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¡Oh, capitán, mi capitán!

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Nicolás «Harry» Salvarrey
Un tuit inofensivo de Harry Salvarrey sobre los alfajores Capitán del Espacio fue el puntapié de esta investigación. ¿Qué era ese alfajor sin publicidad del que todo el mundo hablaba pero que nadie podía conseguir? Y, sobre todo, ¿por qué esa fiebre?

El 13 de junio de 2017 el usuario de Twitter @phede, a quien no conozco, escribió el siguiente posteo acompañado de la foto de un alfajor: «No puedo creer que alguien tenga el coraje de recomendar esto!! manga de chorros… hay que desafectar Quilmes del territorio nacional».

El comentario en sí no era nada del otro mundo: Twitter está lleno de indignados por cualquier cosa. Pero por algún motivo se me ocurrió retuitearlo —quizás porque esta red nos setea la cabeza en modo polémico y nos obliga a provocar con lo que sea— y lo compartí con un comentario:

«No te conozco pero te abrazo. Top 1 de mentiras marketineadas».

Después seguí con mis cosas, sin esperar mucho más que dos o tres respuestas: algún quilmeño ofendido, o alguno dispuesto a saltar a las clásicas discusiones de «mejor alfajor», «mejor helado» o «mejor pizzería». Pero lejos de eso, cuando volví a Twitter me vi metido en un fuego cruzado de sensibilidades heridas y orgullos enfurecidos por el ataque.

«Tomatelá!!! Vos no sos parámetro… si no te gusta eso es porque te fallan las papilas gustativas».

«Harry, no seas pelotudo, en serio te lo digo».

«Yo te bancaba hasta hoy».

«Hombre, horrible».

«Paredón».

«Si insultás al alfajor insultás a Quilmes».

«Cuánto barrio te falta».

«De alfajores no entendés nada».

«Morite Harry, aguante Capitán del Espacio».

Miré la pantalla y me senté a esperar la siguiente piña. Llegaron varias más. Pero junto con esos mensajes entraron también otras respuestas que me ayudaron a entender un poco más el asunto:

«El mejor de todos los tiempos para los sureños, comprarlo en el recreo de la primaria era lo mejor que te pasaba en la escuela!!»

«Es más que un alfajor, es nostalgia bañada en chocolate al menos para los de zona sur del conurbano».

«Si vos hubieras nacido en zona sur y hubieras ido al jardín de infantes o la primaria con un Capitán sabrías lo que es esta pasión…».

Tanta militancia me tomó por sorpresa. Me costaba entender que siguiéramos hablando de alfajores. ¿De dónde venía esa fiebre casi futbolera por una golosina? Los vecinos de Parque Chacabuco no parecían tan comprometidos con los Jorgito, ni los de Flores con el Guaymallén, ni los de Lugano con Fantoche —la firma que inventó el alfajor triple—, ni los marplatenses con Havanna. Lo que pasaba entre los quilmeños y su alfajor de bandera era un fenómeno que superaba la dimensión comercial y se acercaba más al fervor futbolístico. Otra respuesta a mi tuit lo dejó claro: «Capitán o muerte», leí.

En mi caso, elegí «Capitán». Quería seguir vivo por varios motivos, entre ellos entender cómo era posible que un alfajor formara su propia secta.

En 1962 Ángel de Pascalis se cansó de su trabajo en un frigorífico y se asoció con Eduardo Amado, un amigo repartidor de leche, para comprar una fábrica de alfajores quebrada en Ezpeleta. Faltaba poco para que las Fuerzas Armadas destituyeran al presidente Arturo Frondizi, pero el clima de tensión institucional no detuvo a los emprendedores, que empezaron a hacer conocidos sus productos. Un año después se mudaron a Bernal Oeste y una década más tarde dejaron el lugar para terminar en su ubicación actual: Gran Canaria 350, una calle en una zona residencial dentro del partido de Quilmes.

Al tiempo de haberse instalado en el nuevo lugar, De Pascalis se quedó sin socio y siguió adelante por su cuenta. Detenido en el tiempo, como a él mismo le gustaba definirse, estableció una estrategia comercial atípica y se rebeló contra la lógica de la oferta y la demanda. Aunque cada vez más gente pedía los alfajores, decidió mantener el mismo nivel de producción de siempre y con esa política comercial, sin saberlo, plantó la semilla de lo que sería un mito.

