Capítulo seis
Julio esperó varias horas hasta que los dos hombres se fueron y recién ahí salió. Estaba un poco más tranquilo ahora que Pablo le había conseguido una consulta con un abogado de confianza, pero igual quería ser precavido. Si volvían era poco lo que podía hacer. Si salía a hablarles, posiblemente le pegaran de nuevo, y si llamaba a la policía iba a tener que hacer la denuncia, y a los cargos por robo y secuestro que había inventado se le iban a sumar otros por hostigamiento, intimidación, amenazas y todo lo que se les ocurriera.
Se puso una campera que nunca usaba, un gorro, un par de anteojos negros, y salió. Por las dudas quería pasar desapercibido, no podía estar seguro de que no lo estuvieran esperando en otro lado, un poco más lejos. A pesar de los cuidados, mientras se subía al taxi no pudo sacarse de la cabeza que alguien lo estaba mirando. Incluso adentro del taxi y en el medio de una avenida llena de autos, tuvo la sensación de que en cualquier momento un tipo iba a salir de la nada a reclamarle por haber inventado un secuestro. Cada tanto se daba vuelta, sobresaltado. El taxista lo miraba con pena pero sin sorpresa. Trabajaba el turno noche y la noche, todos lo saben, está hecha de locos.
Durante el viaje llamó a Pablo dos veces para avisarle que iba todo bien y que ya estaba llegando, pero no le respondió. Le mandó un mensaje de texto diciendo que se apurara, que a pesar del lío en el que se había metido seguía tan impuntual como siempre. Cuando llegó, Pablo lo esperaba en la vereda, ansioso. Lo hizo subir por la escalera y le dijo que por favor no lo demorara mucho, que él ya le había explicado todo.
—Este es el amigo del que te hablé —dijo Pablo frente al abogado, y señaló a Julio como un padre avergonzado que lleva a su hijo trastornado a la psicopedagoga por primera vez.
—Ok, Julio, ¿no?
Julio asintió, molesto. Se notaba que a los dos les molestaba estar mezclados en esto.
—Mi nombre es Eduardo. Pablo me explicó más o menos lo que pasó. Yo no soy abogado penalista, hago derecho tributario, pero creo que más o menos te puedo orientar. Estás metido en tremendo lío, quiero que lo sepas.
—Ya sabe —lo cortó Pablo—. Decile qué tiene que hacer porque si empieza a explicar que fue un error, que no tiene la culpa y no se cuántas sanatas más, me pongo nervioso.
El abogado lo miró. Pablo tenía la vena de la sien hinchada y supo que el horno no estaba para bollos.
—Ok. Mirá, Julio, lo que tenés que averiguar es lo que pasó con la causa. Vos dijiste que te secuestraron. ¿Ya declaraste ante el fiscal?
—No.
—¿Sabés por qué?
—No.
—Bueno, eso es lo que hay que averiguar. ¿Tenés un abogado o quedaste en representación de la fiscalía?
—No tengo abogado. Yo no quiero pasar a esta instancia… Lo que quiero es cortarla acá, cajonear esto de alguna manera.
El abogado se rió.
—Vos no podés elegir eso. Cuando vos hacés una denuncia, una maquinaria se pone en marcha. La policía toma la denuncia, la eleva al fiscal, el fiscal la toma, te llama a declarar…
—¿Y si voy, declaro, pero no encuentran nada nunca? ¿No se supone que se cierra la investigación?
—Sí, se supone que sí. Es lo que debería haber pasado si no hubieran encontrado a nadie. Pero encontraron. ¿Sabés si además hay pruebas. o solamente estos sospechosos?
—Encontraron un celular, mío. Y que coincidía mi descripción.
—¿Testigos?
—No, cómo van a encontrar testigos si yo me inventé todo.
—Perdoname, se me mezcla. ¿Y sabés si estos sospechosos están detenidos o no?
—No están presos. No sé por qué. Ayer aparecieron en mi casa, me tocaron timbre, deben querer alguna explicación.
—Ok. Si vos me decís que no están detenidos, quiere decir que los demoraron, el fiscal le informó al juez lo que pasó, y decidió que no había pruebas suficientes para retenerlos. Siendo así, vos tenés acá dos escenarios posibles. El primero es que el fiscal desestime tu caso, que no lo tome. Entonces sobresee a los acusados, cierra tu caso y se acaba todo. El segundo es que les haya dado una falta de merito a esos acusados. Eso significa que no hay pruebas suficientes contra ellos, pero que siguen siendo investigados. Seguramente en unos días te van a citar a declarar a vos. Es muy raro que no te hayan llamado. ¿Estas seguro de que no te llegó una citación?
