Sábado, ocho de la mañana. Suena el despertador. En la semana duermo hasta más tarde, pero hoy es día de partido. Me da un poco de fiaca. Me siento en la cama, en calzón y remera. Es una técnica que me enseñó mi papá: no hace falta levantarse, solo mantenerse despierto y esperar a que el cerebro arranque.
Al rato mi papá se asoma a la puerta.
—Vamos que hay que pasar a buscar al Uru.
Cuando escucho el nombre de mi amigo sonrío y me bajo de la cama. El año pasado iba vestido desde casa, pero mi papá me dijo que los jugadores de verdad se cambian en el vestuario.
El bolso lo tengo hecho desde ayer a la noche. Solo faltan las medias que se estaban secando en el lavadero.
Mi hermana y mi mamá duermen. Mi mamá odia el club y odia el rugby. Mi hermana jugaba al hockey pero la mandaban de arquera y no le gustaba. Tampoco le caían bien sus compañeras, así que dejó de ir.
Mi papá siempre cuenta que mamá lo fue a ver una vez cuando estaban de novios. Cuando salió le dijo:
—Turco, qué rápido que corrés —y no fue a verlo nunca más.
Vamos al club Los Cipreses. Todos los que lo queremos le decimos El Chipo. Antes de salir, mi papá me ayuda a repasar el bolso. Me enseñó una técnica. Tengo que imaginarme vestido de jugador e ir nombrando las prendas de abajo hacia arriba y de afuera hacia adentro: botines, medias. Short, calzones. Camiseta, remera. Protector bucal. Está todo.
Estacionamos en la puerta de la casa del Uru. Yo bajo y toco timbre. Los papás del Uru están separados. Él vive con su mamá y sus hermanos. Ninguno lo viene a ver. Pasa mucho tiempo en mi casa y tiene una copia de la llave de abajo, así no tengo que bajar a abrirle.
Mi papá jugaba en la primera del Chipo. Cuando nos cruzamos con uno de sus compañeros siempre me dicen no sabés cómo tackleaba tu viejo. A mí no me gusta tacklear. Prefiero correr o patear a los palos. O hacer pases largos con zeppelin. Me sale muy bien el zeppelin y por eso los entrenadores me ponen de medio scrum. El Uru sí tacklea. A todo. Es como un kamikaze que se tira a los tobillos de los contrarios. Y corre un montón. No se cansa nunca. Por eso lo ponen de octavo. Está bueno que seamos mejores amigos porque el octavo tiene que proteger al medio scrum.
Mi papá maneja y yo voy al costado. Atrás está el Uru con el bolso sobre las piernas.
—Hoy tienen un partido chivo —dice mi papá. Le encanta decir partido chivo. Es cuando los equipos no se sacan ventajas y cualquier error puede definir el resultado. Dice que te das cuenta cuándo es partido chivo porque en la tribuna nadie habla y podés escuchar los hielos chocar contra los vasos de gin tonic.
—Turco, ¿por qué hoy es partido chivo? —pregunta el Uru.
—Contra Matreros es siempre partido chivo. Una vez a mi amigo Shimmy le partieron las dos piernas.
Los dos ya conocemos la historia, pero dejamos que la cuente de nuevo porque nos encanta.
—Shimmy tiene treinta años más que yo. Fue fullback de Los Pumas, pero antes del 65 cuando todavía no se llamaban Pumas. En esa época Los Cipreses no existía. Shimmy jugaba en El Talar. Era una bestia. Alto, rápido, un asesino tackleando. Jugando contra Matreros le patearon una pelota arriba. Saltó para agarrarla y los salvajes lo tacklearon de a dos en el aire. Le rompieron las dos piernas. Los salvajes de Matreros no te perdonan.
Mi papá tiene un definición para cada club de la URBA. Los de Pucará son asesinos. Los de Regatas, tractores. Los de Hindú, mala leche. Los de Biei, conchetos corredores. Los de CUBA, conchetos vengativos. Los de Belgrano Athletic, conchetos fracasados. Los del SIC, máquinas.
—¿Y los del SIC no son conchetos?
—A esos no les importa si tenés plata, solo quieren meterte tries.
Según su teoría, los del Chipo somos suicidas tackleadores, pero creo que está hablando de él mismo.
Estamos en el buffet del club, esperando que sea la hora de jugar. El Uru está en el baño. Siempre hace caca antes de los partidos. Al lado mío está el Napo Granelli. Es mi otro mejor amigo. No para de hablar. Es un emocionado del rugby y se la pasa viendo partidos en el cable. Tiene muchos VHS que grabó él mismo con jugadas de Jonah Lomu, el wing de los All Blacks que mide dos metros, pesa ciento veinte kilos y corre los cien metros en diez segundos. Todo el día habla de Lomu.
—Ayer vi un partido de Lomu cuando tenía nuestra edad.
—Basta, Napo.
—¿Sabés que cuando era chico no era tan groso?
El Napo está preocupado porque es petiso y tiene miedo de no poder jugar en primera. Fue a ver un médico del crecimiento para ver si va a ser alto y le dijeron que tiene que esperar. Pero el papá y la mamá son bajitos, así que nadie tiene esperanzas de que crezca mucho.
Ganamos el sorteo y elegimos sacar. El drop es alto y le da tiempo a nuestros forwards a llegar. El Uru pelea la pelota en el aire y gana. Ruck, abro, pelota al wing, sombrero al fullback y try. No parece un partido chivo. Ganamos 42 a 5 y el único try que nos metieron fue porque al final el entrenador puso a todos los suplentes.
El Uru hizo dos tries. Juega bárbaro. En el colegio no le va muy bien y los profesores siempre están preocupados por él. Pero en la cancha es una estrella. Se transforma. Lo ponen de titular y las chicas de hockey siempre preguntan por él.
Nos bañamos, comemos patys en el tercer tiempo y después vemos el partido de la primera. Hoy es un día especial porque debuta el Tero Tiester. El Tero fue nuestro entrenador el año pasado y todos los queremos mucho. Ahora sí. Partido chivo. Chivísimo. Cero a cero todo el primer tiempo, que es raro para un partido de rugby. Los salvajes de Matreros no paran de tacklear. Cuando faltan cinco minutos para el final ellos van ganando 9 a 6. Todos penales, ni un try. Scrum para nosotros en las 25 yardas. Nuestro medio se levanta y pone una patada alta al cajón. El Tero la corre, salta y le gana al fullback contrario. Corre al ingoal. Try abajo de los palos. 13 a 9 y festejamos. Todos estamos muy felices porque el Tero la rompió.
Mi papá se quiere quedar con los amigos jugando al póker en el bar de veteranos. El Uru y yo vamos al fondo a jugar una tocata con otros chicos de la división. Al rato aparece el Napo Granelli, todo excitado.
—¡Trapo! ¡Uru! ¡Vengan! ¡Le van a hacer culo al Tero Tiester!
Los demás chicos salen corriendo hacia el quincho.
—¿Culo? ¿Qué es culo?
—Es lo que te hacen cuando debutás en primera.
—¡Dale, boludo! ¡Vamos! El Napo sale corriendo y nosotros detrás. Cuando llegamos, el quincho está lleno de jugadores de todas las divisiones del club. Hoy un olor tremendo a cerveza y gin tonic. Todos tienen un vaso en la mano. Algunos jugadores de la primera cantan: ¡Culo, culo! ¡Culo, culo, culo! Los demás se van sumando golpeando los vasos contra la mesa. El Tero Tiester sonríe y dice que no con la cabeza. Alguien despeja una mesa y le dice que se acueste ahí.
—Ni en pedo —responde el Tero pero enseguida todos empiezan a cantar ¡Culo, culo! ¡Culo, culo, culo!
Otro jugador del plantel superior aparece con una máquina para cortar el pelo.
—¡Salí de acá! —dice el Tero, medio en joda, medio en serio.
Seis forwards de la primera lo agarran y lo tienen atrapado mientras otro lo rapa. Lo deja todo desprolijo, con mechones por acá y por allá, como un caniche enfermo. Mientras tanto los demás jugadores pasan y le vacían sus vasos encima. El suelo es un pegote de enchastre de pelos, mugre y cerveza.
—Dale, loco. Les dije que el pelo no.
Me da un poco de pena el Tero porque le importa mucho su pelo. Siempre se lo está acomodando. Una vez fuimos de gira a Concordia y todos lo cargaban porque tenía muchos productos de belleza. Algunos de los chicos de la división decían que era puto.
Alguien se acerca desde atrás y le baja los pantalones al Tero, que se queda con el pito al aire. Por la puerta del quincho entra Merluza Borda, el capitán de la primera. Está casi desnudo, salvo por una tanga fucsia y un penacho de plumas que le cubre la cabeza. Todos nos reímos. Merluza juega de medio scrum como yo, pero no hace buenos pases de zeppelin. Es muy rápido y muy vivo. Mi papá dice que es un ladrón de gallinas porque siempre hace tries cuando los contrarios están distraídos. Además tacklea un montón.
¡Culo, culo! gritan todos. El Napo también grita y yo también.
—A la mesa —dice Merluza. El Tero duda.
—¡A la mesa!
El Tero sigue quieto y Merluza se cansa. Hace una seña y ocho jugadores se acercan y lo llevan al Tero a la fuerza hasta la mesa vacía.
—Pará, la concha de tu hermana, voy yo solo. Lo largan al Tero, que se acuesta boca abajo sobre la mesa.
—Che, no se sarpen —dice el Tero medio desnudo sobre la mesa. Parece que tiene un poco de miedo. No termina de hablar que ya lo están bañando en cerveza, kétchup y gaseosa. Merluza se golpea el pecho con los puños y el quincho entero vuelve a gritar.
¡Culo, culo! ¡Culo, culo, culo!