De a poco la sombra del árbol llegó a Buenos Aires, envuelta en el misterio de las leyendas urbanas. Se dijo que el nombre del alfajor tenía que ver con la canción «El anillo del Capitán Beto», de Invisible, que incluía la línea «Ahí va el Capitán Beto por el espacio». Y se dijo también que era una forma de subirse a la fiebre por la llegada del hombre a la Luna. Pero se cree que ninguna de esas versiones es cierta y que lo más probable, aunque no haya una confirmación oficial, es que De Pascalis haya aprovechado lúdicamente la retórica de la carrera espacial que durante los 60 fue un leit motiv de la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El eslógan del alfajor parece apoyar esta hipótesis: «Primeros en la conquista… del buen gusto». Por otra parte, la oda spinettiana al Beto Alonso —de eso trata el tema de Invisible— se grabó en 1976 y el famoso alunizaje sucedió en 1969. Para ese entonces, el Capitán del Espacio ya llevaba varios años en las casas de Quilmes y empezaba a hacerse desear en los quioscos de Capital. ¿Qué era ese alfajor del que todo el mundo hablaba pero que nadie podía conseguir si no se tomaba el tren Roca? ¿Por qué lo conocían los porteños si la marca no hacía publicidad? Y, sobre todo, ¡¿dónde carajo se conseguía uno?!

Ninguna de estas preguntas la puede responder hoy De Pascalis: murió en 2012. Como no tenía hijos, la fábrica quedó entonces en manos de Mario Díaz, el marido de Liliana, la sobrina de De Pascalis. Ni De Pascalis —antes— ni Mario Díaz, ahora, hicieron esfuerzos por promocionar la marca, dar entrevistas o hacer algún tipo de actividad de marketing. Así que voy a buscarlos como si tirara una botella al mar: como se busca el último eslabón de una especie.

A

las dos de la tarde no se escucha nada en Gran Canaria, una de las calles que delimitan la fábrica. Es verano, el día está despejado y las hojas de los árboles se ven inmóviles por la falta de viento. Las veredas queman; la fábrica está en silencio. La persiana metálica está baja y la puerta blindada está cerrada. Hace ya varios días que estoy intentando contactarme con alguien de la empresa para concertar una cita y hace ya varios días que nadie me atiende el teléfono, así que decido caer sin avisar y probar suerte. Toco timbre. Nada. Doblo en República del Líbano, una calle lateral por la que ingresan los camiones, para ver si en una segunda entrada hay gente. Tampoco. Sobre el dintel de la puerta hay un cartel que mantiene el mismo diseño desde hace décadas. En él, el Capitán saluda con su cara de niño que cumplió la fantasía universal de ser astronauta. Lo miro, toco el timbre. Como nadie contesta pruebo suerte en el chalet de al lado. Más tarde sabré que esa es la casa que se compró Ángel de Pascalis para poder vivir cerca de la fábrica. Pero ahora nadie atiende. Vuelvo a la calle Gran Canaria e intento con otra de las casas lindantes. Una vecina finalmente me habla a través de una reja. Su nombre es Carmen Moralejo y me mira con cautela: para ella soy un extraño. De Pascalis hizo conocido su alfajor vendiéndolo puerta a puerta, un método que hoy cayó en desuso por el miedo de la gente a hablar con desconocidos. ¿Cómo habría hecho De Pascalis hoy para venderle un alfajor a Carmen?

El hombre murió a sabiendas de que el mundo y el barrio habían cambiado. Cuando empezó a haber problemas de inseguridad, en las casas de la cuadra se instaló un sistema de vigilancia con cámaras que De Pascalis pagó prácticamente en su totalidad. Eso cuenta ahora Carmen. Que «don Ángel» era un buen vecino y que no pasaba un día de la madre sin que le regalara un ramo de flores a cada señora de la cuadra. ¿Habrá sido realmente buena vecindad, o pura astucia, esto es: puro marketing? ¿Qué otros métodos usaría hoy De Pascalis para impulsar su negocio en tiempos en que el miedo le robó terreno al puerta a puerta? ¿Pagaría anuncios en Facebook o Instagram? ¿Idearía campañas virales? ¿Cómo le iría hoy a Capitán del Espacio si fuera una start up de la era digital?

