me la huelo toda, qué no. Te huelo toda, Karina. Qué no. Belleza de los negros Rappis, fea de las masas. Toda, te huelo. Ahora que tengo mi nariz en vos.
Pero para que se abra paso tu melena, Malena, en la fosa de mi estupidez sentimental, ay, tengo que exhalar primero: tengo que tomar carrera, tomar envión. Para que me perfore el aire de tu importación, la fuerza capilar de tus jefaturas, debo exhalar primero, tomar carrera y después sí: oler. Olerte.
Comparezco frente a la militancia granuja de los que vinimos esta tarde de sábado a esta placita de Villa Devoto, y me hago militancia granuja también. Somos cien, somos doscientos, no somos más. Pero estamos tan apretujados que parecemos mil. Y cuando somos mil, cuando somos un millón en la cámara brumosa, astuta y pilla de Santiago Oría, cuando somos multitudes inventadas por su ojo caloventor que cierra el cuadro para que parezcamos un gentío siendo que somos apenas un puñado, ahí, justo ahí, pego el escopetazo de las narinas en la fonda de tu nuca providente.
Pero de golpe, puta, uno me pecha. Y, puta: quedo a tres cuerpos de distancia. Dejé de tenerte a tiro, peluca hermana. Ahora sos un lamparón sin crema que se mueve a unos metros de mí.
Cuando llegué, un rato después de las tres de la tarde, la esquina de Mercedes y Nueva York recién se desperezaba, recién se ponían en marcha sus primeros militantes. El día anterior, en la intensa cuenta de Instagram del intenso joven libertario Juani Boutet, un flyer me habló como mirándome a los ojos: «Vení mañana a Devoto, afiliáte a La Libertad Avanza, afiliáte con Karina. A las diecisiete, todos a la plaza con el Jefe. Vos también», me dijo. («Vos también» no me lo dijo, pero yo igual se lo escuché).
Digo que me habló porque llevaba, yo llevaba, unas cuantas semanas buscando acercarme a Karina Milei y corroborando, día tras día, la condición inveterada de su blindaje, la horma sin horadación posible de su criatura.
Vive lo que le está tocando vivir y ejecuta lo que se toma la molestia de ejecutar detrás de un farallón amurallado donde está a salvo de tantas cosas, pero especialmente de una: de que la escuchemos hablar. De que los no-estrictamente-propios la escuchemos decir, enunciar, conjugar, organizar lenguaje, organizar sentido, en definitiva, eso: hablar.
Victoria de Masi, que es una espartana del dato, la fuente y el chequeo, fue por la biografía de la mujer que hoy vine a buscar y terminó sentada en placitas de «arbolación» espesa, porque los que le hablaron de Ella lo hacían con tanto miedo que ni dejarse ver querían cuando le hablaban de Ella. Ningún bar, ninguna oficina, mejor en el banco secreto de un parque remoto. «¿Cómo se escribe sobre quien no se pronuncia?», se pregunta De Masi en sus páginas. La cito solo por compartir adversidades.
Media hora antes de que Karina Milei se baje de una camioneta negra que ahí quedará, en doble fila, sobre la calle Nueva York, hace su aparición estelar Fran Fijap, el mejor sticker que nos ha dado la época para indicar que estamos yendo. Hay un astucia en despejar los caminos para dejarse encontrar por los sedientos de una foto, y Fijap, después de haberse procurado un claro de la vereda, va y se para como ofreciendo la mercancía de su estampa. Les pibis libertaries (qué horror el inclusivo, cómo pudimos haber caído en esa trampa) lo ven y se le acercan. Fijap es devorado por los teléfonos, y con los disparos su media sonrisa se va volviendo sonrisa entera. Lo festeja a Fran la militancia como se festeja una banda soporte. Es decir, hasta ahí. Hasta que una camioneta negra se detiene en doble fila sobre la calle Nueva York.