Agarra una cerveza y se la tira encima. Camina por todo quincho gritando ¡Culo! Cada vez que se acerca a un grupo de jugadores, los gritos crecen. De pronto se acerca a donde estamos nosotros. Tiene los ojos vidriosos. El cuerpo le brilla, no se si de la cerveza o del sudor. ¡Culo! grita él. ¡Culo! grita el Napo y nosotros también gritamos ¡Culo, culo culo!
Merluza se para junto al Tero y ordena:
—Forwards.
Los ocho forwards del pack de la Primera hacen dos filas, una a cada lado de la mesa. Mientras el quincho entero grita, los jugadores, de a uno, le muerden el culo al Tero, en el cachete que les corresponde. Cuando terminan hacen lo mismo los backs. Durante las primeras mordidas el Tero grita. Al final no hace ningún sonido. Y si lo hace no se escucha. Todo queda tapado por la masa de rugbiers gritando ¡Culo!
Cuando parece que todo terminó, Merluza se pone un guante de esos que usa el médico del partido, se embadurna un dedo con átomo desinflamante y se lo mete al Tero en el culo. El quincho estalla de gritos. Todos los varones del club deben estar metidos acá. El Napo está como loco.
—¿Viste eso? ¿Viste eso?
El Uru y yo nos miramos y nos morimos de risa. Entre el tumulto entra un jugador de la primera con un cajón de verduras en el hombro. Adentro tiene un pito de goma enorme, también pintado con los colores del club: naranja, celeste y blanco. ¡Culo, culo! gritan todos y se pasan el pito gigante de mano en mano y lo levantan como si fuera una copa, hasta que llega a manos de Merluza. El capitán de la primera embadurna el pito gigante con kétchup y se lo entierra al Tero en el orto. El quincho explota. Todos gritan ¡culo! y nosotros también. Esto es más emocionante que salir campeón con tus amigos. Todos los jugadores de la Primera están abrazados alrededor del Tero. Alguien le tira un paty que cae encima de uno de sus cachetes. Todos nos reímos.
Merluza entierra el pene gigante un poco más y después lo saca de un solo movimiento. Después lo levanta en el aire y el quincho rebalsa de jugadores gritándole al pito con los colores del club. El Tero no se mueve ni dice nada. Merluza se acerca como si intentara escucharlo.
—Silencio —pide Merluza.
Algunos se callan, otros no.
—¡Silencio! —grita y ahora sí, ni un sonido. El Tero parece decir algo.
—No se escucha —dice Merluza.
Algo está diciendo porque nos llega un sonido pero no podemos entender.
—¡No se escucha!
—Culo… —dice el Tero.
—¿Qué?
—Culo —repite un poco más fuerte.
—No te escuchó nadie, nene.
—¡Culo!
—¡Vamos, Tero!
—¡Culo!
—¡Más fuerte!
—¡Culo, culo, culo!
—¡¿Cómo dijiste?!
—¡¡¡Culo, culo, culo!!! —y el quincho entero se suma a cantar con él. Todos cantamos ¡culo, culo, culo! y el Tero se para en el centro. Uno a uno, los demás jugadores de la Primera lo abrazan. El pito gigante da vueltas por todo el quincho, pasando de mano en mano, alzado hasta el cielo. Lo agarra el Napo, lo agarra el Uru, lo agarro yo. Todos los jugadores de divisiones inferiores lo tienen en la mano y lo levantan y gritan ¡culo! El grito se empieza a mezclar con algunos que gritan ¡Chipo, Chipo! hasta que el apodo del club es lo único que se grita. El pito llega de nuevo hasta Merluza que se lo ofrece al Tero. El Tero lo agarra y mientras todos gritamos, lo levanta y lo agita en el aire. Alguien le alcanza al capitán una camiseta del club. Está vieja y manchada pero Merluza la muestra con orgullo. Después se la da al Tero, que se la pone y sonríe. Se besa la camiseta y con todas sus fuerzas grita ¡Vamos Chipo, carajo!
Son las doce de la noche. Después del club el Uru vino a mi casa. Jugamos al PC Fútbol con el Piacenza y lo llevamos desde la Segunda B2 hasta la Champions. Vemos Orsai a medianoche, un programa con Pettinato y Bonadeo y nos reímos con los chistes del Gato de Verdaguer.
—¿Vos te bancarías lo que le hicieron al Tero? —le digo.
El Uru piensa.
—No sé.
—Yo no me lo bancaría.
—Igual quedáte tranquilo que si seguís sin tacklear nunca vas a jugar en Primera.
—Calláte, puto —digo y le doy una piña en el hombro.
—Aia, casi me duele. Le saco el control remoto y cambio de canal.
—Dejá Orsai. No le doy bola y paso los canales.
—Dale que ahora viene Aníbal Hugo desde Claromecó.
Lo miro, miro el control remoto y sigo cambiando. Con un movimiento rápido el Uru me agarra la muñeca y con la otra mano me arrebata el control.
—Sos muy fácil.
Intento recuperarlo pero no puedo. Es más alto, más fuerte y además es el segundo de tres hermanos varones. Se sabe todos los trucos de la lucha por el control remoto. Entonces me paro y pongo una ojota frente a la lucecita roja del televisor. El control queda anulado y cambio con la mano. El Uru se ríe de mi ocurrencia.
—¡Dale, boludo! Dejáme ver Orsai —dice.
—Es pésimo.
—Vos sos pésimo.
Se para y tira la ojota al piso. Se da vuelta para volver a la cama y entonces le meto un tackle que lo tumba y le hace perder el control.
—¿Ahora tackleás, maricón? —dice y se ríe. Yo agarro el control remoto pero el triunfo me dura poco. Me agarra de la muñeca y en el forcejeo enseguida me domina. Me lo saca. El control está en su mano. Yo trato de
abrírsela con las dos mías. Me canso y dejo de luchar. Lo miro al Uru. Él me mira.
—¿Por qué no me dejás ver Orsai?
No contesto.
—Yo te dejé ver Nivel X —insiste.
Me acerco hasta la boca del Uru y le doy un beso. Abro mis labios y saco la lengua. Mi amigo se deja besar pero no hace nada. Su lengua es áspera. No se parece a la lengua de las chicas que besé hasta ahora. Después corre la cara. Tiene los ojos cerrados. Los abre y dice:
—¿Qué hacés?
—No sé.
—¿A vos no te gusta Fru?
La pregunta me confunde un poco.
—Sí. ¿Y qué?
El Uru agarra el control remoto y vuelve a poner Orsai, que ya está terminando.
—¿Jugamos al Nintendo?
—¿Mortal Kombat?
—Prefiero el fútbol.
—Dale.
No le cuento a nadie que le di un beso al Uru. Me da vergüenza y además no quiero que en el club piensen que soy puto. Los putos no juegan al rugby.
Ese sábado el Uru no viene al club porque está enfermo. Es raro. El nunca se enferma y menos si tiene que venir a jugar. No lo veo desde ese día en mi casa. No vamos al mismo colegio. Yo entré al Nacional Buenos Aires y él va a otro colegio del Estado que no conozco. Jugamos contra Champagnat y ganamos 21 a 18. Nuestro entrenador, el Pony Fernández, está muy contento. Es la primera vez que ganamos dos partidos seguidos. En el tercer tiempo me siento con el Napo, que no para de hablar del partido. En un momento se debe dar cuenta de que no le estoy prestando atención porque cambia de tema.
—Hoy es el cumpleaños de Caro McNeally y me dijeron que te invite.
Caro McNeally juega al hockey en Los Cipreses y va al colegio con el Napo.
—¿A mí?
—Sí, porque le gustás a Fru.
Fru es el sobrenombre de la chica que me gusta. Le dicen así porque tiene el pelo colorado y cuando era chica se parecía a la protagonista de Frutillitas.
—No sabía que gustaba de mí.
—Dale, Trapo. Lo sabe todo el club.
A mí me dicen Trapo por Trapito, el espantapájaros.
—¿Dónde festeja?
—En Iceland.
Iceland es una pista de patinaje sobre hielo donde todas las chicas del club festejan sus cumpleaños.
—No sé.
—No te hagas rogar.
Pienso.
—Bueno, ¿me acompañás o no? —insiste el Napo.
El Napo está enamorado de Caro McNeally y hace cualquier cosa que ella le pida. A mí me parece un poco arrastrado. Pero es mi amigo.
—¿Pa, me llevás esta noche a Iceland?
—¿No odiabas patinar?
No respondo.
—¿Hay una chica que te gusta?
—Voy a acompañar al Napo que gusta de Caro McNeally.
—¿Y a vos no te gusta nadie? —pregunta y sonríe.
—No, pa. Nadie.
Voy a mi cuarto y elijo la ropa. Una remera Polo manga larga que mi mamá me dice que me queda muy bien y un jean. Me lavo los dientes, me pongo perfume. Por el marco de la puerta aparece mi papá con un paquete de Beldent verdes.
—No hace falta, pa.
—Mirá si hoy besás a alguien… —dice mientras sube y baja las cejas.
—Papá… —respondo, un poco indignado y un poco riéndome de su cara de nabo.
—Lleválos. No te cuesta nada —dice y pone los chicles en el bolsillo de mi jean.
Me subo al auto del papá del Napo. Maneja el padre, la madre va al lado. Atrás está el Napo, vestido con toda la ropa que le trajo su tío de Miami.
—¿Qué es eso?
—El regalo de Caro. ¿Vos qué le trajiste?
—Nada, Napo. Me enteré hoy de que estaba invitado.
Se queda en silencio, mirándome a mí y al regalo, al regalo y a mí.
—¿Qué le compraste?
—The Girlie Tour 3-CD Box Set.
Lo dice todo de corrido y en inglés.
—De Madonna —aclara—. Es el primer recital que dio en Argentina. Caro no pudo ir porque la mamá no la dejó.
Llegamos a Iceland. El Napo va directo hacia Caro McNeally y le da el regalo. Ella lo abre y grita de la emoción.
