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Mi tía Chus

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Nacho Carretero
Nacho Carretero después de que su libro «Fariña» se convirtiera en la serie de Netflix más vista en la península ibérica, tuvo una tremenda exposición mediática. Pero años antes escribió para la revista Orsai esta crónica familiar muy íntima.

No es fácil para Chus subir las escaleras del autobús por la mañana. Su rollizo cuerpo pelea por encaramarse a cada escalón: primero una pierna, después la otra. Ella a su ritmo, el mundo a otro. Que se espere. Chus es pequeña, redondeada y se balancea al caminar sobre unos diminutos pies en los que, curiosamente, posee una asombrosa fuerza. También sus manos son pequeñas. Se aferran a los laterales para completar el ascenso. Sabe qué movimiento debe hacer casi de memoria porque apenas ve nada. Chus nació ciega de un ojo y en el otro está perdiendo la visión. Al llegar a su asiento se deja caer a plomo. Una trabajadora social le coloca la horquilla que sujeta su pelo mientras le da los buenos días. El autobús arranca y Chus —que en realidad se llama María Jesús pero todo el mundo la llama Chus— frota con lentitud sus manos enrojecidas por el frío. Echa un vistazo alrededor, en la cara lleva una sonrisa —suele portarla donde va— y después vuelve a su mundo interno, indescifrable, profundo, mientras el autobús sale de la ciudad. Afuera la lluvia helada de la mañana moja las ventanillas.

«El pediatra nos llamó por teléfono y nos pidió que fuéramos a verle al día siguiente», cuenta mi abuelo, serio, sentado en una butaca de su salón. Era el año 1958. Habían pasado tres meses desde el nacimiento de Chus. Cuando mis abuelos llegaron a la consulta, el médico no dio demasiados rodeos.

—Creo que esta niña es mongólica.

—¿Qué es eso? —preguntaron.

—¿No sabéis lo que es mongólica?

—No.

—¿No la veis diferente?

—No.

—Estos son niños que no van a estar bien y tienen retraso. Hubo un silencio.

—¿Es tonta? —preguntó mi abuelo.

—Médicamente es idiota. Tiene idiocia.

Mis abuelos se echaron a llorar. Y eso que mi tía Chus, de idiota, no tiene un pelo. El problema —uno de ellos— es que todavía faltaba un año para que Jérôme Lejeune diagnosticara el síndrome de Down tras detectar una alteración en el cromosoma veintiuno, que se duplica parcialmente. En ese momento ni mis abuelos, ni el médico ni en realidad nadie sobre la faz de la Tierra conocía tal hallazgo. Por eso se atrevían a llamarle idiota.

Cuando salieron de la consulta, Martín Pou y Lucrecia Romay (así se llaman mis abuelos, lo que pasa es que a mi abuela todo el mundo la conoce como Chicha, excepto, por cierto, mi abuelo, que la llama Chola, a saber por qué), cuando salieron de la consulta, decía, fueron a casa de mis bisabuelos. Chus iba en una pequeña cuna de mimbre, ajena, claro, a todo lo que la rodeaba. «Nos acaban de decir que Chus es tonta». A Coruña, ciudad de provincias de por entonces ciento cincuenta mil habitantes, año 1958. Lo que mis abuelos acababan de lanzar no era una noticia, era una maldición. Mis bisabuelos preguntaron: «¿Puede afectar al resto de hermanos?». Entonces Chus tenía cuatro hermanos mayores (uno de ellos, mi madre). Era una duda —si acaso razonable— que se instaló en la casa. Lo que ya no les pareció tan razonable a mis abuelos fue el consejo que recibieron a continuación y que les instaba a no dejarse ver en público con Chus, por el bien de toda la familia. «Hay que entender que era otra época, otra mentalidad», justifica mi abuelo.