Hay que cogotear para verla. La gente se abruma sobre ella. Las mesitas dispuestas con las fichas de afiliación quedan solas, esperándola. Ahí está. Ahí está. Es. Siempre parece como recién bañada.
In pectore
No hay aparato de poder que se establezca sin conseguir un encastre con el consenso de la época. Y no hay aparato de poder que, ya establecido, se proyecte sin el apetito de querer domesticar los consensos siguientes. Son dos movimientos de naturaleza contigua, no simultánea. El primero consolida un sentido que aún permanece en estado gaseoso, disperso, y la acción de poder consiste en pasarlo a sólido. Por ejemplo, en 2003, con dos golpes sobre la mesa, Néstor Kirchner acomodó la resma de los derechos humanos y tabuló los márgenes de una evidencia compartida: la dictadura fue un hecho criminal. Tenía razón porque tenía razón, pero también porque el salario real de su Gobierno fue el más alto de América Latina, y nadie con esa capacidad adquisitiva tiene ganas de discutirle asuntos simbólicos (la baja de un cuadro, el perdón de Estado) al tipo que obtiene provechos materiales.
Así las cosas, para proyectar el aparato había que encontrar el próximo consenso, la siguiente extensión de tierra firme donde levantar el siguiente edificio del poder real. Pavimentamos entonces la Argentina de triunfantes feminismos. Triunfo legislativo, triunfo lingüístico, triunfo social. Cuando supimos que el presidente aliade de la corbata verde tenía por uso y costumbre cagar a patadas a su primera dama, lo que supimos en realidad fue que el aparato de poder construido en dos décadas de Gobierno estaba derrumbado, y que con él se había derrumbado también un período político, cultural e histórico de la Argentina.
¿Y qué le sigue a ese estrépito? Lo de siempre: un nuevo aparato de poder que buscará nuevos consensos dentro del cuerpo social para pasarlos a sólidos y ver después qué otros puede proyectar. De manera extrañamente íntima y secreta, hay una persona abocada a tiempo completo a esa tarea. Su nombre es Karina Milei. Decisora de jueces supremos, armadora crucial de las acciones que produce su hermano sobre el tejido del país y del mundo, dueña de una catana que la deviene ejecutora y que todos prefieren ver menos como una catana que como una guillotina, Karina conduce, decide, verifica y concluye. Hasta el criptoescándalo $Libra, lo había hecho sin tumbos.
Karina Milei ha visto la necesidad de una procedencia y ha encontrado en un nombre de la historia una forma de decir «ojo, no somos una erupción casual, venimos de algún lado, y ese lado son los noventa». Por eso ha elegido para la integración de su generalato a tres hombres que comparten un apellido terminante, categórico y absoluto: Lule, Martín y Sharif son tres veces Menem.
Lule se llama Eduardo, como su tío, y desde 1984 forma parte del tejido silencioso y sin ambición mediática del cuerpo estable de asesores que las sucesivas castas políticas han prohijado. Es decir, lleva cuarenta años asesorando familia en el Senado de la Nación. Es un trabajo noble que puede llevarse a cabo dignamente, más allá de lo que diga al respecto el Gobierno al que pertenece. Después de la caída de la Ley Bases, Karina lo convirtió en subsecretario de Gestión Institucional.
Martín, primo de Lule, es hijo de Eduardo, el eterno hermanísimo de Carlos Saúl. A los cuarenta y nueve, preside la Honorable Cámara de Diputados de la Nación Argentina. Expresa la cepa joven dentro de la formidable tradición política que traza la historia de su familia y de su apellido.
Sharif es el que declara la intención de futuro de la genética parental. Llamarse Sharif Menem, tener veintitrés años y que Karina te designe conductor de la juventud de LLA en la Ciudad de Buenos Aires. La fuerza de la que es capaz un patronímico.
Menem. ¿Cuánta Argentina cabe en cinco letras de ida y vuelta? Menem. ¿Cuánto país entra en un chasquido capicúa? Menem. Cabe el que el tracto pendular de la historia necesite resucitar.