Para el consultor Manuel Sbdar, que estudió el caso del Capitán del Espacio en un artículo titulado «Hacerse desear» —publicado en su blog Management y Negocios—, no importa qué recurso se use, siempre y cuando se cumpla con la premisa central: sostener el misterio y el acceso difícil al producto. Eso que en un comienzo fue casual, desde años que es una estrategia clara: Capitán del Espacio sacrifica el crecimiento en escala, pero a cambio tiene un público leal y dedicado. Y, en cierto modo, regional.

Fuera de Quilmes, muchos no entienden el mito. Uno de ellos es Daniel Belvedere, un licenciado en comunicación que maneja la cuenta de Twitter @losalfajores y convirtió la golosina nacional en su objeto de estudio después de enterarse de que había sommeliers de vino que encontraban notas de palta y de melón en botellas de 500 dólares. «Así es fácil», pensaba. «¿Cuánta gente puede comprar esa botella para contrastar lo que decís?» Con los alfajores era distinto. Cualquiera podía conseguirlos en un quiosco y refutar las opiniones de un supuesto experto. Ese efecto democratizante del alfajor por sobre otros objetos de cata le pareció atractivo y lo introdujo en el tema.

Tiempo después, escribió un artículo sobre el Capitán del Espacio en la revista Planeta Joy, titulado «Alfajores Capitán del Espacio: ¿otra gran mentira argentina?». En él, decía que se trata de un alfajor bueno pero del montón. Mencionaba su baja cantidad de dulce de leche en comparación con otros competidores, su baño de repostería de inferior calidad que el baño de chocolate de los alfajores «premium» y la baja persistencia en boca de su sabor. Hasta hoy es uno de sus posteos más leídos y el más comentado por lectores no habituales. Un mensaje se repite insistentemente: «Vos no entendés nada».

Vine a Quilmes a tratar de entender. Mientras hablo con Carmen, un vecino pasa en auto y se detiene. No está acostumbrado a ver forasteros merodeando la zona. Se llama Pablo Schapur, tiene 36 años y se muestra divertido ante la idea de que esté analizando el fenómeno del Capitán. Cuenta que cuando era chico y su familia no tenía un peso, Pablo se iba a la puerta de la fábrica y le compraba las tapas de alfajor solas directamente a don Ángel. Después, en su casa, les ponía dulce de leche y se armaba sus propios alfajores. Su infancia entera tiene el epicentro en esta cuadra de la calle Gran Canaria.

Salvo por él y por Carmen —que sigue detrás de la reja— no parece haber ningún otro movimiento en el barrio. Me despido y camino. Todos los locales de la zona están cerrados. La única excepción es el taller mecánico de Roberto Farisco, a poco más de una cuadra de la fábrica, también sobre la calle Gran Canaria. Entro. Roberto es pelado, tiene la ropa sucia de grasa y está tomando unos mates con un cliente. Interrumpo la charla, me presento y juego un pleno: «¿Usted lo conoció al dueño de Capitán del Espacio?»

Responde que no sólo lo conoció, sino que era su mecánico. Roberto —que compraba las tapas de Capitán sueltas, pero las comía con manteca para acompañar el mate— es el que confirma que el chalet de República del Líbano era la casa de Ángel, que no estaba casado y que su única heredera fue su sobrina. También dice que el dueño actual, Mario Díaz, pasa todos los días caminando por el taller cuando vuelve de la fábrica a su casa para desayunar. Como va a trabajar tan temprano, recién rompe el ayuno a media mañana.