—¡Ay, Napo! ¡Qué espectacular!
—Lo trajo mi tío de Miami.
—Gracias —le dice y le da un beso en el cachete.
Caro está contenta de verdad. Le muestra el 3-CD box set a todas sus amigas, que dan grititos y la felicitan. El Napo no puede más de la alegría. Caro es rubia, linda, flaca, buena estudiante, educada y para nada creída. Mi mamá dice que va a terminar en un manicomio porque ni un pedo se debe tirar. Me hace reír mi mamá. Caro me cae bien pero me aburre un poco. Nunca hablamos mucho.
—¿La vas a saludar? —dice el Napo—. Te está mirando.
—¿Quién?
—Fru, nabo.
Miro hacia la pista y ahí está ella con un amiga, mirando hacia donde estamos nosotros.
—¿Y? ¿Te le vas a tirar?
—No sé, Napo.
—Sos un amargo. ¿Caro me está mirando?
Caro está con las amigas patinando al ritmo de la música.
—Mmmm…. no. Pero el regalo le encantó.
—Hoy me le tiro. Ya está. Es ahora o nunca.
Nos ponemos los patines y salimos al hielo. El Napo patina muy bien. Tiene habilidad para todo. El rugby, el fútbol, el tenis y ahora también está jugando al golf. Igual da un poco de gracia porque es petiso pero se mueve y pone cara de patinador ruso de dos metros diez. Mi papá dice que si el Napo midiera como se siente, sería capitán de Los Pumas.
También baila bien. Yo patino como juego: un poco duro. No me caigo pero no tengo estilo ni hago giros ni patino para atrás. A las once de la noche cambian las luces y suben la música. La pista se transforma en una matinée. Las chicas patinan y bailan. Los chicos no. Solo estamos ahí, mirándolas. De pronto suenan las primeras notas de «Billie Jean» de Michael Jackson y el Napo se lanza al centro de la pista. No sé si lo ensayó o qué pero hace una especie de coreografía muy parecida a la que hace Michael en el video. La tiene clarísima. Todos los miran a él. Las chicas lo imitan, los varones lo miran y se ríen. A él no le importa. Sigue bailando compenetrado, hasta que Caro McNeally se acerca y empieza a bailar con él. Al principio el Napo está desconcertado, como si no esperara que le saliera tan bien. Pero enseguida retoma los pasos y Caro lo sigue. Los chicos ya no se ríen. Caro y el Napo bailan todo el tema y hasta hacen pasitos sincronizados. Ella se ríe y revolea el pelo rubio de acá para allá. Cuando terminan, todo el cumpleaños aplaude.
—Hola, Trapo —me dice Fru y me asusto un poco.
—Hola, Fru.
—Cómo baila el Napo.
—Es el rey de las pistas.
Fru se ríe y se le ven todos los dientes.
—¿Me acompañás afuera?
Salimos y caminamos hasta la esquina. Fru saca un paquete de cigarrillos mentolados. Trata de prender uno pero el encendedor le funciona mal. Le sale una llama muy pequeña. Después de un par de intentos, lo logra.
—¿Querés?
Digo que no con la cabeza.
—¿Probaste?
—Me parece feo el olor.
Fru tira el cigarrillo al suelo y lo apaga.
—¿Tenés chicle? —pregunta.
—No. Digo, sí.
Saco los Beldent verdes que me dio mi papá y le convido uno. Pelamos uno cada uno y nos lo metemos en la boca.
—Caro McNeally dice que vos gustás de mí.
—Caro habla mucho.
—¿Y por qué nunca me hablás?
—Vos tampoco me hablás.
—Es diferente.
Nos quedamos los dos en silencio. Después de un rato logro decirle:
—Me gustás.
Fru sonríe.
—A mí también.
Me acerco a ella. No sé si tengo que cerrar los ojos. Por las dudas, lo hago. Me siento raro y un poco nabo. Siento cómo se acerca, hasta que nuestros labios se tocan. Abre la boca y apenas saca la lengua.
La boca de Fru tiene gusto a pucho, chicle y saliva fresca. La lengua es mucho más suave y blanda que la del Uru. Me abraza. Siento sus tetas enormes contra mí. Quiero tocarlas.
Algo me pasa, algo raro y fuerte que no puedo parar. Le toco una teta a Fru. Es grande y dura y tengo ganas de apretarla hasta reventar.
—Pará, Trapo. Más lento.
Lo que dijo Fru me puso incómodo pero lo otro que siento es mucho más fuerte y ocupa todo mi cerebro. Intento besarla y no hacer nada más, pero no puedo. Algo tengo que hacer con las manos. Se las meto en el culo.
—Ey.
Fru se separa un poco de mí.
—Volvamos al cumple.
En el camino me acomodo el pito, que se me paró y me aprieta contra el jean. Entro a Iceland y voy al cambiador a ponerme los patines. Ahí me encuentro con el Napo, sentado, solo, mirándose los pies.
—¿Que pasó, Napo?
—Nada, me aburrí de patinar.
Salgo a la pista y suena «Spice Up Your Life» de las Spice Girls. Doy una vuelta y en la otra punta, apoyada contra una de las barandas está Caro McNeally besándose con Rodrigo Trúfollo, un pibe más grande, de tercer año. Vuelvo al cambiador y me siento con el Napo.
—¿Qué pasó con Fru? ¿Te le tiraste? —pregunta.
—Sí.
—¿Y?
—Y nos besamos.
—¿Y?
—¿Y qué?
—Y que me cuentes.
—¿Qué cosa?
—Qué se siente.
—Tenía un poco de olor a cigarrillo.
—¿Fru fuma?
—Y a chicle.
—¿Le tocaste las tetas?
—Por afuera.
—Qué puta.
El Napo mira hacia la pista.
—Rodrigo Trúfollo mide cinco centímetros más que Caro. Y Caro mide cinco centímetros más que yo. ¿Cuál es la diferencia?
—No sé, Napo.
—Y Fru es más alta que vos.
Devolvemos los patines. Desde un teléfono público con tarjeta llamo a mi papá y le digo que nos pase a buscar. Quince minutos después estamos en el auto.
—Y, chicos, ¿qué tal les fue?
—Bien, pa.
—Trapo se besó con una chica y le tocó las tetas.
—Calláte, tarado.
Mi papá sonríe y por un segundo deja de mirar la calle para mirarme a mí.
—Hijo e’ tigre. ¿Quién fue? ¿Fru?
Digo que sí con la cabeza.
—Cómo te gustan las rellenitas. ¿Te sirvieron los chicles?
—Sí, pa. Gracias.
Este año empezamos a entrenar una vez por semana los jueves a la noche. Está bueno porque podemos practicar jugadas de pizarrón. Por ahora tenemos cuatro. Enano verde, Gran Tito, Hortiguera y Callao. Los nombres los inventó el Zarpa, que también es el que te pone el apodo. Es gracioso el Zarpa pero es un pesado y cuando te carga los amigos también te cargan y así venir al club es una mierda. Al Napo lo joden siempre. A mí menos. Con el Uru no se meten. Mañana es feriado así que después del entrenamiento
el Napo y el Uru vienen a dormir a casa. En el Nintendo 64 jugamos al International Superstar Soccer. El Uru juega con Camerún y mete todos los defensores atrás. Su táctica se llama El Catenaccio Desnutrido. El Napo lo
odia porque pierde siempre.
—Quiero revancha —le dice al Uru.
—Ganador queda en cancha, Napo —respondo y le arrebato el joystick.
—¡Ni en pedo! Quiero revancha.
Abren la puerta. Es mi papá.
—Chicos, no griten que es tarde.
—Perdón, pa.
—Perdón, Turco.
El Uru, el Napo y yo jugamos en Los Cipreses desde escuelita, cuando teníamos cinco años. En esa época mi papá era nuestro entrenador. Mis amigos lo quieren mucho.
Escuchamos que la puerta del cuarto de mis papás se cierra y entonces el Uru se para y va hasta el televisor.
—Miren lo que me enseñó mi hermano. Toca un botón y los colores de la pantalla cambian. Aparece un indicador parecido al volumen pero que dice SINTONÍA FINA .
—Ey, me cagaste la tele.
—Esperá, nabo.
Cambia de canal hasta llegar a Venus, la única señal porno del cable. No se ve nada. La imagen está distorsionada para que solo lo vean los que pagan un adicional. Pero el Uru empieza a tocar la sintonía fina y las imágenes se vuelven un poco más claras.
—Guau —dice el Napo. Su familia es muy católica y si llegaran a saber que mira películas porno, lo echan de la casa. El Uru sigue tocando la sintonía fina hasta que logra que la imagen se vea bien. Está todo un poco verde, naranja y violeta, pero lo que pasa es muy claro: una mujer está chupando una pija gorda y larga.
—¡No! Qué hija de puta.
—¿Querés revancha al fútbol? —pregunta el Uru.
—¿Estás en pedo? Subí el volumen.
Los tres nos sentamos en la cama y miramos el porno verde y violeta. Ahora ella se pone en cuatro patas y él se la mete desde atrás. Miro hacia un costado y el Napo se está tocando el pito por abajo del pantalón.
—¿Qué hacés?
—Me pajeo.
—Andá al baño, enfermo —digo y me río.
—Calláte, Trapo —dice el Uru, que también se está haciendo la paja.
El Napo saca el pito, se chupa la mano y se la pasa por la cabeza. El Uru se baja el pantalón y hace lo mismo. Yo miro hacia adelante, al televisor. Ella gime con los ojos apretados. ¿Le duele? ¿Le gusta? ¿Le gusta que le duela? Él se la mete un poco más y ella chilla. El pito se me para adentro del pantalón y ya no aguanto las ganas. Me toco, arriba y abajo. Se forma un túnel entre mis ojos y la tele. No existe nada más en este mundo que mi mano, mi pito y esa mujer verde y violeta en cuatro patas. De pronto escucho al Napo gemir. Me desconcentro. Miro a mi amigo y veo un hilo grueso de semen que va desde la punta del pito hasta el ombligo. Se saca una zapatilla, una media y con eso se limpia.
