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«La laguna» — Episodio 3

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La amnesia de Julio Kaminski, el chef perezoso, deja por fin una grieta de luz. Y Caro Aguirre lleva la trama a un punto sin retorno. ¿Quién es esa cincuentona que aparece de repente?

Capítulo tres

De todos los tipos de borracho que existen, Julio podría haber sido el resentido, el llorón o el cargoso, pero le había tocado ser el más difícil: el verborrágico. Y no porque tuviese mucho para decir o porque fuese un gran conversador, sino más bien porque no toleraba la angustia del silencio. Julio era una persona urgente, intensa, que hablaba como si se vomitara encima. El silencio le molestaba, era una piedra en el asiento. Le costaba aguantar los baches de la conversación, sentía que tenía que llenarlos, incluso a fuerza de comentarios fuera de lugar y chistes podridos. Hasta su arte culinario reflejaba, implacable, ese horror al vacío: sus creaciones eran barrocas y tenían muchos niveles. No había borde que no tuviera un firulete de salsa, una decoración. No dejaba nada libre, ni siquiera cuando el plato estaba diseñado para lucir vacío.
Su verborragia era general, pero tenía dos momentos álgidos bien concretos. El primero era cuando andaba por la segunda botella. Estuviera cocinando o en una fiesta, en ese momento Julio tenía un brote fanfarrón que empezaba con una serie de anécdotas en las que al final —fuese cual fuese el conflicto— él demostraba que tenía razón y humillaba al resto. Su batallón de cocina ya había escuchado mil veces el cuento del cliente que pedía hielo para el vino tinto, el del español que le discutía el punto de la carne, el de los dos estudiantes de cocina que había echado porque quisieron explicarle cómo se hacía un Bouef Bourguignon. Estaban tan adaptados a ese rito que a veces jugaban a repetir de memoria las anécdotas. El que perdía —porque no sabía un detalle o una línea exacta— tomaba un shot de tequila. El que ganaba podía elegir el franco que quisiera.
El segundo momento problemático con la lengua de Julio ocurría alrededor de las seis de la mañana, cuando empezaba a aterrizar. La falta de alcohol lo ponía triste y de repente necesitaba adrenalina. Si todavía estaba en una fiesta, les tocaba el culo a las mujeres o criticaba el whisky a los gritos hasta que algún hombre podrido de escucharlo lo agarrara a las piñas. Si estaba en la calle, se peleaba con cualquiera. No le molestaba: al contrario, le gustaba pelear. Pablo, que conocía perfectamente ese momento, trataba de dejarlo en su casa un rato antes, para que el alcohol lo durmiera hasta el otro día. A veces era peor. A diferencia de los borrachos sigilosos que entran en puntas de pie y se tumban en la cama hasta el día siguiente, a Julio le gustaba despertar a su exmujer para hablar estupideces o tirársele encima. Ella estaba acostumbrada. Su cuerpo dormía a medias, esperando sentir la mano insistente de Julio picoteándole el hombro como un pájaro carpintero. Entonces, en vez de enojarse, ella le hacía lo peor que le podía hacer: abría los ojos y lo miraba en el silencio más riguroso y vengador. Fijo. Julio iba y venía, buscaba otro whisky y le largaba alguna de las teorías en las que venía pensando mientras ella lo miraba, despectiva. Que estaba celosa de que él supiera disfrutar. Que era demasiado remilgada, obsesiva. Que en su profesión salir y beber eran una piedra fundamental.
Recién cuando se caía o vomitaba, ella pegaba media vuelta y apagaba la luz. No necesitaba mirarlo más, le alcanzaba con oírlo chorrear sangre en el piso del baño, aunque se riera. Después no le hablaba durante dos o tres días y empezaba la verdadera pesadilla. Ella lo miraba calma como una esfinge y él daba vueltas alrededor, a veces colérico, otras veces suplicante, intentando arrancarle un comentario. Le decía que ella exageraba. Más tarde le pedía perdón. Juraba que iba a cambiar. La insultaba de nuevo. La acusaba de castradora. Y al final le daba una piña tan fuerte al placar que hundía el aglomerado y la sacaba de las casillas. Si la discusión escalaba, ella se iba a lo de la madre unos cuantos días. A veces volvía sola. A veces él la iba a buscar. Otras veces ella misma se peleaba con sus padres y volvía, porque entre los dos males él era el menos nocivo.
