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Me pone contento verte así

Escribe Juan Games
En Me pone contento verte así, la protagonista —otra mujer, como todos los Cuentos del desengaño de Juan Games—, lidia con un doloroso duelo

Cierra las dos canillas al mismo tiempo. Siente el frío en todo el cuerpo, excepto en los pies, que siguen sumergidos. Los pelos perdidos siempre hacen lo mismo: se juntan, se enredan, se mezclan con el jabón, y arman una masa densa que tapa la rejilla. En la bañadera se forma un pequeño estanque de agua sucia, que más allá de la primera sensación de asco, es de las pocas cosas que últimamente la hacen sentir bien. 

Abrazada a sí misma con un brazo se agacha, estira el otro, sumerge la mano y escarba en la rejilla. Levanta la bola negra, chorreante, y se pregunta si es normal perder tanto pelo todos los días. La cuelga de la jabonera. Los pelos se aferran como tentáculos a la cerámica. Ella agarra la toalla, se escurre, se seca la espalda, la cara. Sale de la bañadera y se mira en el espejo. Tiene ojeras y algunas arrugas. Los ojos hinchados de tanto llorar; Se cubre con la toalla y vuelve a agarrar la maraña de pelos, la aprieta para sacarle el exceso de agua y busca el tacho de basura en el rincón. No tiene bolsa. Con los pies húmedos va hacia su cuarto, pasa por el frente del vestidor esquivando la ropa que él dejó tirada hace unas horas, sale al pasillo y camina dándole la espalda a la habitación del fondo, a la de la puerta cerrada con llave. Baja las escaleras y entra a la cocina en puntas de pie; el piso está helado. Ve un papel que quedó arriba de la mesa. Con los pelos aún en la mano se acerca y lee la letra recta de él. Una carta breve: 

Vuelvo a eso de las 7. En el camino compro algo para la cena. 

Piensa en él. Se lo imagina saliendo de la casa con paso firme, como si nada, con los restos de una tostada húmeda en la boca, porque ni el apetito pareció perder. Casi que puede verlo entrando a la oficina, sonriente, saludando a su jefe, dándole palmaditas en el hombro a Galván a Borlasca a… 

Una alarma la trae devuelta a la cocina. Está parada frente a la heladera con la puerta abierta. La toalla quedó tirada en el piso algunos pasos más atrás. Siente la mano derecha mojada y se la acerca para olerla. Huele a Shampoo. ¿Qué estaba haciendo? Cada vez le pasa más seguido esto de no registrar sus movimientos, pero aún no se lo dijo a nadie. Deben ser cosas comunes de las pastillas. Cierra la heladera y la alarma se detiene. Levanta la toalla; sube al cuarto para terminar de cambiarse. 

Tiene prohibido ponerse el pijama y volver a la cama. Habían llegado a ese acuerdo en una de las últimas sesiones con el psiquiatra. Es importante, les había aconsejado, que hagan un esfuerzo por hacer las pequeñas tareas, mantener los hábitos que les hacen bien. De a poco volver al trabajo, hacer ejercicio, cocinar… lo que sea que involucre al cuerpo y a la mente al mismo tiempo, y si lo pueden hacer juntos, mejor. Ella entonces guarda el pijama debajo de la almohada y acomoda la colcha sobre la cama. No sabe cuándo fue la última vez que cambió las sábanas y no le importa. Termina de vestirse y se sienta a esperar, no sabe qué. Suena el teléfono pero ella no reacciona. Sospecha que es Analía, su amiga que llama día por medio y pregunta ¿Cómo estás? que siempre aparece con alguna nueva propuesta, ir de compras, o al cine, o al menos salir a caminar. Pero ella prefiere quedarse ahí, sola. La idea de salir la aterra, de pasar por la plaza, por el frente de los juegos, por la heladería. Vestida, se mete en la cama a dormir, el teléfono deja de sonar. 

Son las cuatro de la tarde y ella sale al jardín. La falta de riego en los últimos meses secó las plantas y el pasto. Piensa que debería prender los regadores un rato y ver si de a poco el jardín vuelve a recuperar algo de color. Se agacha y cuando está por abrir la llave de paso se acuerda del día en que jugaban a esquivar los chorros de agua. Se queda quieta. Deja la llave de paso como estaba y se vuelve a encerrar en la casa. 

Él volvió hace un rato de la oficina. Ahora los dos están sentados en la mesa del comedor. De fondo suena la televisión que ella dejó prendida. No escucha lo que dicen, pero le gusta el ruido, cualquier ruido que tape el silencio. Él sirve el pollo que compró. Llena los vasos con agua y fuerza una sonrisa. Ella mira el plato pero no agarra los cubiertos. Él prueba la comida. Traga. 