El regreso de «lo Menem», la restauración de «lo menemista» y los trabajos de RCP sobre lo que era un cadáver de la historia le corresponden tanto. Porque fue ella, Karina, la que un ocho de marzo, Día de la Mujer en este mundo que habitamos, desapareció a las mujeres ilustres argentinas del salón que las homenajeaba en la Casa Rosada y, cambiando el vector de Néstor, subió un cuadro, muchos cuadros, pero uno especialmente: el victorioso cuadro de Carlos Saúl. Hay que ver cómo se queda mirándolo cuando cae el paño que hasta recién protegía el retrato. El amor en los tiempos del cólera.
Ahí voy
Es cierto, no somos tantos, pero ¿qué significa ser muchos en la «belle époque» del cuentaganado digital? Vi de cerca por primera vez a Karina Milei el diez de junio de 2022, abrigada como para aguantar el frío de la noche en la cancha de El Porvenir, Gerli adentro, primer cordón del conurbano sur. Aquella vez, su hermano lanzó formalmente su candidatura presidencial, y si yo hubiera sacado las manos de los bolsillos, habría podido contar con los dedos la escasísima cantidad de gente que fue. Cerró la noche el Dipy, cantando para casi nadie. Con esa convocatoria hecha de anemia y desilusión, no había chances de que el sujeto del escenario se convirtiera en presidente de los argentinos. Me equivoqué porque usé un contador del siglo veinte para numerar un fenómeno que le pertenece por completo al siglo veintiuno.
Tampoco reventó los Movistar Arena, ni el Lezama ni el Luna Park. Llevó gente, sí, pero nunca explotaron de presencia física. Y he aquí el punto: no tenían por qué explotar. Todavía hay atropellados insistiendo en que lo virtual no es una forma de lo real. Y resulta que sí lo es, después de la pandemia (el acontecimiento global que le echó el último cerrojo al siglo veinte), lo es especialmente. Un view es una persona de carne y hueso delante de una pantalla haciendo una elección con la mano sobre el mouse. Milei no llena los territorios de personas porque le alcanza con llenar las métricas de visitas y las urnas de votos. Es cierto: hoy, acá, no somos muchos. Pero ¿qué quiere decir «muchos»?
Ya detectada, decido que voy a llegar hasta ella. Hasta la que nadie llega. Hasta la intocada. Hay solo un método: pasar el codo por sobre la persona que está delante. Abrir el brazo, pasar el torso, pasar una pierna, pasar el otro lado del cuerpo, ganar un lugar. Repetir la operación con la persona siguiente. Conforme voy hacia su relumbre güero, el espacio se contrae y es cada vez más difícil avanzar. Hay que esperar el oleaje súbito de un empujón masivo que reacomode las fichas que somos queriendo una foto con ella. Yo no quiero una foto con ella. Yo quiero que ella me afilie. En todo caso, si hay foto, mejor.
Entre pechada y empujón, cantamos: «Olééé, olé, olé, olé, jefééé, jefééé».
Cambiar la pretónica y convertir lo grave en agudo es muy de este Gobierno. Como si hubieran venido a desrimar la historia, a intervenir el ordenamiento silábico de las cosas para así intervenir el resto de los ordenamientos posibles. «Jefe» es un sustantivo grave cuya fuerza vocal recae sobre la penúltima sílaba y no lleva tilde. «Jefé» es un neologismo masculino, un fonema con pene, que tiene terrible tilde en el final, es decir, cuando acaba, y sirve para entregarle nuestros vítores a Karina Elízabeth Milei.
«Jefé, jefé», canto yo también, y solo el cuerpo de un señor ancho con chomba negra y pelito al ras me separa ahora mismo de ella. La tengo tan cerca. Ahí está su cabellera a contrapeine. Su camisa blanca estampada. Y su sonrisa. La veo como nunca antes la había visto y pienso en quién será.