—Sos un asco.
—¿Preferís que me limpie con tu sábana?
El Uru se sigue tocando. Tiene el pito más largo que el Napo. Sube y baja la mano. Cuando sube, la piel le cubre toda la cabeza. Cuando baja, le queda muy tirante, como si el frenillo se le fuera a cortar.
—No acaban nunca, che —rezonga el Napo.
El Uru frena y lo mira. Se sigue tocando, pero más lento, sin ganas.
—Ya me cortaste la inspiración —dice y guarda el pito.
El Napo sonríe.
—Ahora sí, ¿revancha?
Nos dormimos a las cuatro de la mañana, después de diez partidos de International Superstar Soccer y unos sánguches de milanesa en pan lactal. A las cinco o seis me despierto. No tengo reloj pero imagino que es esa hora porque está amaneciendo. El Napo duerme, el Uru también. Tengo el pito parado. Me toco abajo de las sábanas. Estoy un rato así hasta que veo que el Uru abre los ojos. Paro. Nos miramos en silencio. El Napo sigue dormido. El Uru levanta la sábana y me muestra la pija parada. Sin hacer ruido me paso de cama y me meto abajo de las sábanas con él. Lo beso y un segundo después se la agarro, dura y tibia. El también me toca a mí. Paramos. Él mira hacia donde está el Napo. No se mueve. Volvemos a tocarnos y a besarnos. Parece como si las lenguas estuvieran luchando. De pronto el cuerpo del Uru se pone todo duro y se olvida de besarme y de tocarme. Larga un suspiro largo y acaba, un poco en su panza, un poco en mi mano. Respira profundo y siento el aire salir de su nariz. Cierro los ojos. Su mano en mi pito llena de calor todo mi cuerpo. Escucho el elástico de la cama de
invitados. Es el Napo que se está moviendo. El Uru para.
—Seguí, seguí —le susurro.
El Uru vuelve a hacerme la paja.
—Dejen dormir —dice el Napo. El Uru y yo nos congelamos. Despacio nos separamos y nos damos vuelta. Estoy muy agitado. Siento una mezcla extraña de calentura y miedo. ¿El Napo nos escuchó? ¿Nos vio? El pito se me baja. Me falta el aire. ¿Y si lo cuenta en el club? ¿Y si se entera mi papá?
Quiero llorar.
Paso un rato despierto, acurrucado en la cama. Deben ser las seis de la mañana. Sigo angustiado pero el cansancio puede más. Respiro y me calmo. Seguro que el Napo no vio nada. Y que si vio, no se lo va a contar a nadie.
Estamos en el vestuario del club. Todos cambiados y precalentados, listos para salir a la cancha. El Uru juega de octavo. El Napo de fullback. Hoy jugamos contra Newman. El Pony Fernández, nuestro entrenador, nos llama a los quince titulares.
—Vengan acá.
Nos paramos en círculo, alrededor de él.
—Más cerca.
Nos apretamos más todavía.
—Así, abrácense viejo, sin miedo.
Todos ponemos los brazos encima de los hombros del compañero de al lado. Yo abrazo al Uru a la derecha y al Napo a la izquierda.
—¡Más cerca! Vamos, viejo. Juntos. Tu compañero es tu hermano. No importa si te cae bien, si es tu amigo o si es copado. Es tu hermano y lo bancás siempre. Si corre, lo seguís. Si lo tacklean lo protegés. Y si lo lastiman le partís la cara al contrario. Somos una familia. Somos un puño. Los vamos a hacer mierda a estos putos. Son quince conchetos cagados en
las patas. Nosotros somos quince del Chipo y esta es nuestra cancha. ¿Hoy qué hacemos?
—¡Tackleamos! —gritamos todos. El Uru me abraza fuerte y el Napo también, y todos estamos juntos y apretados, como un equipo de verdad.
—¿Qué hacemos? —pregunta y grita el Pony Fernández.
—¡Tackleamos!
—Ahora salgan y rómpanles bien el culo.
Fru me llamó para invitarme al Alto Palermo a comer hamburguesas y ver una película. Le dije que sí, pero me aclaró que tenemos que ser cuatro o más porque la mamá no la deja salir sola con un chico. Ella propuso que salgamos con Mechi y el Napo.
En la cocina de mi casa le cuento el plan al Napo. Dice que no, que él va a esperar a que Caro se dé cuenta de que tienen que estar juntos.
—¿Y si no se da cuenta nunca?
La pregunta no le gusta mucho al Napo, que pone cara de haber tomado una Cindor vencida.
—Además, Mechi es linda. Y es más petisa que vos.
—Eso es verdad.
—Entonces vení.
—No sé…
—¿Querés que le preguntemos a mí papá?
Mi papá tiene treinta y cinco años. Es el más joven de todos los padres de la división. Y el más piola.
—Dale —responde el Napo y vamos a buscar a mi papá a su estudio. Le contamos la situación.
—¿Quieren que les diga lo que pienso?
—Sí, Turco —responde el Napo entusiasmado.
—Jano necesita que lo acompañes, así puede salir con Fru. No lo digo porque sea mi hijo. Si fuera al revés, le diría a él que te acompañe a vos, como el día del cumpleaños de Caro. Eso se llama hacer la gamba.
—¿Viste? —le digo al Napo.
—Pero… —aclara mi papá.
—¿Pero?
—Si el Napo va y se aburre o la pasa mal, Mechi la va a pasar mal y le va a decir a Fru que se quiere ir.
—¿Entonces?
—Napo, ¿a vos te gusta Mechi?
—Es linda, pero me gusta Caro.
—¿Y ella?
—Está de novia con otro.
—¿Se acuerdan de lo que le pasaba al Huevito Branca?
El Huevo Branca es el apertura de nuestra división. Es un jugadorazo pero un poco tímido. Si no tartamudeara podría ser capitán. En una época se ponía nervioso antes del partido y vomitaba. Entonces charló con mi papá, que ya no nos entrenaba pero nos conoce desde escuelita, y le dijo que lo mejor era que la noche anterior saliera. Que fuera al cine o a los jueguitos. Que no pensara tanto. Mi papá le dijo que se pasaba de rosca.
—Sí.
—Bueno, Napo, a vos te pasa lo mismo.
—¿Estoy pasado de rosca?
—Un poco. Haceme caso. Vos salí con Mechi, andá, divertite. A Caro McNeally no le va a molestar. Quizás incluso le dé un poco de celos.
—¿Y va a gustar de mí?
Mi papá se ríe.
—No sé, Napo. Pero lo importante es que pienses un poco en otra cosa.
Mi amigo y yo nos miramos.
—Y algo más. No pueden salir ustedes dos sin el Uru. No sean garcas.
Agarro mi agenda y busco el número de Fru. Voy hasta el living, agarro el inalámbrico y me lo llevo a mi cuarto. Yo no tengo teléfono en mi habitación porque antes me quedaba hasta cualquier hora hablando por teléfono con el Uru, el Napo o mis amigas del colegio. Marco. Me atiende el papá
—¿Hola?
—Eh… hola. ¿Está Fru? Digo, Tatiana.
—¿De parte de quién?
—Jano Mark.
Mi mamá me enseñó que tengo que presentarme con nombre y apellido, aunque casi nunca es necesario porque tengo un nombre raro y soy el único Jano que conocen.
—Esperá un momento.
¡Tatiana! ¡Teléfono! escucho que grita.
—Hola.
—Hola, Fru.
—Hola, Trapo.
—¿Cómo estás?
—Bien, ¿y vos?
—Bien.
—Lo convencí al Napo de que venga.
—¿En serio? ¡Copado! Podemos ir a los juegos, al Barco Pirata y después a ver Titanic.
—¿No la viste ya?
—Sí, pero me encanta.
—Lo único…
—¿Qué?
—No tenés una amiga para que salga con el Uru.
—Sí.
—¿Quién?
—No.
—¿Qué pasa?
—No puedo.
—Dale.
—Caro McNeally gusta del Uru.
—¿Qué?
—Juráme que no se lo vas a decir.
—¿No tenés otra amiga que guste del Uru?
—Sí. Pero si Caro se entera de que le hice gancho al Uru con otra, me mata.
—¿No estaba de novia con uno de tercero?
—Transaron nada más. Dijimos lo del novio para que el Napo dejara de mandar regalos.
—¿Y no puede venir el Uru aunque no venga ninguna otra chica?
—No sé… es medio raro.
—Bueno, voy con el Napo. ¿El viernes en el Alto después del colegio?
—Dale.Nos encontramos en el Alto Palermo, en la puerta de Santa Fe. Fru está re linda. Tiene una remera blanca con unas alitas dibujadas que atrás dice los ángeles no tienen espalda. Mechi tiene una remera negra y un jean. El Napo vino con pantalones de corderoy, camisa y suéter escote en ve. Mechi se ríe de todos sus chistes, hasta de los que no tienen gracia. Malísimo ese chiste, Napo le dice y se sigue riendo. Comemos en el McDonald’s del tercer piso y después vamos a los juegos. Autitos chocadores y Barco Pirata. El Napo hace chistes sobre vomitar la comida y Mechi dice qué asco y se ríe al mismo tiempo. Fru y yo estamos más callados. A las nueve es la película. Antes vamos a un local donde venden peluches y tarjetas. El Napo le compra a Mechi una tarjeta con un zombie que se está arrancando el corazón y se lo regala a su novia zombie.
—Ay, Napo. Horrible.