El autobús llega a su destino: el centro ocupacional Aspronaga Lamastelle. Detrás, cuatro autobuses más de los que salen decenas de chicos y chicas con distintos grados de discapacidad. Se saludan, gritan, ríen, alguno va casi dormido, otro parece enfadado. Encogen los hombros para protegerse de la lluvia. La unidad de Chus es la de tercera edad y hacia allí camina despacio, muy despacio. En realidad todo lo hace despacio, Chus vive atrapada en la cámara lenta y sus movimientos están empapados de parsimonia. Y cada vez más: va a cumplir cincuenta y cinco años, no está para carreras. El cumpleaños, por cierto, lo celebrará como todos y cada uno de sus cumpleaños: con chocolate con churros. No hay forma de que lo festeje de otro modo. «¿Qué quieres hacer este año en tu cumple, Chus?». «Chocolate con churros». No insistan. Como decía, cincuenta y cinco años es una gran marca para una persona con síndrome de Down, de modo que ya no trabaja como hacía hasta no hace mucho y como sí hacen la mayoría de sus compañeros, más jóvenes. Son trabajos de manufactura, sencillos, pero que cumplen con una efectividad asombrosa. En eso consiste Aspronaga Lamastelle: dar ocupación a personas con discapacidad para ayudar a su integración. A cambio reciben un sueldo simbólico, pero obviamente ese no es el objetivo. En el caso de la unidad de Chus se trata de ocupar el tiempo de los mayores y dotarlo de la máxima calidad de vida posible, que no es poco. Ni fácil. Envuelta en su abrigo, sin abandonar la sonrisa pese a la lluvia, entra en el taller y da los buenos días a sus compañeros. Otra trabajadora social la saluda desde la puerta: «¿Qué tal el fin de semana, Chus?». Responde automáticamente mientras se quita la bufanda: «Muy bien». Para Chus todo está muy bien siempre. Si se queja, si algún día alguien la escucha quejarse, entonces es que algo realmente grave está ocurriendo. Chus cuelga el abrigo, se estira con su apenas metro y medio para alcanzar la percha. Tiene todas las características que distinguen a una persona con síndrome de Down: extremidades pequeñas, rasgos mongólicos, problemas psicológicos, tendencia a la obesidad y reducida esperanza de vida. También, y debido a su edad, la mente de Chus ya está maltrecha: gira sobre sí misma encerrándola cada día más en su mundo interior. En cuanto a lo importante —ya les iré contando— tiene todas las características que distinguen a una persona maravillosa. Por fin logró colgar el abrigo. Se dirige a su sitio y, de nuevo, se deja caer sobre la silla a mitad de trayecto. Lo que le faltaba, tener que guardar las apariencias cuando por fin ha logrado encontrar un asiento.

«Lo que ahora a los jóvenes os cuesta entender —explica mi abuelo— es que entonces no sabíamos nada, no había nada de información. Era como un túnel negro en el que entrábamos y no sabíamos cómo avanzar, ni a dónde íbamos, ni nada…». Un túnel negro. Mis abuelos, sentados en un sillón, en desolado silencio, contemplaban a Chus en su cesta de mimbre. En ese momento en Europa no existía un solo país que legislara o dedicara especial atención a personas con discapacidad intelectual. Sencillamente eran niños o adultos enfermos para los que no había cura. Inútiles sociales que caían como un hechizo sobre las familias. No solo porque eran una carga, también suponían un estigma. Mis abuelos estaban perdidos. «Yo recuerdo que no podía parar de llorar», añade mi abuela con un hilo de voz, sentada en su butaca, menuda, frágil, como si el sillón fuera a tragársela. «Creo que entré en depresión». No sería hasta un año después —coincidiendo con el diagnóstico del síndrome de Down— cuando los países nórdicos, con Dinamarca a la cabeza, comenzarían a regular el trato hacia estas personas. Diez años después, en 1968, se constituiría en Jerusalén la Liga Internacional de Asociaciones en Pro de la Deficiencia Mental, un hecho que contribuiría de manera definitiva a impulsar los derechos de las personas con discapacidad intelectual. Hasta entonces, palos de ciego. Para mis abuelos comenzó el rosario de consultas a médicos, amigos y conocidos en busca de respuestas.

Alguien les dijo que encerraran a Chus. Y cuando digo alguien no digo un tipo despistado que pasaba por la calle y se giró para comentarlo. Alguien fue un amigo, un familiar, un médico… El consejo era que viviera en una habitación y que no tuviera contacto con nadie. De este modo evitarían problemas. La realidad es que en ese momento, en la ciudad, había cientos de niños considerados idiotas encerrados en habitaciones, aislados en las profundidades de las casas. Las familias no querían ver mancillado su honor o, simplemente, no querían que el resto de hermanos se contagiaran de idiocia. Esa era la espesa y oscura realidad de no pocos niños en ese momento. Mis abuelos se negaron.

