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Otro miércoles en Argentina

Escribe
Paloma Fabrykant
Ilustra
Powerpaola
¿Cuál es la paradoja del Día del Trabajador? Que los que ayer cumplieron de sobra hoy marchan por migajas. Paloma se metió en las calles y nos trajo una imagen incómoda: jubilados en lucha frente al Congreso. Otro miércoles de reclamo, otro grito perdido en el aire.

Entre las costumbres argentinas que suelen sorprender a los extranjeros —como saludarnos con un beso, compartir el mate, dejar la voz en cada partido de nuestro equipo o llevar el lunfardo a niveles casi indescifrables—, deberíamos sumar la sana tradición de salir a la calle a protestar contra el Gobierno. Lo que vuelve aún más singular este hábito es que, con el tiempo, hemos establecido días y lugares fijos para ciertos reclamos, convirtiéndolos en una suerte de calendario de la protesta.

La piedra angular la colocaron las Madres de Plaza de Mayo con sus vueltas de los jueves, y me encantaría decir que les pasaron esa antorcha ardiente a las nuevas generaciones, pero la realidad es otra. El mundo dio un giro tan brusco a la derecha que todo quedó patas arriba, los jóvenes votan al oficialismo y aspiran a convertirse en traders, influencers, vendedores de contenido o cualquier salida individual que los aparte de la rancia y apestosa idea de la lucha colectiva. Tan es así que necesitamos una distopía apocalíptica con nieve tóxica y cascarudos gigantes para volver a pronunciar un lema tan elemental como «Nadie se salva solo». Y en este presente que tensa el verosímil, sin invasiones extraterrestres, pero con una fragmentación del tejido social tan profunda que la gente se cae por los agujeros entre los puntos, los que tomaron la posta y arriesgan su vida todos los miércoles con su propia vuelta alrededor del Congreso son los jubilados. ¿Será que lo viejo funciona?

El reclamo es histórico. Todos los que vivimos los noventa recordamos a Norma Pla y el grito de «cuatro cincuenta», una cifra que, treinta años y tres ceros después, suena ridícula; pero también lo sería cuatrocientos cincuenta mil, y lo cierto es que los jubilados cobran una mínima de tres setenta (con bono incluido), cuando la Defensoría de la Tercera Edad calculó que la canasta básica para ellos es de un millón doscientos. Y más ridícula resulta la desmesurada represión policial con la que se los castiga. Varios movimientos sociales y sindicales se han acoplado, incluso hubo un miércoles que los acompañaron hinchas de diversos clubes de fútbol, y el resultado fue una batalla campal en la que un fotógrafo gráfico casi pierde la vida.

En este contexto, Caro, mi editora, me propone cubrir una marcha. Su idea no es ingenua. Orsai me publicó mis primeros cuentos y mi primera novela, todos relatos que tratan muy de cerca la vida cotidiana dentro de las filas policiales. Trabajé cinco años cubriendo operativos para la prensa de distintos ministerios de seguridad, y en la redacción me tienen como «la periodista que se entiende con la yuta». Mi primera respuesta fue negativa. Con los abuelos apaleados y Pablo Grillo —el reportero gráfico baleado por Gendarmería mientras cubría una protesta— en el hospital, con la cantidad de videos que trascendieron donde se aprecia sin bemoles el ensañamiento de los canas contra civiles inocentes, prefería despegarme lo más posible de mis examigos de azul. Todos mis esfuerzos para dar a conocer la parte humana de las fuerzas de seguridad se desploman ante la evidencia de esta desmesura. Pero lo pienso un poco mejor y decido intentarlo. Salir de mi zona de confort, en una oficina, en un canal de TV donde escribo sobre actualidad sin ver la calle, y volver a mezclarme con la vida real.

El día elegido es el miércoles treinta de abril, y viene con yapa, porque estamos en la previa del Día del Trabajador, y la CGT (Confederación General del Trabajo) convoca su propia movilización, que aún no se sabe si terminará o no en el Congreso. El primero de mayo también me interpela, porque sufro alguna clase de «workaholismo»: para hacer este trabajo freelance, me pido un franco compensatorio en mi trabajo fijo que recuperaré trabajando ese feriado.