Mi amigo no se hace mucho problema. Va y la cambia por otra que Mechi elige por él. Yo no sé qué comprar. Tampoco sé si debería comprarle algo. Antes de venir estaba ansioso por llegar pero ahora que estoy acá dudo. ¿Me gusta Fru? Hace un mes Martín Dos Santos fue al Paseo Alcorta con una chica del club y se puso de novio. Ahora todos los que van al shopping vuelven y están de novios. ¿Tengo que hacer lo mismo? ¿Y el Uru? Estoy un poco confundido.
—¿Y, Trapo? ¿Qué le vas a comprar?
—No sé.
—Algo tenés que comprarle.
Miro y miro las tarjetas y ninguna me gusta. De pronto reconozco unos dibujos. Son unas naranjas con ojos que vi en un libro de poemas de una Elsa no sé cuánto. En la primaria teníamos una maestra que nos enseñó a leer poesía. En el club nadie sabe que me gustan. Abro la tarjeta y hay uno que conozco sobre dos chicos que se van a vivir adentro de una naranja y que termina así:
Las horas anaranjadas
rodarán para los dos.
Nadie sabrá este secreto:
solamente vos y yo.
Me la llevo con un peluche de una naranja. Se la doy a Fru. Lee el poema y se ríe.
—Me re gusta, Trapo.
Ella me da la tarjeta que eligió. Hay dos chicos dibujados y el nene le pregunta a la nena si quiere ser su novia.
La tarjeta de Fru me puso nervioso. Vamos a ver Titanic. A los diez minutos Fru ya está llorando. No entiendo porque el barco todavía ni salió de Europa. Le pregunto qué le pasa y me dice que se puso a pensar en el final y eso la emocionó. Estamos sentados tan cerca que puedo oler su perfume. Me hace acordar a una naranja o un limón. Tiene las tetas más grandes que las de todas sus amigas. Es difícil no mirárselas. Ella me contó que hay un profesor de Lengua que se las mira todo el tiempo y que eso no le gusta, así que trato de no mirar. Pero es difícil. Son muy grandes.
Ya no pienso en el Uru. Solo en el perfume y esas tetas.
—Mirá —me dice Fru y señala con las cejas hacia el Napo y Mechi, que se están besando. Me late el corazón fuerte. Me doy ánimo y la beso. La boca de Fru tiene gusto a Sundae de dulce de leche. No nos dimos ni tres besos que ya estoy pensando en tocarle las tetas. Quiero hacerlo pero sé que este no es el momento. Se las toco igual. Son como un imán. Quiero tocarlas, apretarlas y chuparlas como vi en la porno.
—Pará… —dice Fru riéndose—. Dejá algo para cuando seamos novios.
Saco la mano y freno. Fru me pone todos sus dedos entre los míos y apoya su cabeza en mi hombro.
Miramos la película. Cada vez que Jack y Rose se besan, nosotros los copiamos. Salimos del cine las dos parejas de la mano. Acompañamos a las chicas hasta la puerta de Arenales, donde se encuentran con el papá de Mechi. Nos fijamos la hora. Todavía falta para que las vengan a buscar.
—El fin de semana mis papás se van al country y yo me quedo con mi hermana. ¿Quieren venir a casa? —pregunta Fru.
Los dos decimos que sí, aunque sabemos que vamos a tener que pedir permiso en casa.
Falta un ratito para que vengan a buscarlas. Mechi lo lleva al Napo a Papel Plus a comprar sobres y hojas para que le escriba una carta. El Napo no escribió una carta en su vida, pero se deja arrastrar. Fru y yo nos quedamos solos.
—¿No me vas a decir nada?
Me quedo en silencio. Dudo pero al final me largo.
—¿Querés ser mi novia?
—Sí —dice Fru y sonríe.
Volvemos del shopping en taxi. Todo el camino hasta mi casa el Napo habla sin parar. En la cocina tomamos una Coca-Cola. Sigue excitadisimo.
—Me dio un beso. Con lengua. Me dijo que le parecía muy lindo y muy gracioso. Que la pasó muy bien. Y que en lo de Fru vamos a estar más tranquilos.
Desde su cuarto llega mi papá.
—¡Besé, Turco! ¡Besé!
—¡Vamos, Napo querido! ¿Mechi?
—Sí, creo que vamos a ser novios.
—Tranquilo, Napo. No te pases de rosca.
El Napo toma aire y se queda callado con una media sonrisa, como si mi papá le hubiera revelado un secreto milenario.
—¿Y vos, Negrito?
Yo dudo y pienso.
—¡Está de novio con Fru!
Lo miro al Napo un poco molesto.
—Hijo ‘e tigre —dice mi papá y se va por el pasillo, sonriendo.
Llamo al Uru para que me acompañe al Parque Rivadavia. Mi mamá me dio plata para comprarme un jueguito de Nintendo 64 y ahí siempre tienen usados más baratos.
—Hoy no puedo.
—¿Por?
—Estoy cansado.
—Bueno, ¿querés venir a casa a jugar al Mortal Kombat 4?
No contesta.
—¿Es verdad que el viernes fueron al Alto Palermo con Fru y Mechi?
—Sí.
—Sos un forro —dice y me corta.
Vuelvo a marcar a su casa. Me atiende la mamá.
—Hola, Jano. Ernesto no quiere hablar con vos.
Tardo un poco en entender. La mamá del Uru es la única persona que le dice Ernesto. Ni el papá le dice así. Corto, me pongo un short de River y camino hasta su casa. Toco timbre y él me atiende por el portero eléctrico.
—Escucháme, hay una razón. Dejáme pasar. Boludo, soy tu mejor amigo.
El Uru me abre y subo. Saludo a la mamá a la pasada y nos metemos en su cuarto. Nos sentamos en su cama.
—Te escucho.
—Yo le dije a Fru que tenías que venir porque no podía dejarte solo.
El Uru me mira.
—Entonces le dije que invitara a otra amiga pero no podía venir ninguna porque Caro McNeally gusta de vos y le dijo a Fru que si te hacía gancho con otra, la mataba.
—¿Caro? ¿El Napo lo sabe?
—¿Estás loco?
El Uru se queda mirando el piso.
—No podés hacer nada —le digo.
Nunca me lo dijo pero seguro que al Uru le gusta Caro McNeally. A todos les gusta Caro McNeally.
—Igual sos un forro. Me tendrías que haber dicho.
—Perdón.
—Ahora ya está.
—Perdón.
—Me tuve que enterar por el forro del Zarpa y el Pelado Rovirosa que andan diciendo que ustedes me dejan de lado.
—¡Perdón! ¿Qué más querés que diga?
No entiendo qué le molestó. Nunca entiendo por qué la gente se enoja conmigo.
—Soy más que tu mejor amigo.
Nos quedamos en silencio. Me mira fijo, con algo que se parece a la bronca. Me acerco y le doy un beso. El Uru cierra los ojos.
Este beso es diferente a los anteriores. Lo siento en la boca pero también en la garganta, los brazos y el pecho.
De pronto frena y se separa.
—Sos un pelotudo porque si vos me lo decías antes no me jodía para nada.
Lo callo con otro beso que también corta.
—¿Y ahora estás de novio?
La pregunta me descoloca un poco.
—Sí.
Me pone la mano en el pito que enseguida se me para. Después la mete adentro de mi pantalón y empieza a tocarme. Cierro los ojos. Un calor intenso sube y se expande por mi panza, mis costillas, mi ombligo, mi cara. Corta en seco y se vuelve a alejar.
—Careta.
Abro los ojos. Está mirando hacia un costado, por la ventana.
—Perdón —vuelvo a decir —. Perdón —repito y me acerco. Le doy un beso en el cuello. No me mira. Ahora soy yo el que le mete la mano en el pantalón.
—Perdón —sigo diciendo aunque no me escuche.
Bajo por el cuello, por su panza hasta sus pantalones. Le abro el jean, saco su pija y me la meto en la boca. El Uru se recuesta. Nunca me la chuparon ni se la chupe a nadie. No sé cómo se siente ni qué hay que hacer. Pero algo me lleva hacia ahí, a llenarme la boca con el pito de mi amigo enojado. El sabor es raro, un poco feo al principio. Igual sigo, cada vez más, como si estuviera transando con el pito en vez de con él. Se la chupo y le hago la paja hasta que siento algo raro, como que el Uru se pone todo tenso y empieza a acabar. Corro la boca pero igual me entra algo de semen. Después subo. Lo quiero besar pero no lo hago. Tengo miedo de que le dé asco. Lo abrazo y apoyo la cabeza en su pecho. Nos quedamos un rato callados. Desde la cocina llega el sonido de platos que chocan. No nos importa mucho.
—¿Me perdonás?
No me contesta pero me da un beso.
Jueves ocho de la noche. Acaba de terminar la parte física del entrenamiento. Nos separan en forwards y tres cuartos. El Uru se va con los forwards. El Napo y yo nos quedamos con los tres cuartos. Por el borde de la cancha dos pasa trotando el Pupi Bongiovanni. Los Bongiovanni son una familia conocida en Los Cipreses. Los tres hermanos mayores del Pupi fueron capitanes de la primera. No sé si el Pupi llegó al plantel superior pero no tiene mucha pinta de rugbier. Ya no juega pero sigue entrenando. Corre y va al gimnasio acá en el club. Es flacucho, muy amable y tiene sonrisa de pato, como si apretara un poco los labios. Cuando habla revolea las manos. En el club todos dicen que es puto. Cuando el Pupi se aleja, el Zarpa lo codea al Pelado Rovirosa.
—¿Este puto qué viene a hacer al club?
—Corre a ver si se le para la cola.
El Zarpa se ríe.
—Yo escuché que el Pala se lo cogía por el culo y que el puto lo contó, y que por eso se fue del club.
—¿Y perdimos al Pala por este trolo?
—Cállense, tarados —dice Martín Dos Santos que sabe todo de rugby y de lo que pasa en el club—. El Pala se fue a Francia porque quería ser profesional y en Argentina no se puede.
—Por mí… —dice el Pelado Rovirosa con aire de superioridad—…mientras lo hagan en su casa, que hagan lo que quieran.