Está rico, dice, con la piel crocante como te gusta a vos. 

No tengo hambre, dice ella. 

Tenés que comer algo. 

Ella se queda en silencio. 

Él vuelve a insistir: ¿hoy qué almorzaste? 

Ella toca el pollo con el dedo. Del plato sale humo, pero ella no siente la temperatura. 

Necesitás comer algo, aunque sea un mordisco. 

Ella levanta la mirada. Lo mira por primera vez. 

Volviste a hacer lo de la pasta de dientes. le dice. 

Él la mira. Se pone serio. No empieces, le pide. 

Si te agacharas un poco más para escupir cuando te cepillás no dejarías todo lleno de puntitos blancos. 

Él respira hondo para hablar: La semana pasada era lo del mosquitero, ahora esto. ¿Qué va a ser la próxima? ¿Que no corro bien las cortinas? ¿Que las sábanas de mi lado quedan más arrugadas?¿Por qué no decís algo en serio, carajo? 

No sé qué querés que te diga, responde ella 

Algo, lo que sea, pero algo de verdad. Prefiero que me putees por algo de verdad, que me digas que soy una mierda, que me detestás, que pensás que fue mi culpa. Se quedan en silencio. Ella se encoge de hombros. Él se levanta y se va. De fondo suena la televisión. 

A la mañana siguiente ella termina de bañarse, cierra las canillas y se agacha a recoger los pelos que tapan el desagüe. Camina desnuda hacia la cocina dejando el piso mojado a su paso y en el trayecto se pierde en sus propios pensamientos. Es la alarma de la puerta abierta de la heladera la que la trae de vuelta al presente. Como si toda su vida la rutina hubiera sido la misma, cada mañana se va a encontrar a ella misma parada frente a la heladera abierta, sin saber cómo ni por qué llegó hasta ahí. Lo mejor va a ser no decírselo a nadie, va a pensar, y cerrará la heladera para continuar con el día. 

La parte más fría del invierno ya pasó. Ella lava la vajilla que quedó sucia de la noche anterior. Un ruido la hace detenerse. Cierra la canilla y afina el oído. Es un sonido extraño, apenas perceptible; una respiración mínima. Gira su cuerpo y recorre la cocina con la mirada. Viene de la heladera. Se acerca, se quita uno de los guantes de goma y abre la puerta. Ahora se escucha claro: presiente que es la respiración previa a un llanto. Corre los frascos del estante superior y al fondo ve una masa de pelos. Se pregunta quién dejó eso ahí. Se acerca un poco más, mete la cabeza en la heladera. Sin asco estira su mano y lo toca. La respiración se calma. Ella tiene ganas de acariciarlo. 

4

Él está más tranquilo. En las últimas semanas ella presentó pequeñas mejorías. Ahora cada vez que vuelve del trabajo los regadores están prendidos y a veces la escucha tararear alguna canción. Él trajo unas pastas para cenar. Ella las prueba y dice que están muy ricas. Él estira su mano y la apoya sobre la de ella. 

Me pone contento verte así, le dice. 

Ella intenta sonreír y prueba otro bocado. Cada tanto se detiene, como si quisiera escuchar un ruido lejano, pero enseguida vuelve a masticar. 

Y el jardín. Volvieron a crecer las begonias— dice él. 

Ella asiente. 

Comen el resto de la cena en silencio. Él no quiere presionarla demasiado. Una noche él llega del trabajo, deja su saco en la entrada y se alegra al sentir olor a comida casera. Pero un sonido le llama la atención: un pitido insistente. Va a la cocina y ve que la puerta de la heladera quedó abierta. Se acerca. La tapa del estante superior quedó fuera de lugar. Él acomoda el estante y cierra la heladera. ¿Amor? La llama. Pero no hay respuesta. Sube las escaleras. Supone que ella está en la cama, tal vez leyendo, como solía hacerlo antes. Pero al llegar al último escalón ve que al fondo, la puerta de la habitación que mantenían con llave está apenas abierta. ¿Amor? Vuelve a decir él, esta vez más bajo. Desea que la respuesta no venga desde allá. Avanza lento por el pasillo, la alfombra enmudece sus pasos. Llega hasta el umbral de la habitación, apoya una mano contra la puerta y empuja. Ella está ahí, parada frente a la cama de una plaza, estática. Los juguetes ya no están en el armario, están desparramados por el piso. Él avanza con cuidado, como si entrara a un espacio repleto de objetos frágiles. Se para detrás de ella y mira por sobre su hombro. En la cama, apoyada en la almohada celeste ve una cosa peluda, mojada. Él retrocede un paso. Ella tararea una canción.

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