Julio negó.
—¿Y qué hace entonces?—preguntó Pablo, para ir redondeando.
—No sé, como abogado le diría que confiese todo y se jorobe. Como amigo tuyo, le diría que averigue qué pasó esa noche antes de que lo llame el fiscal, porque si no sabe, va a tener que inventar o confesar. Y cualquiera de los dos escenarios es malo para él. Muy malo.
Julio salió del estudio del abogado y prendió un cigarrillo. Pálido. Nadie lo llamaba. Nadie lo citaba a declarar. Nadie le decía nada. ¿Cómo podía ser? ¿Era que la causa no se estaba moviendo o que ya sabían que era todo mentira y solo estaban viendo la manera de agarrarlo? ¿Y si contrataba un abogado y le decía la verdad? ¿Podía un abogado mentir por él, seguirle la corriente, o iba a ir corriendo a contarle todo a la policía? Mejor era averiguar qué había pasado antes de que llegara la citación del fiscal. El asunto era cómo hacerlo, si nadie sabía qué había pasado.
Esa noche, mientras estaba cocinando, su jefe Ratazzi entró a decirle que un par de clientes estaban entusiasmadísimos con su terrina de pato y querían conocerlo. Dos días antes, Julio le había sugerido sacarla del menú, pero su jefe se negó. Era el plato que más pedían en el salón y el que mejor margen de ganancia estaba dejando en ese momento. Por cada mero, salían cuatro patos. Por cada ojo de bife, seis patos y medio. De esos meros, además, quedaban cincuenta y un pesos limpios por porción. Del pato, setenta y dos y varios comentarios entusiastas y propina generosa para el mozo.
—No quiero que lo toques. Los éxitos no se tocan… ¿No aprendiste eso todavía? —le dijo su jefe, indignado.
Julio trató de disuadirlo diciendo que el pato venía malo y que no era temporada de hinojos, pero para todo su jefe encontró una solución. Criadero de patos, hinojos hidropónicos, castañas importadas. No había forma de convencerlo. Ratazzi era un hombre de negocios. Su idioma, los números. Prefería regalarles champagne a todos los comensales antes de sacar el pato del menú.
—Pero podemos mejorarlo —intentó negociar Julio.
Ratazzi fue tajante:
—Ese plato es perfecto así como está, no hay forma de mejorarlo. Ojalá me sacaras uno así cada temporada. No como ese mero de mierda que nadie quiere comer. Ahora salí a agradecerles a los dos comensales, que dijeron que no se van sin conocerte.
Julio protestó y fue a saludar a los clientes. Estaba de malhumor, no entendía de dónde venía este repentino cholulismo por los cocineros.¿Desde cuándo alguien que preparaba flan y papas bastón todo transpirado era una celebridad? Hace veinte años eran poco más que servidumbre. Entendía la fascinación por un actor, por un músico de rock, incluso por un político, ¿pero un cocinero? ¿Por qué la gente querría saber cómo era alguien que usaba miles de artefactos, trucos, artimañas y productos para hacer una comida, y no un agricultor que sacaba de su planta, sin ningún intermediario, una pera perfecta? Era inexplicable. Qué ganas de perder su tiempo y hacérselo perder a él con tanta ceremonia.
Jorge, un mozo petiso, con los ojos extraviados pero rápido y preciso durante el servicio, le señaló el rincón.
—Son los de la mesa seis, los que están atrás de la columna blanca. Y los de atrás también lo quieren conocer, pero les dije que no se podía, que tenía otra gente.
Julio resopló, conflictuado, y fue caminando hasta donde estaban los pesados. Para darse aliento pensó que solo tenía que sonreír, agradecer, asentir con la cabeza y salir corriendo.
—Son diez minutos, son diez minutos —se repetía, monomaníaco.
Recién cuando les estiró la mano y vio que eran los mismos tipos que lo habían estado esperando la noche anterior supo que la charla iba a durar un poco más de lo que tenía pensado. Ni hablar de salir corriendo. Apenas se podía mantener en pie y extender la mano, estaba temblando.
—Sentate y no hagás un escándalo —le dijo el más viejo, calmado. Julio miró para todos lados. Nadie se había dado cuenta de lo que estaba pasando.
—Me tengo que volver a la cocina.
—Te dije que te sentaras, mentiroso.