Juliana Awada, Fabiola Yáñez, Karina Milei: vaya, hay un tríptico difícil de ordenar aquí. El de nuestras últimas primeras damas. Awada era una tapa de la Vogue, un derrame de esplendor corroído por el inventario de una fama negra que incluía la explotación de textiles latam. Para Fabiola Yáñez crearon el mote más filoso y criminal que el impudor de las redes fue capaz de poner en tráfico. «Fiambrola » no debería decírsele nunca a nadie en la historia de la especie que somos. Después amainamos la fiereza del bullying cuando la escuchamos decir que Alberto le moraba los ojos con los nudillos. Ahora bien, ¿y Karina? Karina es un Plusbelle de manzana. Una tía que te habla por el feisbuk y te dice «te mandé un feisbuk». Karina es pueblo redoblante vestido en el top manta de la calle Avellaneda. Que es, también, una forma de ser pueblo.
Lugares donde no imagino a Karina Milei: ni en la Brava ni en la Mansa. Lugares donde sí: en un Grido de la 3, centro de Gesell, pidiendo un vasito de granizado y crema del cielo. Lugares donde me gustaría verla: cualquiera donde podamos hablar. Lugares donde imagino que la veré y hablaremos: ninguno. Nunca, ninguno.
Si paso al que tengo adelante, quedo justo detrás de ella. Ahí voy.
La hombre común
Javier Milei es el presidente y es el poder. Pero Karina es el poder a secas, sin diluir, en estado natural, el poder puro que no necesita ni palabra ni lenguaje. De hecho, si todo lenguaje es representación y Karina no habla, es que no necesita representar nada. Ella simplemente es.
Y la vimos ser. Durante los casi once minutos que le habló al país con su militancia delante, en un borde del Parque Lezama, la vimos ser, la vimos hablar, que es mucho más que solo escucharla. La voz del sujeto, la voz en-el-sujeto, organizando la silueta final, completando el yo. Allí fue. Allí estaba. Y, como su hermano, abrió con «Hola a todos». En términos de oratoria política, lo que vino después fue un festival de dislexia.
Se advirtió pronto una homilía tropezada con eses faltantes que cruzó sus propios mensajes en la pista trémula de autitos chocadores que tiene en el aparato fonador. Dentro de los mismos doce segundos, fue capaz de decir que ellos, la casta, «están organizados, y van a hacer lo imposible para que este Gobierno triunfe». Y que ellos, la casta, «van a aprovechar cada oportunidad para boicotear este Gobierno». Pasó de todo en la pista errática de su boca y de su voz. No es que naciera mala oradora, es que nació apenas hablante. Lo que, ojo, también la vuelve real.
Después avanzó, trémula, sobre el piso inestable de las palabras. Dijo: «Es hora de que todos nosotros nos tomemos la antorcha de la libertad». La conciencia del furcio la hizo llevarse una mano al pecho. Después rio de una forma aniñada que fácilmente pasó por honestamente nerviosa. Siguió con una ausencia verbal desorbitante: «Los hermanos Milei, las promesas que se hacen se cumplen ». Supongo que habrá querido decir que las promesas que hacen los hermanos Milei se cumplen. Pero fue superada por la complejidad de la sintaxis. Hay algo fascinante en el accidente político de presenciar un discurso incapaz de la más mínima pregnancia en el que, sin embargo, la discursante está presente, ocupando el centro de todas las glorietas, en aquella noche de arenga popular.
Como llevar las raíces sin teñir, hablar mal también es identificatorio de un corte del padrón. Sergio Massa se devoró a Milei en el debate presidencial, y esa complexión atildada y superior fue su derrota. Gente real yendo a parques a escuchar a gente real. «Si de dar la vueltita te quedaste con ganas, / hay una calesita en el Parque Lezama». Esa se la cantaban a Boquita en no recuerdo cuál de sus frustraciones. Aquella noche se la podría haber cantado LLA a cualquiera que se bancara escucharla. Claro, hasta el escándalo $Libra, que dejó herida —no hundida, pero sí averiada— aquella capitanía de lo verdadero.