Las dos movilizaciones están pautadas para las tres de la tarde, así que estoy en mi casa de mañana y puedo prender la tele para ver cómo preparan el terreno los noticieros. TN informa sobre la marcha y a la conductora le indigna que la CGT convoque el treinta de abril en vez del primero de mayo. Dice que están obligados a hacer algo el Día del Trabajador, que es como si los panaderos no se congregaran el día del panadero, o los celíacos, el día del celíaco. Creo que está más preocupada por las harinas que por la situación social. Su compañero acota que lo malo de que se haga hoy, y no mañana, es que va a causar más congestiones de tránsito. Pero, claro, es más fácil sacar a la gente de su trabajo que movilizarla en su día de descanso. Decido apagar la tele y salir, aunque sea temprano.

Hace mucho que no hago periodismo de investigación. De joven, me especializaba en zonas hostiles, me metí en la selva de Cochabamba para ver cómo prendían fuego fábricas de pasta base; en Tijuana para cubrir la inmigración ilegal México-Estados Unidos; en la «ruta de la muerte», donde despeñaban a los camiones que unen San Pablo con Buenos Aires. Hoy, con veinticinco años de aportes, temo que mi lugar en la marcha esté más cerca de los jubilados que de los periodistas. Me recomiendan que me ponga un casco de bici por si llueven piedras, que lleve pañuelo, leche, limón por si tiran gases. Prefiero ir liviana y a cara descubierta. Tampoco tengo chaleco identificatorio ni una credencial de prensa. Voy sin más armas que el grabador y la cámara funcionando desde apps en mi celular, bien apretado en la riñonera que me cruza el pecho.

Pleno mediodía en el Congreso. Efectivos de la Policía Federal alzan las vallas de metal negras y pesadas con las que cortan los ingresos. Recién empieza el otoño y el sol brilla radiante desde el centro del cielo. Varios polis se han sacado la casaca del uniforme para realizar esta tarea física, pero se los reconoce por el pantalón cargo y los borcegos. Están a punto de cerrar Hipólito Yrigoyen, lo que me obligaría a dar un rodeo gigante. Le digo al que parece jefe del operativo que vine a cubrir la marcha y me abren camino. «Dejen pasar a la señora, que es periodista», grita a sus subalternos. Suelo hacer un escándalo cada vez que me dicen «señora», pero no es el día.

El primer jubilado que llega viene bien percherado. Uniforme militar camuflado, casco de guerra y un cartel que dice «CANAL DE BEAGLE». Dice ser veterano de tres conflictos: guerrilla, Chile y Malvinas. Y viene a protestar porque está con jubilación mínima, sin pensión ni reconocimiento. «En el setenta y siete tenía diecisiete años, y empecé el servicio militar sin saber lo que era una gomera. Mis padres me enseñaron a escribir, no a manejar un arma», me cuenta. «No era mi idea ser militar, yo tenía oficio, sabía de electrónica y quería ser DJ. En la instrucción de guerra en Campo de Mayo desaparecieron dos chicos de mi promoción y nadie dijo nada». No se puede contar historias de jubilados sin tocar la dictadura, porque es la historia de sus vidas. Y quizás haya que rastrear ahí el desencanto con la sociedad y el odio a la Policía. No es una generación cualquiera. Es esa generación.

Llega otro con un cartel que dice «SOY JUBILADO, HINCHA, NO BARRABRAVA» y me cuenta que es radical alfonsinista, trabajó toda la vida en el rubro textil y gana la mínima, pero al menos ahora puede putear a la yuta, no como en los años oscuros, en los que, para descargar la bronca, tenía que ir a los recitales o a la cancha, porque a los milicos no se los podía ni mirar fijo. Está enojado, pero cree que hay que debatir sin odio, y lo tranquiliza esperar a las columnas de la CGT. «Si somos muchos, no nos pegan. Cuando quedamos pocos, aprovechan para castigarnos». No quiero spoilear el final, pero la CGT no va a llegar.