Y así durante los últimos años, hasta que un día se cansó, armó un bolso más grande y se instaló con su hijo en un departamento que tenía su familia en Almagro. Julio supo que era el final cuando abrió el resumen de la tarjeta de crédito y vio que ella había comprado un somier. Un par de meses después le llegó una citación y los papeles de divorcio.

Esa noche, Tachuela llegó justo cuando promediaba la segunda botella de vino. Julio estaba contando la anécdota del cliente que pidió hielo para un Malbec. Iba por la parte en la que él le mandaba un vino blanco bien barato y una hielera llena y le sonreía desde la ventana de la cocina, cuando vio a su viejo asistente cruzar la puerta e ir hasta su antiguo puesto de trabajo.
—… la moza, creo que era Valeria, le lleva el balde lleno de hielo y el tipo me mira sin entender un carajo… jajajajaja y le digo andá, andá, y Valeria no lo podía creer, debe haber pensado que estaba loco, pero fue, se lo llevó y yo le hacía “ok” y el tipo me miraba, desorientadísimo, jajajaja.
Julio continuó con su anécdota sin dejar de mirar a Tachuela como un perro que mira a su presa. Quería que él supiera, que sintiera, en realidad, que esa era su cocina. Recién ahí, mientras lo miraba con el rabillo del ojo y sonreía, borracho y bravucón, se dio cuenta de que Tachuela nunca se había llevado sus cuchillos. El detalle lo sorprendió. ¿Qué clase de chef se iba de una cocina sin sus cuchillos? O mejor dicho: ¿Qué clase de chef se olvidaba los cuchillos y no los venía a buscar, desesperado, al día siguiente?
Para los cocineros, los cuchillos son a su oficio lo que una guitarra a un músico: una prolongación de la mano, un médium del espíritu. Salvo los aprendices, nadie usa los que hay disponibles en la cocina, sino que cada uno trabaja con los propios. Algunos los prefieren de cerámica, otros de acero alemán, con empuñadura de madera o del mismo acero con el que se hizo la hoja. Los más quisquillosos encargan su propio juego a un cuchillero artesanal, que diseña cada pieza teniendo en cuenta el tamaño de la mano, el control de los movimientos, la fuerza y el peso del brazo del chef en cuestión. Tachuela, previsiblemente, tenía los suyos, que no dejaba que nadie tocara, mucho menos Julio. Y los había dejado dos semanas en esa cocina, al alcance de cualquier bachero apurado, del error, de las manos inestables y vengativas de su jefe. Sin embargo, él no había reparado en esto hasta esa noche, cuando Tachuela vino a despedirse como si nada hubiera pasado. Había conseguido trabajo en la cocina de un hotel boutique de cuatro estrellas. Parecía contento. Como si ahora pudieran saludarse de igual a igual, se acercó con ademán de nobleza y le extendió la mano.
—Suerte con la policía —acotó.
Julio quedó congelado, con la mano en el aire. Por primera vez desde que trabajaba en ese hotel estaba en silencio.

Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía. Suerte con la policía.
Desde que Tachuela había salido de la cocina, Julio no podía pensar más que en esa frase. Suerte con la policía. ¿Era una burla por los trámites que tenía que hacer? ¿Un deseo genuino de que la policía se esforzara en encontrar a los delincuentes? ¿Una advertencia, una amenaza, un guiño despiadado? Las cosas se estaban poniendo demasiado raras. Primero, lo de los secuestradores. ¿Quiénes eran esos tipos y por qué estaban vestidos así? Segundo, lo del celular. ¿Si ese no era el suyo, en dónde había quedado y quién lo había sacado del volquete? Tercero, el saludo de Tachuela: ¿por qué alguien diría “Suerte con la policía” si hasta donde todos sabían, la policía ya había dado con los delincuentes y tenía pruebas suficientes para retenerlos?