Cómo se escribe una foto
Ahí estamos los dos, cada uno entrándole fuerte a la propia sonrisa. La mía, declarada, en el palier de una exaltación franca. Yo les cuento: así sonríe el que coronó. La de ella, bueno, parece una mujer a la que no le molesta la transpiración de su caravana. No es Daniel Scioli sacándose besos mojados de encima, puedo corroborar eso. Está a gusto en el tironeo del centro de su tropa. Estoy a gusto yo también. Mi mano y su mano sostienen juntas mi ficha de afiliación. Soy oficialmente un afiliado a La Libertad Avanza. Me afilió Karina Milei.
Se le achinan los ojos como a la Stolbizer, y por más que la tenga cara a cara, no sé si dentro de esas dos rayitas hay una mujer mirándome. ¿Y a qué vine? A quedar lo más cerca posible de la criatura infranqueable que hoy determina el rumbo de la nación. ¿Y a preguntarle qué? Nada, porque me habría delatado, y el periodismo gonzo exige un sigilo. A veces se parece a la pesca con devolución, el gonzo. Pica, desenganchás el pez con cuidado, lo echás nuevamente al agua, vuelve a picar. Es la experiencia produciendo una memoria de sí misma mientras, en los fondos de esa acción tautológica, está uno queriendo llevarse un bocado de comprensión.
La legisladora porteña Pilar Ramírez —que lleva una vida de entrevistas negando que perteneció a La Cámpora y hoy es el cuadro que Karina eligió para serruchar la pertenencia libertaria de Ramiro Marra— me extiende un formulario y me pide que entregue un consentimiento de renuncia a otras afiliaciones. Le digo que no estoy afiliado a nada. Me dice que otros partidos afilian de prepo. OK. Que ingrese mi profesión, me dice: monotributista. Mi mail, mi DNI. Después Karina, con una pequeña abrochadora color verde, deja sujetas mis papeletas, y ella y yo nos miramos, o yo creo que nos miramos, para sacarnos la foto de la victoria.
La mesita donde completamos el trámite tambalea, y Karina me dice:
—La mesa, señor. Por favor.
Me dijo «señor». Pongo cara de «ay, perdón ». Karina me sonríe. Y agrega:
—Que no hay plata. Y nos tiene que durar toda la campaña.
Río. Ríe. Reímos.
¿A quién tengo delante? Si hoy somos, como dice Dani Pasik, un capítulo de Black Mirror dirigido por Enrique Carreras, ¿qué papel le toca en esta primera temporada a la mujer que afilia lo que se le cruza en esta tarde de la ciudad? La alegoría de la que buenamente vendía tortas en internet termina donde empieza la que administraba propiedades familiares en Miami sin declarar y por casi tres millones de dólares. La que ponía el cuerpito entre los golpes que Beto le repartía a su hijo Javier Gerardo y la que le llevó a Javier Gerardo criptoinversores que cocinaron terrible criptoestafa con un costo de diez puntos de popularidad. Todas son la misma, un inesperado genérico argentino con capacidades diferentes para la oratoria pública y que es la gran elegida de su hermano, que es el gran elegido por las mayorías de este país.
Tanta doble faz, tanto pliegue y contrapliegue. Y todas son ella, la rubia mujer que ahora tengo delante. Y cuánto de lo que somos y de lo que hacemos, argentinitos queridos, se le parecen.
Acá va la Argentina, una vez más, a ver si por fin le cantan el bingo del bienestar y del desarrollo, a ver si sale de la olla de dolor y miseria donde se hierve en vida su carne de pequeña langosta. Ya hemos visto —pero lo peor es que ya los hemos vivido— otros planes de rescate, convertibilidades y megacanjes cuya condición no ha sido más que un chistazo con ínfulas de posteridad y que, en el tiempo de la historia, duraron lo que dura el instante estúpido de un estornudo. Acá va la Argentina, una vez más, y va con Karina Milei en el pescante.