Soy yo quien lo descubre. Está sentado al lado del garaje abierto. Está vestido con algo verde, tipo cazador. Está sentado en la vieja silla de jardín, recostado, cómodo. Se frota las manos contra los muslos. El sol está saliendo.
—Martin. Hay un hombre sentado al lado del garaje abierto —digo.
Martin se da vuelta, tiene su taza de café en la mano. Mira por la ventana, se da vuelta otra vez, deja la taza. Estira la mano para tomar una rodaja de pan blanco.
—¿Es Ole Hansen? —digo.
Martin asiente con la cabeza. Y niega con la cabeza. Y asiente de vuelta.
—Sí. Es Ole Hansen —dice entonces.
—¿Qué crees que quiere?
—Ni él sabe lo que quiere.
Martin pone dos fetas de queso al pan. Mastica a la vez que limpia las migas de su suéter.
—¿Salgo y le llevo una taza de café? —digo.
—No, no lo hagas. No salgas hoy de ningún modo.
—No.
Unto miel a mi pan quebradizo.
—¿Crees que le pasa algo? —digo.
—No más que lo que le suele pasar.
Martin sabe de lo que habla; trabaja en la municipalidad. Casi diariamente Ole Hansen está sentado en la cantina, aunque no tiene nada que hacer allí. Está sentado frotándose las manos contra los muslos, de un lado a otro. Sus pantalones están totalmente gastados allí donde se frota. No es tonto. Hace un tiempo él era otorrinolaringólogo. Pero entonces le agarró un virus que le atacó el cerebro, y casi al mismo tiempo perdió a su único hijo. Uno no pasa por este tipo de cosas sin marcas, por eso también dejan que esté sentado en la cantina. No habla con nadie, solamente está ahí. Después de estar un rato sentado, se va.
—¿Por qué crees que está aquí en nuestra casa?
—Por casualidad. También ha estado sentado en las casas de otros.
—¿Sí?
—Sí. En lo de Allan. Y en lo de Ursula. También en lo de alguien de tesorería.
—¿De dónde sabe sus direcciones?
—No las sabe. Solamente vaga.
—Qué pena que esté así.
—Sí.
Martin va a lavarse los dientes. Puedo oír sus sonidos. Me quedo sentada a la mesa y miro el jardín. Los árboles están desnudos, incluso el seto está completamente transparente. Algunos gorriones pasan por la casita de pájaros.
Saludo con la cabeza en dirección a Ole Hansen. No reacciona. Seguramente no me pueda ver aquí dentro.
Martin está sentado en la escalera y ata sus zapatos. Un olor de pasta de dientes se levanta alrededor de él.
—De todos modos, ahora hago que se vaya —dice Martin.
—¿Cómo?
—Solo le digo que se vaya y entonces se va.
—A mí no me molesta que esté sentado ahí.
Martin alza la cabeza.
—No tiene que estar sentado en nuestro jardín justo cuando estás sola en casa.
—No le tengo miedo.
—Tampoco tienes por qué tenerlo. Pero no quiero que esté ahí.
Se levanta y se pone el abrigo.
—Que te mejores —dice y me besa en la mejilla.
Cierro la puerta detrás de él. Estoy un rato en la ventana de la puerta y lo veo caminar por la senda del jardín hasta Ole Hansen. Se detiene frente a él con una mano en el bolsillo. Entonces entra al garaje abierto, abre el auto con llave y se sube. Arranca el auto. Al mismo tiempo Ole Hansen se levanta de la silla de jardín, sale por el garaje abierto, al lado del auto que está dando marcha atrás, dobla a la derecha por la vereda y desaparece. Martin sale a la calle y va a la izquierda, suena la bocina y me hace señas de que Ole Hansen ya se ha ido. Asiento.
Cuando ya no puedo ver el auto de Martin en la calle, me pongo mis botas de goma. Salgo de casa en la misma dirección que Ole Hansen. No lo veo por ningún lado. Miro en todos los jardines y entradas de autos y detrás de la verja, cerca de la bicisenda.