Mientras más lo pensaba, más se angustiaba. Daba vueltas por la casa, entre aterrado y furioso, tratando de hilvanar una historia que parecía coherente de a pedazos. Cuando creía que había descubierto lo que estaba pasando y se empezaba a calmar, encontraba un agujero en el tejido que echaba por tierra sus elucubraciones y empezaba todo de nuevo. Lo que más ruido le hacía era que Tachuela no hubiera renunciado durante cinco años a pesar de sus desprecios, la mala paga y las horas exorbitantes de trabajo. No se había ido cuando Julio le revoleó su salsa velouté sobre los azulejos. No se había ido cuando se burló de él adelante de sus padres, que habían venido especialmente desde Córdoba a comer en el restaurante en el que trabajaba su hijo. No se había ido cuando le dijo que no podía figurar en el menú debajo de su nombre. Y tampoco se había ido cuando desapareció tres días y lo dejó solo con las compras, la cocina, los clientes y el ataque de nervios del dueño. No se había ido nunca, por más desgastante e injusta que hubiera sido la situación. Solo lo había hecho ese día, cuando todo indicaba que por fin echarían a Julio; pero eso no solo nunca sucedió, sino que además Julio se había hecho de unos días de franco y trato preferencial con el dueño a fuerza de mentiras y engaños. Quizás se había ido por despecho, cuando perdió las esperanzas de que lo despidieran. Pero también cabía la posibilidad de que se hubiera ido por venganza, para hacer fracasar su plan desde el anonimato.
La noche siguiente Julio aprovechó que le tocaba revisar cuentas con Ratazzi para sacarle información. Mientras le cantaba el importe de algunas facturas deslizó, casi como al pasar, un par de preguntas aparentemente improvisadas. ¿Lo había vuelto a llamar desde aquella noche? ¿Había enviado un telegrama de renuncia? ¿Habían pedido referencias desde otro trabajo? ¿Cuánto tiempo estuvo sin llamar? Ratazzi respondió vaguedades. No recordaba demasiado y se confundía de empleados.
—¿El petiso cuál? ¿El que lava los platos?
—No, mi ayudante.
—¿Es petiso?
—Sí. Uno ancho arriba, que parece una chinche…
—Ah, no sé. Quizás llamó y no me acuerdo.
Julio terminó de revisar las facturas, le adelantó el pedido de la semana y volvió a la cocina. No quería presionar a Ratazzi y arruinar la milagrosa armonía que habían logrado luego del secuestro, pero necesitaba saber. A eso de la medianoche dejó la cocina en manos de su equipo y se fue fingiendo dolor de cabeza. Estacionó el auto en la esquina del hotel de Tachuela a esperar que terminara de trabajar. Aprovechó para tomar la segunda botella de vino y fumar un cigarrito. No sabía bien qué esperaba, pero necesitaba hacerlo. La única forma de acercarse a la verdad era seguirlo y ver si notaba algo diferente en su comportamiento. Lo que fuere. Una duda. Una mentira. Una cara extraña en la mitad de la noche.
Previsiblemente, a eso de las tres de la mañana, Tachuela salió del hotel y se subió a un ciclomotor retacón que estaba encadenado en la esquina. Le extrañó que no lo dejara en el estacionamiento del hotel, pero era tan orgulloso que probablemente no quería que todos vieran que se manejaba en un vehículo económico y no en un auto acorde a sus aspiraciones. Lo siguió con el auto unas cuantas cuadras hasta que lo perdió. De noche, con la calle despejada, era difícil seguir a alguien sin ser visto. De día para él era más complicado por el tránsito y los semáforos, sobre todo porque esa motito escurridiza podía serpentear entre los autos y perderse en alguna calle desierta. La única certeza que tuvo fue que iba para el lado de provincia. No era mucho, pero era algo. No estaba yendo a la comisaría.

—¿Cómo de mentira?—preguntó Pablo, desencajado.