Otro alguien les advirtió que no tuvieran más hijos, ya que podrían nacer igual que Chus. Mis abuelos llegarían a tener cuatro niños más, haciendo un total de nueve. Ninguno de ellos, por cierto, con síndrome de Down o cualquier otro tipo de discapacidad.

Un tercer alguien, miembro del Opus Dei, les dio consejos tan abyectos que mis abuelos se levantaron y salieron de allí con un cabreo histórico. «Yo después no podía parar de llorar, escuchamos cosas terribles», dice otra vez mi abuela con voz tambaleante. «¿Pero estabas llorando todo el tiempo, abuela?». Mi abuelo irrumpe: «Todo el tiempo. Se pasó toda aquella época llorando». Y mi abuela le mira, minúscula, desde su butaca.

Un cuarto, médico, recomendó internar a Chus en un centro especializado. Allí le darían todos los cuidados que necesitaban las personas como ella. Mi abuelo fue a visitar uno de estos centros, sopesando la posibilidad. La descartó nada más poner un pie en el primero de ellos. «Era como un manicomio, las camas tenían correas, había barrotes, las paredes acolchadas… horroroso». Mi abuelo, tal vez imaginando a Chus en un sitio como ese, lo rememora escandalizado.

Un quinto y último consejo llegó a través de otro médico que se desmarcó con un experimental tratamiento de vacunas recién llegadas de Alemania. «Tengo que decirte que mi padre me dejó el dinero para pagarlas», añade mi abuelo para desquitarse de su anterior crítica. No solo por caras aquellas vacunas eran especiales. El tratamiento que mi abuelo encargó prometía la curación de Chus. Se trataba de unas inyecciones de, atención, células vivas de cabra. La primera dosis llegó al pequeño aeropuerto coruñés proveniente de Berlín. Mi abuelo fue con Chus, todavía con meses, a que una enfermera le pusiera la primera de las inyecciones. «Sacó una jeringuilla enorme, recuerdo una aguja muy larga», relata mi abuelo. «Y se la inyectó directamente en la cabeza». De los ojos de mi abuela brotan lágrimas al escucharlo. «Yo no vi aquello, no quise ir», susurra. Mi abuelo abandonó el tratamiento tras la segunda inyección. Chus no recibió más vacunas.

En la unidad de la tercera edad están sentados en círculo, haciendo ejercicios de memoria. Chus espera su turno acomodada en una silla, con sus rechonchas piernas estiradas, sus manos en los bolsillos huyendo del frío y sus pensamientos, sus profundos pensamientos, apartándola de la realidad. El ejercicio consiste en ir diciendo un objeto cada uno, de modo que cuando les llega el turno, además del que se les ocurra, deben repetir todos los que se hayan dicho antes. Hoy se trata de prendas. Cuando le toca a Chus ya se han dicho cuatro prendas, no está nada fácil. En un sublime gesto de concentración, Chus apoya su pequeña mano en la frente y se pone a pensar con tanta intensidad que se puede palpar el esfuerzo: «Jersey, pantalón, bata… y camisa». Lo consigue. Sonríe. Chus, ya lo dije, siempre sonríe.