Está en un banco afuera de la cabaña de exploradores, y se frota los muslos.
Me quedo en la vereda.
—Hola, Ole —digo y sonrío—. Me llamo Betina. Recién estaba en mi jardín. Estoy casada con Martin de la municipalidad.
Ole Hansen no reacciona.
—Hace mucho frío —digo—. Estaba pensando, ¿te gustaría tomar una taza de café? Yo te puedo traer una.
Ahora me mira directamente a mí. No dice nada.
—Bueno, entonces te busco una taza de café. No te levantes.
Voy hacia atrás por la vereda. Todavía le sonrío.
—Por favor, no te levantes —digo.
Me doy vuelta y corro hacia mi casa. Me pongo el viejo abrigo de Martin; está colgado justo ahí en el vestíbulo. También me pongo bufanda y guantes. Encuentro el termo en la mesa del comedor y además agarro una taza, la meto en el bolsillo del abrigo y cierro la puerta con la mano libre. Me apuro a la cabaña de exploradores.
Todavía está sentado ahí.
—Aquí estoy, y traigo café caliente —digo y me paro justo en frente de él.
Pongo la taza en el banco y la lleno. Ha dejado de frotarse los muslos, estira la mano hacia la taza y bebe. Él está sentado con la taza entre las manos. Yo estoy de pie enfrente de él con el termo.
Sopla el café entre cada sorbo. El vapor se levanta de la taza hacia su cara.
—Y tú andas así, sentándote —digo.
No contesta; tampoco espero que lo haga.
—Yo trabajo como técnica de laboratorio —digo—. Pero hoy llamé para avisar que estoy enferma. Estoy un poco resfriada. Martin pensaba que tenía que quedarme en casa.
El suelo enfrente del banco está lleno de hojas podridas. Remuevo las hojas con la punta de una de mis botas de goma.
—A veces también está bueno tomarse un respiro. Especialmente en un día tan lindo.
Carraspeo y miro a Ole Hansen. Ha dejado la taza en el banco. En seguida doy un paso hacia él.
—Más café —digo, un poco más desenvuelta de lo que hubiera querido.
Entonces se levanta con un movimiento repentino y hace señas con la mano para que me aleje. Va a la izquierda por la vereda, camina rápido. Voy siguiéndolo a través del barrio residencial, con el termo en el brazo estirado.
—¿Qué pasa? —digo—. ¿Puedo hacer algo?
Camina con pasos grandes. Hemos llegado hasta la parcela de la esquina ahora. Bente está en el jardín con una escoba. Se detiene y dice mi nombre; la desoigo. Estiro el brazo hacia Ole Hansen por detrás, le toco su hombro.
—¿Por qué no nos sentamos en algún lugar? —digo—. Podríamos sentarnos juntos un rato.
Se detiene y se vuelve hacia mí, cara a cara. Estamos parados muy cerca. Huele a lana. Desde entonces sigo conectando las dos cosas; el olor a lana y lo que me dice.
—Tu marido te engaña con Ursula Steen —dice.
Tiene puesto un suéter gordo debajo de la campera verde, recién lo veo ahora. Pienso en si es tejido a mano y, de ser así, en quién se lo tejió.
—Ese es un suéter lindo —digo.
Se da vuelta y sigue caminando. Lo sigo. No digo nada más, solo camino unos metros detrás de él. Pasamos por el polideportivo, la fábrica de azúcar y llegamos al centro de la ciudad, a través de las calles angostas. Abre con llave una casa roja de entramado de madera. Aparentemente vive ahí. Entra y cierra la puerta sin despedirse. Sigo por la calle hasta la plaza. Paso la fuente y me detengo a un trecho de la municipalidad.
Me duele el brazo. Es el brazo en el que llevo el termo. Dejo que el brazo cuelgue hacia abajo y froto el músculo dolorido. Un poco de café chorrea del pico del termo a la vereda. Así estoy parada.