Ni Roberto ni nadie da un dato negativo sobre Ángel de Pascalis. Parece que una vez estrelló su camioneta contra la reja de una vecina, pero pagó todos los arreglos. Parece que una vez lo denunciaron ante la DGI por vender alfajores sin factura en la fábrica —en rigor, este dato sí podría ser negativo aunque Roberto lo cuente como si hubiese sido una injusticia—, pero fue tan grande el disgusto que desde entonces nunca más lo hizo. Tal como lo presentan, De Pascalis es el personaje dadivoso de un cuento de Navidad. Dicen que si eras del barrio y él se enteraba de que estabas pasando por un mal momento al día siguiente te mandaba una caja de alfajores. En el caso de Roberto, recibía una a fin de año: todos los diciembres De Pascalis le mandaba un almanaque para el taller y dos cajas de 36 unidades, una para él y otra para el socio. Después Mario Díaz, el marido de la sobrina, siguió con esa tradición. Pero no la hizo completa. «Éste es el único año que no me dio almanaque —dice Roberto—, no sé si no habrá mandado a hacer».

Se hace un silencio nostálgico y aprovecho para preguntar por Mario Díaz. Roberto me da indicaciones para llegar a la casa, pero sus marcas son imprecisas. Dando vueltas termino en un quiosco atendido por un hombre con bastón. Se llama Javier y conoce a Mario, así como conoció a Ángel. No se muestra proclive a indicarme cuál es la casa que estoy buscando, pero seguimos charlando hasta que de repente pega un grito.

«¡Mario, Mario!»

Me doy vuelta y veo a un señor con chomba a rayas metida adentro del pantalón beige. Lo reconozco por las fotos suyas que circulan en internet. Casi todas son de mediados de 2016, cuando el presidente Mauricio Macri visitó la fábrica de Capitán del Espacio junto al intendente de Quilmes Martiniano Molina en el marco de la promoción de una ley que proponía algunas facilidades para el desarrollo de PyMEs. Ése fue uno de los grandes episodios de visibilidad de la marca. El otro había tenido lugar dos años antes, en noviembre de 2014, cuando el entonces titular de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (SEDRONAR), Juan Carlos Molina, viajó al Vaticano junto con un contingente de chicos en recuperación de distintas adicciones. Allí se encontraron con el Papa Francisco y, como todos sus visitantes, le llevaron un regalo: una caja de 36 alfajores Capitán del Espacio. La foto de la sonrisa papal al recibir las golosinas fue publicada al día siguiente en L’Osservatore Romano, el periódico de la capital católica.

En cualquier caso, el que está viniendo ahora es Mario Díaz. Tiene el paso lento y las manos atrás de la espalda. Javier nos presenta y explica que soy periodista. Mario me dedica una mirada que denota sutilmente que ese no es su oficio favorito. Dice que justo se está yendo de vacaciones ese día y que lo llame a la fábrica después del 5 de febrero. Es decir, me saca de encima elegantemente. Todavía no lo sé, pero estas son las últimas palabras que voy a cruzar con el dueño de Capitán del Espacio en mi vida.

Durante las semanas siguientes a la fecha indicada intenté retomar el contacto con Mario Díaz, sin éxito. Mientras tanto seguí girando, a mi manera, alrededor del Capitán. Una noche me junté con un grupo de conocidos dueños de cervecerías de zona Sur. Como trabajo en una radio en la que me dedico —entre otras cosas— a la divulgación de la cultura cervecera, suelo visitar fábricas y charlar con productores. Esa vez, como tantas otras en el último tiempo, pregunté a mis contactos si tenían algún enlace remoto con la fábrica de alfajores. Esa noche pasó lo que casi siempre pasa cuando se habla de un tema cualquiera con un cervecero: a alguien se le ocurrió hacer una cerveza con el tema en cuestión.

Cervecero 1: —¡Mirá cuántos cáctus hay en ese balcón!

Cervecero 2: —Mi vieja dice que traen mala suerte.

Cervecero 1: —Nah, eso es cualquiera.

Cervecero 3: —Che, ¿hacemos una birra con cactus?

Así nació la idea de hacer una cerveza de merienda, que maridara bien con la golosina y funcionara como homenaje a la Zona Sur del conurbano. El ingrediente que le daría el sello distintivo sería, precisamente, el Capitán del Espacio. Habría alfajores directamente en la birra. Sin mayor sutileza que esa. Se serviría únicamente en bares de Zona Sur, para recrear la territorialidad del Capitán, y se acompañarla con un alfajor en lugar de maní o papitas.

