—Funcionará —dijo ella.
—Creo que estamos muy viejos para esto —dijo él.
—Funcionará.
Ambos se desvistieron. Durante un momento contemplaron su mutua desnudez: la piel seca, flácida; los pliegues en el abdomen, en la espalda; las venas amoratadas en las pantorrillas de ella, los pelos blancos en los hombros de él. Jorge bajó la mirada y negó con la cabeza: estamos muy viejos para esto, pensó. Amalia lo tomó de la mano con suavidad: funcionará, pensó.
—¿Estás segura, Amalia?
—Sí. Sí.
Ella apretó la mano de él y lo miró directo a los ojos. Una súplica en silencio: por favor, hagámoslo. Él resopló, apretó los labios: qué más da, dijo para sí mismo sin pronunciar una palabra. Amalia tiró de su mano y lo guio hacia el centro de la habitación, donde se encontraban las velas. Eran dos docenas que iluminaban el lugar con su luz temblorosa y amarilla. Pasaron sobre ellas con cuidado de no tumbarlas. La mujer se arrodilló y jaló el brazo de él para que hiciera lo mismo.
—Vamos a tener un hijo —dijo Amalia mirando algún punto en el pecho de Jorge.
Jorge también se arrodilló y le dio un vistazo a todo aquello que había preparado Amalia: las velas, el amplio círculo trazado con sangre y tripas de cordero, el libro de invocaciones.
Aunque todo el asunto fue idea de ambos, ahora a él le parecía escalofriante y ridículo. Por un instante estuvo tentado de levantarse y terminar con todo aquello, pero solo negó con la cabeza y decidió continuar. No podía dejarla sola. Al fin y al cabo, él y su esposa llevaban treinta y dos años de compartirlo todo: el techo, el dinero, los problemas, la vida y, por supuesto, los esfuerzos inútiles por procrear.
Porque eso era lo que más querían: ser padres. Y durante años trataron de conseguir que ella quedara embarazada, para lo que consultaron a especialistas de todo el país e iniciaron varios tratamientos médicos inútiles, intentaron terapias experimentales y también alternativas, con bioenergéticos y homeópatas; como nada de esto funcionó, se inclinaron por la fe y fueron a rezarle a toda clase de santos en toda clase de templos, peregrinaron a un montón de lugares donde la Virgen se había aparecido en una mancha de humedad o en una rebanada de pan, visitaron chamanes y sacerdotes yoruba. Al final, exploraron el ocultismo como última opción. Así que ahí estaban, con la esperanza de invocar a un dios antiguo llamado Mmatuk. Ahí estaban los dos, juntos como siempre.
Amalia abrió el libro y comenzó a recitar los versos. Levantó su brazo derecho y, con él, el izquierdo de Jorge, como si hubiesen ganado un campeonato. Los susurros del conjuro fueron ganando volumen en la voz de Amalia, de un modo en que a él le pareció un tanto teatral y exagerado. La miró extrañado y no pudo reprimir una breve sonrisa cargada de nerviosismo que, de inmediato, Amalia aniquiló con una mirada feroz. Jorge bajó la cabeza. Ella continuó leyendo en voz alta y, luego de unos minutos, invocó:
—Mmm, Mmatuk, kaltic nuatac —dijo ella.
—Mmm, Mmatuk —respondió él como se suponía que debía hacerlo.
—¡Mmm, Mmatuk, kaltic nuatac!
—Mmm, Mmatuk.
—¡¡¡Mmm, Mmatuk, kaltic nuatac!!!
—Mmm, Mmatuk.
Entonces se escuchó un golpe en la pared y otro y otro. Pronto oyeron una lluvia de ellos, que cimbraron los muros de la habitación. Jorge y Amalia cerraron los ojos, aterrorizados. La percusión frenética se prolongó durante varios segundos y luego se detuvo. Ambos mantuvieron los párpados bien apretados durante un momento más, y al abrirlos lenta y temerosamente descubrieron que los rodeaba una multitud de figuras oscuras, una siniestra congregación de monjes encapuchados y silenciosos.
Amalia apretó con fuerza la mano de Jorge, él mantuvo los ojos clavados en el piso. Durante un rato hubo una quietud absoluta y, luego, las figuras que rodeaban el círculo de sangre retrocedieron algunos metros, y la penumbra los convirtió en una sola sombra con múltiples cabezas, en una sombra dentada.
Amalia inclinó su tronco hacia el suelo, del modo en que lo haría un musulmán para rezarle a Alá, y Jorge la imitó. Ambos sabían que debían hacerlo. En el espacio abierto por aquellas figuras algo empezó a brotar en el suelo. Era una especie de inflamación que se iba extendiendo, una suerte de arteria que pronunciaba y deformaba las láminas de madera del piso.
Esa cosa larga que reptaba bajo tierra se detuvo a unos centímetros del círculo y frente a la pareja, que apenas podía mirar una fracción de lo que sucedía, desde su posición de alabanza y sumisión. Entonces aquello rompió las láminas de madera y salió a la superficie. Era roja y babosa, como un músculo o una lengua. La pareja contempló cómo ese cuerpo carnoso e invertebrado salía poco a poco y se erguía ante ellos.
Pronto la lengua sobrepasó el límite del círculo y rozó los dedos de Jorge, que instintivamente cerró su puño para evitar el contacto. Enseguida sintió la resbalosa piel rodeando su muñeca y subiendo por su brazo, esparciendo su viscosidad en su espalda y bajando por su pierna. Desde allí, la criatura cruzó por los tobillos y pasó a la pantorrilla de Amalia. Al sentirla, la mujer experimentó un escalofrío y tensó todo su cuerpo. Mmatuk se deslizó con suavidad entre sus muslos. Era tibio, era lento. Reptó hacia arriba. Fue envolviéndola por completo hasta llegar a su cuello y regresó a su entrepierna. Se introdujo. Amalia abrió los ojos y cerró boca. Entonces Mmatuk apretó su abrazo, se contrajo una, dos, tres veces. La mujer jadeó ante la fuerza de los espasmos que por poco la sofocan. Luego, la presión cedió.