El Napo me mira a mí, que enseguida corro la mirada.
—Además, el Pupi está casado —agrega Dos Santos.
—Así se esconden los putos.
Entonces llega el Pony Fernández, nuestro entrenador.
—Bueno, bueno, a ver si terminamos con esta charla de viejas y se ponen a correr. Trapo vas de medio, Huevo de apertura, Zarpa y Pela de centros, un wing Martín, el otro Fido y el Napo de fullback.
Termina el entrenamiento. Estuvo muy bueno. Cuando nos juntamos forwards y tres cuartos probamos una jugada nueva desde la base del scrum. Le pusimos Piña de mogólico. El nombre lo inventó el Zarpa.
Vamos a bañarnos. Las duchas del vestuario de hombres no tienen cortinas, así que todos nos vemos los pitos. Siempre hay cargadas. A uno lo joden porque todavía no tiene pendejos, a otro porque la tiene corta y ancha, a otro porque es gordo y tiene celulitis como las mujeres. Hasta Martín Dos Santos que es el que la tiene más larga se come alguna gastada. Le dicen bufanda de carne y el Zarpa dice que seguro no se le para. Yo tengo un pito normal y en general no me dicen nada. En la ducha en frente mío está el Uru. No es de los más grandotes pero está muy marcado. Mi papá dice que es fibroso. Lo veo en la ducha y me acuerdo de mi casa. De la suya. De los besos, de su mano en mi pito y mi boca en el suyo. Trato de pensar en otra cosa. No puedo. Siento que se me empieza a parar el pito. Está apenas más grande. Es el primer paso antes de pararse del todo. Tengo miedo. Me pongo más nervioso y no dejo de pensar en mi pito creciendo y eso hace que crezca todavía más. Me enjuago lo más rápido posible y salgo de la ducha todo mojado. Mi pito está gomoso pero todavía cuelga para abajo. No sé qué hacer.
Entonces me ato la toalla a la cintura, como si fuera una pollera. Aprieta un poco y quizás esconda lo que está pasando por unos momentos más. Se va a notar y me ve van a echar del club, mi papá se va a enterar y me van a cagar a trompadas. Salgo corriendo a los cubículos de los inodoros.
—Trapo, ¿estás bien? —pregunta el Napo.
—¡Me cago encima! —grito y me meto en el primer cubículo que encuentro. Ahí me saco la toalla y dejo que el pito se me pare tranquilo. Me quedo un rato pensando en otra cosa hasta que se me baja. Salgo con la toalla atada en la cintura. Cuando estoy por llegar a dónde está mi bolso se me acerca el Zarpa.
—Trapo, asqueroso de mierda.
El corazón se me para. Son dos o tres segundos eternos donde sé que este es el fin mi vida, en el club y en mi casa.
—No tiraste la cadena.
Largo un montón de aire. Trato de ocultar el alivio pero no sé si puedo.
—Uh, qué boludo. Ahí voy.
Vuelvo al cubículo y tiro la cadena. El agua da vueltas y vueltas en un inodoro vacío.
Rompo una ramita y la pongo sobre el bollo de papel. Apoyo dos, tres, diez más, hasta hacer una casita, como me enseñó mi papá.
—¿Así? —le pregunto y él me da el visto bueno.
Después agarro ramas más grandes y las pongo arriba de las más pequeñas, siempre dejando espacio para que pase el oxígeno. Alrededor pongo unos tronquitos para que la estructura no se desarme. Encima de las ramas grandes, el carbón. No mucho. Menos de un cuarto de bolsa, para que se haga rápido.
Mi papá mira todo el armado en silencio. Es la primera vez que hago el fuego yo solo. Le pido los fósforos y me los alcanza.
—Un fósforo —dice—. Si el fuego está bien armado, te tiene que alcanzar con un solo fósforo.
Me gusta ese desafío. Prendo el fósforo y lo meto adentro de la estructura. El papel prende y las primeras ramas también. Lo miro a mi papá, que sonríe. El fuego avanza. Las ramas más grandes agarran y eso hace que todo se derrumbe un poco. Me acerco a la parrilla pero mi papá me detiene.
—Tenéle fe.
Confío en mi papá y no toco nada. El fuego crece y a pesar de que ya no tiene la forma perfecta, quema bien.
—Ahora esperemos un rato —dice mi papá.
Estamos en la quinta de Canning del abuelo Horacio. Él está con la abuela leyendo en el jardín. Mi mamá prepara las ensaladas con mi hermana y la tía Julieta fuma en el fondo, atrás de la pileta. Es viernes a la noche y mañana hay partido. Mi papá y yo nos sentamos en las reposeras a mirar el fuego.
—Pa, ¿el Pupi Bongiovanni es puto?
Mi papá tiene la misma edad que César «Chesa» Bongiovanni, el hermano mayor del Pupi. Jugaron juntos en inferiores y en primera. Chesa era su capitán.
—Y… macho-macho no es. Ojo, nunca confesó. Yo lo quiero mucho al Pupi. Un dulce.
El fuego crece lento, sin complicaciones.
—Dicen que una vez lo vieron salir de un boliche gay y se armó un revuelo en el club.
—¿Y qué pasó?
—Él todavía jugaba en intermedia o en la pre. Algunos jugadores se quejaron. Dijeron que los ponía incómodos.
—¿El Pupi jugó en intermedia?
—No era el Chesa ni Jojo, pero corría.
Chesa fue apertura en los ochenta. Jojo, el menor, jugó de octavo hasta hace muy poco. El del medio, el Ardilla, era medioscrum. Todos capitanes.
—En el club el Pupi fue siempre muy correcto. Los hermanos salieron a bancarlo. Dijeron que el Pupi no era trolo y que si él se iba, ellos también. Un par de meses después apareció con una novia y a fin de año se casó. Y nunca más se habló del tema. El que parece que se calentó fue el padre, el viejo Bongiovanni.
Massimo Bongiovanni vino de Italia durante la guerra y se puso a trabajar de mecánico en Warnes. Para cuando nació el Pupi ya tenía el negocio más grande del barrio.
—Dicen que lo trompeó al Pupi. En privado, ¿no? Siempre fue un viejo jodido. Igual debe ser difícil tener un hijo así.
La torre de ramitas y carbones se desmorona.
—Yo que vos, le pongo más carbón —dice mi papá—. Se hizo espacio y va a quemar bien.
Sábado a la tarde. El Uru y yo estamos en mi casa, preparándonos para salir. Hoy vamos a ir a la casa de Fru. Yo me pruebo camisas y el Uru opina. Mi papá se asoma a la puerta.
—Chicos, ¿quieren que les preste perfume?
—Sí, Turco.
Mi papá se va y al rato vuelve con dos frascos.
—Tomen, no se pongan los dos el mismo porque van a quedar como unos nabos.
El Uru y yo nos ponemos perfume y olemos nuestras propias muñecas.
—Qué galanes —dice mi papá y se ríe. Cierra la puerta y se va.
—¿La blanca o la azul? —pregunto.
—La azul —dice.
Me pongo la camisa azul y me miro en el espejo.
—Estás fachero.
—Vos también —respondo.
Me acerco hasta la puerta y la trabo.
—¿Qué hacés? —dice y se ríe.
—Nada.
Me acerco y le doy un beso. Nos besamos un poco con lengua pero enseguida me corta.
—No, no. Ahora sos el novio de Fru —y se sigue riendo.
Me muerdo los labios que es la forma de decir qué hambre, estás equivocado.
El picaporte se mueve. Es mi viejo que siempre intenta entrar sin tocar.
—Chicos, ¿me abren? Hay que pasar a buscar al Napo.
A las diez de la noche mi papá nos deja en la puerta de la casa de Fru. El Napo tiene una camisa rara. Nos explicó que se llama cuello mao. Le queda medio raro pero él está contento. Tocamos el timbre y nos abre Fru. Saluda al Uru, al Napo y al final a mí, con un piquito. Está muy linda. Tiene un vestido negro por arriba de la rodilla. Se cortó el pelo. Se lo digo.
—¿Te gusta? —dice y mueve la cabeza de acá para allá.
Fru entra y atrás vamos nosotros. El Uru le hace un poco de burla sin que ella se dé cuenta. Me hace gracia pero igual le pego un codazo y le digo que se calle.
Además de Fru, en el living están Mechi y Agus Sandoval. En un sillón está la hermana de Fru, un amiga y sus novios. Son más grandes que nosotros. Suena El Otro Yo, que es la banda favorita de la hermana de Fru. También está Caro McNeally. Cuando el Napo la ve se pone nervioso. Saluda a todos y cuando le toca saludar a Mechi, duda entre darle un beso en el cachete o un piquito que es como se saludan los novios. Charlamos un rato de los partidos de hoy. Las chicas de hockey ganaron y nosotros empatamos, cosa muy rara en el rugby. El Uru y yo estamos contentos y un poco agrandados porque hicimos un try con Piña de mogólico que salió perfecta. El Uru habla todo el tiempo con Caro McNeally. Ella se ríe y le hace ojitos. Voy a la cocina a buscar hielo y el Napo viene conmigo.
—¿Qué hace Caro McNeally acá?
—Es amiga de Fru.
—O sea, yo estoy con Mechi pero todavía siento cosas por ella.
—Ya está, Napo. Ahora tenés novia.
—Pero mirá si a Caro le dio celos y ahora quiere salir conmigo.
—No creo.
—Bueno, voy a hablar con ella para decirle que ahora estoy con Mechi y que no la estoy esperando.
—Ya lo sabe.
—Va a pensar que soy un loco que un día le regala un box set de Madonna y al siguiente está de novio con otra.
—Napo, te estás pasando de rosca.
—Está bien. Me calmo.
Cuando volvemos al living, la hermana de Fru está dándose besos y bailando con el novio. Los de El Otro Yo cantan «Solo tú, solo yo, solo tú, solo yo. Eres mía».