Son las cuatro de la tarde y en el Congreso se han juntado apenas un par de docenas de jubilados. Algunos jóvenes con banderas los acompañan. Pocos. Policía Federal sola ya los cuadruplicaba en número, pero aun así, quizás previendo un aluvión de gente que no llegará, se despliega Gendarmería, la más odiada de las fuerzas federales, la que disparó contra Pablo Grillo, la que causó decenas de heridos en la represión por la reforma previsional de Macri. Se suma en hilera un grupo de choque de la Federal especializado en contención y dispersión, con sus escudos, cascos y protectores reforzados. Los viejos quieren cortar Callao, intentan pararse en la calle, no los dejan. Hay suficientes efectivos para cercar todas las esquinas. Ponen el cuerpo y los escudos, firmes. Pero los jubilados están furiosos. Es la furia genuina de personas que fueron estafadas, a las que literalmente ya no les queda nada que perder. La rebelión de los jóvenes es cool, es la manifestación de ideales a futuro. La rebelión de los viejos es auténtica, sin pose, sin levante ni brillantina. Los viejos son de verdad. La vejez es la resistencia por antonomasia, es el mayor signo de intransigencia. Es haberse plantado con las botas puestas contra todas las pestes, las guerras y las masacres. Y seguir vivos, tozudos, en su ley, con una rigidez de árbol vetusto que también los hace inimputables. ¿Quién tiene la autoridad moral para juzgarlos? ¿Quién los va a correr de su lugar? Enfrentan desde la fuerza que les confiere su misma fragilidad, desde saberse perdedores, ya vencidos. Van directo a chocar con los uniformados, los insultan con todo su vocabulario, los golpean con sus manitas impotentes, contra la protección de escudos y cascos. Empiezan los cantos: «Qué vergüenza, pegarle a un jubilado por dos pesos con cincuenta». Me llama la atención que, a priori, nadie está cantando contra el presidente, ni los diputados ni los senadores. La lucha está completamente polarizada: jubilados versus policías. El reclamo es por lo mal que cobran unos; la burla, por lo mal que cobran otros.

«Es indignante ver la actitud de estos tipos», me dice un hombre de cabeza canosa y expresión iracunda, señalando a los uniformados. «Se sonríen, lo disfrutan. Tienen comida la cabeza, pero en algún momento deberían mirarnos y ver de qué lado están. Somos toda gente mayor». Le pregunto si la culpa es de los polis o del Gobierno. «La verdadera causa es la oligarquía argentina», me contesta. «Hasta los políticos son empleados de la oligarquía, familias rancias, una minoría que se ha enriquecido». Me cuenta que fue empleado de comercio veinte años, que aportó todos los meses el once por ciento, pero cuando se iba a jubilar le dijeron que había un vacío, que la patronal no había hecho aportes, así que tuvo que pagar la moratoria. «Plata hay», sigue, «pero está en paraísos fiscales, en cuentas secretas. Hay que expropiarlas».

Para escuchar la otra voz del conflicto, necesito hablar con un vigi (así se dicen los canas entre ellos, no «ratis» ni «yutas»: «vigis»), pero ninguno me da bola, no están autorizados a hablar con la prensa. Le escribo por WhatsApp a uno que conozco, le prometo que no voy a dar su nombre, y le pregunto qué lo motiva para hacer ese trabajo donde recibe insultos, golpes, escupitajos, y, si la cosa se complica, tiene que aplicar la fuerza que le da el Estado contra los más débiles de sus miembros. «Nosotros venimos a cuidar a nuestra gente»,  dice, «el laburante que quiere llegar al trabajo o a su casa y se encuentra con calles tomadas, donde es imposible transitar y le pueden pegar un piedrazo». «¿Y los jubilados?, ¿no cuentan como laburantes?», pregunto. «El derecho a peticionar lo tienen todos», contesta, «el problema es cuando pasan a la agresión, y ahí no queda más remedio que responder». «¿Y cómo te sentís cuando tenés que hacerlo?». «Y…, no es nada agradable, en especial cuando son personas mayores, pero es nuestro deber. Si no hubiera fuerzas de seguridad, los grupos violentos entrarían al Congreso, que es el vientre de la democracia». Eso dice: el «vientre».