Mmatuk se retiró del modo en que llegó: retrocedió despacio, y su cuerpo lubricado fue desapareciendo por el mismo hueco del que había salido. Enseguida, las figuras oscuras también se alejaron con lentitud hasta que se desvanecieron, como si las paredes de la habitación las hubiesen absorbido.
Amalia y Jorge se quedaron agachados durante algunos minutos. Ambos temblaban. Cuando Jorge se convenció de que los visitantes se habían marchado y no regresarían, levantó su torso, aunque permaneció de rodillas. Tomó aire y lo soltó con fuerza por la boca, como si con eso pudiera deshacerse del miedo. Luego, alargó la mano para tocar la espalda de Amalia y la acarició, esperando a que ella se reincorporara. La mujer no se movió y, en cambio, empezó a sollozar. Él se agachó de nuevo con la idea de consolarla, pero, cuando se acercó, Amalia gritó. Fue un grito agudo y doloroso que hizo que Jorge se retirara sobresaltado.
Por un instante, el hombre no supo qué hacer, solo se quedó ahí, observando el cuerpo desnudo de su esposa, con las manos en alto. Y quizá habría estado un rato más de ese modo si no hubiese escuchado, casi inmediatamente, otro grito de su mujer que lo sacó del estupor.
—¡¿Qué pasa?! —preguntó con una voz tan temblorosa y suplicante que no reconoció como propia.
Amalia no respondió.
Jorge la tomó de los hombros y jaló con suavidad hacia atrás, pero ella se resistió. Hizo un nuevo intento más vigoroso y luego otro y, después de insistir un par de veces más, ella permitió que la levantara un poco. Amalia tenía las manos entre sus piernas y en ellas brillaba un líquido oscuro que se escurría también por sus muslos.
—¡Por Dios! ¿Estás bien? —preguntó alarmado otra vez.
Amalia lo miró con los ojos muy abiertos, y enseguida sacó el puño derecho y lo acercó a la luz de una de las velas. La sangre, ahora reconocible, caía en goterones espesos como miel oscura. Amalia abrió despacio el puño: algo pequeño y alargado, una especie de oruga, se retorcía, contorsionaba su diminuto cuerpo.
—Nuestro bebé —dijo.
Jorge trajo agua tibia y un paño suave que puso sobre el mesón de la cocina. Amalia sumergió la tela en el agua y empezó a limpiar a la criatura con mucho cuidado, pues por su tamaño tenía la impresión de que podía hacerle daño con facilidad, incluso que podía destriparla si no era lo suficientemente cuidadosa.
A medida que pasaba el trapo, notaba que ese diminuto ser estaba cubierto por una piel que, al tacto, era similar a la humana, pero a la vista era un tanto traslúcida. También, que su cuerpo tenía dos pequeñas protuberancias en los costados bajo las cuales algo palpitaba, además de una línea que empezaba en uno de los extremos de su anatomía tubular y que llegaba casi hasta la mitad del cuerpo. Amalia terminó de asearlo y de pronto algo llamó su atención, así que acercó su rostro a la criatura para verla mejor. Entonces descubrió que arriba tenía una serie de hendiduras pequeñísimas que formaban lo que parecían ser un par de ojos, una nariz y una boca.
—¡Mira, Jorge! ¡Mira su carita!
El hombre rodeó la cintura de Amalia con el brazo y observó desde atrás de ella. Como no pudo ver, se puso sus gafas y se acercó a la criatura. Entonces sonrió.
—Sí, es verdad, es su cara.
Ambos mentirían si hubiesen negado que aquello que tenían ante sus ojos era una cosita repugnante, pero también mentirían si dijeran que no les causaba una ternura profunda, aunque la razón de aquel sentimiento fuera difícil de entender. Así que se abrazaron y él dio un beso a ella en la frente. Ella lo miró y, sin decirlo, dijo «nuestro hijo», y acomodó su cabeza en el hombro de él. Jorge le dio un segundo beso, que esta vez cayó en la sien y dijo, en su mente, como si respondiera, «por fin, nuestro hijo».
—Se llamará Alfredo, como mi padre —decidió Amalia.
—¿Y cómo sabes que es un niño?
—Es un niño.
—Pero ¿cómo puedes estar segura? —insistió Jorge.
Ella apretó los labios y levantó las cejas y, en esa telepatía inconsciente de la pareja, Jorge supo que sencillamente su esposa tenía la certeza del sexo, porque de algún modo ella podía percibirlo en sus sutilezas con la misma claridad con la que él podía verlo retorcerse.
Esa noche, con un canasto, algodón y algunos trozos de tela suave, armaron una cuna apropiada para las dimensiones de su hijo y la llevaron a su habitación. Allí depositaron a Alfredo y se dedicaron a observarlo durante un rato largo, hasta que el bebé-gusano lanzó una serie de chillidos agudos que sonaron como la argolla metálica que gira en un tornillo. Antes de que Jorge alcanzara a preguntar, Amalia dijo en un tono suave y amoroso:
—Tiene hambre.
—Voy a comprar leche.
—No, eso no sirve. Trae un cuchillo —ordenó ella.
Jorge se quedó de pie, con la cara arrugada en una expresión de desconcierto, pero al momento dio media vuelta y obedeció.
—Trae el cuchillo pequeño, el nuevo —aclaró Amalia desde la habitación que ambos compartían.
Regresó con el cuchillo y lo dejó sobre la cama, al lado del canasto. Dio un paso atrás. Amalia tomó el cuchillo y con la yema del índice examinó su filo, que pareció aprobar en silencio con un par de movimientos cortos y afirmativos de la cabeza. Después presionó la punta contra su dedo. Brotó una pequeña gota roja que se fue expandiendo y, de prisa, la puso al alcance de Alfredo, que dobló su cuerpo y de inmediato empezó a succionar como una sanguijuela. No tardó mucho en saciarse, a lo sumo habrá bebido unas cuatro o cinco gotas antes de separarse de la piel de su «madre».