Los medios de Quilmes levantaron la noticia rapidísimo. Después vinieron algunos provinciales y después los nacionales. Alguien iba a sacar la «Porter del Espacio, una cerveza con sabor a Capitán del Espacio», o peor, «una Cerveza de Capitán del Espacio». En muchos casos entrevistaron a alguno de los cerveceros involucrados y en otros no, pero la información ya estaba circulando y eso trajo consecuencias.

Pronto empezaron a llegar las cartas documento. Nos instaban a no usar el nombre ni el logo de «Capitán del Espacio», y a desistir de cualquier intento de comunicación que incluyera el nombre del alfajor. Parecía justo y razonable, viniendo de una marca que obtuvo su fama, en gran parte, por su oscurantismo. Capitán del Espacio ya había tenido problemas con heladerías que habían bautizado sabores en su nombre sin autorización. Así que basta de colgarse de tetas ajenas, dijimos, y rebautizamos la cerveza como «Porter Galáctica». Ya le faltaba poco para ver la luz.

La cerveza debutó en nueve bares de zona Sur de manera simultánea el miércoles 21 de febrero a las 18 horas, y se agotó el mismo día a las 20:30. De la tirada de mil litros quedaron solo veinte para consumo interno. No lo logramos nosotros, ni los medios, ni la explosión de la cerveza artesanal en Argentina. Lo logró la marca del alfajor. La gente que se acercó no nos conocía: sólo sabía que ese día, en ese bar, se pinchaba un barril de Porter con Capitán del Espacio.

Los abogados de la marca tenían razón en mandar cartas documento. Me enseñaron que el prestigio de Capitán del Espacio no se construyó únicamente con ausencia de marketing sino con acciones concretas en contra de la explotación del nombre y el logo. Y me hicieron entender, también, que era mentira que la empresa Capitán del Espacio fuera tan hermética. Nunca responderían mis insistentes pedidos de visitar la fábrica; pero, eso sí, durante los días de la Porter Galáctica, la comunicación que tuvimos con su estudio de abogados fue fluida.

En 2006, cuando todavía faltaba un año para que Facebook tuviera una versión en español y YouTube estaba apenas celebrando su primer aniversario, un blog organizó un Mundial de Alfajores y el Capitán se coronó campeón gracias a su gente. El blog se llamaba Son Cosas Mías y era de Tomás Balmaceda, un estudiante de filosofía de veintiséis años que en la web usaba el pseudónimo Capitán Intriga, que lo acompaña hasta hoy.

¿Por qué organizó el Mundial? Las razones no son todas gastronómicas. Por un lado, el novio de Tomás estudiaba cine, tenía una cámara nueva y quería probar distintos trucos con stop motion. Por otro, en esos años se había puesto de moda el alfajor spin off, es decir, el que llevaba la marca de otra golosina ya instalada —Bon o Bon, Oreo, Tita—, y esa tendencia hizo que el blog tuviera un segmento de comentarios y cata de alfajores. Y por último, Tomás quería generar un evento para juntarse con sus lectores, ya que Son Cosas Mías tenía su base de fans.

El Mundial de Alfajores no fue, entonces, un evento de rigurosa cata. Fue, más bien, un experimento audiovisual delirante para alimentar el universo pop de un blog. Pero el Capitán entró y quedó entre los cuatro productos que irían a la final. Quizás se tratara de la mentada «frescura»: una cualidad que todos los quilmeños mencionan cuando quieren argumentar su fanatismo por el alfajor. Según los fundamentalistas, el Capitán no se aprecia en Capital porque pierde en el viaje parte de su esponjosidad característica. Pero Alexander Evterev, dueño de la cadena de maxiquioscos porteños El Jevi, rebate esa apreciación con sabiduría comercial y sentido común: dice que el alfajor se vende tanto que no tiene tiempo de acumularse ni de avejentarse. Y recuerda que Quilmes está sólo a media hora de Capital.

Sea por la razón que sea, cuenta Balmaceda, la gente lo pedía. El Mundial tuvo cierta cobertura mediática y llegaron muchos usuarios nuevos al blog (llegó a tener posteos con doce mil visitas, una gran cantidad para la época) y muchos de esos visitantes forzaron a su candidato: un alfajor que Tomás no había probado en su vida y que tuvo que ir a comprar a Avellaneda.