Julio no dijo nada. Sabía que si esperaba unos minutos Pablo iba a conectar los puntos solo. El turno todavía no había empezado y él ya estaba tomando el segundo whisky. Pablo, en cambio, tomaba una gaseosa.
—¿Un secuestro de mentira?
Julio le pidió que bajara la voz y esperó, paciente, que su amigo saliera del shock.
—¿Y de dónde salieron esos tipos?
—No sé, no los conozco.
—¿Y el celular?
—Tampoco.
Pablo se quedó pensando un rato largo y Julio siguió bebiendo. A esa altura casi se había tomado la botella entera. Su amigo, mucho más disciplinado, no bebía alcohol en horas de trabajo.
—¿Y entonces?
—Entonces creo que fue él, el petiso de mierda ese.
—¿Por qué haría algo así?
—Por envidia. Por resentimiento. Porque todos los petisos son resentidos y porque él siempre esperaba que me rajen y se volvía loco porque yo siempre caía bien parado. Porque es un petiso sorete —acotó Julio.
Su amigo frunció el ceño, dudoso. El argumento no lo convencía demasiado.
—Porque pensó que ese día me echaban y que yo me inventé eso. Sospechó que era mentira, averiguó y fue y se lo dijo a la policía. Y la policía aprovechó que yo mentí para agarrar a dos perejiles cualquiera, decir que había encontrado a los delincuentes, cerrar el caso y quedar bien. No lo planeó, le cayó del cielo.
Pablo se quedó pensando. Tenía cierta lógica. Era improbable, pero posible.
—¿Y el teléfono?
—Quizás me vio meterlo en el volquete.
—¿Y por qué pondría otro parecido al tuyo? Si nadie lo iba a ver…
—Eso no lo sé. Es lo único que no entiendo.
Julio volvió a agarrar la botella y trató de servirse, pero Pablo le sostuvo la mano.
—Por ahí es mejor que empieces a tomar menos.
Julio lo miró, irritado.
—Si no hubieras tomado tanto el día anterior te habrías despertado. Mirá en el quilombo que estás por haberte emborrachado. ¿Del hombro estás mejor?
Julio movió el hombro. Se había olvidado del hombro.
—¿Querés que vaya yo? Puedo ir, sentarme a comer, qué se yo.
—¿Al hotel nuevo? No, ya sabe que somos amigos.
—Por eso. Lo miro. Hablo por teléfono. Le hago un par de preguntas. Si se pone nervioso, está en algo raro. Si le da lo mismo, es una casualidad y punto.
Julio lo pensó. No era mala idea.
—Si pasa algo raro, te llamo y te venís. No tomes mucho.
Esa noche, Julio dejó a Pablo en la entrada del hotel de Tachuela y lo esperó afuera. Estacionaron el auto a la vuelta, para no despertar sospechas y Pablo se bajó y fue caminando sin que nadie lo viera. Apenas entró, Julio se fue. Trató de no beber hasta que volviera, pero fue imposible. Pablo recién llegó a la madrugada, con la fiesta a punto de empezar.

La fiesta de esa noche era una de las mejores fiestas que se podía conseguir en el hotel. La organizaba la amiga de una pasajera que venía tres o cuatro veces por año acompañada por dos hermanos vagos, un amigo gay, algunas amigas, su secretaria y un chofer. Julio las conocía a todas. Juntas, solas, con otro grupo o incluso con los maridos. Eran muchas y cada vez aparecían más, alentadas por la atención de Pablo y ciertas licencias que les daba el hotel, entre ellas, la cocina de Julio. En general, eran fiestas con problemas porque había muchos desconocidos, pero la bebida y las drogas eran buenas. El secreto para sobrevivirlas era irse antes de las seis, si era posible acompañado, o quedarse en la cama con alguna.
Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Julio decidió pasar del alcohol. Quería estar alerta cuando llegara Pablo. Tomó algunos tragos espaciados, pero su amigo tardó tanto que al final terminaron siendo unos cuantos. Al menos tres o cuatro. Julio entonces se preparó para lo peor. Pensó que Tachuela lo había amenazado, que se habían agarrado a piñas, o que Pablo había descubierto un complot en el que estaban metidos Tachuela, Ratazzi y su exmujer. Se imaginó todo. Ratazzi lo vigilaba, Tachuela hacía el trabajo sucio y su exmujer les daba información. No era tan loco. Ratazzi no le contestaba las preguntas y ella no le atendía el teléfono desde hacía varios días. Quizás sentía culpa o tenía miedo de delatarse con la voz. Quizás solo estaba enojada por lo del secuestro.
Cuando llegó Pablo, a las tres, Julio se le tiró encima para preguntarle si había visto algo raro.
—Nada. Lo normal. Lo único, te vas a enojar…No sé si decírtelo, no quiero armar más lío.
Julio se preparó para todo.
—Decímelo.
—En el menú el enano tiene uno de tus platos.
—¿Qué?
—Sí, tiene la terrina de pato con higos.
—¿Me estás cargando? ¿Pero parecido o idéntico?
—Diría que idéntico, solo cambia un poco la presentación. Yo no sé mucho de cocina pero la comí varias veces, la terrina es la misma, los higos son idénticos. O sea: el sabor es igual, eh… Muy buena.
Pablo se golpeó la panza y sonrió. Julio estallaba de bronca. Le había robado un plato suyo y encima se hacía el indignado, era claro que quería joderle la vida. Podría haberse robado algunas ideas —¿qué chef no robaba ideas?— pero robarse un plato, y además el plato más popular del año, era una provocación. Cuando le dijera a Ratazzi iba a enloquecer. Seguro que en ese hotelucho era la mitad de barato.
—Tampoco es tan grave, es una terrina nomás. El resto es diferente. Comí como un puré, ahumado, rarísimo, no sabés lo que era. Voy a soñar con el puré… ¿De nabo? ¿De coliflor? ¿Puede ser?
Julio no le contestó. Se puso tan nervioso que empezó a tomar más rápido de lo habitual. Para las cuatro de la mañana ya estaba tirado en un sillón, semimuerto, balbuceando incoherencias. Un hombre desconocido se sentó al lado y le rozaba el muslo con su campera. Julio se sacudía molesto. Le hizo algunos comentarios y como el tipo no le prestó atención se puso más pesado que de costumbre. Le hacía señas obscenas a su pareja y se reía en voz alta, buscando, premeditadamente, arruinarles la conversación. Durante un tiempo el tipo lo aguantó, pero a la larga se le agotó la paciencia y se tiró encima de Julio. Pablo intervino, los separó y lo dejó tirado en un diván del balcón, con el aire barriéndole la cara. Como todos, se estaba empezando a hartar de su amigo. Curiosamente, ni en ese momento ni después nadie se les acercó. A esta altura ya todos conocían a Julio y sentían pena. Nadie quería estar cerca de él. Las fiestas con desconocidos en general se prestaban al lío y a la confusión, pero lo de Julio era demasiado. Siempre había un problema.
Recién a la madrugada una rubia de cincuenta años con la nariz cincelada a pura cirugía caminó hacia él. Sacudió su copa haciendo ruido con los hielos y se agachó para mirarlo a los ojos. Por cómo le sonreía, Julio estuvo seguro de que habían tenido sexo alguna vez. Quizás solo había querido.
—Estabas desaparecido.
La mujer le acarició la pierna. Julio ni siquiera se inmutó. Siguió echado en el sillón como si nadie le estuviera hablando.
—¿Qué pasó? ¿Estás haciendo buena letra con Laura? ¿Querés volver? —preguntó ella, venenosa.
Julio se incorporó y la miró por primera vez. Laura era el nombre de su exmujer.
—Tenés algo mío vos —insistió, sugestiva.
Julio no respondió. Estaba ocupado tratando de recordar de dónde se conocían, pero el alcohol no lo dejaba. La mujer notó que no la reconocía y se sintió herida. Esperó unos segundos, pero Julio se cansó y se volvió a acostar como si nada. Fue entonces cuando lo insultó.
—Mi celular, pedazo de boludo. ¿No te quedaste con mi móvil vos?

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