Después de dejar la cuna del bebé sobre la mesita de noche, tanto Amalia como Jorge sintieron un cansancio aplastante que, pensaron, debía derivarse del hecho de haber terminado la jornada más estrambótica de sus vidas. Y aunque todavía estaban sorprendidos de que la invocación hubiese sido exitosa, de que pudiesen ser padres y, más aún, de que lo fueran de una manera inmediata, a Jorge y a Amalia los párpados se les cerraban con una pesadez narcótica, a pesar de que habrían querido seguir contemplando a Alfredo durante toda la noche.
3.
La primero que hizo Amalia cuando despertó fue revisar cómo estaba Alfredo. Y lo que vio fue lo siguiente: su hijo se había convertido en un batracio. La criatura que reposaba en el canasto triplicó su tamaño durante la noche, y de los costados, donde estaban las dos protuberancias de su etapa larvaria, surgieron dos brazos frágiles y cortos, mientras la línea que lo dividía hasta la mitad se separó en dos patas carnosas. También tenía una cabeza lampiña y esférica, bien diferenciada del resto de su cuerpo, y en ella una boca enorme que parecía una línea ecuatorial. Arriba, dos ojillos negros y brillantes, seguidos de dos ínfimos orificios nasales. La piel traslúcida ahora tenía un tono rojizo, pero aún se apreciaban con claridad las venas, que se entrecruzaban.
La mujer no pudo reprimir el gesto de asco y se echó para atrás, pero al instante se sintió mal por ese impulso y se obligó a mirar de nuevo. Así que se volvió a asomar a la cuna y contempló a Alfredo durante un rato, mientras repetía en su mente que ese era su hijo, con la esperanza de que la sensación de repugnancia desapareciera. Y, aunque durante un momento le costó trabajo aceptar la anatomía grotesca de Alfredo, pronto se dio cuenta de que ya no le era del todo repelente y empezó a encontrar cierta belleza en ese ser horrendo que ahora le empezaba a inspirar una oleada de ternura. Amalia, consciente de que su cambio de actitud fue tan radical y veloz como la metamorfosis misma de su hijo, pensó que quizá de eso se trataba el instinto maternal. Mmatuk sabe cómo hace sus cosas.
Entonces quiso acariciarlo y empezó por su barriga hinchada, que frotó suavemente con la yema de los dedos. Alfredo abrió la boca y mostró una hilera de pequeñísimos dientes triangulares. Una lágrima emocionada bajó por la mejilla de Amalia ante lo que ella consideró la más hermosa de las sonrisas.
La mujer sintió que no le cabía el amor y, con delicadeza, pasó las manos por debajo de la criatura, la levantó y la llevó a su pecho. Quiso apretarla con fuerza, pero prefirió abstenerse para no hacerle daño. Allí la sostuvo, la arrulló, la pegó a su piel para sentir su calor, para darle su calor. Y entonces gritó cuando los dientes de Alfredo perforaron su carne.
—¡Aaah! —también gritó Jorge, que despertó de golpe y azorado.
Amalia, que estaba sentada y le daba la espalda a él, giró la cabeza y puso su índice sobre los labios:
—¡Shhh! —dijo mientras trataba de disimular la mueca de dolor.
El hombre se sentó para entender lo que sucedía. Se dio cuenta de que su esposa cargaba a Alfredo en sus brazos y también que ocurría algo que le resultó inusual, por decir lo menos: su esposa parecía amamantar a Alfredo. Ante la escena, el viejo se puso de pie y con las palmas de las manos se restregó con fuerza los ojos. La imagen le resultaba difícil de creer, pues era imposible que una mujer de su edad produjera leche, así como era imposible que aquella criatura lactara. Y, ahora que lo veía todo mejor, también era imposible que ese fuera Alfredo. Sin embargo, con una observación un poco más detenida, entendió que allí ocurría algo diferente, pues la boca de la criatura no succionaba el pezón de Amalia, sino que estaba pegada a la piel descubierta en el escote del camisón, casi en el esternón. Y, además, encontró un detalle más revelador: un hilo de sangre bajaba por el pecho de ella y manchaba de rojo la tela de la prenda.
Jorge, alarmado, quiso quitarle aquella cosa que, evidentemente, la lastimaba. De prisa y con los dedos convertidos en garras, quiso tomar a ese pequeño monstruo rojizo que se alimentaba de su esposa, pero Amalia levantó la mano y le exigió que se detuviera.
—¡No! —dijo ella.
—Pero…
—¡No! Déjalo comer.
—¡Pero estás sangrando! —reclamó Jorge entre el sobresalto y la confusión.
—No importa. Alfredo necesita alimentarse.
—¿Eso es Alfredo?
—Sí —dijo ella levantando la mirada y con una voz que se suavizó de golpe—: mira cómo ha crecido.
A Jorge le sucedió algo similar a lo que le pasó a Amalia: al principio el rechazo hacia la nueva apariencia de su hijo fue inevitable, pero pronto empezó a aceptar el cambio y, al final, encontró casi adorable el extraño aspecto de Alfredo. Y, al igual que ella, advirtió con sorpresa que ese proceso ocurrió de una manera muy rápida, aunque no se molestó en cuestionarlo. Mmatuk sabe cómo hace sus cosas.
Una vez que Alfredo terminó de comer, Jorge trajo un poco de alcohol y una venda para limpiar y cubrir la herida de Amalia. Luego, ambos decidieron ir a la cocina para preparar su propio desayuno. Ella hizo huevos con tocino y él se ocupó de servir el chocolate caliente. Los dos se sentaron en el comedor y conversaron animados, charlaron sobre su hijo y su crecimiento veloz, sobre la suerte de que el conjuro hubiese sido efectivo, sobre lo rápido que sucedieron las cosas. También hablaron sobre el futuro, sobre cómo iban a educar a Alfredo y la felicidad de ser padres. Era una mañana espléndida y la luz tibia del sol entraba por los ventanales de la casa. Amalia se veía maravillosa, realmente maravillosa, pensó Jorge. Amalia, por su parte, agradeció en silencio que su marido siempre estuviese allí para ella.