En la final, sí, contó el voto de la gente. Unas doscientas personas se juntaron en Casa Brandon, un espacio cultural en Villa Crespo. Dentro de una estética general un tanto lisérgica, se proyectaron videos con los perfiles de los alfajores, Marcela Pacheco (entonces conductora del noticiero nocturno de la TV Pública) ofreció un número musical con su guitarra y los asistentes probaron los cuatro alfajores finalistas: Jorgito glaseado, Jorgelín blanco, Terrabusi glaseado y Capitán del Espacio de chocolate. Luego emitieron su voto y coronaron al vencedor. El Capitán había entrado al concurso por la presión virtual, pero se había consagrado campeón en los paladares reales.

Todavía me faltaba saber cómo se comportaba el Capitán del Espacio en un marco de cierta objetividad sensorial. Por eso decidí organizar una cata a ciegas que consistiría en la degustación sucesiva de distintos alfajores sin avisarles a los jueces de cuál se trataba cada muestra. Para la ocasión elaboré una planilla en la que los participantes deberían responder si tenían o no experiencia previa con el Capitán del Espacio y, si era así, qué opinión tenían a priori del alfajor. Luego deberían calificar cada muestra del 1 al 10 según cinco variables: aspecto, primera impresión sensorial, cobertura, masa y dulce de leche. Por último tendrían que intentar adivinar la marca de la muestra presentada y consignar si, en caso de decírseles que esa muestra era un Capitán del Espacio, el alfajor cumplía con la expectativa que tenían del producto o no. Es decir, si en su memoria el Capitán era mejor, peor o igual que la muestra presentada. Un último pedido para todos los jueces era que intentaran ubicar qué número de muestra había sido el Capitán del Espacio.

La cata se desarrolló el domingo 18 de febrero de 2018 en la Esquina del Antigourmet, el restaurant de los blogueros gastronómicos Antigourmet en Ravignani y Soler, barrio de Palermo, 28 km al norte de Quilmes. Convoqué a doce jueces divididos en cuatro grupos: fans declarados del Capitán, detractores declarados, neutrales (gente que nunca había probado el alfajor o que no tenía inclinaciones emocionales) y catadores especializados. En este último segmento estaban Daniel Belvedere y Facundo Calabró, creador del portal especializado Catador de Alfajores.

Además del Capitán, los alfajores elegidos fueron Jorgito, Terrabusi, Guaymallén y Havanna. Para despejar toda duda sobre la percepción concreta del Capitán lo incluí en dos momentos de la secuencia, que quedó en el siguiente orden: Jorgito, Guaymallén, Capitán del Espacio, Terrabusi, Havanna, Capitán del Espacio. Si bien el Capitán viene en cuatro variedades —chocolate, glaseado, fruta y triple— todos los alfajores de la cata jugaron con su versión más característica: simple de chocolate.

Mis hipótesis principales eran:

1) Los sujetos que reconozcan el alfajor durante la cata van a tender a acentuar sus calificaciones de acuerdo a este conocimiento, ya sea positiva o negativamente.

2) La percepción del Capitán del Espacio no va a ser la misma cuando sea probado después del Guaymallén que cuando sea probado después del Havanna.

3) Si los fans y los detractores votan de acuerdo a lo esperado, el Capitán del Espacio terminará en mitad de tabla con respecto a los otros competidores.

La tabla general, con puntajes sobre un máximo posible de 600 puntos, quedó de la siguiente manera: Havanna (486), Capitán 2 (485), Terrabusi (461), Capitán 1 (457), Jorgito (410) y Guaymallén (311). Los a priori detractores sólo reconocieron al Capitán en el 50 por ciento de las ocasiones, y siempre que lo reconocieron los puntajes no mostraron saña en su contra. Los fanáticos, en cambio, lo identificaron en casi todas las oportunidades (en algunos casos es el único que reconocieron). Dos de ellos, especialmente radicalizados, reconocieron el alfajor a primera vista, antes de probarlo, y le otorgaron puntajes extremos. Al mismo tiempo reforzaron hacia abajo los puntajes de todas las demás muestras. Eso complica mucho las estadísticas finales si se quiere promediar los votos de todos los jurados, pero si se quita de la hoja final a estos dos únicos participantes, el ranking queda de la siguiente manera: Havanna (422), Terrabusi (394), Capitán 2 (386), Capitán 1 (359), Jorgito (248) y Guaymallén (264). O sea que, sin la distorsión generada por la gente demasiado influenciada por sus emociones, el Capitán queda, efectivamente, en la mitad de la tabla.