Desde hace diez años, aproximadamente, la demencia senil devora insaciable su memoria. De un tiempo a esta parte Chus ha perdido sus facultades para recordar, hasta tal punto que ni siquiera recuerda lo que hizo ayer. En muchos casos olvida lo que acaba de suceder, por lo que suele entrar en bucles, preguntando o diciendo lo mismo una y otra vez. Cierto día, comiendo en mi casa, Chus repetía incansable una misma idea (no recuerdo qué decía exactamente) hasta que mi madre intentó cortar la retahíla: «Chus, las cosas se dicen una vez. No repitas más, ¿vale?». A lo que Chus respondió: «Vale, ya no repito más». Y medio minuto después dijo: «Ya no repito más». Y otro medio después, «ya no repito más», y así entró en un bucle, repitiendo que no repetiría, digno de la mejor paradoja. Otros días Chus revive hechos pretéritos —se remonta años y años— y los comenta (de nuevo en bucle) como si acabaran de ocurrir. Sucedió un día, en su unidad, que no dejaba de repetir que le habían subido el sueldo (no era verdad, muy al contrario, y debido a la crisis, a la mayoría se lo habían rebajado). A su lado, un compañero también con demencia senil estallaba en enfado cada vez que la escuchaba: «¿Cómo que te lo han subido?», gritaba. Ella rectificaba, pero al cabo lo volvía a decir y su compañero —que también lo había olvidado— estallaba de nuevo. Así una mañana entera, en un tragicómico remolino. Esta incapacidad para retener la realidad a corto plazo impide a Chus desarrollar una vida normal, no puede mantener conversaciones como hacía antes y hay que guiarla a través de las palabras, dándole la mano, ofreciéndole cuestiones sencillas y evitando cualquier giro en la charla. Por ello la mayoría de respuestas que da están automatizadas y por eso, cuando se le exige, cuando se le obliga a recordar, sus esfuerzos son encomiables. Lo curioso es que las escasas veces que está enfadada (enfadada es una palabra sin duda muy grande para describir sus enojos, pero valga para entendernos) es cuando más lúcida está, cuando más y mejor responde. Yo de vez en cuando la enfado —amagando con que voy a beberme su refresco, por ejemplo, esto la saca de quicio— porque quiero traerla a este mundo unos minutos y poder disfrutarla, pero sin que se entere mi abuela, claro. Sé que he logrado molestarla si me llama «tremendo». Si Chus dice que alguien «es tremendo», es que está realmente mosqueada.

Tras el rosario de asesores desubicados y sus disparatados consejos, mis abuelos seguían tan o más perdidos que antes de las consultas. Como siempre puede ser peor, apareció un nuevo problema: se le detectó un glaucoma en su ojo sano, en el único que le ofrecía visión. Había que operar. Y, aquí sí, toca hablar y muy bien de los médicos. El que operó a Chus lo hizo sin cobrar una peseta de las de la época. Quería ayudar a Chus y a mis abuelos, y también llevar a cabo una operación de extrema ambición para un cirujano. Hasta les pidió permiso para grabar en vídeo la intervención. Era delicada al máximo: un error de apenas milímetros al intervenir en el globo ocular y quedaría ciega para toda la vida. Salió bien y la familia del médico acogió a Chus y a mi abuela durante el posoperatorio en su casa de Santiago de Compostela, ciudad en la que tuvo lugar la exitosa intervención. «Recuerdo a Chus con los ojos vendados y atada con los brazos en cruz a la cama. Qué imagen más horrorosa», rememora mi abuela. Pero salió bien. Chus, aunque con gafas y solo de un ojo, pudo contemplar el mundo a lo largo de toda su vida. Y se empeñó en hacerlo. Cuando era joven y quería leer acercaba con parsimonia su cabeza al libro, señalaba con el dedo la línea a leer y arrancaba avanzando sobre las letras a trompicones. Al terminar levantaba la cabeza buscando la aprobación de su oyente. Escribía del mismo modo. Sí, Chus leía, escribía, pintaba y escuchaba música. Porque, a pesar del negro túnel en el que seguían inmersos, mis abuelos no se rindieron. Avanzaron contracorriente bebiendo cada gota de información que se derramaba. «Recuerdo haber leído horas y días, buscar todo tipo de información», dice mi abuelo. Con los meses las cosas fueron tomando forma y, poco a poco, empezaron a entender a qué se enfrentaban, qué ocurría. Cuando Chus cumplió cuatro años comprendieron —y asumieron— que la cuestión no era curar a Chus. Por el simple hecho de que Chus no estaba enferma. Fue un paso crucial. De modo que viraron su rumbo en pos de la luz al final del túnel: si Chus tenía que convivir con su cromosoma parcialmente duplicado entonces lo prioritario era que conviviese con plenitud y felicidad. Comenzó la lucha.