—Trapo, ¿me acompañás al jardín? Quiero fumar —dice Fru.
Salimos al jardín y detrás nuestro cerramos la puerta ventana. Adentro, el Uru sigue charlando con Caro McNeally. Me mira y sonríe.
Fru me explica que no quiere humo adentro y que los padres descubran que fuma. Es muy linda la casa. Tiene quincho y pileta. No charlamos mucho. Pienso en el Uru charlando con Caro McNeally y me da bronca. Tanta que le doy un beso a Fru. Y después le toco las tetas.
—Pará, Trapo. Más lento.
—Perdón.
—Mirá, así.
Fru me agarra la mano y me muestra cómo quiere que haga. Ya tuvo otros novios, todos más grandes que yo. Le toco las tetas por abajo de la remera y por abajo del corpiño. Es increíble. Nunca toqué algo así. Que el Uru se vaya a la mierda.
—Trapo, tenés el pito parado —dice Fru riéndose un poco.
—Perdón.
—No me pidas perdón —dice. Vuelve a besarme y con su mano me toca el pito por afuera del pantalón. Ya no pienso en nada más que lo que está pasando en el jardín. Entonces le meto la mano por abajo del vestido y le toco la concha por arriba de la bombacha.
—Acá no. Vamos a mi cuarto.
Entramos.
—¿Me esperás acá? —dice—. Voy al baño.
Fru sube las escaleras. Yo aprovecho y voy al baño de planta baja. Está ocupado. Espero. En la puerta me cruzo con el Uru. Tiene los cachetes colorados y los ojos le brillan. El Uru es la persona más tranquila del mundo y se nota enseguida cuando está emocionado.
—¿Todo bien? —pregunto.
—Todo bien.
—¿Y el Napo?
—En un cuarto con Mechi.
Miro hacia el living. Están todos a los besos, salvo Caro McNeally que está esperando que el Uru vuelva. Del baño sale el novio de la hermana de Fru, que se va para el piso de arriba. El Uru y yo entramos al baño juntos.
—Por favor, no te transes a Caro.
—¿Y a vos qué te importa?
—Por el Napo.
—El Napo está con Mechi.
—¿Pero a vos Caro te gusta en serio?—¿A vos Fru te gusta en serio?
No sé si quiero darle una piña o un beso.
Le doy un beso.
Al Uru ya le crece un poco de barba y por eso raspa. Nos separamos. Tengo los ojos cerrados y él también. Tocan la puerta.
—Ocupado —digo y los dos nos ponemos a hacer pis juntos. Terminamos. Nos volvemos a besar. Después nos lavamos las manos y el Uru dice:
—Son solo besos.
Me miro en el espejo. Tengo los costados de la boca irritados.
—Pero raspan.
El Uru se ríe. Salimos del baño. El Uru se va para el living y yo para arriba. Hay un solo cuarto con la puerta abierta. En el medio de la cama está Fru, sentada.
—¿Este es tu cuarto?
Fru me dice que sí con la cabeza. En las paredes hay pósters de los Backstreet Boys, Luke Perry y Madonna. También hay algunas muñecas en una repisa.
—Mi mamá dice que si no las uso que las regale.
—Yo tengo un Alf de peluche escondido en el placard.
Fru sonríe y cuando lo hace parece una china blanca y pecosa con el pelo rojo oscuro.
—¿Qué onda el Uru? ¿Le gusta Caro?
—Sí. No sé.
—¿No es tu amigo?
—Mi mejor amigo.
Fru se acerca a mí y me pone los brazos por detrás de la nuca.
—Decíle que se ponga las pilas.
Fru tiene pecas hasta en los labios. Se acerca y me besa. Estos besos no raspan, son suaves y acolchonados. Le toco las tetas como ella me dijo. Ella me toca el pito por arriba del pantalón.
—No tengo forros —digo.
—¿Qué? —Fru tiene un gesto que no sé si es de sorpresa o de asco.
—Ah, bueno, yo pensé que…
Fru se queda callada, un poco confundida.
—No lo hice nunca —dice.
—Yo tampoco.
Los dos respiramos aliviados.
—Pensé que quizás vos querías —digo.
—O sea, sí. En algún momento.
—¿Y tus novios más grandes?
—Querían, pero yo no. En mi división nadie lo hizo.
—En la mía tampoco. El Zarpa dice que su abuelo lo llevó a Naná.
—¿Qué es eso?
—Un puticlub en Punta del Este.
—Qué asco.
—En la gira a Concordia los de la Menores de 17 fueron todos a un puticlub.
—¿Juntos? —Fru no puede creer lo que cuento.
—Casi todos pasaron de a uno, pero algunos no tenían plata y pasaron de a tres.
A Fru le da risa.
—¿Y a ustedes les gusta eso?
No sé qué contestar.
—Algún día podemos estar juntos, vos y yo —dice—. Pero me tenés que esperar.
—Bueno.
Nos quedamos en silencio, sentados en la cama.
—¿Querés bombear? —pregunta.
—¿Qué es eso?
—Es como hacerlo, pero con ropa. Mi hermana lo hace con el novio todo el tiempo. Una vez los espié.
Digo que sí con la cabeza. Fru me da un beso y el pito se me para enseguida. Me lo acomodo para arriba, pegado al ombligo. Fru se me sube encima. Nos besamos y le toco las tetas por abajo del corpiño. Tiene los pezones parados. Las amaso a las dos juntas y a ella le debe gustar porque tiene los ojos cerrados, la boca un poco abierta y cada tanto dice ah como en la porno, pero más bajito. Fru se mueve arriba y abajo. Después le toco la cola que está re fría, y la aprieto contra mí. Ella se mueve dos o tres veces más hasta que me corre un escalofrío y me salta la wasca.
—¿Qué pasó?
No contesto.
La camisa se moja desde adentro y aparecen lamparones oscuros.
—Te fuiste en seco. Mi hermana me contó que al novio le pasa todo el tiempo.
Yo me pongo colorado de la vergüenza.
—No pasa nada. Tomá, limpiáte —dice y me pasa unas Carilinas que había en la cabecera de la cama.
Entonces desde abajo escucho la voz chillona del Napo gritando Forro. Cagador. Sorete.
Fru y yo nos miramos sorprendidos. No se entienden mucho los gritos, solo palabras sueltas. Pará. Mal amigo. Calmáte. Me limpio rápido y encima me pongo el suéter. Bajo al living y ahí está el Napo desencajado con rastros de lágrimas mal secadas. En el sillón el Uru y Caro McNeally lo miran incómodos.
—¿Qué pasó? —pregunto aunque ya me imagino.
—Y vos, forro, traidor, estás complotado con él y lo usaste a tu papá para convencerme de que saliera con Mechi.
—¿Convencerte? —pregunta Mechi, que también está por ponerse a llorar.
El Napo se queda callado. Ella lo mira con los ojos cargados de lágrimas y se va para arriba.
—Fru, me prestás el teléfono. Quiero llamar a mi papá —dice el Napo. Él también está por ponerse a llorar.
El rumor corre por Los Cipreses. El Uru es un traidor y yo su cómplice. Caro McNeally es una aprovechadora, Mechi es una tarada y Fru una puta que se deja tocar las tetas. El rumor lo debe estar esparciendo el mismo Napo, al que no le importa quedar como un enano calentón y rechazado con tal de vengarse.
Estamos en el entrenamiento del jueves a la noche. Jugamos un partido entre el equipo A y el equipo B. El Uru quedó en el A y el Napo y yo en el B. Como él juega de fullback y yo de medioscrum, no hace falta que nos hablemos. Tampoco nos saludó cuando nos cruzamos en el vestuario.
Hacemos una jugada preparada desde el line out. Levantan al tercera línea, que me la tira desde arriba. Yo la agarro como viene y saco un pase largo, larguísimo, al apertura. Todo sale bien. El line, el salto, el pase. Pero cuando ya largué el pase y la pelota está a medio camino entre la formación y el apertura, me como un tremendo tackle a destiempo. Y encima un poco alto, apenas por abajo del ombligo. No estaba esperando un tackle, ni siquiera mirando para ese lado, así que me entra de lleno y me desparrama por el suelo de la cancha dos. Me doy vuelta y veo que el que me acaba de tacklear es el Zarpa.
—¿Qué hacés, chabón?
—Calláte, puto —responde y cuando pasa cerca mío me pisa la mano con los tapones de aluminio. Me paro y voy corriendo atrás de la jugada. Nadie vio nada o a nadie le importó. Hay un ruck. La pelota está de nuestro lado. Todos están esperando que saque un pase largo (porque se supone que estamos practicando jugadas colectivas) o que se la dé cortito a un forward. Pero amago, me la guardo y me escapo pegado a la formación. Ahora es Martín Dos Santos, el fullback del equipo A, el que me pone un tackle ascensor. Es reglamentario, pero nadie tacklea así de fuerte en un entrenamiento. Caigo justo en un charco grande de barro. Se arma un ruck encima mío. En la espalda siento los tapones de alguien que me está pisando con saña.
—¡Pará! —grito, pero no me dan bola. Me siguen zapateando con bronca. Es el Pelado Rovirosa. No sé qué está pasando con la jugada, pero desde el piso veo cómo el Uru, a la carrera, le pone una piña al Pelado, que cae de espaldas al suelo. Un par se le van encima al Uru, pero ninguno le pone una piña clara. Algunos tratan de pegarle, otros tratan de separar. Entre los gritos distingo puto, maricón, chupapija. Todo dura menos de un minuto. El Pony Fernández y el resto de los entrenadores se meten y paran la pelea. Todo sigue tenso. Varios jugadores del equipo A y el B se van del entrenamiento. El Pony trata de frenarlos pero ellos no le dan bola. El Napo se va con ellos.
Me levanto con la espalda llena de taponazos y medio cuerpo cubierto de barro.