En el caso de los dos expertos citados, ambos le otorgaron puntajes finales de entre 33 y 35 puntos y lo reconocieron en el 75% de las apariciones (uno de ellos lo reconoció ambas veces y el otro sólo una). Para Facundo Calabró los mejores puntajes para el Capitán estuvieron en la masa, y para Daniel Belvedere en el aspecto y en la primera impresión.

Necesitaría una convocatoria mucho más extensa para tener resultados irrebatibles. Pero pude llegar, entre muchas conclusiones, a ésta: no todo el mundo votó de acuerdo a lo esperado. El efecto militancia influye mucho más sobre la percepción final del producto que su contracara (el rechazo). El mensaje de los opositores al alfajor es similar al de los expertos: éste no es el mejor alfajor del mundo, pero tampoco el peor. Pero el mensaje del ejército del Sur es mucho más talibán y ya venía oyéndose desde el principio de esta historia: «Capitán o muerte» decían.

Y yo vuelvo a decir: por favor, Capitán.

Respetable, traviesa y, finalmente, conformista. No me atrevo a decir que esto lo aprendió en el cine o antes de ser una figura juvenil. Pero lo que es seguro es que lo aprendió. Las ideas sobre elegancia, modales, buena comida, maneras en la mesa son una guía para quienes deseen ser tan elegantes como quien las imparte en El libro de oro de Mirtha Legrand. Cómo vivir con elegancia y recibir con distinción (1997). Un programa de consejos y recetas para televidentes que no provienen de la elite y que por tanto no han aprendido esas cosas con naturalidad. La televisión, de la mano de Mirtha Legrand, era un aula. Y su estrella era la Docente Argentina. Solo una cita de su libro que indica una rara vocación pedagógica: «Lo cierto es que, al menos en alguna medida, la distinción y la elegancia se pueden aprender. Si bien “la elegancia y la distinción” son dones de la naturaleza, cuando no son totalmente perfectos con esfuerzo y tesón se pueden mejorar».
No hay ironía en la cita. Más bien el reconocimiento de lo que ha sucedido varias veces a lo largo del siglo XX, donde figuran primero los folletines de la literatura sentimental; después los libros baratos; y más tarde la moral edificante de las pasiones que trasmitió el radioteatro yel cine de comedia blanca. En estos espacios, a lo largo de un siglo se formó un público en el que predominaban las mujeres. A ellas se les ofreció también motivos de ensoñación. Mirtha se vistió de largo y de fiesta; se envolvió en gasas, drapeó su cuerpo con sedas brillantes; no se priva de una llamativa abundancia de anillos. En más que medio siglo, esos trajes de noche pasaron de los bailes representados en los estudios de cine al overdressing de la conductora televisiva y las «galas» del Teatro Colón, o de esa faz del Colón que se ofrece, con el agregado de algunas óperas y ballets, a los acontecimientos mundanos.
Los diarios porteños publicaron una foto en junio de 2010 que muestra a Mirtha Legrand, toda de largo y con transparencias sobre gasas, en el Salón Dorado del Colón. Una grandilocuencia de la que también formaban parteMacri, entonces jefe de gobierno de Buenos Aires, un ministro y el director del Teatro. Comieron sushi. Y ella enunció su deseo: «Que el Teatro Colón abra sus puertas a una villa cada tanto, una vez por mes cuanto menos. No se informan los comentarios de los funcionarios que la escuchan. Solo nos queda por saber qué PNT pasó Mirtha desde el Salón Dorado. No se priva de hacerlo en todas las circunstancias y se dice que controla personalmente el cobro de la publicidad no tradicional de sus programas. Imitando a Dalí, podría adoptar como divisa las dos palabras con las que el poeta surrealista Breton lo insultó: «avida dollars».
Si la adoptó Dalí, no hay ofensa.

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