El nueve de marzo de 1962 mi abuelo decidió publicar un anuncio en El Ideal Gallego, entonces el periódico local más importante. Estaba seguro de que en A Coruña había muchos más padres, muchas más familias, con niños como Chus, escondidos, aislados, atemorizados. Quería conocerlos, quería asociarse con ellos y discutir cómo avanzar. El anuncio decía lo siguiente: «Aviso importante: a todos los padres y familiares que lo sean de un niño o niña anormal (mongólico) se les invita a una reunión para tratar asuntos de mucha importancia para este colectivo. Esta reunión tendrá lugar, D. m., el próximo día 12 martes a las 19 horas en el local social de Cáritas Territorial, sito en la calle Teresa Herrera número 12 de esta capital. A Coruña, 9 de marzo de 1962. Martín Pou Díaz».

El anunció gritó con estrépito en medio del inmenso silencio social: en el local aparecieron en la fecha señalada cien personas. «Me quedé asombrado», dice mi abuelo. Aquel anuncio fue como un salvavidas arrojado a familias que se ahogaban en soledad. Llegaron de todos los rincones de la ciudad ansiosas de respuestas y de comprensión. Querían hablar de lo que ocurría en sus casas, querían preguntar, reventar el yugo del tabú. El pequeño anuncio del pequeño periódico de la pequeña ciudad que mi abuelo decidió lanzar al vacío fue la ventana en las habitaciones oscuras donde estaban encerrados los niños. Fue una vida nueva para toda una generación.

La mejor parte en el día de trabajo de Chus es la comida. Chus es glotona por naturaleza, no le dice que no a ningún bocado excepto —misterio— a los pimientos rojos. No le gustan. «¿No te gustan los pimientos rojos, Chus?». «Nada». Por lo demás no hay remilgos. Rechoncha en su silla del comedor acerca con lentitud el tenedor a su boca y degusta. Cierto día, hace años, desayunaba Chus una taza de cacao con bizcochos en la cocina cuando la olla a presión que cocinaba un guiso a pocos metros de ella comenzó a pitar. Nadie en casa le hizo caso, y menos Chus, centrada exclusivamente en los bizcochos. Unos tras otros iban siendo engullidos al mismo ritmo que el pitido de la olla crecía en volumen. Hasta que ocurrió, claro. La tapa de la olla saltó y con ella parte del contenido del guiso, que llegó hasta el techo y —cuenta la leyenda— alguna habichuela hasta quedó flotando en la taza de cacao de Chus. Ella siguió desayunando, sin inmutarse. A quién le importan las explosiones cuando hay bizcocho.

En el comedor rebota el estruendo de las conversaciones, las risas y los cubiertos contra los platos. Hay caldo gallego y filete. De postre, mandarinas. Chus comparte mesa con varios compañeros. Lorena es fanática del cantante David Bustamante. Es monotemática desde la primera cucharada hasta el último gajo de la mandarina. «Pues según vi el otro día, en una revista, le dijo a su novia que quería otro hijo, porque él, que es muy tranquilo, pero yo sé que quiere muchos hijos, había dicho…» y así. Su grado de discapacidad es el más leve de la mesa, por lo que impone su ley. Fernando es más callado, pero no hay más que azuzarle con el fútbol para que se haga hueco. Fanático del Deportivo, se le ve preocupado por el devenir de su club. «¿Y viste ayer el Barça?», pregunta. «¿El Barça? ¿Pero tú no eres del Dépor?». «¡Es del Barça!», acusa algún desalmado desde la distancia, voz en grito. Y Fernando se agarra un cabreo que le dura todo el almuerzo. Chus se centra en comer. Igual que Toñito, el chico de su lado, también con síndrome de Down. A propósito de esto, el término persona con discapacidad intelectual es relativamente nuevo. A lo largo de la vida de Chus las personas con discapacidad han recibido una enorme cantidad de denominaciones, digamos, médicas. De hecho, el nombre ha cambiado cada cinco años desde su nacimiento. Cuando ella nació era denominada idiota. Después, tarada. Oligofrénica, mongólica, subnormal, minusválida, deficiente, incapaz, discapacitada, dependiente psíquica, persona con discapacidad psíquica y —la actual en España— persona con discapacidad intelectual y del desarrollo. Insisto en que a ella todo el mundo le llama Chus.