Julio entendió que no venían a hacerse amigos y se sentó en silencio. En la mesa nadie decía nada. Ni siquiera hablaban entre ellos. Julio estaba desorientado, no sabía qué estaban esperando. ¿Iban a decirle algo o se callaban con la esperanza de que empezara diciendo algo él? Esperó quietito durante un rato. Uno, dos minutos, tres, pero nadie dijo nada, solo se quedaron ahí, tomando sorbitos de agua y mirando la puerta de entrada en el más absoluto silencio. Cuando no soportó más, abrió la boca, seca y angustiosa, y preguntó qué iban a hacer.
—Nada. Estamos esperando a alguien. Acomodate y quédate ahí, sin joder. ¿Podés vos no joder? ¿No, no?
Mientras esperaban, Julio hizo algunas preguntas que nadie respondió. Estaba muerto de miedo, pero cada tanto se animaba a hablar de puro aburrimiento. “¿A quién esperamos? ¿Cuánto tiempo vamos a estar acá? ¿Me puedo ir a la cocina? ¿Por qué no vamos a mi oficina en vez de estar acá, en el salón?”. Interpretó que la respuesta era siempre “no”, pero la verdad es que no lo sabía. Los tipos se quedaban callados, con el ceño fruncido, las manos calmas sobre el mantel. Cada tanto miraban el reloj y se hacían señas, pero salvo por esos movimientos, lo ignoraban por completo.
—¿Van a querer algo más? ¿Café? ¿Un whisky? —dijo Julio y la pregunta quedó en suspenso—. Bueno, me voy a buscar uno para mí —agregó mientras se paraba.
Los tipos lo agarraron del brazo y lo volvieron a sentar de un tirón.
—Quedate quieto y no te hagas el vivo. Lo que quieras, llamás al mozo, ¿ok?
Julio llamó a Jorge, el mozo de ese sector, y lo miró suplicante.
—El señor te va a pedir algo —apuró uno de los tipos.
Julio se demoró a propósito. Si le pasaba algo, quería que Jorge recordara quiénes estaban sentados con él.
—Un vaso de agua —agregó, con tono misterioso. Fue lo más raro que se le ocurrió para pedir. Julio tomando agua era un evento memorable. Si pedía un whisky nadie se iba a dar cuenta. En cambio agua sí, agua les iba a llamar la atención. Les iba a parecer algo común.
Dos minutos más tarde, el mozo trajo una botellita de agua y un vaso. Llegó justo cuando Julio la necesitaba. Los hombres seguían callados y él igual de nervioso. Pero en la puerta, por fin había novedades: Laura se anunciaba temblorosa con el maitre.
Uno de los tipos corrió una de las sillas vacías e hizo sentar a Laura. Se la notaba nerviosa, desmejorada. No parecía estar disfrutando la ocasión. Julio inmediatamente se acordó de ella en la fiesta, de cómo se hablaba al oído con esos tipos, de sus risas encantadas y vengativas, y pensó que quizás tenían algo que ver. El más joven podía ser el novio nuevo. O el mayor. Laura tenía esa relación pegoteada con el padre, era normal que le gustaran tipos más grandes. Sin embargo, enseguida Julio notó que ella seguía incómoda. No parecía que estuvieran juntos, sino más bien que ellos la hubieran obligado a ir al restaurante a hablar con él. Por momentos incluso parecían más enojados con ella que con él y la miraban furiosos, esperando que ella dijera algo.
—Explicále de una vez —insistió el más viejo.
Julio se quedó perplejo. No sabía que era ella la que tenía que hablar primero.
—Dale, querida —insistió el segundo, y le tironeó del brazo.
—Yo no fui a la fiesta de casualidad —arrancó Laura, lentamente—. Fui a verte a vos, en realidad. O no, no a verte a vos, fui con ellos dos a charlar con vos, por decirlo de alguna manera.
Julio no entendía nada y Laura no se esforzaba en aclarar. Para fastidio de todos, pelaba la anécdota despacito, evitando llegar al centro.
—Ahora no te vas a hacer la tímida, ¿no? Decile. Seguro se muere por escuchar lo que vas a contar.
A pesar de la insistencia de todos, Laura no decía nada concreto. Los tipos se empezaron a poner nerviosos y finalmente uno se adelantó y explicó lo que pasaba.
—Nos pagó para que te asustáramos un poco. No querías pagar la cuota del chico así que vino con nosotros, te marcó y nos pidió que te pusiéramos los puntos. Vos nos viste, te calentaste, empezaste a molestar así que ni siquiera hizo falta ir a buscarte. Viniste solo.
Julio no podía creer lo que escuchaba. Ella agachó la cabeza, mortificada. Lloraba, pero no de vergüenza sino de miedo. Ahora entendía sus evasivas y sus gritos. Ella también estaba metida en este lío.
—Ustedes dos van a ir a la comisaría y van a explicar que vos nos pediste que apuráramos a tu marido porque era un borracho y un irresponsable. Que él se nos tiró encima, nos quiso pegar, nos defendimos y como lo cagamos bien a trompadas, de resentido fue y nos inventó una causa. Y vos lo cubriste porque sabías quiénes éramos nosotros y te quedaste callada. Y ahí, se arreglan con ellos.
Julio sintió que no podía respirar. Necesitaba aclarar que había sido sin querer, que era un malentendido.
—No, no, no —dijo Julio—. Yo nunca pensé que los estaba denunciando, no fue a propósito. Yo me inventé el secuestro porque llegaba tarde al trabajo, nada más. Pensé que estaba inventando la ropa, que estaba sacando todo de mi imaginación…
Los dos hombres se rieron. No le creían nada.
—Bueno, decí eso en la comisaría si te gusta más. Inventá lo que a vos te parezca. Mientras a nosotros nos saques el fardo de encima no nos importa, siempre y cuando expliques que vos te inventaste el secuestro porque nosotros te pegamos y te quedaste caliente.
—Pero si dice eso va preso —dijo ella, asustada.
—Pero vos no —le explicaron.
—Por favor, no le van a creer, nadie le cree nada —gritó ella, ahogada en un mar de lágrimas—. Van a investigar y va a saltar todo. Lo mío también. Tengo un hijo, no puedo dejarlo solo.
—Lo mejor es dejarlo así hasta que no encuentren nada y cierren la investigación —agregó Julio.
Los dos tipos se empezaron a enojar. Uno de ellos golpeó la mesa para ordenar la charla.
—Eso es lo mejor para ustedes, pero para nosotros no. Mañana o pasado los van a llamar para declarar, no pueden dejar pasar más tiempo. Van a ir y van a dar la versión que ustedes quieran, pero nosotros no podemos quedar pegados. El secuestro es un invento.
Dicho esto, los dos tipos se pararon y se fueron. Antes palmearon a Julio y le agradecieron por la cena con una sonrisa falsa.
—La cena, me imagino, es invitación de la casa.
Julio asintió, furioso.
—Rico el pollito ese —le dijo el viejo, antes de salir.
—Pato, es pato.
Pero ya nadie lo escuchaba.
Cuando los tipos se fueron, Julio se quedó sentado en la mesa con su exmujer durante un rato largo. Todavía estaba agitado, pero entre el ambiente, el ruido de copas y las risas de fondo, por un momento se acordó de cuando ella comía en el salón con el bebé, mientras él trabajaba en la cocina. Ese año, el primero de casados, él todavía no bebía y ella estaba muy enamorada. Desde entonces había pasado mucho tiempo, ya casi no se acordaba, salvo en esos cuatro o cinco segundos en los que el pasado volvió como un chispazo de felicidad.
—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó ella, interrumpió el recuerdo con un llanto nervioso.
—No sé. ¿No querías que me pegaran? Bueno, me pegaron. Todo este lío es culpa tuya.
—¿Por qué culpa mía? ¿Quién te manda a estar borracho a vos? ¿Y a inventarte un secuestro? ¿Y a describir a esos tipos? ¿Por qué no describiste a alguien que no existiera, estúpido?
—Fue un error. Un error que no hubiera pasado si vos no traías a esos tipos a esa fiesta, si no te hubieses estado toqueteando con ellos delante de todo el mundo.
—Ah bueno, así que de esos se trata todo esto. De celos. ¡Vamos a ir preso porque estabas celoso!
—No, vamos a ir presos porque vos hiciste que me pegaran y después mentiste. Yo te pregunté. Al menos yo no le pegué a nadie, yo me inventé todo.
Laura se puso a llorar de nuevo. Tenía la cara deformada de pánico. Julio sintió que así, temblorosa y toda abollada sobre sí misma, parecía un trapo viejo. Se lamentaba y no paraba de preguntar qué iba a pasar, a dónde iban a ir, qué iban a hacer con su hijo cuando los metieran presos. Le dieron ganas de calmarla, de estar con ella de nuevo.
—Vayámonos del país por un tiempo —arriesgó Julio.
Ella negó. No se animaba a ser tajante. Habían peleado tantas veces y tantas otras habían vuelto.
—Para mí es la única solución. Nos vamos y volvemos en unos meses, cuando nadie se acuerde de todo esto.
—¿Estás loco? Tengo mi vida acá, vos también, el nene tiene el colegio. Además, no nos van a dejar salir del país.
—Si nos vamos ahora, sí. ¿Por qué no? Yo todavía ni declaré. Todavía pueden desestimar la denuncia, declarar falta de mérito, investigar un poco más y darse cuenta de que es un error, qué se yo. Vámonos hasta que se arregle solo, Laura. Mirá si todo es una cama de la policía para tener un caso resuelto.
Si Laura decía que sí, Julio estaba dispuesto a dejar todo e irse con ella. Tenía la fantasía de que, en otro país, podía empezar de nuevo y ser un chef responsable, un jefe justo, un padre cariñoso y cumplidor, un amigo generoso, un buen marido. Acá todo le había salido mal. Si dejaba atrás esta vida no estaba perdiendo nada más que a sí mismo. Y como estaban las cosas, él mismo no valía nada.
Ella volvió a negar y barrió sus esperanzas en un segundo.
—Voy a hablar con mi papá, seguro tiene un abogado, conoce a alguien, no sé.
—Sabés que tu papá te va a ayudar a vos y a mí me va a meter preso.
—No va a hacer eso. Sos el padre del nieto.
—Podría ser el padre de sus diez nietos, le da igual. No hay nada que quiera más que hacerme desaparecer.
—Para él, vos desapareciste cuando nos separamos. No le hablo de vos porque se pone nervioso.
Laura sacó el celular y empezó a llamar. Julio se lo sacó.
—Vení conmigo. Vamos a otro país. Empezamos de cero, lejos de todo.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no quiero vivir con vos. Ni acá ni en otro país. Te emborrachás, te vas de fiesta, sos mentiroso.
—No lo hago más.
Laura volvió a negar con la cabeza y siguió marcando el número de sus padres. El teléfono sonó pero no la atendieron.
—¿Entonces para qué hiciste que me pegaran? ¿Para qué fuiste a esa fiesta a darme celos? No me digas que es por la plata, tu papá tiene plata y por lo que veo, no tenés ningún problema en pedirle favores.
Ella no dijo nada, lo miró un rato largo y después le pidió que la acompañara hasta su casa. Enseguida aclaró que le daba miedo ir sola, pero él sabía que se iba a quedar. Siempre se quedaba.
Dos días más tarde, después de hablar con su papá, Laura y Julio hicieron las valijas para irse. Pensaban quedarse unos meses en Paraguay y volver cuando todo estuviera más calmado. Viajaban solos, su hijo iba a venir después, cuando estuvieran asentados y tranquilos. Aunque sabía en las condiciones que se estaba yendo, a Julio no le importaba. Lo único que quería era estar con ella. Viajar juntos en un micro, bajar a desayunar en un bar de mala muerta a la madrugada, esperarla a la salida de un baño en una estación de servicio, de repente se le antojaban como maravillas. En Paraguay nadie los conocía. Podían ser un matrimonio perfecto. Uno que nunca discutía, uno que no se separaba. Ella tenía algunos ahorros y él podía trabajar tanto en un bar de mala muerte como en la cocina de un hotel cinco estrellas. Allá nadie sabía del pato, ni del bife, ni del mero. Nadie lo conocía.
Por precaución, ese día no avisó en el trabajo que no pensaba volver, solo Pablo sabía que se estaban yendo. A la madrugada dejaron al nene durmiendo y bajaron sigilosos por la escalera del edificio. Habían pedido un radiotaxi que los esperaba en la esquina de su casa desde las cinco y media. Él, más gentil que de costumbre, se ofreció a cargar todo. Ella cerró la puerta, salió atrás suyo, procurando no hacer ruido. Cuando caminaban hacia el taxi Julio sintió un golpe seco en la cabeza y después se cayó al piso. Mientras lo metían en un baúl, escuchó los llantos de su mujer que pedía por favor que los dejaran ir.
—Por favor, te doy plata, tengo plata encima —la escuchó gritar Julio en la penumbra.
—Sentate y cerrá el pico.
—¿Nos vas a secuestrar? ¿Nos vas a pegar? Decime qué vas a hacer—gritaba ella, histérica.
—Quedate tranquila… Si te quedas quieta y colaborás no te va a pasar nada —le dijo uno de los tipos, tranquilo—. Solamente queremos que vayan a la policía.
Fin