Me interrumpe una anciana gritando que la policía se llevó a un muchacho. Su angustia es total. Se llama Alicia, trabajó de empleada estatal, metalúrgica y doméstica, tiene jubilación mínima. Por quedarse hablando conmigo, pierde su grupo, y los uniformados vuelven a cerrar filas. Quiero llevarla con su gente, pero no nos dejan pasar. Por suerte hay una organización barrial, La Poderosa, que puso una mesita de salud apretada en una esquina entre manifestantes y polis. La ayudan a sentarse y le toman la presión. La mujer que la atiende es boliviana, de esos inmigrantes a los que quieren cortarles la salud y la educación. Usa ambo, pero no es enfermera ni personal de salud. Me explica que la organización mandó a una doctora a capacitar a la gente de su barrio, Rodrigo Bueno, y desde ese día viene todos los miércoles a hacer primeros auxilios sin ninguna retribución económica, solo para ayudar a los abuelos.

Entonces empieza una nueva canción: «Que lo vengan a ver, que lo vengan a ver, jubilados le enseña cómo luchar a la CGT». Ocurre que la CGT armó su propia movilización, muchísimo más multitudinaria, con columnas que avanzaron por Independencia hasta la intersección con Perú, montaron un escenario, varios oradores hablaron sobre la dignidad del trabajo, los derechos de los jubilados y la importancia de los sindicatos. Hasta hicieron un homenaje al papa Francisco. Pero a los viejos los dejaron solos. No me quiero ir del Congreso sin estar segura de que esta marcha va a terminar sin incidentes, pero necesito saber qué está pasando en la otra. Hago una cuadra hasta la parada del 24: el tránsito está colapsado y el bondi pasa de largo sin abrir la puerta. La ansiedad y el «fomo» me martillan la cabeza. Decido ir trotando. Escucho que se están desconcentrando y corro las últimas seis cuadras. Las corro rápido. Creo que sigo siendo periodista después de todo.

Llego para el final de lo que fue una gran fiesta. Independencia sigue cortada, y en cada cuadra hay varios puestos de hamburguesas, sándwiches de vacío y bondiola, cerveza, fernet. Incluso un distinto armó un puesto de Campari con naranjas naturales y te las exprime en el momento. El piso está minado de vasos y latas. Previeron todo tan bien que hasta pusieron baños químicos. Las columnas van desconcentrando detrás de sus banderas, no hay gente enojada, no hay insultos, no hay represión. Los cortes fueron programados, y ninguna fuerza de seguridad intentó impedirlos. No están la Federal ni la Gendarmería, solo la Policía de la Ciudad, con orden de no implementar el protocolo antipiquetes. A diferencia de los jubilados, los sindicalistas sí tienen permiso para cortar la calle (de pronto, la libre circulación de las personas ya no importa tanto). Este carnaval callejero con venta de alcohol y quién sabe cuántas contravenciones más fue autorizado por el Gobierno, en día hábil, en horario laboral, cuando los verdaderos laburantes no pueden estar.

A los pocos minutos empieza el operativo de limpieza. Lo lleva a cabo una compañía privada subcontratada por el Gobierno de la Ciudad. Le pregunto a un muchacho que maneja con destreza un escobillón gigante qué siente al limpiar los restos de una parranda del Día del Trabajador a la que él, siendo trabajador, no fue invitado. Me contesta que no le importa, tiene veintitrés años y está muy contento con el trabajo que consiguió. Es el primer empleo en blanco que tiene. Antes jugaba al fútbol, era delantero, y pensaba que iba a llegar a la selección, pero le hicieron el contacto para entrar acá, le ofrecieron un millón de pesos por mes, y no lo pudo rechazar. Lo entiendo perfectamente, es lo mismo que gana un productor de TV. Eso sí: nosotros somos todos bastante pataduras, así que el mundo no se ha perdido nada, al menos no el fútbol. Vuelvo a casa pensativa. Ya sabía que gano lo mismo que un empleado de limpieza, pero debo admitir que yo no sé limpiar. Me pregunto cuáles de todos los trabajos que tuve me reconocerán a la hora de jubilarme, si mi generación saldrá a luchar con la misma furia que mis padres, si la de nuestros hijos nos tildará de locos mientras caza pokemones con inteligencia artificial, si seguirá en pie el Congreso, quién estará en la Rosada, y si alguno de todos los cataclismos que sobrevendrán nos hará perder la sana costumbre de no conformarnos.

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