Tras la reunión convocada a través del periódico comenzó a tomar forma una idea que hacía tiempo rondaba la cabeza (ya sin pelo entonces) de mi abuelo. Esta idea surgió tras un viaje a Valencia en el que mi abuelo se entrevistó con el presidente de la Asociación de Personas Anormales (hasta grabó la entrevista con un viejo magnetófono que se acabaría estregando en un incendio años después). De ahí, y tras compartir sus experiencias con los demás padres en la reunión, nació el proyecto: fundar una asociación igual en Galicia. Un proyecto que desde ese instante se tornaría en el sentido mismo de la vida de mis abuelos y cambiaría la de cientos de niños con discapacidad. Pero no iba a ser fácil. Nada fácil. Algunos padres dejaron la carrera nada más darse la salida. «Yo no te voy a decir nombres —dice mi abuela, prudente— pero conozco familias que los tuvieron encerrados en una habitación toda la vida. Hasta hace no mucho». Sin justificarlo cabe ponerlo en contexto. Lo que estaban a punto de emprender aquellos padres era un desafío a una sociedad cerrada, conservadora y, en gran medida, ignorante. Desconocían cuáles iban a ser las consecuencias y en cualquier caso les auguraban perjuicios graves. Aquellos niños y niñas contaban con el desprecio de mucha gente y mis abuelos, y el resto de luchadores que comenzaban en aquel camino, lo iban a vivir. Aún y con eso, la idea de mi abuelo fue acogida con entusiasmo por la mayoría de los padres. En sucesivas reuniones se fundó la asociación, se redactaron unos estatutos y se nombraron dirigentes y vocales. A continuación se decidió que el objetivo primordial, que la necesidad más apremiante, era fundar un colegio para que estos niños tuvieran posibilidad de integración social. El primer paso para que tomara forma fue acudir al gobernador civil de la ciudad, entonces perteneciente, como el resto de ciudades de España, al régimen del general Franco. «Tenía muchos locales vacíos en la ciudad así que fuimos a visitarle para ver si nos dejaba uno y comenzar con la asociación». Sentados en su despacho, mi abuelo y otros dos padres le explicaron su iniciativa. La contestación del gobernador fue inmediata: «¿Sabes lo que te digo? Que a tu hija y a los demás como ella a donde tenéis que llevarlos es al Castillo de San Antón». Cabe explicar que el Castillo de San Antón es una antigua cárcel coruñesa. Mi abuelo se quedó congelado en la silla, después se levantó y se fue casi corriendo mientras le gritó a la secretaria del gobernador: «¡Tienes un jefe loco!». Solo lloró al llegar a casa. Toda la noche. «Sinceramente creo que era una buena persona, pero víctima de una sociedad equivocada», dice mi abuelo.

Tras varios fracasos de similar talla en los que no vale la pena recrearse (otro político —esto es verídico— le dijo a mi abuelo que antes de invertir mil pesetas en un proyecto para niños anormales se encendía un puro con un billete de ese valor. Y procedió a hacerlo). Tras varios fracasos, decía, llegó el milagro. «Es que fue un milagro», dice mi abuela. «Estaba yo trabajando —continúa mi abuelo— cuando vino a visitarme Julio Casares Rivera (mi abuelo siempre dice nombre y dos apellidos cuando habla de coruñeses). Me pidió que si podía ayudarle con la venta del chalé familiar de su padre, que acababa de morir, ya que por entonces yo trabajaba en Hacienda y conocía a gente interesada en invertir». En ese momento mi abuelo lo vio claro: situado muy cerca del centro de la ciudad, ese chalé podría ser la sede perfecta para el colegio. Negociaron y acordaron la venta por dos millones y medio de pesetas (quince mil euros). Mi abuelo agarró su abrigo y se dirigió a la oficina de la Caja de Ahorros de La Coruña para pedir el crédito que necesitaban. «Su director era Antonio Lorenzo Pérez (otra vez dos apellidos), a quien conocía personalmente». Y he aquí el milagro. Lo que a priori iba a ser un crédito más que difícil, o lo que podía haber sido otro desaire para con Chus y los niños como ella de la talla del encendedor de puros, mutó en lo contrario. Don Antonio Lorenzo Pérez tenía un hijo con discapacidad intelectual y desconocía el movimiento que estaban llevando a cabo mis abuelos y otros padres. El crédito fue concedido con entusiasmo, además de otro personal de trescientas mil pesetas y el compromiso de que los intereses serían donados por la propia Caja de Ahorros. Milagro completado. Había colegio.

El once de mayo de 1963 se firmaron las escrituras del chalé ante notario y comenzaron las obras para adecuarlo. «Recuerdo aquellos meses como de los más atareados y ocupados de mi vida. Necesitábamos veintiséis horas al día en lugar de veinticuatro», explica mi abuelo. Pintaron toda la estancia, ampliaron y adecuaron la cocina y compraron muebles de todo tipo. Entre los muebles había unos sillones tapizados. «Hubo personas que me dijeron que no tenía mucho sentido tener sillones tapizados porque se acabarían estropeando con las babas de los niños», dice mi abuelo. «Pero de eso se trataba, de que esos niños estuvieran en un lugar normal y aprendieran a vivir en él». Si nos basamos en que los sillones solo se cambiaron cuando pasaron de moda, muchos años después, puede decirse que el trabajo en el colegio fue un éxito. Más de un año después llegó el ansiado día: el catorce de septiembre de 1964 se inauguró Aspronaga. Tras una testaruda insistencia de mi abuelo —sabedor del beneficio mediático que supondría— al acto asistió nada menos que Carmen Polo, mujer del general Franco. En un principio había dicho que la experiencia de ver aquellos niños podría resultarle demasiado dura, pero mi abuelo volvió a la carga repetidas veces e incluso le llegó a decir a un general que si a la Señora (como le llamaban) le impresionaban unos niños anormales, qué se podía esperar de la sociedad española. El general le miró desafiante, pero se ve que tomó nota. La Señora estuvo allí el día de la inauguración y donó sesenta mil pesetas. Aspronaga era una realidad. Lo habían conseguido.

La jornada laboral de Chus termina a las cinco de la tarde. Es a esa hora —después de una imperdonable y generosa siesta— cuando Chus se enfunda otra vez su abrigo y regresa a casa de nuevo en el autobús. En la parada le espera Eli, una trabajadora social contratada por mis abuelos encargada de cuidarla desde que a ellos les falta la fuerza. Con Eli —a quien Chus considera una amiga— da un paseo, dibuja, escucha música o juega al parchís. Esta tarde van a ir a dar una vuelta y a Chus le apetece un helado. «¿Un helado?», le dice mi abuela mientras le coloca la bufanda. «No, Chus, hace mucho frío, un helado hoy no». Y ella me mira, y después mira a mi abuela. «¿No?». «No. Otro día, ¿vale?». «Vale». Yo me sumo: «Qué frío, no me tomaría un helado hoy ni loco». Ella me mira de nuevo, arquea una ceja: «Yo tampoco», me dice. Nunca se queja, nunca protesta, nunca se encapricha, nunca se enfada. Chus es la bondad en estado puro, sin artificios, sin pretensiones, la bondad inconsciente de sí misma. Antes de irse se sienta un rato a mi lado mientras mi abuela termina de contarme una historia que vivió pocos días después de la inauguración del colegio. Aunque la meta había sido alcanzada, todavía quedaba mucho por derribar, mucho por avanzar. La mayoría de prejuicios seguían intactos. «Era por la tarde y cogí un autobús con Chus para regresar a casa. Nos subimos y nos sentamos junto a una señora —relata—. Esta miró a Chus, se levantó y se fue a sentar a otro sitio. Después le oí que decía ‘mongólica’». Mi abuela exhala tristeza mientras Chus y yo escuchamos. Yo comprendo las palabras, Chus parece comprender el fondo porque su mirada, aún sin saber de lo que estamos hablando, es triste, como si pudiera sentir lo que sucede. Yo la miro y le digo: «Es tremenda la gente, ¿eh, Chus?». Y ella me responde: «Tremenda».

Esta capacidad para intuir qué está ocurriendo sin comprender qué sucede es una estrategia definitoria del carácter de Chus. Ante sus limitaciones, Chus siempre ha dispuesto un arsenal defensivo para superarlas. Es raro (al menos lo era) verla bloqueada, siempre burlaba el obstáculo, siempre conseguía no caerse de un mundo que gira mucho más rápido que ella. A veces con una inteligencia y socarronería (gallega) asombrosas. Si le preguntabas qué ponía en algún sitio y no podía leerlo se limitaba a responder: «¿Estás ciego?». Si no se acordaba qué había para cenar, simplemente decía: «¿De cenar? Secreto». Y si directamente no entendía lo que le estabas diciendo, zanjaba: «No me torees».