Más tarde decidieron que era buena idea pasar un rato en el jardín de la casa en compañía de Alfredo. Así que los tres salieron, Jorge y Amalia se acomodaron sobre el césped y entre ellos dejaron a Alfredo en su cuna. El jardín, aunque no era muy grande, era un lugar agradable, estaba sembrado de hortensias y claveles a los que Amalia les había dedicado mucho cuidado durante años. La brisa era apenas una corriente suave, por lo que pasar el tiempo allí fue una elección placentera durante las siguientes dos horas, hasta que Alfredo empezó a chillar con sus graznidos, que dejaron de ser tenues y ahora eran agujas en los oídos.
—Tiene hambre —dijo Amalia, que quiso acercarse para alimentarlo.
—No, déjame a mí —pidió Jorge—. Al fin y al cabo bebe sangre, y yo también tengo.
La mujer solo meneó la cabeza afirmativamente y Jorge corrió la manga de su camisa hacia arriba y acercó su antebrazo. Alfredo saltó sobre la piel de su padre y se aferró con esos bracitos escuálidos. Clavó los dientes y Jorge mostró los suyos en un gesto de dolor. Empezó a chupar. Los ojillos negros de Alfredo parecían observar al viejo mientras su boca succionaba la sangre. Al terminar, lo liberó, y de inmediato esos ojillos negros de tiburón blanco se cerraron para tomar una larga siesta.
Luego del mediodía, Alfredo chilló otra vez y fue Amalia quien lo alimentó. Tres horas más tarde chilló de nuevo y a Jorge se le crisparon los nervios, pero decidió encargarse él, y así se turnaron tres veces más hasta bien entrada la noche. Al final, con sus cuerpos cortados y las vendas manchadas de sangre seca que pasó del rojo intenso al marrón, ambos parecían sobrevivientes de una guerra. Estaban pálidos, adoloridos y agotados. Conciliar el sueño fue fácil, pero lo difícil fue mantenerlo. Cada giro era un roce en alguna herida, un gemido. Jorge, en algún momento y en medio de la oscuridad, se preguntó si sobrevivirían a la paternidad.
El ruido de un golpe seco en el piso despertó a ambos padres. Ya comenzaba a clarear y los dos, confusos, giraron sus cabezas despeinadas para descubrir qué había sucedido, pero fue Amalia la que notó que la cuna-canasto estaba vacía. Y fue Jorge el que vio allá, donde terminaba la cama, una cosa roja y larga que culebreaba. Salió de las cobijas y vio que la cosa larga y roja estaba pegada a un trasero flaco y rojo, y que el trasero le pertenecía a una criatura barrigona y huesuda, que tenía cuerpo de bebé raquítico pero cara de Alfredo.
Y Alfredo se quedó quieto al sentir la presencia de sus padres. Se quedó inmóvil como un gato antes de cazar a una paloma. Luego pareció aflojar la tensión de sus músculos, mientras volteaba su cabeza redonda. Los miró. Ellos también: Los ojillos pequeños, la boca enorme y recta que atravesaba por completo su cara. Se puso de pie.
Eso le sorprendió a Jorge: que se pusiera de pie, mas no su nueva apariencia. Y Alfredo se quedó con sus ojillos fijos en él. Y luego miró a Amalia, que también se asomó desde arriba de la cama. Y vio a uno y después a la otra, como si esperara a que hicieran algo, y como ninguno de los viejos hizo nada, salvo contemplarlo, Alfredo abrió su bocota llena de dientes agudos y dijo: «¡gah, gah, gah!». Y dio brinquitos y su cola larga se agitó como un látigo.
A los dos les pareció que era la cosa más graciosa que habían visto en sus vidas. Amalia estiró la mano para acariciarlo, y sus yemas sobaron ese cráneo liso y clavo. Las venas aún eran visibles y púrpuras. Bajó por un costado y le hizo cosquillas donde debía existir una oreja si el bebé fuese un bebé. Alfredo inclinó la cabeza y pareció disfrutar de los mimos. Incluso sus ojos pequeñísimos y brillantes se encogieron un poco y la batió la cola, tan lampiña como el resto de él, de un lado a otro, más como lo haría un gato que como lo haría un perro. Luego abrió sus pequeñas fauces y lanzó un mordisco. Las mandíbulas al cerrarse sonaron como una trampa. Clap. Y faltó poco para que atraparan uno de los dedos de Amalia, que alcanzó a quitar la mano.
—¡Gaaah! —dijo Alfredo y sus labios de anfibio retrocedieron y dejaron todos sus dientes filosos, que encajaban entre sí como un engranaje, al descubierto.
—¡Tramposo! —soltó Amalia con una breve carcajada.
—¡Eso no se hace! —le dijo Jorge con tono seco mientras blandía su dedo índice.
—No lo regañes, es un niño —pidió ella.
—¡Gaaah! —dijo Alfredo.
—Cómo así que no lo regañe —protestó él ignorando por un momento a Alfredo.
—No lo regañes.
—¡Gaaah!
—Te pudo arrancar un dedo.
—Pero no pasó nada. Además, si lo regañas, te tendrá miedo.
—¡Gaaaaah!
—Y si no lo regaño ahora, mañana alguien saldrá herido.
—Hay otras formas.
—¡Gaaah! ¡Gaaah! ¡Gaaah! ¡Gaah! ¡Gaaah! ¡Gaaah!
—¡¿Qué?! —Jorge giró enfurecido, y Alfredo dio un brinco y se escondió detrás de Amalia.
El hombre, al instante, lamentó haber perdido los estribos entre la discusión y los graznidos de Alfredo. Respiró hondo y se serenó. También se disculpó. Amalia negó con la cabeza y se agachó para consolar a la criatura, que esta vez no trató de morderla y solo se limitó a decir, con más suavidad, «gah, gah».
—Tiene hambre.
La voz de Amalia llegó a los oídos de Jorge con distancia, más como si ella lo dijera para sí misma. Jorge, que había pasado de la irritación al arrepentimiento, ahora alcanzaba las honduras de la preocupación, que un momento más tarde se convirtieron en las del miedo. Miedo por ambos: si ayer, cuando su hijo tenía la mitad del tamaño, terminaron con una fea colección de heridas para saciar sus necesidades nutricionales, ¿qué sucedería hoy? Y más aún: ¿qué pasaría mañana?, ¿y qué pasado mañana? Y, ahora que lo pensaba, ¿llegarían a pasado mañana? Jorge, casi involuntariamente, examinó sus antebrazos destrozados, las vendas manchadas. Ahí estaban los cortes, ahí estaba el dolor.
—No puede ser —susurró.
Amalia levantó la vista y se acomodó el mechón de pelo gris que caía sobre su cara. Luego dijo:
—Creo que ya puede comer cosas sólidas.
—Qué bueno —respondió aliviado—. ¿Y qué le damos?
—Carne.
El viejo se puso pálido. La noticia le cayó como una bala de cañón sobre el estómago, pues supuso que si antes tuvieron que dejar que Alfredo les chupara la sangre, ahora tendrían que dejar que los devorara. Ante esa idea, se llevó ambas manos a la cara, se cubrió la nariz y la boca, y luego las bajó estirando la piel de las mejillas y el mentón. Sintió un escalofrío.
—Es carne, Jorge: puedes comprarla en la carnicería —dijo Amalia adivinando lo que Jorge acababa de imaginar.
—Aaah —dijo él recobrando la tranquilidad. El pensamiento se deslizó por su mente sin quererlo, como un mensaje bajo la puerta: por fortuna, Mmatuk sabe cómo hace sus cosas.
Una hora más tarde Jorge regresó con dos bolsas de carne de cerdo y res. Las dejó sobre el mesón de la cocina, y desde ahí le anunció a Amalia que había regresado y le preguntó cómo debía prepararle la comida a Alfredo. Ella le contestó que solo lavara un pedazo de carne y lo sirviera crudo en un plato.
Mientras Jorge seguía sus instrucciones, Amalia apareció en la puerta de la cocina cargando a Alfredo, que por su figura huesuda lucía más como una enorme araña pegada al pecho de la mujer que como un niño en brazos. Jorge cortó un trozo pequeño y húmedo y lo puso sobre el plato, que luego deslizó por el mesón en dirección a Amalia. Alfredo giró el cuerpo y alargó sus brazos, se agitó y, tras un leve forcejeo, se liberó de su madre y se abalanzó sobre la carne. En veinte segundos la desapareció del plato.
—¡Gaaah! —El cuerpo entero vibraba como el cascabel de una víbora. Dio tres brincos en círculos y palmeó el plato con su pequeña garra.
Jorge entendió el mensaje y sirvió otra ración, esta vez más generosa, que también devoró en segundos. Al terminar, Alfredo se acercó despacio a Jorge, posó sus garras sobre el antebrazo herido de él, luego encaramó todo el cuerpo y empezó a subir por su brazo.
Jorge mantuvo la quietud tensa de quien siente las patas de una alimaña sobre su piel. Alfredo subió hasta el hombro y se detuvo, se acomodó de modo que su cabeza quedó pegada al cuello del hombre. Y, entonces, durmió.
El viejo pasó de la descarga de adrenalina nerviosa a la ternura profunda. Alfredo, en aquella posición, no solo parecía demostrarle confianza, sino también afecto. Jorge trató de moverse lo más lenta y cuidadosamente posible para no perturbar su sueño y le sonrió a Amalia, que a unos pasos los observaba con una sonrisa llorosa.
Con pasos muy cortos, Jorge llegó hasta uno de los sillones de la sala sin despertar a Alfredo. Se sentó. Acarició a su hijo con mucha suavidad y con el dorso de los dedos. Lo contempló, con el rabillo del ojo, encima de su hombro. Vio con satisfacción que respiraba de manera pausada. Casi tenía el tamaño de un gato doméstico. Era extrañamente suave y tibio. Lo acarició un poco más, sus dedos lo recorrieron desde la cabeza hasta el final de su espalda. El pequeño se estremeció un par de veces. Le resultó imposible no amarlo en ese momento. Continuó acariciándolo durante un rato largo. Sus propios párpados fueron cediendo hasta que él también se quedó dormido.
Luego despertó.
—Gaaah —escuchó. La voz en su oreja era suave, más cercana a la de un niño que al graznido áspero y antipático que antes había escuchado.
Jorge, lo tomó entre sus manos y lo puso en su regazo. Ambos se miraron a los ojos durante dos o tres segundos, y entonces Alfredo abrió grande su boca y detrás de los dientes agudos vibró la diminuta lengua afilada:
—¡Gaaah!
El graznido sobresaltó al hombre. Sintió una ráfaga de ira asustada.
—¡Malparido! —susurró y, enseguida, no solo se arrepintió, sino que se sintió miserable.
Le sirvió más carne y luego más y más tarde más. Hacia la media tarde, ya no quedaba mucho para seguir alimentándolo, por lo que decidió ir de nuevo a la carnicería. Pero antes de que saliera, Amalia le pidió que comprara una verdadera cuna y algunas frazadas. Jorge aceptó el encargo, compró cerdo y res. Luego condujo hasta el centro comercial y escogió una de esas cunas plegables con figuritas color pastel, y también incluyó varias cobijas pequeñas. Y como se sentía muy mal por su reacción, quiso llevarle algunos regalos, así que llenó un carro de supermercado con varios juguetes. No sabía muy bien qué le gustaría a Alfredo, ni siquiera sabía si le interesarían los juguetes, pero aun así se llevó un par de osos de felpa, un camión grande de plástico, un móvil para colgar sobre la cuna, una tortuga a la que si se le apretaba la barriga se iluminaba con luces de colores y cantaba una canción. Incluso llevó un balón de fútbol y un juego de béisbol, con su guante, bate y pelota, con la esperanza de que, cuando creciera un poco más, ambos pudieran divertirse. Y, aunque sabía que eso último difícilmente pudiera convertirse en realidad, la sola idea valía la pena por absurda que fuera, y eso le resultaba reconfortante.
Al volver, Jorge encontró a una Amalia nerviosa que lo esperaba detrás de la puerta. La mujer tenía los brazos cruzados, casi apretados contra su vientre, como si tuviese mucho frío. Daba la impresión de haber llorado, pues tenía los párpados ligeramente hinchados y los ojos enrojecidos.
—¿Qué pasó? —preguntó Jorge.
—Nada —respondió ella fingiendo mal una sonrisa—, ¿compraste las cosas?
—Dime qué sucedió, ¿pasó algo malo? —Jorge la tomó por el brazo.
—Nada, en serio, no te preocupes.
—¿Estás bien?
Amalia abrió la boca, pero de allí no salió ninguna palabra. Los labios se volvieron a juntar y, más que negar con la cabeza, la agitó como si se sacudiera un insecto.
—Ya te dije, no pasó nada, estoy bien —dijo al momento.
Jorge conocía muy bien a su mujer y sabía que, si ella no quería decir algo, no había manera de lograr que hablara. Así que resignó cualquier intento y cambió la conversación con la esperanza de que ella sola tuviera la iniciativa de contarle más tarde. De todas maneras, sospechaba que, fuera lo que fuera que hubiese sucedido, tenía que ver con Alfredo. Entonces optó por contarle que trajo algunos regalos para el «niño».
—Qué bueno —dijo ella.
Jorge necesitó tres viajes para llevar todas las compras desde el carro hasta la habitación que tenían destinada para los invitados que nunca invitaban. Era una habitación envejecida y sin gracia, como el resto de la casa: paredes color crema, techo gotelé, una cama sencilla de madera, cortinas con un estampado de flores descoloridas. No era el lugar más infantil, y Jorge pensó que al poner la cuna y acomodar los juguetes lograría que fuese más apropiado para su hijo, pero el resultado fue un poco más parco: ahora solo era una habitación fea con juguetes. Ya trabajaré en ello, se dijo, y mientras tanto imaginó de qué color pintaría las paredes.
Cuando Alfredo entró en la habitación, ambos padres se limitaron a observarlo en silencio. La criatura examinó el lugar con pasos desconfiados y el lomo arqueado. Al principio, los juguetes no le llamaron la atención, pero luego de que Jorge se agachara y aplastara la barriga de la tortuga y esta empezara a iluminarse y a cantar esa alegre y robótica canción, Alfredo reaccionó crispado: adoptó una posición a cuatro patas, retrocedió un poco y siseó. Jorge quiso tranquilizarlo con una sonrisa, mientras decía: «mira, no pasa nada». Y volvió a apretar la barriga del muñeco: luces, música. Una vez más: luces, música. Alfredo pareció confiar y se acercó un poco. Luego un poco más. La criatura llegó a unos pocos centímetros del muñeco, lo estudió con esos ojillos negros y, un instante después, se lanzó con dentelladas y zarpazos. En un momento destripó y decapitó al muñeco de felpa. El ataque fue tan violento que Amalia y Jorge retrocedieron hasta la salir de la habitación.
Alfredo se giró hacia ellos, dio dos pasos lentos, abrió y cerró la boca como si mordiera el aire, y sus dientes produjeron un chasquido sólido. Miró a Amalia y después a Jorge e hizo un sonido que parecía a la vez un gruñido amenazante y una risa burlona.
—¡Gaaah! —exigió un momento después.
Ambos viejos dieron un pequeño brinco. Esa noche le dejaron la comida en la puerta.
Amalia se acostó primero y tuvo cuidado de tapar bien sus piernas con las cobijas. Al rato llegó Jorge y también se acomodó y apagó la luz. Los dos estuvieron despiertos y sumergidos en sus pensamientos, que eran el mismo pensamiento: Alfredo. Pero ninguno de ellos se animó a decir nada. Amalia se acomodó con cuidado de medio lado y, sin quererlo, dejó escapar un gemido.
—¿Qué pasó, Amalia?
—Nada. Duerme.
—Te hizo algo, ¿verdad?
—Duerme.
—No voy a dormir, ¿qué pasó?
Amalia no respondió.
—Te pregunté que si te hizo algo.
—Ya te dije que te durmieras.
—Si te hizo algo, te juro que…
—¡Ya no más!
—Ya no más, tú —dijo Jorge enfurecido y salió de la cama. Encendió la luz.
Amalia también se levantó temiendo que Jorge quisiera ir a la habitación de Alfredo. En ese momento, la pierna que apoyó en el piso quedó descubierta, y en ella, a la altura de la pantorrilla, Jorge pudo ver tres heridas largas y feas. Él corrió hacia ella y se arrodilló para examinarla. La piel de su rostro se enrojeció y apretó las mandíbulas. Amalia le agarró la muñeca y la apretó.
—Ya me va a conocer —Jorge profirió la amenaza con un gruñido entre dientes, pero sus ojos centellantes se encontraron con los ojos más centellantes de Amalia.
—No vas a hacer nada —dijo Amalia despacio, mientras clavaba las uñas en la muñeca de Jorge.
Él intentó liberarse ignorando la advertencia de Amalia, pero ella enterró aún más las uñas en la carne de su marido, y él vio en su rostro una ferocidad que hasta ahora no conocía.
—No vas a hacer nada —repitió—. Es un niño, maldita sea —dijo esto último con el más hostil de los susurros.
El viejo se sintió obligado a ceder. No quería provocar más a Amalia, pues temió la ira de su esposa, el estallido que ya se anunciaba.
—OK —dijo—, pero mañana…
—Duérmete.
Amalia gritó. Jorge saltó. Ella se cubrió la boca. Él abría y cerraba la suya sin saber qué sucedía. Ella estaba de pie, frente a la puerta. Lloraba. Él aún no salía de la cama. Amalia miraba algo en sus pies. Él buscó las pantuflas con los suyos.
Se levantó y allí, justo donde Amalia estaba parada, halló la razón del alboroto: cinco cabezas cercenadas de rata y bien organizadas en un círculo. Jorge sintió que su estómago dio una vuelta, como la ropa en una lavadora. Apartó la mirada. Amalia, por el contrario, tenía los ojos fijos en aquellas pequeñas cabezas con el pelaje embadurnado de sangre.
Los dedos, sobre los labios, temblaban.
—Hay que parar esto —dijo Jorge con urgencia en su voz, pues allí veía no solo una escena repugnante, sino una amenaza.
—¿Qué vas a hacer?
—Le voy a enseñar —dijo en voz baja y firme, aunque ese momento no tenía idea de qué haría exactamente.
—No hagas nada.
—¡¿Qué?!
—Que no hagas nada —repitió Amalia, mientras sus dedos descubrían su boca y en sus labios se formaba una sonrisa—. ¿No te das cuenta? Es un regalo.
«Estúpida», dijo Jorge en su cabeza, y faltó poco para que la palabra saliera su boca. Esquivó a su esposa y abandonó la habitación antes de que ella lograra atraparlo. Tenía la obligación de hacer algo, sentía la urgencia de tomar cartas en el asunto antes de que la situación se saliera por completo de control. Recordó por un momento la severidad en el rostro de su propio padre y lo que decía antes del azote: «Educar al niño para no castigar al hombre». Lo educaría. Por supuesto que lo educaría.
Se dirigió rápido hacia la habitación de Alfredo y, cuando se detuvo frente a la puerta, se dio cuenta de que Amalia no lo seguía. «Ella entiende», pensó entonces. «Entiende que esto es necesario». Resopló, dudó un segundo y luego entró.
El hedor lo golpeó tan fuerte que le nubló la vista. Puso el antebrazo frente a su nariz para atenuar la pestilencia, aunque no pudo evitar un par de arcadas. Las paredes estaban salpicadas de una cosa gredosa y púrpura, como si Alfredo hubiese lanzado aquello que, por su olor y consistencia, no podía ser otra cosa que mierda. En el piso también se regaban otras cosas repugnantes: una pata de rata, trozos de pelo negro, tripas pequeñas y violáceas. Y arriba, en el techo, estaba lo más extraño: una sustancia viscosa y amarillenta que se descolgaba como un gigantesco escupitajo burbujeante.
Mareado, Jorge se adentró con el objetivo de abrir la ventana, pero enseguida descubrió que ya estaba entreabierta. Eso explicaba dos cosas: la primera, la ausencia de Alfredo y, la segunda, la presencia de los cadáveres de las ratas, pues era obvio que Alfredo las debió cazar afuera y volvió con ellas en algún punto de la noche o de la madrugada. De todas maneras, el hombre decidió abrir completamente la ventana para que entrara un poco más de aire fresco.
Escuchó los pasos de Amalia detrás de él. La mujer traía un balde, un trapero y los demás implementos de aseo. Los dos recogieron toda la inmundicia del piso y de las paredes.
Llenaron una bolsa grande con los desperdicios. Con paciencia pasaron paños por las paredes, limpiaron el piso, tallaron las hendiduras, sacaron la porquería de los lugares más diminutos. Desinfectaron y rociaron ambientador. No se quejaron. Ni siquiera hablaron.
Luego de casi una hora solo les quedaba esa sustancia que colgaba del techo, esa especie de bolsa líquida, de gota enorme y tan espesa que simplemente estaba allí suspendida.
Jorge tomó una escoba y dirigió al techo para empujarla y hacer que cayera, pero Amalia le pidió que no lo hiciera.
—Es su nido —dijo.
Jorge negó con la cabeza, pero no se opuso, solo dejó la escoba en un rincón y sacó la basura.
Pasó la mañana y no hubo señales de Alfredo. La pareja apenas se dirigió la palabra y cada uno estuvo por su lado dando vueltas por la casa, de la habitación a la sala, de la sala a la cocina, de la cocina al jardín, del jardín a la puerta de salida y a las ventanas. Amalia preparó un almuerzo modesto y rápido: carne asada, papas y arroz. Los dos se sentaron en el comedor. Ella se dedicó a mirar el plato. Él comió rápido. A Jorge le costaba reconocer que le preocupaba la desaparición de Alfredo. A Amalia no.
—¿Dónde estará? —preguntó al fin ella.
—No sé, no sé —respondió él.
—¿Y si le pasó algo?
—No le ha pasado nada, debe de andar por ahí.
—¿Y si alguien lo vio?
—Ya volverá, no te preocupes.
Entonces escucharon un maullido. Venía del pasillo que comunicaba las habitaciones con la cocina y la sala. Los viejos se voltearon al mismo tiempo para verlo. Allí, en el oscuro umbral, se encontraba Alfredo y sostenía algo entre sus garras. La criatura avanzó despreocupada hasta quedar a unos tres pasos del comedor. A la luz pudieron ver que lo que sostenía era un gato amarillo. Lo tenía atrapado con fuerza. Las largas uñas negras se hundían en su pelaje y penetraban la piel. El gato maulló dolorosamente una vez más.
Agitó sus patas, pero no pudo escapar. Jorge se levantó de la silla y Alfredo bufó. Alfredo era más grande, casi había triplicado su tamaño. Y ahora era mucho más amenazador. Su cabeza redonda se había estirado formando una suerte de pico, que le daba el aspecto de una monstruosa ave sin plumas. Jorge no se movió. Alfredo abrió sus fauces y las cerró de golpe. Sus dientes arrancaron de un tajo el vientre del animal, como si en vez de carne hubiese mordido un trozo de torta. La sangre cayó como un solo y abundante goterón y salpicó los pies de Amalia, que solo atinó a dar un brinco en su silla.
Luego, Alfredo salió disparado hacia el jardín, donde devoró con velocidad lo que quedaba del gato, frente a la mirada atónita de la pareja. Al terminar, escaló por la pared, subió al tejado y se perdió de vista.
A Jorge le temblaban las manos. Jamás había visto algo tan horrendo. Amalia tenía los ojos muy abiertos y parecía contemplar algún punto en la nada. Jorge expulsó una bocanada de aire y el sonido despabiló a su esposa.
—Necesita cosas vivas —dijo ella.
—¿Cómo?
—Comer cosas vivas.
No. No había manera. El mundo pareció perder consistencia y Jorge tuvo que apoyarse en la mesa. Estaba frío. Tenía los pies helados. Negó con la cabeza varias veces. No había manera de que aceptara alimentarlo con animales vivos. Eso no. No se convertiría en rutina lo que acaba de presenciar. ¿Animales vivos? No. Volvió a negar con la cabeza. Algo presionaba su pecho.
—A mí tampoco me gusta la idea —dijo ella.
—¡No! —estrelló el puño contra la mesa—, no vamos a hacer eso.
—Él lo necesita. Él nos necesita.
—Estás diciendo que ahora tenemos que traerle… ¡¿Quieres que salga y busque perros y gatos?!
—Es lo que tenemos que hacer.
—¿No te das cuenta de lo que me estás pidiendo?
—Los padres tenemos que hacer sacrificios por nuestros hijos.
—Pues hazlo tú, conmigo no cuentes.
—Pues lo haré yo.
Jorge tuvo ganas de vomitar. Se imaginó yendo a la tienda de mascotas a comprar una camada de cachorros y luego volviendo a casa para ofrecerla como banquete a Alfredo. Era insoportable. Volvió a su silla y se agarró el cráneo con ambas manos. Luego de pensar un rato en las posibilidades repugnantes de las necesidades nutricionales de su hijo, empezó a pensar en las consecuencias más mundanas y prácticas. Además de ser horrible el hecho de alimentar a Alfredo con mascotas, era inviable, pues cuánto podría soportar la economía familiar una dieta tan costosa. ¿Cuánto valía un gato?, ¿cuánto un perro?, ¿cuántos debería comer al día?
Ese razonamiento lo escandalizó. Descubrirse a sí mismo haciendo ese tipo de cuentas mentales era la constancia de que empezaba a aceptar lo inaceptable. Y era aún más vergonzosa la velocidad con que lo hacía, pues ahora se veía en la obligación de admitir como una realidad ineludible eso que dijo Amalia con tanta simpleza: «Los padres tenemos que hacer sacrificios por nuestros hijos». ¡No! De ninguna manera. Pero sí, de todas maneras. Era su deber. Era su padre. Mmatuk sabe cómo hace sus cosas, pensó con amargura.
Amalia lo sacó de sus cavilaciones en el momento en que tomó las llaves del carro y salió por la puerta. Supo que ella se haría cargo y eso lo alivió y, al mismo tiempo, lo hizo sentir como un cobarde: se suponía que él tenía la obligación de proveer a la familia.
Escuchó el automóvil alejarse y se levantó, dio una vuelta por la casa, volvió y se sentó en uno de los sillones de la sala. Cuando creyó oír algún ruido, se paró de nuevo para hacer inspección. Nada. Luego de tres horas de falsas alarmas y especulaciones sobre el futuro, empezó a cabecear en la silla. Los párpados se le cerraron por un momento y, cuando los abrió de nuevo, vio que Alfredo estaba delante de él. La criatura también lo observó y brincó sobre él y enseguida puso una de sus garras en la cara de Jorge. Pasó las uñas negras y afiladas como obsidianas por la piel de la mejilla. Lo hizo sin hacerle daño. Luego pareció interesarse por su boca y con un dedo presionó el labio inferior del viejo y lo corrió hacia abajo. Los dientes expuestos de su padre llamaron su atención y acercó su cara aguda. Ladeó la cabeza y enseguida abrió su propia boca para palpar los suyos. Después le estudió la nariz ancha y más tarde las orejas. Jorge no opuso ninguna resistencia. Al principio el miedo lo paralizó, pero poco a poco empezó a abrirse camino una sensación agradable y extrañamente cómoda, que incluso lo impulsó a que él mismo se animara a tocar la espalda de Alfredo con los dedos.
Finalmente, Alfredo perdió interés, bajó al suelo y se marchó. Jorge lo vio dirigirse a su habitación y luego miró el reloj: ya habían pasado casi cuatro horas desde la partida de Amalia y empezaba a oscurecer. Tuvo la intención de llamarla, pero desistió, pues no quería presionarla. Al fin y al cabo, ella tenía una tarea difícil que él mismo no pudo cumplir. Se puso de pie y fue a cerrar la puerta del jardín. Luego se le ocurrió asegurar las ventanas para impedir que Alfredo saliera de la casa. Buscó un rollo de cuerda en una de las gavetas inferiores de la cocina y con él fue amarrando uno a uno los pestillos de las ventanas, incluyendo la del cuarto de Alfredo, que se había refugiado dentro de esa enorme bolsa viscosa que pendía del techo.
Le pareció que atar los pestillos era insuficiente, pero por ahora era todo lo que podía hacer.
Al terminar, oyó el sonido metálico de las llaves en la puerta de entrada. Amalia entró con un perro negro, al que traía con una soga vieja que encontró en el baúl del auto. Era un animal mediano y en el hocico tenía algunos pelos blancos. Estaba sucio, pero no parecía enfermo ni en muy mal estado. A Jorge no se le había ocurrido la posibilidad de buscar un animal de la calle. Las uñas de las patas castañearon sobre el piso de baldosa y enseguida intentó regresar y salir por la puerta. Amalia jaló un poco de la soga. El perro caminó detrás de ella con la cola entre las patas y las orejas hacia atrás. La miró desde abajo y se lamió la nariz.
La mujer evitó mirarlo. No podía. En su cara había un gesto duro y fingido. Los ojos se le llenaron de líquido al ver a su marido, pero el resto de su rostro mantuvo la expresión rígida. Dejó las llaves sobre la mesa y le ofreció el lazo del perro a Jorge. Él lo sabía: ella ya había tenido suficiente. Recibió el lazo y por un momento no supo qué hacer, no supo si debía llevarlo de inmediato a la habitación Alfredo. El perro lamió sus dedos. La lengua suave del animal le produjo un estremecimiento de culpa y compasión.
—Dale algo de comer —pidió Amalia con la voz quebrada y señalando al perro.
Jorge asintió y buscó un recipiente de plástico que llenó con un poco de arroz y carne del almuerzo. En otro sirvió agua. Los dejó en el piso y el perro se acercó desconfiado. El hombre lo tentó con un trozo de carne y el perro lo olfateó y luego lo tomó con suavidad. