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Los pájaros de todo el tiempo

Escribe
Matías Fernández Burzaco
Ilustra
Gerardo Ligorria
«Una persona que no mira detenidamente a quien ama es analfabeta», escribe Matías en este texto que narra, a partir de una serie de cartas, el despliegue de sueños y de fantasías que dispara el estado de enamoramiento.

Uno

Belén.

Monja.

Acá Mati.

Ayer a la tarde, en la calle, un perro despedazó la silla de ruedas que uso. 

Era un dogo argentino sin correa ni chapita que se perdió de una casa, que se enamoró de la silla y empezó a confesar sin piedad un amor espontáneo: no a mí, sino a la silla. No entendí por qué. Le pinchó las ruedas, le abrió los pedales. Lamió hasta las partes oxidadas, se ensangrentó las encías. Los ojos se le llenaron de vértigo. Ni quise mirarlo. Me asusté, lloré sin ruido, no podía ni balbucear. El hocico del perro parecía divertirse y olía a podrido. Me rodeó. Les tiró tarascones a los metales durante treinta segundos: los más largos de la vida. Mi enfermero esperó, miró, se apretó una pierna, analizó los movimientos de la mandíbula del perro. Ahora muerde acá, ahora muerde allá, pensó. Cada gesto fue señalado con sus revoleos de ojos en sigilo. Hasta que el perro apenas se dispersó. El enfermero aprovechó y me alzó rápido como un ladrón con reflejos, sin que el perro le comiera el brazo. Ya en altura, olí su perfume: cacao invasivo. De lo pesado que yo estaba, me apoyó en un árbol. El perro siguió refrescándose la agresividad.

El enfermero me mantuvo en el árbol y después, desde las ramas del árbol, volví a sus brazos. A upa, me llevó directo hacia mi casa. «Desde acá», reforzó. Estábamos a solo dos cuadras. Corrió, yo mientras tanto miré las macetas con plantas y flores de los bordes de las terrazas. Él se agitó, apurado. En las dos esquinas no vio el color del semáforo; pasó de largo. «Tengo un pedazo de baldosa en la zapatilla», dijo. Con su mano más hábil agarró la llave, respiró, abrió la puerta, la cerró de una patada, cruzó las habitaciones y sin parpadear me soltó en el colchón. Desvaneció nuestros cuerpos con la fuerza del desmayo de una persona desnutrida.

«Tu vida no es tranquila», dijo él después. 

Abrió botella, se tomó un vaso de jugo de pera.

«Nunca lo permitiría», le respondí.

Así que estoy sin silla. Así que estoy sin caminar.

Y también sin enfermero.

Hoy renunció.

Ahora no sé qué hora es. Estoy frente a la computadora. Acaban de descongelarse los mensajes. WhatsApp se trabó, se atragantó, ya volvió. Te escribo acostado, casi despierto, dando los parpadeos finales de la noche, ya es tarde, ya debe de ser de día. Son los últimos segundos sin luz. Te escribo y uno de los ojos se cayó. Adivino las teclas. Hoy me prestaron una silla de ruedas para viejas. Plateada. 

Con esa silla horrible, monja, fui al cineclub: donde nos conocimos.

Esa fue la última vez que nos vimos. Y la primera vez que nos dejamos de ver.

Hace un año y medio.

No sé por qué no nos vimos más.

Hoy no viniste a la función, se te extrañó.

¿Cuándo nos veremos? Bueno, que lo decida el público. Nuestro público es el misterio. Para ir conseguí un acompañante al boleo, alguien ni tan querido ni tan especialista en cuidado. Fuimos en taxi. La función fue en la sala de cine secreta, la que sigue escondida en el segundo piso del shopping de la calle Florida. Al subir a la sala, el ascensor se atascó y llamamos al 103. Defensa Civil atendió, flameó bandera. Alguien dijo: «Creo que arriba del ascensor hay un barrilete atorado». Un bombero nos liberó y nos regaló su casco. Vino autografiado. En la sala de cine se juntaron perros, sahumerios sabor chocolate blanco, pósteres, cenizas en las butacas, tapas de cerveza en el suelo, personas acostadas que fumaban habanos muy cerca de la pantalla. Mezclamos whisky con café en vasos de telgopor y se mancharon tres remeras. La mía también. Me encantó la idea de ver en cuero una película que pudiera durar dos horas y media. Así me quedé.

Cuando terminó la película —El Evangelio según San Mateo—, una mujer se acercó y le preguntó a un hombre de bastón que vino a la función si iba a una escuela especial; él dijo que no. Después le preguntó si iba a un centro de día y le respondió que no, que iba a un centro de noche. La mujer quedó recalculando, lo interpretó. Al rato yo me fui en la camioneta de mi padre. El camino hasta casa duró media hora. Viajé acostado, en el asiento de adelante. Allí dormí. Y soñé un sueño tuyo. A ver, lo escribo, lo improviso, el sueño era así:

Tenías la boca seca. Tenías aliento a humo negro. La musculosa blanca se te rebotaba cuando pasabas por un empedrado. Te querías sacar las medias de red, pero no podías. Tenías el corpiño corrido y una escarapela apretada al corazón. Abrías los ojos y eran verdes. Eras como una monja silenciosa. Estabas rezando, pero con las manos atadas. Y estabas arriba de un auto militar, en medio de una persecución con mujeres árabes armadas y sudando sangre. Una decía: «A ver si ahora alguna de ustedes se anima a soltar un pensamiento lindo. Ahora, antes de que me velen». Vos estabas con trenzas y sostenías un mapa de barcos entre dos dedos atados. Confesabas vocales, tenías ganas de matar.

Alguien te desataba y caminabas por la ruta. Hacías dedo y te subías a una ambulancia de campo. Te tocabas las pestañas y pensabas que eran como hamacas paraguayas con delineador. Agarrabas bolsitas, sachets de suero. «Agua cae en esta hamaca, agua juega en esta hamaca», les cantabas a tus ojos. Mirando dentro del vehículo, recibías un pelotazo de burbuja en la ventana. El cielo estaba mojado, violeta. Fajabas al tipo que manejaba la ambulancia. Le dabas electroshocks en la nuca sin respirar. «Manejá, manejá», le ordenabas. El volante giraba rápido y luego salía volando hacia un oráculo. Suspirabas.

Hasta que el conductor resucitaba. Sacaba un canasto de agua caliente de la guantera y te lo lanzaba. 

Te quemaba toda. 

La piel se te derretía.

Vos encontrabas un arma. Él encontraba un arma.

Le pegabas un tiro en la pierna. Él te pegaba un tiro en la oreja.

Otro cerca de la axila.

Y antes de morir, lentamente, decías palabras: «Yo ya siempre me pienso herida, atravesada por una bala oxidada, veloz, traída desde un taller de tragedias. Y es una bala que recorre mi cuerpo por dentro y cruza los órganos y se acelera sin control durante varias noches y rebota y rebota y rebota y luego entre tanto rebote logra salir, si tengo suerte, con una recompensa obtenida: escapa del cuerpo, pero al menos con una palabra. Y yo abrazo esa bala. Las palabras son valiosas».

Y después, un segundo antes de morir, lentamente, decías: «Lo más poético de la vida es fusionar la mayor oscuridad con la ternura».

Dos

Te extraño.

¿Cómo estás?

Hoy mi papá llamó a la empresa de enfermería contratada por la obra social. Nadie atendió.

Sigo sin enfermero.

Igual ayer soñé con vos de nuevo. 

Soñé que el viento volaba tu figurita pegada en un álbum —inventado en el sueño— de figuritas de personas oscuras. Caías lejos de acá, en un pasto, a chapotear entre carpas de agua. Eras una figurita oscura que volaba no tan alto; en el aire rozabas edificios, cúpulas, niebla. Los lápices caían a tu mano desde las nubes. Te dibujaban corazones en la cadera. Vos, figurita, decías: «Estoy triste; los mejores momentos de mi vida los pasé tirada en la esquina de una hoja hablando cosas con personas de las que nunca supe el nombre». Yo era un superhéroe y te levantaba del pasto. Andábamos en nave. En la ruta saltábamos por una rampa y caíamos en una avenida con un paracaídas de cuero que protegía los impactos de nuestro auto. En un semáforo me mordías el hombro. Bajabas a un kiosco de diarios y comprabas un globo terráqueo que venía con países borrados: Túnez, Uruguay, Australia. Volvías. Lo metías por dentro de la remera, en tu panza, como una figurita embarazada. Yo tocaba bocina para simular un festejo. En un semáforo se acercaba un trapito a pedirnos un poco de tu pegamento. Te lo quería sacar, rascártelo de la espalda. A cambio nos regalaba una esponja dorada. Vos le decías que no, eso solo era tuyo. «Tocá de acá», le gritabas. Le escupías la mano y seguíamos viaje. Yo soplaba el espejo de tal modo que el aire rebotaba y te llegaba a la cara. Un mosquito se te salía de los pelos. Sonreías, prendías el estéreo rojo, me acariciabas la cabeza. Yo te daba un beso enorme sin mirar el camino. Vos, al ser figurita, no te me despegabas.

Tres

Belén.

Monja.
O jamón. 

Cuando a vos se te da, ¿tu corazón está enamorado o enjamonado?

Quizás ahora andes dormida. Y descansando bien. ¿Es así? Ya estamos durmiendo, aunque esto se escriba. Es la hora pico o del pico. Hora milimétrica y fantasmal. Creo que el último sueño que tenemos es el que más nos influye el ánimo a la hora de despertar. Ojalá estés flotando en un sueño de alegría, así te levantás como nueva. Ojalá sueñes con toboganes y caigas, pero despacio. Ojalá se te estiren esos segundos de diversión inabordable en los ojos. Ojalá sueñes con música clásica y se te abra una nueva dimensión de placer que te deje con ganas de amor, pero para que disfrutes esa experiencia, en la que estás vos con todo lo que tenés para dar.

Es tu abismo. 

Nosotros cambiamos los sueños, pero con fines artísticos, fines afectivos, fines de lo inesperado. Al igual que cuando te escribo este mensaje. Al igual que cuando vos escribís un mensaje; todo cambia. 

«El amor es la mejor mentira para sentir la mayor verdad», me escribís.

Belén.

Monja.

Te extraño cada vez más. Y cada vez menos, porque parece que seguís con tu huella entre mis sueños. Ayer no soñé con vos, pero tuve ganas. Ahora también tengo ganas. 

Así que el sueño, a ver, era más o menos así:

Andabas con una pollera gitana que no se atoraba en las ruedas. Le parpadeabas al sol. Estabas en una bici y sacudías los pies como si pudieras volar las zapatillas hacia las terrazas. Al estar mojadas, las querías dejar secándose en un ténder azaroso. No te importaba que fueran carísimas y traídas de Tailandia. Un vecino detectaba tu intención, te tiraba un baldazo de chocolatada hirviendo y vos esquivabas la ola. Pim. Pum. Pam. Adelantada a los ataques. Pedaleabas y el calor te ruborizaba. El hoyuelo se te sonreía solo. Las calzas negras te apretaban la ingle. Metías la mano y te acomodabas la bombacha hacia la izquierda. Tenías un casco de perlas y en el casco un mínimo hueco para que pudieran entrar a sentarse las mariposas. Transpirabas felicidad. Te sacabas el casco. Las patillas de tu pelo estaban cortadas con navaja por un joven autor de diez crímenes. 

Oías que en la puerta de un pelotero los padres hablaban de un supuesto bombardeo a un cabaret en Medio Oriente. Decías, al viento: «Cuando aparece la belleza, la siente hasta cualquier ateo». Un panadero ordenaba papeles tirados en una baldosa y se quedaba en la vereda a reflexionar tu oración. Algún dron imaginario filmaba la escena. Vos clavabas frenada de bici en una verdulería y robabas cuatro duraznos. Mientras los sostenías, pasaba una ladrona y te robaba el cigarrillo —apenas con media chispa— del labio. Te reías. Te encendías un gladiolo para brindar el atardecer. Tu cara parecía una chimenea roja. Te subías a la bici y pasabas por un restaurant a comer como pajarito. Subías de nuevo a la bici. Bajabas en una esquina. Sacabas una katana de tu mochila, te tirabas el postre del restaurante en la frente y con la cara pintada de dulce empezabas a tajear personas por la peatonal de Florida y Tucumán antes de entrar al cineclub.

Arriba yo te llevaba al baño y te limpiaba la cara para darte unas palabras. Y después un beso. Te miraba el lunar de abajo del labio. Se hacían las doce y seguíamos hablando. Ya era dos de junio. Era tu cumpleaños, monja. Vos dabas tus primeros pensamientos teniendo veintisiete años: «Estamos acá, Mati, ahora te estoy mirando. Te hablo. Y te escribo. Yo hablo porque escribo. Deberíamos aprender a escribir antes que a hablar». 

Y decías algo más, con la mano apoyada en los azulejos: «Ya por vocación, en la felicidad del dolor nos morimos. Igual esto de vivir es lindo. Los lenguajes de mirada me dan esperanzas».

Después de tus confesiones salíamos del baño y dejábamos una molotov adentro de la sala. Bajábamos del ascensor y volcábamos un tarro de lavandina que dibujaba un caminito en el pasillo del shopping. Teníamos vidrieras a los costados. Vos rompías el vidrio de un local con el codo y en tu cartera metías cremas. Rompías otra vidriera y dentro de tu campera guardabas camisetas de fútbol de colores pasteles. Para salir, subías la reja eléctrica, pero con la fuerza de tu mano. Ya afuera, subíamos a un taxi. El taxista era nuestro mulo y por eso se había metido hasta en la peatonal con el auto. «Bien pillo, bien pillo te queremos», le decíamos. Adentro, en los asientos de atrás, vos prendías una antorcha y la mostrabas por afuera de la ventana. Le pedías deseos y la soplabas como una vela de cumpleaños. Yo suavemente te tocaba las piernas y sin dejar de mirarte. Veníamos a mi casa a flotar en amor hasta las siete de la mañana.

Cuatro

El teléfono de la empresa de enfermería se atendió. A mi papá le dijeron: «Mañana te mandamos un enfermero nuevo, pero tiene que durar». Mi padre contestó: «El que se tiene que adaptar a todo lo que pase es él». El enfermero vino, pero al primer día de trabajo descubrimos que era flaquito: le costaba alzarme en sus brazos para pasarme a la cama o a la silla de ruedas o a la bañera. Le faltaba calcio, carne, vasos de leche. Además, yo duermo todas las noches con una máscara que manda aire a presión, y él nunca en su vida había puesto una. «Mirá que esta puede ser la guardia más fiera de la historia», le advertí. Al día siguiente faltó. Mi papá llamó a la empresa para pedir un reemplazo, pero nadie atendió. Se tenía que ir a trabajar al local de computación. Llamó a Menta, un amigo de toda la vida. Menta vino. Apareció vestido con el conjunto de Argentina y las zapatillas negras con resortes. «Yo te levanto así, con una mano, como a los cachorros», dijo. Nos reímos. 

Empezó otro sueño.

Cinco

¿Cómo serán los reencuentros? Por suerte no existen las respuestas; solo la inocencia. Podemos permanecer el misterio. Destruirlo o conservarlo. ¿Y nos perdemos? ¿Todo se arruina? ¿O nos salva? Habrá que contemplar. Habrá que esperar. Habrá que hacer malabares con las palabras. Dejar que no se sepa lo que viene, esa frase que se está por escribir. ¿O qué sigue? Vengo de varios días de soñar con vos y sé que esto no va a parar. ¿Cuántos años dura? Si cuento los guiones de cine, la novela nueva, las entrevistas y los sueños nuestros, escribo trece horas por día en total. Esto del estado de ensoñación es hasta ya no tener vida. ¿Pero qué iba a pasar cuando nos viéramos? Ahora voy a tener que escribirte otro sueño. Y después de vernos, seguir. Nadie se baja del barco.

Pienso esto mientras te miro.

Belén.

Monja.

Ahora te estoy mirando.

Viniste a mi casa.

Belén.

Monjísima.

Tocaste suave el timbre, mi padre te abrió. Ya se fue, nos dejó solos.

Te voy a rapear en la cara. Y a besarte cuando nos quedemos sin señal de sílabas. Palabras y besos. ¿Existe una mejor unión? ¿Los árboles y el mar riman más? ¿Las azaleas y los médanos en el primer horario del sol? ¿Una lapicera y una mesa blanca, larga, para rayar y usar de cuaderno? ¿Un libro y una caja de música con caracoles alrededor? Palabras y dos caras enfrentadas. Expresiones faciales acá. ¿Qué más que las palabras? ¿Cuándo va a existir algo superior a las palabras? Jamás, decís vos. Quedáte quieto. Te interrumpís con otro beso. Yo no paro de descubrirte la cara. Los pelos rojos sobre las cejas, la piel atezada, melada, de colombiana, la boca que baila capoeira, las ojeras con el color de varios recitales de noche de una ladrona. El collar verde con la chalita de marihuana y la cicatriz rajada en la frente. Los ojos de autora. 

Te miro. 

Una persona que no mira detenidamente a quien ama es analfabeta.

La mirada es la vía para darte cuenta de que existís. Y el cuerpo. El cuerpo tiene trescientos mil lenguajes. Ahora arranco mis ojos de tu cachete y los llevo a tus rulos, que se apoyan en mi hombro flaquito. Entro por tu oreja. Me apretás la espalda y me mordés el nódulo chico de la cabeza. Es como un cuerno de piel y casi tres pelos negros. A vos te enloquece. Te lo voy a secuestrar, decís, y cuando lo tenga lo voy a guardar en un maletín con bordes que raspen. En este momento lo mordés de nuevo, ya no duele. Cero coma cuatro de dolor.

Respirás, te tirás los rulos para atrás, venís. Decís que mi cuerpo tiene nódulos y entonces está lleno de esferas poderosas. Que son de tu boca. Que somos hermosos con intriga y furia. Ponés tus pestañas a rozar mi nariz. Las acaricio. 

Afuera tal vez el cielo arde como un cuadro de color pomelo o afuera tal vez el cielo centellea tintas. Al tiempo le gusta rodar; al tiempo lo metemos en un metegol y lo peloteamos por todos los pastos. Lo cacheteamos y lo tiramos entre algodones y lo dejamos sentado en los suelos que forma el aire y lo llevamos al trono de tela de un balcón y lo sacamos de ahí y lo aceleramos. Hacemos lo que queremos con el tiempo. Es nuestro. Igual el tiempo habla. Algo de caos nos pide. 

Estamos en una habitación oscura: hay globos de colores opacos, globos fluorescentes, stickers de calaveras, libros con polvo, cuadros al óleo impresos en tamaño mini, pinturas pegadas con Voligoma en la pared, un televisor muy grande, un aire acondicionado desenchufado y con un pin de Messi, una mesa heredada de un familiar muerto, un pedazo de empanada de pollo a la que le falta limón.

Te quiero tarasconear el arito de la nariz. Te clavo despacio las uñas en la pierna. Nos miramos doce segundos. Hacemos equilibrio como dos cocacoleros sobrios. Metés la mano por adentro de mi remera edición limitada de Dock Sud. Me ahorcás. Yo te miro con fuerzas que no le muestro a nadie. Fuerzas que todavía no pude dar en ninguna parte. 

Vos no mirés más de cuatro segundos seguidos a ninguna persona, te digo. 

Hacé así: la mirás tres segundos y pim, cambiás, cambiás, cambiás, te desenfocás en una pared, volvés a quien te habla y le das sonrisa y después cambiás, te vas a un poste de luz, no sé, y volvés, y cambiás, mirás uno de sus pelos con olor a moscas y volvés y cambiás, mirás un cable con zapatillas con barro si es que están en la calle, pisás un caramelo, intentás mirar la hora de su reloj roto y con brillitos, volvés, volvés, hasta que mirás un atrapasueños de vidrios, uno de lana, una cuchara, mirás el fondo acolchonado de una cuadra, el cielo, pero no le sostenés la mirada a nadie. 

Ni a tu mamá ni a tu papá. 

Solo con mascotas se puede. O no, tampoco. 

Mirá un pájaro. 

Funciona: abrís conversaciones y vos de pronto te distraés y esa persona ni se da cuenta.

Mirás un pájaro.

El juego se llama Los pájaros de todo el tiempo

Ellos te acompañan.

Y después te guardás todas las miradas —todas estas miradas perdidas— para nosotros: nos vemos y recuperamos los ojos.

Me estás dando otro beso y te quedás ahí, en pausa, y logramos la única manera de cerrar mi boca: con tus labios, separados. Decís que beso mal, con ritmo de ansioso. Tenés razón, muy poco ensayo. Decís que acá estamos. Que somos nosotros, que somos todo sentimiento. Empiezan los abrazos en colapso. Y los besos, a cada segundo con más inflación. Esto no se esperaba: te lesionaste la pierna derecha en una práctica de futsal y tenés una bota puesta. Te la pateo y el sonido rebota contra las revistas de literatura de la biblioteca. Parece un timbre de otra época. 

Si ahora vas a estar muy quieta, vas a dejar mudos a los que manejan y quieran pasar rápido en las esquinas. Vas a poder tirarles insultos de alta calidad a personas y no te van a pegar porque no te podés defender. Van a ofrecerte de todo y vos: ah, qué atento, qué atenta, pero no, no, gracias, gracias. Van a pintarte las uñas, si querés, en el casino. Vas a tener cocineros a tu medida y para que hagan ensaladas de varios verdes. Vas a sentir mucho más el zumbido de los aviones. Y el viento de las ventanas, que va a intentar volarse en las piruetas de tus rulos. Vas a recibir amigas que te van a ir a ver con pistolas de agua que disparan chocolates sin humo de pólvora. Vas a poner vasos de vino en el piso para patearlos y volcarlos con la bota. Hacer como que jugás un nuevo dominó de alcohol. 

Vas a manipular personas. Manipular es la gran virtud de las personas impedidas de moverse, pienso. O la única virtud. ¿Acaso manipular forma parte del mal? ¿Por qué no? ¿Por qué sí? ¿No era que el mal estaba entre los buenos? El mal construye, decís. Gracias al mal jugamos, decís. El mal da luz, decís. El mal es la metáfora menos descifrable de todas, decís. Esperá: los músicos también manipulan. ¿Los artistas manipulan todo pero todo el tiempo? ¿Las coreografías de las palabras son manipuladoras? ¿Los besos? ¿Qué influencia tienen los besos?

Vos decís que en el codo de la habitación te imaginás el reflejo de un pájaro bien negro, pero que ni lo vas a mirar. Decís cuidáme, cuidáme que acá estoy. En la mano izquierda tengo veintidós dedos y con ese recurso te estoy por sacar la bombacha. Vos me abrís el pantalón y metés la mano. Acá están tus artes íntimas, decís. Me mirás y el tiempo se desconfigura a nuestro favor. Te doy besos en los ojos. Te doy besos al final del labio de arriba. Me apretás las piernas. Te voy a presionar y a morder así, con el calzón puesto, decís. 

En breve —vos con la bota, yo con trastornos de la biología— vamos a ser dos rotos cogiendo.

Seis

Con vos aprendí a admirar el mal, te digo. A sentir que si jugamos en favor de soñar somos los mejores de la historia y se multiplica el infinito. Es que el mundo parece reducido, pero no es tan corto, respondés. Mirálo bien. El milagro solo está en contemplar lo otro. Y al otro.

Me das un beso en el brazo. 

Eso es lo último que hablamos, a la mañana, cuando te colgás la mochila violeta y te contesto desde adentro de la máscara, antes de que te vayas a entrenar en el colectivo 53.

Siete

Mi padre consiguió una silla de ruedas nueva. Es toda negra. Tiene la palanquita para frenarla, los pedales a la altura de los pies, el asiento chato, la pechera poco ajustada. Con las ruedas grandes atrás, con las chiquitas adelante. Por suerte vino sin el típico almohadón rígido que se usa de respaldo: eso es mejor, da mayor libertad de movimiento.

Ya la probamos, va bárbara. 

«Te vas a tener que cuidar esta vez», le avisó mi papá a la silla antes de irse.

«Ojo con quién te juntás», le sonrió. 

Ocho

Menta ya es el enfermero favorito de las tardes. El familiar de la amistad más completo. Un todoterreno. Verlo de lejos: morochón, de metro setenta y ocho, espalda de gladiador. Verlo de cerca: la sonrisa de potrero, la risa a la que le encanta salir y saltar a dar emoción, la barba con la marca de la navaja, el bigote, los granitos que le crecen y tienen problemas de matemáticas, la mirada blanda, las manos grandes, la camiseta de River con el sponsor principal despegado. 

Le dicen Menta por el sabor de su boca.

Tiene un caballito de mar tatuado en el talón derecho.

Desde que estamos juntos, se ofrece —sin que yo le pida— a hacer casi todo: busca pulóveres, cambia las gasas, limpia mis axilas con toallitas húmedas, asea los lagrimales con papel mojado en agua tibia, cepilla mis dientes con un cepillo giratorio, me separa los brazos para que no se me entumezcan tanto. Destapa aceites de lavanda y masajea mi pierna derecha, que suele sufrir muchísimo dolor muscular.

Hoy nos tocó ir al parque.

Hoy en la plaza se rascó la rodilla y estuvo a puro mangueo de puchos. El verbo es «soguear», así le dice él: pedir, ser el que tira de la soga con tal de conseguir cualquier cosa, más de lo que ya se tiene. 

Le convidaron un cigarrillo de baja marca y se le apagó apenas se fue el tipo. Nos cruzamos con un flaco medio rubio que era fletero y nos mostró que tenía, por el frío, cuatro pantalones puestos. Se bajaba uno y se bajaba otro y se bajaba otro y el hijo de puta nunca quedaba en bolas. Payaso maldito. Después recorrimos la feria de artesanos de la plaza. Compramos un sticker con la bandera de Siria y lo pegamos en una garita. Un señor treintañero en lunares y de boina gris nos paró y le dijo a Menta: «Mirá que esas cosas que tiene tu paciente se las pueden cortar, esas cosas, esas bolsas de la cara, y del resto del cuerpo, se las cortaría». Me hizo acordar a lo asesina que sos. 

Abrimos la canilla de agua libre del parque. Me mojé el pelo, pedí flequillo. El cielo se sentía plateado, fresco como bailarín de glaciar. Después subimos a la calesita y a distancia, sentados en un unicornio, le disparamos una piedra blanca a la ventana de un micro de niños religiosos. Cayó cerca. Después bajamos, pero sin sortija. Había una vieja muy sucia y en silla de ruedas y le chocamos los caños de metal y los pedales como quien choca dos copas de sidra antes de masacrar un tiramisú.

Cuando volvimos a casa entró un perro sin querer y mordió un globo. Le dimos sopa de bondiola y arroz. Rajó feliz. Nosotros pelamos dos cucharas. Abrimos un plato y le hicimos atentado a una torta con rulos de chocolate, banana en dulce de leche, crema. Los rulos están en todos lados. ¿Vos estás en todos lados o en ninguno? ¿El amor solo es serotonina? ¿Serotonina, oxitocina, dopamina y todas esas terminaciones en ina que alteran la percepción de forma bella? No. ¿Pero hay algo profundo en el sentimiento que no sea químico? ¿Hay que morir para descifrarlo? Mientras comía —con los labios manchados, casi desaparecidos por lo dulce—, pensé en vos. 

Belén.

Monjeira.

En verte ya mismo. ¿El tiempo en el que no estamos con nuestro amor es un tiempo de espera, de parpadeo, de nada nuevo?

Al rato un globo se desinfló y lo conecté al tubo de oxígeno. Revivió.

A la noche escribí, pero muy poco. Con los amigos nos pusimos los ponchos y fuimos a barriotear por ahí. La luna nos reclinaba las luces de los ojos. Hacía un frío de heladería cerrada. Pasamos por una esquina que solía ser un pelotero de cumpleaños, pero nos pareció que vendían droga. En la puerta había una camioneta que tenía como estampa el escudo de la selección de fútbol de Perú y la cara de Fort junto a una frase célebre que no recuerdo. Estaba apagada. Seguimos. Las ruedas de la silla tambaleaban con el sonido de las piedras de la vereda. El viento girando todo, hasta nuestras cabezas. Frenamos en la puerta de una rotisería. Era azul. A lo lejos, un amigo dijo «vimos a los héroes de Malvinas haciendo un pícnic» en una oficina de salud que, no sé por qué, estaba abierta a las dos de la mañana. Tal vez fue el efecto del faso que nos entró por la nariz veinticuatro segundos antes de revisar por ahí. El cielo estaba sedado y parecía no querer taparse nunca. 

Volvimos a casa. Entramos por la selva del patio, entre demasiadas plantas: jazmines celestes, jazmines del cabo, helechos, orquídeas de un día, begonias, alegrías del hogar, hortensias, tréboles morados, violetas africanas. Cada vez que paso, el patio me da ganas de pensar «qué belleza». Pero en realidad seguía pensando en vos. Creo que ya sos parte de mi inercia del pensar. Ya sos la tortura. Ya sos agresiva. Traté de mirar el patio: lo verde, desde abajo, y con los ojos vírgenes. ¿Se puede, a esta edad, a los veintiséis años, mirar pequeñas bellezas con el mismo asombro de la infancia?

Ya en mi habitación, Menta dejó las camperas arriba de la biblioteca.

Por ahora trabajó un mes. Fueron seis días por semana y mi papá le pagó directo a él.

Hizo un pis y se tomó un vaso helado de coca. Volvió. Me preguntó qué necesitás, capo. Le sonreí. Estuvimos todo el día cerca, lo único que no hicimos fue bañarnos. Ese tipo de trabajo íntimo no lo sabe hacer todavía. Una semana atrás me llevó a hacer caca y nos sacamos una foto en el inodoro. Yo apunté a cámara con el Lysoform como aerosol. Otro día llevó el papagayo a la plaza, hice ahí, sentado en la silla de ruedas, porque ya se me estaba por paspar el pis. Tapó mi pito con un rollo gordo de cocina, nadie nos vio.

«Estás transpirando», le dije yo.

«Estoy viviendo», dijo él.

Esta noche, tras volver, Menta me alzó, me acostó, me sacó las zapatillas, me chocó los cinco y con la ceja levantada dijo: «Me voy, te salvás de que no te cuchareo». Le guiñé un ojo. Abrí YouTube. Abrí YouTube, pero en ventana de incógnito. Busqué una hora de sonido de nebulizador: es como una música de aparato que sirve porque afloja los hombros, afloja el pis, da sueño, da frío, da estornudos. No sabía si estaba medio dormido o en un estado falso de meditación. Pero no. Era muy temprano. Me quise despertar. Abrí un ojo y tosí. ¿Solo de noche se puede escribir? Tomar las cuatro de la mañana como hora pico de oficina. ¿Únicamente escribimos cuando pensamos aquello que se piensa cuando uno está solo? ¿Así es? ¿De día existirá el pensamiento? 

El día es muy precioso como para ponerse a escribir; hay que salir a verlo. Y a sentirlo. Para eso está el sol, para que lo vean. De día se nos viene mucho más fácil la posibilidad de caer en la manipulación —por el ruido, por la tele, por el poder, por las redes— y de día se escribe con cierta distorsión, oyendo malas noticias. La noche abre la fantasía y nos deja escribir lo que aprendemos leyendo y mirando y escuchando y acompañando a las personas que queremos. La noche nos deja ver esto que vemos con los ojos —la vida, la película, esta ficción que nos inventamos—, pero desde la butaca, no desde adentro. Desde el proyector, no desde la pantalla. Esa distancia amplía los horizontes.

Vivir de noche es como contarle cosas de amor a la vida y decirle «qué bueno que existís».

Si es de noche y si cae una idea, podemos escribir esas emociones y esas imágenes de los días. Transformar toda experiencia traumática —cotidiana, linda o trágica— en poesía. Volcar al papel las esquizofrenias fugaces que inspira el día, pero que solo traza y despierta la noche. Esos relámpagos son escrituras que se envían y se reciben con distorsión, pero que al final siempre son dadas con afecto. La escritura de esa hora es una carta de afecto a la vida.

Tiene que ser de noche. Y si no es de noche, resulta muy tedioso y desesperante tener que esperar tantas horas durante el día para escribir. Tanto tiempo hasta que llegue el silencio. 

Le pedí mi celular a la enfermera del turno noche. Abrí el chat con mi amigo Luis Ortega y leí: «El día no existe, es una noche eterna que a veces clarea». 

Y unas observaciones suyas:

Para estar en la superficie, a la luz del día

hay que poder mentir

cuando el sol te pega en la cara

hay que poder desconocer lo que nos trajo hasta acá

lo que estamos haciendo

lo que somos.

Para estar a la luz del día entre todos

hay que ocultarse, silenciarse

saber morir antes de tiempo

y seguir caminando.

Para estar y compartir la luz del día

hay que olvidar quiénes somos

la fuerza que tenemos

la tristeza y la pereza que subyace todo

las ganas de matar, de llorar

de decir la verdad

que no es amiga de la luz del día.

Para compartir la luz del día

hay que controlar la alegría

y domesticar la defensa personal.

Me dejó pensando. Y me dejó menos solo. Con menos segundos en los espacios de muerte. Al contrario. Le pedí un libro a la enfermera. Después lo dejé, volví a Luis. Él es mi espejo. El compañero del desierto de la noche. Él piensa que amar es serio, que amar es un trabajo. Piensa que, al igual que la escritura, amar ya es una necesidad física y patológica. Y tiene razón: cuando uno empieza, no lo puede dejar de hacer. Sufre y ama. La vida es un sueño demasiado oscuro del que nunca queremos despertar. Y estamos sufriendo, yendo a relajarnos ahí. Sufrir puede ser lo más vivo de vivir.

Revisé casi medio chat. Leí otro mensaje de Luis, uno que mandó en un amanecer: «Buen día, sol latino. Anoche pensaba en vos arriba de una palmera tomando pisco sour en el caribe mientras dictabas novelas a mujeres desnudas que se turnaban cuando les transpiraba la lapicera. Decís que olvidarte se me hizo una costumbre. Pero no, jamás. Yo el horario de fuego lo extraño. Estoy durmiendo mucho para recuperar mis erecciones de antaño, cuando era un hombre y me acostaba con la salida del sol».

Por la ventana entró viento y un globo rosa se fue a flotar hacia una esquina del cuarto. Me dieron ganas de traer una gomera con agujas y pincharlo a distancia, desde la cama. Me dieron ganas de tenerte arriba mío desnuda. Aplastándonos. Vivir con la brújula mareada. Pero el tiempo es un traidor. No se conoce un gil más grande. Porque promete pasar a velocidad de ruta vacía y al final no. Todo tarda. No sé cuándo nos vamos a volver a ver.

¿Vos sabés?

A la tarde agarré una chinche y la soplé a un árbol a ver si así el tiempo pasaba más rápido. 

Belén.

Monja.

Tenernos acá. Que nos rompamos la armadura antimordidas. Extraño tu risa desorientada, delictiva, sin propósitos claros. ¿Por dónde andás? ¿Contenta? ¿Te duele menos la pierna? ¿Qué mirás en este momento? ¿Qué dicen Los pájaros de todo el tiempo? Ellos nos aman de una manera demasiado particular. Nos ven y no nos ven. Trabajan en los puntos ciegos. Tienen revólveres escondidos en el lomo. Nos piden ser buenos cuando ser malos es muy fácil. Y a veces les hacemos caso. Qué locura sería mirarte de nuevo: con alegría, con bronca, con terror. Y entonces romper esa armadura, la de los pájaros: la antimiradas.

Quisiera ser el espejo que está en tu cuarto. O uno de los ladrillos rojos de tus paredes. O el pantalón de gimnasia que te vas a poner mañana. O la sábana con la que te tapás ahora mismo para dormir. Siento que sos el bien. Tal vez seas más. Un poco más o un poco menos. Tal vez seas mucho menos. Sos. La vida te dio el misterio. Y andás ahí, en el rectángulo necesario. 

El amor ayuda a sacarnos —y a traernos— una virtud: la sensación de muerte.

En la amistad no hay drama. En la hermandad, su sinónimo, tampoco. La poesía está en el amor.

El arte de querer a alguien debe ser el arte mayor. Superior a la escritura, a la música, a la arquitectura, al cine. A la pintura y a la danza. A todo lo abstracto que se imagine. Aprender a amar y emocionarse con otra persona: el arte más peligroso. El más difícil.

Y allí, solo allí, solo estando allí, por segundos, uno puede dar palabra y sentir: «Mirá, podría morir ahora y estaría feliz: rendido, enloquecido mirando esta cara».

Y podría sentir, al mismo tiempo, fuerza de Dios: «Mirá, la tengo a la muerte en la esclavitud».

Me acordé, monja. Y sin entrar en un sueño tuyo. Nosotros —sin contar los sueños— ya somos esto, desde que nos conocimos: besos suspendidos en medio de la calle y las bocinas sonando, atropellos de toro con la silla motor, «perdón, no es que te quiera pisar, yo persigo todo lo que me gusta», saltar como tigres por las rampas, usar nuestros abrigos de paracaídas, trotar a orillas del mar y dibujar en la arena usando las ruedas de lápiz, «a mí me gusta morderte en todo el cuerpo», «te muevo, te aprieto: sos mi escopeta, mi escopoeta», los pies como asistentes para tocarnos, lecturas de guiones de cine en papel folio, teatros colones, fideos, tucos con morrones de colores, «la empresa de enfermería no existe; yo voy a enfermerearte, llevemos tu respirador a mi casa», la sábana blanca que usás de puerta de tu cuarto, ventiladores y tachos de ropa en el paso, radios prendiéndose solas, enrolar faso en un pan árabe, palabras inventadas por el oído, lunares de imprevisto, ropas prestadas y del mismo talle, una remera con dibujos de cocos y bailarinas de ballet, cartas de amor en formato rimas, entrar a estadios de fútbol a oscuras para derrapar y patinar sobre cemento con la silla, tocarnos en silencio en la habitación compartida del hospital, tocarnos en silencio y acabar mucho en un auto desconocido, invitaciones a clases tuyas de la facultad, taxistas milicos, conferencias en ferias de turismo —lo que estudiás—, reportajes entre nosotros para redactar trabajos prácticos de la facultad, caídas al piso y diálogos desde ahí, taparle el ojo al otro para que por favor deje de mirar con tanta intensidad, manos para sostener un cachete, diplomas compartidos en la Legislatura, danzar en el salón dorado y en patas, que yo cante y vos bailes.

Nueve

Turrísima de la oscuridad. ¿Estás despierta? Vengo de ver una película griega en la casa de un amigo. Esta vez dio para quedarse dormido a los cuarenta minutos. Había una pandereta de peluche en su living. Un velador con forma de nube. Porciones de pizza de morrón a medio morir. ¿Vos qué hiciste? Ya estoy en el Uber. La silla entró en la fila de atrás y le está manchando el tapizado. Las ruedas le dejan mugres marrones que parecen frenadas de bicis. Cenizas de cloaca. Polvos sobre el cuero. Comida: los pedacitos de queso y jamón que se cayeron —que se resbalaron— de mi boca hacia los pedales durante la cena. Qué sucio le queda el asiento. Es muy gracioso. Le pasa por ser rata y no comprarse un baúl más grande. Ahora puso música. Suenan Nicki Nicole y sus derivados de cosméticos en la playlist del chofer. Dijo que es paraguayo y tiene puesta la remera del Real Madrid. Abre la guantera y saca una alcancía que no junta monedas, sino clavos. Ya en breve llego al búnker nuestro. Vos metéte al tubo, ya se hizo de día. Hay que dormir. En estos días nos metemos juntos a la caja fuerte de amor y activamos los sensores de movimiento y comunicación. La escritura de ojos nos tiene de rehén. Mañana cursás. Yo ahora bajo y me pongo a escribir un rato más como soldado iraquí. Quiero que nos pongamos el glitter, el tuyo, el que comprás para tirar al techo en los autos. Ahora miro por la ventanilla. Está saliendo el arcoíris, flaca. Pendeja culona. Te mando un beso. Mirá si el arcoíris nos achica. Apenas pueda, te meto sin ropa en las góndolas del chino. Te acuesto ahí conmigo, atrás de los precios. Los paquetes de galletitas y los vinos tintos nos tapan y nadie del supermercado nos ve.

Diez

Sos luz, me escribís. Es como que naciste con un grupo electrógeno de palabras adentro y por eso nunca te quedás sin luz, aunque en el mundo todo el día se corte la luz.

Once

En otra parte de la casa suena una alarma con Vivaldi. Los pájaros, sentados en la enamorada del muro del patio, también: suenan, relampaguean, parpadean el día. Miran el cielo de ahora —cielo con menos silencio, con más siluetas— y se olvidan del cielo de hace minutos. Agarrados de las ramas, desean flotar. Tal vez saltan, corren de planta en planta.

Acá son las seis de la mañana. ¿O las siete? ¿O las ocho? ¿O la hora de las campanas y la entrada a la escuela? ¿O ya pasaron dos días, es decir, dos noches? Quién sabe, por ahí te despertás. Olés los pájaros. Abrís el habla con la almohada. Separás las piernas, agujereás lo mudo del aire con tu puño. Le hacés un fileteado nuevo a tu pelo crespo. Decís una vocal, amanecés la primera sonrisa.

Acá, en la cama, escribo, en horario nebuloso de ideas. Tierra en la mente. Transpiración en la voluntad. Las patillas mojadas. Mi remera tiene olor a espiral gastado; mi pantalón tiene olor a tu piercing. Miro las paredes. Tres blancas, una lila. Falta un dibujo tuyo en la habitación. Podría ser un gato que maneje un helicóptero adentro del mar. O un elefante neurotropical trotando sobre la vereda con una pata dando una patada y con la otra inclinada hacia el norte de un valle. O una jirafa con temblores en la garganta y con yogur volcado en el torso del coatí que esté sentado atrás. O una tortuga con taquicardia crónica y patas de cangrejo. O un alcohol portable y en gel que al sacar la tapa se convierta en veneno de ratas. O un sol con cara ruborizada.

Te paso la hoja de un libro por WhatsApp.

A la que respondés: «Precioso». 

Estás despierta.

Cristina Peri Rossi escribió este poema en su obra Detente, instante, eres tan bello:

No me digas tampoco

que tendría que hacer algo contra el insomnio

porque no me quedan muchos años de vida

de modo que cada noche que duerma

será una noche menos de vida

y no es cuestión de estar echando por la borda

(dobra)

estas ganas locas que tengo

de estar despierta

de no dormir

de no envejecer jamás

Una vez perdí una guerra

perdí una ciudad

perdí un país

perdí una casa

perdí cinco mil libros

perdí a los amigos

perdí un amor

No es cosa ahora, a los cincuenta

de perder también el insomnio

que me da la vida.

Doce

¿Cuándo vas a volver a invitar personas a tu casa? 

Si tu timbre suena es porque vienen a mirarte. Eso suelo hacer yo: te miro. Es la manera de conseguir lectura y atraparla y copiarla y distribuirla por los poros de la mente, por donde solo trato de dar ingreso de inspiración. 

El mejor paisaje es una cara, pienso mientras te veo. 

Te doy cosquillas con el ojo. Y ahí tu perro naranja —celoso de vos o de mí— me pasa su lenguapincel por toda la pera y los labios y lo esquivo con movimientos de cabeza y él trepa —no sé cómo— escalones imaginarios de la silla y abarca toda mi cabeza con sus besos y no encuentro escapatoria. Vos lo mandás a silbar chacarera al patio. Me das tu mano —poco pintada, pero dorada del frío— y con la otra empezás el trastorno sonoro de estirarme todo el cuerpo. Pendejo, decís, vení. Te encanta el trac, trac de las articulaciones. Y pelar mis uñas con el filo de las tuyas. Y arrancarme las cascaritas y drenarme los quistes buenos con las manos sucias. Y apretar los puntos negros y los puntos blancos. Cuando terminás, me mordés al lado de la vena del cuello y me aplastás la cara con tu espalda. 

Tu mamá escucha vallenato y nos sirve plátanos maduros. Dice que los cantantes son hijos de hijos de hijos de narcotraficantes muertos. Yo siempre le hablo y espero de reojo a que se duerma sentada en la mesa para ver si puedo ir a ajusticiarte al baño. Actúo bostezos por si le da sueño. A veces ponés películas muy malas en Netflix y te vas lavar los platos; yo te espero. O ponés a Pink Floyd o ponés a Radiohead —bien— o ponés a traperas que hacen música para niños. Yo miro la jirafa tricolor del cuadro de tu comedor mientras afuera vuelan por los cielos los camiones de bomberos. 

Extraño todo eso.

Salir y que hagas una visita guiada de tu barrio —porque sabés mucho de historia— en los semáforos rojos. Frenar en una casa que te dan ganas de diseñar en el Sims. Llegar a una canchita de fútbol con pelotas pinchadas y jugar a la obra de títeres teniendo el alambrado como telón. Ver médicas que van a su trabajo en moto y manejan con el delantal sanitario puesto. Robar gorras verdes en ferias americanas. Desearle un muy mal día en voz alta a la persona más alegre que se nos cruce. Ir a la cancha de Huracán y gritar hasta los goles errados. Pasar gratis sin siquiera entrada ni certificado de discapacidad. Decirte que te quiero con la fuerza de cuarenta y cuatro hinchadas juntas. Tocar un cajón peruano con chupetines. Fumar los cañones que te armás con sedas rosas y filtros de Barbie. Que salgas desnuda de bañarte y elijamos la ropa que te vas a poner para ser la más linda y angustiada de la fiesta. Besarte adentro de la carpa que creás con tus rulos.

Ir a tus dos casas: la de tu mamá, la de tu papá.

Ir a verte jugar a la pelota.

Atajás. Y además jugás de pivot, de nueve, de delantera, usás la camiseta número once. Aguantás la posición y quien te marca la tiene muy difícil contra la fuerza —y la forma y la dureza— de tu culo. No te la pueden sacar.

Esperás y cuando una compañera se desmarca das el pase. O girás y le tirás un bombazo a la arquera.

Mi papá me acompaña a verte. Menta también. Menta y su boca.

¿Qué es el fanatismo a los clubes? ¿Uno, en realidad, no va a ver personas? Eso respondí hace poco cuando una chica de la tele me hizo una nota apenas terminó tu partido. La chica insistía en la idea de un posible encanto con el equipo, con los colores, con la hinchada, con las canciones, con las banderas, con los dueños, con los fundadores. No la entendí. Yo le dije —esto nunca te lo conté— que voy a verte para hacerte sentir que existís. Creo que tenemos un camino de conversación y poesía que nos une y nos hace mejores personas. 

Compartir la aventura de vivir y con la respiración de la paradoja. 

Así solemos estar: dándonos la cara, dándonos los ojos.

La primera vez que te vi me sentí recontra cómoda y cada vez que te miraba se abrían ochenta mil cielos, dijiste una vez. Cielos asimétricos, reforzaste.

Ahora quiero ver cómo la costura de tu blusa se desarma cuando le respiro cerca. Mis verbos estrangulados por tus ojos. Agarrarte de las piernas y empezar el temblor. Escribirte palabras invisibles en la rodilla con alguno de los nódulos de las manos, que parecen marcadores indelebles. Vos adivinás lo trucha que es mi letra cursiva. Me atás el pelo de un manotazo. Me sacás el talón de las zapatillas con tus propios pies. Te muerdo el codo y respirás sin sincronizar con nada. Pestañeás como si el pestañeo te hiciera recobrar más potencia para la siguiente mirada. Me tirás al piso sin culpa, yo caigo a los tropiezos como si cayera por chocar con tus medias marrones. Escuchás el piano, de fondo, que toca mi hermano Agustín. Te agrada. Te alivia. Te produce un breve descanso. Cerrás las puertas. Apagás la luz del techo y ponés Tash Sultana en tu teléfono. Te saco el jogging, que ya te queda flojo. Te saco el corpiño y el resto de la lencería de la muerte. Te beso. Me tapás la vista poniéndome tu ropa interior como pasamontañas. Metés mi pija adentro tuyo. Encontrás maneras nuevas de penetrar, teniendo en cuenta la diferencia del tamaño de nuestros cuerpos. Somos las acrobacias de la cama. «Acrobacia» es nuestra nueva palabra favorita. Nos miramos fijo, abajo de las sábanas. Todo sucede a oscuras. A oscuras nunca se nos despintan los vocabularios. A oscuras sentimos los dedos sobre la piel y tu poder, el de autodesarrollar párrafos.

Trece

¿De verdad se puede cumplir este sueño: que un amigo trabaje de enfermero y encima le paguen? ¿Es cierto que logramos hackear a las empresas? ¿Les pegamos un baile? ¿O solo lo estamos soñando? ¿Lo acabamos de inventar? Los cambios de la escritura tienen que ser para conmover, pienso. Toda escritura tiene que tener como resultado universal las ganas de salir a vivir y bailar. 

Tengamos ganas de llorar. De alegría.

Catorce

Paso por una esquina en la que desde un balcón se oye música hindú. En la vereda se juntan polvo, tierra, narices de gatos. Un trabajador de la construcción de un edificio se sube a un vehículo para cargar escombros. Yo freno adelante. ¿Jugará una carrerita? Hasta la esquina, a lo guapo. Dice que le encantaría, pero que lo usa para trabajar nada más. Arrugás, le grito. Entonces voy a leer a la plaza. En las cuadras del camino veo árboles y frutos: fresnos, paraísos, ficus, frutillas, jacarandás, naranjos, aromos, pinos, ceibos. Una nena con la remera de Lilo y Stitch me saluda y se va a los gritos: «¡Me mordió, me mordió!». Nunca vio a un cristiano. Yo sigo. Por la mitad de la cuadra corre muy rápido una moto roja, tuneada, adjetivada de más. Yo sigo. En realidad, Menta me está llevando con la silla, pero esta vez hago de cuenta que estoy solo. ¿Estar solo tiene ventajas? ¿Por qué pienso así? Freno en un banco de la plaza y él pone instrumentales de rap. Si uno junta lucidez y vocabulario, la improvisación de rimas —pienso— es un ejercicio funcional al pensamiento. Mide cuán inteligente sos. Creás oraciones y sorpresas intelectuales en tiempo real. Es como el humor. Es igual que la vida, componer lo espontáneo. No hay reglas, no hay límites: solo azar. Por eso el que improvisa entra en trance y explora y suelta palabras y palabras y palabras y palabras y juega y solo juega y explora y las frases se arman solas a velocidad eléctrica. Se puede poner más complejo: que todas las sílabas rimen con las siguientes. Podemos cambiar acentuaciones. Y no frenar la técnica ni el sentimiento. Es una manera de sentir el momento. De estar —ojalá— demasiado vivos. 

Es una manera de escribir, pienso.

Ahí aparece la libertad. Y la abstracción. Rapeamos como un rezo, para regalarnos palabras. 

Tomá, te tiro esta palabra.

Tomá, que rima con esta.

Tomá, seguila.

Tomá, saltá, trepá un puente, bailá en los techos de las casas, bajá, tirá palabra, corré, robá, malabareá, tirá palabra, tropezáte, tirá palabra, golpeáte, tirá palabra, pintáte una pierna, monitoreá tu labio, tirá palabra, escaneá tu sintaxis, tirá palabra, transpirá, abrí cofres, tirá palabra.

Sin entender las reglas de la vida.

Por eso quiero que rimemos juntos, Belu. Es muy grande el cariño que nos podemos dar. Hoy sin querer jugué a Los pájaros de todo el tiempo todo el día. Lo tuve que jugar todo el mediodía, toda la mañana, durmiendo también. ¿Cuándo nos vemos? ¿Sábado? ¿Martes? ¿Miércoles? El miércoles estamos vivos de nuevo. Te voy a romper la cara. Sos mi enfermera más perversa. Cada vez que te ponés a vivir cerca de alguien, mejora todo el texto.

Quince

Más tarde de nuevo se hace de noche y escribo. Mi madre —con la boca abierta, la tablet y los auriculares puestos— está dormida desde hace dos horas. La enfermera juega al Candy Crush, va por el nivel cuatro mil. Hace un rato contó que tiene un paciente que recibió un tiro de su mejor amigo a los doce años y sobrevivió. Ahora la miro, toma té helado de su termo naranja. Hace una sonrisa pícara y se sube el cierre del camperón original de Boca. Me sienta en la reposera y me da agua del pico. Prendo la computadora. Prendo los parlantes y superan el cien, ciento diez de volumen. Veo dos películas de Carlos Saura: Cría cuervos y Deprisa, deprisa. ¿Cómo es que se ha hecho tanta belleza? Hay que agradecer. ¿Cómo es que hay tanta noche para nosotros? Es para agradecer. No tengo sueño. Insomnio tampoco. ¿Por qué hay que dormir? Si existen el cine y la poesía.

Igual duermo.

Dicen que la eternidad es así, que hay que fingir un descanso. Hacerse el dormido o trepar el lenguaje y soñar. Dicen que el momento más oscuro de la noche sucede en los minutos previos al amanecer. Dicen que uno se ilumina ahí. Dicen que, sobre todo, vos.

Para eso duermo.

Duermo y nos vemos.

Soñamos y escribimos.

Dieciséis

Mi padre llama a la empresa y a pesar de que lo atienden va directo a las oficinas. Presenta los papeles de identidad de Menta. «Él puede, él es capaz», dice. También despliega unas hojas y les entrega su currículum vitae: Menta solo trabajó como cajero del supermercado DIA y después —hasta ahora— acá. De la empresa dicen que no, convencidos. «Esta es una guardia salvaje, solo él puede, por favor», insiste mi padre. «Si su trabajo sirve, dejenló ser el enfermero de las tardes de mi hijo», agrega. «Mi hijo sale a todas partes con él; las enfermeras de siempre nunca lo quisieron llevar a dar vueltas. Esto de salir a pasear, para que entiendan, solo lo hizo el enfermero que renunció luego del ataque del perro», refuerza. 

La empresa acepta a Menta.

Diecisiete

Hoy es miércoles.

Hoy nos vemos.

Antes de llegar a tu cara, soñé de nuevo con vos. 

El sueño empezó con muchos taxis. Olor a tos, gel, faroles, camisas, corridas, pegamento, sol, lavandina, cordones. La calle sucia, rápida, en cero pausas. El cielo fresco y menos lacio que otros días. Las nubes venían, se ponían cerca, hola, qué tal, se chocaban dos o tres veces con los ojos cerrados. Una mujer recién salía de terapia y lloraba y mandaba un mail desde el celular que decía así: «Busco palabras y trato, pero no puedo. No podría hablar mal de vos ni aunque quisiera. Sos tu propio misterio. Nunca te vas a conquistar. Por eso parecés longevo. Yo te amo tanto que vos te amás a través mío. Estoy yendo a verte y mientras camino me oscurezco. Vos debés de estar respondiendo otros mails. Yo acá vengo. Me estoy acordando de vos y con mucha ternura». 

Una marioneta se paraba a frenar la onda verde y hacía malabares con espejos retrovisores robados de autos. La marioneta estaba descalza, flaca. Había una pistola en posición fetal que resistía y respiraba casi dormida adentro de su pantalón. Había monedas suyas mojadas en licor que se caían por una alcantarilla. La marioneta recogía más monedas de los autos y después se derretía por el calor de un caño de escape. Ya muerta, los conductores aplaudían y se persignaban. 

También —en simultáneo— había un silencio aturdiéndole la memoria por dentro a un anciano que pasaba. En medio de la cuadra había una mesa con cartas transparentes para jugar al no sé qué. 

Había un cartel pegado en un kiosco de diarios que decía esto: «Leer es una manera de estar, todo el tiempo, en todos los sentimientos de todos».

Creo que fue a la tarde, ante el cielo con colores de piel. Pasé por el centro de Buenos Aires, no sé qué calles. Y te vi ahí. Eras un sol pecoso y desconocido que salía y usaba un reloj sin agujas porque «para qué agujas, si siempre es de noche». Eras un sol nuevo. Andabas sin radar, pero te alejabas de la superficie y mirabas la Tierra desde afuera y buscabas una cama de peces para volver a entrar al mundo y meterte a dormir la siesta entre el agua. No encontrabas la cama y alguien daba la información: «Un tornado de lava la desarmó hace días». 

Yo te vi.

Motorizaste la mirada de quienes te vieron salir. Todo se nos volvió precipicio. Tus ojos eran dos bombas atómicas portadoras de abismo y amor. Tenías una cartera giratoria que se movía y les tocaba la mandíbula a los linyeras. Mordías un pañuelo blanco, sofocado por tu aliento. El corazón te hacía vengo, voy, vengo. Yo te miraba con ternura.

Después ya era otro día. O el mismo. 

Estabas en una habitación. Tenías una pecera verdosa a la que le volcaron sobres de almíbar. Estabas en una cama y la cama te mareaba como una balsa. Una chica del personal de limpieza del hotel te acercaba una cucharada de azúcar a la boca para evitarte desmayos. Vos la pateabas y el azúcar caía justo en un jarrón de museo que había en un mueble. La chica sacaba una cacerola del corpiño y te surtía. Te largaba a la calle. Barrioteabas con los labios pintados de color lila chupetín. Un perro te mordía las botas y por la mordida se te abrían. Veías que de ahí salían tarjetas de crédito y pastillas de menta: estaban guardadas dentro de tus botas. Vos no estabas drogada. Soñabas despierta: veías bandejas con sangre, bandejas con hielo, bandejas con agujas. 

Agarrabas un trazado de mi cachete y le hacías un montaje a mi cara y le ponías un trazo del labio tuyo en el mío y aquel cruce de colores —mi rosado, tu rosado— nos daba cosquillas. Vos solo mirabas y no parabas de exponerme la mirada. Me la reventabas, sugerías que te mirara con mayor fuerza. Parabas en una estación de servicio a tomar un botellín de vino en vidrio. Íbamos para otras calles empinadas del centro y vos las alquilabas: cuál querés, me decías. Esta acá, esta allá. Alquilabas las baldosas, alquilabas los pisos, alquilabas las arquitecturas, alquilabas los vehículos: todo para esas tres cuadras empinadas. Y desde entonces decíamos «ya está, qué más deseás, mucho, mucho más, claro, pero ahora sí, preparáte». Tomábamos carrera y nos tirábamos —con la lengua afuera— por los barrancos y se nos rompían las piernas y los brazos y se estropeaban contra los árboles hasta dejar heridas abiertas. Ninguna se nos regeneraba.

No había policías, no había ambulancias. 

De las heridas relucían las costras, la piel negra, la blancura de los huesos —tímidos— a la vista. Un hueso saltaba de tu rodilla. El hueso andaba solo y se pegaba con cinta de papel a un poste de luz. Ya quieto, atraía besos. Los vecinos pasaban y sin despegarlo le daban besos en la espalda. Viste que la vida es la tragedia más disfrutable de todas, decías vos. Nunca nos vamos a ir, vas a ver, agregabas. Prometías inmortalidad. Ya sin ropa, nos levantábamos. Vos tenías purpurinas de sangre en los codos. Corríamos con una bici y vos entrabas a una tienda a piratear libros y cómics y los robabas y salías y nos tirábamos de nuevo por los barrancos y gritábamos: «¡Somos lo más lindo! ¡Yo me hago la viva! ¡Él se hace el vivo! ¡Eso es porque queremos estar vivos! ¡Miren lo vivos que estamos!».

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