El del autobús fue uno de los cientos de malos momentos que tuvieron que pasar mis abuelos y, probablemente, todos y cada uno de los padres de la época. «Recuerdo en el fútbol —dice mi abuelo, otro fanático del Deportivo cuyos gritos cuando los centrocampistas pierden la pelota son ya legendarios— que una señora que estaba sentada detrás de mí en Riazor le gritó al árbitro: ‘¡Subnormal! ¡Vete a Aspronaga!’». Mi abuelo se giró y le dijo que él tenía una hija en Aspronaga y que no entendía qué tenía que ver el árbitro con eso. La señora, seguramente ajena a este tipo de prejuicios y simplemente arrastrada por la ferviente excitación futbolera, le pidió perdón y le dio un abrazo. Todavía tuvieron que pasar muchos años hasta que la presencia de Chus en la calle fuera algo normal y a ello iba contribuyendo, sin duda, el crecimiento imparable de Aspronaga. Los padres implicados no dejaban de trabajar para que el desarrollo fuera veloz. Durante el primer año realizaron una serie de folletos para dar a conocer el colegio, era la manera de hacer publicidad en aquella época. Uno de aquellos folletos está hoy en casa de mis abuelos. «¿Puedo verlo?». El papel, que se repartía por la ciudad, contiene el siguiente mensaje: «A Coruña por Aspronaga. ¡Niño subnormal! ¡No estarás por más tiempo solo!». Sobra decir que hoy en día el eslogan no funcionaría del todo bien. Mis abuelos también comenzaron a dar charlas y participar en reuniones para dar a conocer el centro. Hablaron con padres, enfermeras y hasta médicos. Volcaron sus vidas en dar a conocer un problema hasta entonces sumergido en la vergüenza. Pronto las solicitudes superaron a la capacidad. A las mejoras en el colegio se le unió, con el paso de los años, la inauguración de un centro laboral para adultos (llamado Lamastelle, donde trabaja Chus) y una residencia de día para personas con grados de discapacidad muy profundos, que fue bautizada como Ricardo Baró en honor a uno de los padres que, junto a mis abuelos y el resto, luchó por hacer realidad la idea de Aspronaga. El éxito fue rotundo y se extiende hasta nuestros días: hoy Aspronaga —todas sus instituciones— funciona sin descanso. Cientos de niños y de adultos suben y bajan cada día de los autobuses, entre ellos Chus, agarrándose con sus pequeñas manos a los laterales para poder alcanzar el asiento sobre el que se desplomará. Hoy cabe recordar que, detrás de lo que a ojos de las nuevas generaciones es simplemente un centro para personas con discapacidad, está la pelea colosal de un puñado de padres.

«Yo la verdad es que no he podido hacer más», dice mi abuelo. «Hemos dado nuestras vidas». Mi abuela me mira. «Los hermanos», me dice. «Lo de sus hermanos ha sido increíble, cómo la han cuidado, cómo la han protegido. Ninguno de ellos me preguntó jamás qué le pasaba a Chus, ni de pequeñitos. Simplemente la cuidaron, notaron desde niños que tenían que hacerlo y la cuidaron», termina. «¿Y a cambio? ¿Qué os ha dado Chus?», les pregunto. Se quedan callados, pero no porque estén pensando, sino porque lo tienen claro: «Somos mejores. Nos hizo mejores». La charla termina, cierro la libreta, llena de tachones que son recuerdos, heridas, vivencias y hasta un milagro. Antes de alcanzar la puerta mi abuelo me llama, con prudencia, como temeroso de que lo que va a decirme pueda molestarme. «Si escribes algo de esto —me dice susurrando— que no parezca que queremos dar pena o que exageramos ni nada de eso. Simplemente lo que hemos querido siempre para Chus es lo mismo que cualquier padre quiere para sus hijos. Y punto».

En la calle Chus y Eli regresan del paseo. Mañana toca trabajar, madrugar de nuevo y esperar el autobús. «Chus, voy a escribir una historia sobre tu lucha y la de los abuelos, ¿vale?», le digo sin la menor intención de que me comprenda. Ella me mira, sonríe y me dice orgullosa: «No tomé helado».

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