—Vámonos —dice el Uru y le hago caso. Caminamos hacia los vestuarios. Desde el teléfono público del bar llamamos a un remís para que nos venga a buscar. El Uru dice que no se quiere bañar, que se quiere ir a la mierda lo antes posible. Yo estoy lleno de barro y le digo que quiero ducharme.
En el vestuario no hay nadie. Es temprano y todas las divisiones están entrenando. Las costras de barro con pedazos de pasto caen y enseguida tapan el desagote de la ducha. Se forma un charco de agua marrón que se mezcla con la espuma del shampoo. Muevo el barro con el pie así se va el agua, pero el barro vuelve y otra vez se tapa el desagote. De pronto escucho ruido de tapones de aluminio sobre las cerámicas del vestuario. Cierro el agua. Me quiero ir a mi casa.
En la puerta de las duchas aparecen el Zarpa, el Pelado y cuatro pibes de otras divisiones. Quiero salir pero no me dejan.
—¿A dónde vas, trolo?
—Córranse, forros.
—¿A quién le decís forro? —dice el Zarpa y me empuja. El piso del baño está mojado y me cuesta hacer pie.
—¿Sos puto vos?
Otra vez trato de abrirme paso entre los seis pero me agarran y me meten en la ducha.
—Decí la verdad, trolo. ¿Te gusta la pija?
Los otros pibes son más grandes. De la Menores de 16 o 17. Entre todos me agarran y me ponen contra la pared.
—¡Suéltenme!
Forcejeo, pero no logro zafarme.
—¡Hacele culo! ¡Hacele culo!
En la lucha por soltarme me caigo al suelo, boca abajo. Los seis me tienen dominado. Uno está sentado arriba mío, el resto me agarra los brazos y las piernas. Trato de gritar pero me entra agua con barro y jabón.
—El shampoo, el shampoo, metéle el shampoo.
—Hoy debutás en primera, puto.
Lucho con todas mis fuerzas. No hay caso. Toda la fuerza que tengo la uso en levantar la cabeza para respirar.
—¡Culo, culo! ¡Culo, culo, culo!
Me abren los cachetes del culo y me apoyan en el ano el tubito de shampoo que nos dan en el club.
—¡Culo, culo!
Respiro. Trago agua. Toso. ¡Culo! gritan y se ríen mientras me meten el shampoo.
—¡Ey! ¿Qué hacen? ¿Están locos?
Es la voz del Pony Fernández, nuestro entrenador. Apenas escuchan los gritos, los pibes me dejan y salen corriendo.
—¡Pendejos de mierda, vengan para acá!
Escucho cómo los botines hacen ruido sobre la loza y los seis salen del vestuario.
—¿Estás bien, Trapo? —me pregunta el Pony y me ayuda a levantarme.
Sábado a la mañana. Día de partido. Estoy en la cama. Mi papá entra a mi cuarto.
—Janito, arriba. Vas a llegar tarde al club.
—No me siento bien, pa.
Se acerca y me toca la frente.
—Fiebre no tenés.
—Mejor si no voy a jugar.
—¿Seguro?
Digo que sí con la cabeza.
—¿Por qué no te cambiás y vamos? Seguro ves la cancha y se te pasa.
—Me siento mal.
—Dejalo, Turco. No quiere ir a jugar —dice mi mamá en camisón desde el marco de la puerta—. Yo me quedo con él.
—¿Vas a faltar a un partido?
—Sí, pa. Andá.
—Está bien. Descansá.
Mi papá sale del cuarto. Habla con mi mamá. Lo escucho decir que va a almorzar en el club, que se queda viendo el partido de la primera y tipo seis está de vuelta en casa. Escucho que agarra las llaves y se va.
—En un rato vamos a ir comer con la abuela. ¿Querés venir?
Digo que no con la cabeza. Mi mamá me hace un mimo en el pelo y se va.
Me levanto cerca del mediodía. Mi mamá y mi hermana ya se fueron a almorzar. Prendo en Nintendo 64 y juego al Mortal Kombat 4. Me da hambre. Me hago un sandwich. Vuelvo a mi cuarto. Sigo jugando. Juego y juego hasta que me arden un poco los ojos y me duelen las yemas de los pulgares. A las tres y media de la tarde, paro. A esta hora debe estar empezando el partido de la primera. En un rato van a volver mi hermana y mi mamá. A las seis va a volver mi papá. Quiero llorar pero no me sale. Agarro el teléfono y marco.
—Hola, Uru.
—Hola, Trapo.
—¿Qué estás haciendo?
—Recién llego a casa.
—¿Puedo ir para allá?
Agarro mi mochila Rip Curl negra y azul y le meto dos remeras, dos calzones, el walkman y un libro. Voy hasta el cajón de las medias de mi papá donde sé que guardan la plata y me llevo 200 pesos. Nunca tuve tanta plata en las manos. En la mochila también meto pasta y un cepillo de dientes. No sé cuándo voy a volver.
El Uru me abre la puerta de su casa. Tiene unos raspones en la cara.
—¿Qué te pasó?
Se encoge de hombros. Sus hermanos y su mamá no están.
—¿Querés una coca?
Sirve en dos vasos con hielo. Tomamos.
—¿Cómo estás? —pregunta.
—Qué sé yo. Que se vayan a la mierda.
—Está bien.
—¿Jugamos al Sega?
El Uru tiene un Sega Genesis, una consola más vieja. Igual nos divertimos. Jugamos al FIFA 94. Le gano fácil, no le pone mucha energía.
—¿Querés ir a la noche al cine? —pregunto.
—No puedo, voy a comer con mi papá.
Desde el lavadero llega el ruido del lavarropas.
—¿Más coca? —pregunto.
El Uru hace que sí con la cabeza. Agarro los vasos y voy a la cocina. Abro la heladera y sirvo. El lavarropas da vueltas. Afuera, llenos de barro, los botines del Uru. Vuelvo a la mesa.
—¿Fuiste a jugar hoy?
—Perdimos contra Curupa.
—¿Quién jugó de medio?
—Martín Dos Santos. Tu viejo dijo que estabas enfermo.
Me falta un poco el aire y me duele el pecho. Se siente como seis tapones de aluminio en el corazón.
—Hablé con el Napo y le dije que lo de Caro ya fue. Y él les dijo a los chicos que lo de tu casa lo había inventado él.
—¿Le creyeron?
—Hablé con el Pelado y el Zarpa y está todo bien. ¿Y Fru?
—No tengo ganas de verla.
Me paro y rodeo la mesa. Me acerco al Uru y le doy un beso. Me frena. Le toco el pito. Por un momento se deja pero después me saca la mano.
—Ya está, Trapo.
El Uru mira para abajo, para el costado, después a mí.
—Yo quiero jugar al rugby —dice.
—Está bien. ¿Puedo quedarme un rato acá?
—Un rato. Después voy a comer con mi papá.
Volvemos a jugar al Sega. Esta vez le pone más ganas. A las ocho salimos. Él se va con su papá y yo me voy a un McDonald’s. Pido un combo mediano, pago con cien pesos y me dan noventa y cinco con cincuenta de vuelto. Como. Con los cincuenta centavos me pido un cono combinado. A las doce de la noche vuelvo a casa. Desde la cocina viene mi mamá.
—Janito, ¿dónde estabas?
—En lo del Uru.
—Hablé con la mamá y me dijo que se fueron a las ocho.
—Fui a McDonald’s.
—¿Estás bien?
Asiento.
—Tu papá quería hablar con vos.
Camino por el pasillo hacia su estudio. Los pies me pesan. No quiero ir. Al mismo tiempo, algo me lleva hacia ahí. Más bien, me arrastra. Toco la puerta.
—Pasá.
Mi papá está mirando la pantalla de su computadora. Tipea. Termina. Levanta la vista. No sé si está enojado, preocupado o qué.
—¿Dónde estabas?
—En McDonald’s
—No hagas eso. Nos preocupaste.
Digo que sí con la cabeza.
—¿Querés contarme lo que pasó en el club?
Siento una pelota de barro en la garganta.
—¿Por eso no fuiste a jugar hoy?
El barro de la garganta crece y me llena la boca, la nariz y los ojos.
—Perdón, papá —digo y se me caen los lagrimones de agua marrón.
Mi papá me mira con la boca apenas abierta y el ceño fruncido.
—Janito, no pasa nada.
Miro para el costado, no quiero que me vea llorar.
—Hijo, está bien —dice y se para—. Vení.
Mi papá abre los brazos. Me siento débil, como si de barro también fueran mis piernas, mi panza y mis pies.
—Vení te digo.
Camina hasta mí. Se agacha un poco y me abraza. Apoyado en él, me paro.
—Te quiero —dice y en ese momento todo el barro de la garganta y los ojos explota y me largo a llorar con un nene, con la boca abierta. Lloro y lloro y mi papá me abraza.
—No quiero ir al club —digo con la boca llena de baba.
—Y no vayas.
—No quiero jugar al rugby.
—Y no juegues.
—No me gusta tacklear.
—Eso ya lo sabíamos —dice y se ríe un poco. Yo también me río con la cara sucia de lágrimas.
—¿No te molesta?
—No.
Sigo llorando y abrazándolo. Siento que él es un gigante y yo un enano pequeño y débil, pero llorar y abrazarlo me hace sentir mejor. Cuando me calmo lo suelto.
—Andá a lavarte la cara.
Digo que sí y me voy al baño. Lavarme la cara me parece poco y entro a la ducha. Cuando salgo estoy tan cansado que lo único que puedo hacer es ponerme el pijama y meterme en en la cama a ver una maratón de Los Simpson que están dando en Fox. Me quedo dormido con la tele prendida. Me despierta el sonido de la puerta. Es mi mamá que se acerca al televisor y lo apaga. Me hace un mimo en la cabeza. Se para en la entrada del cuarto.
—Hasta mañana, Janito —dice, y apaga la luz.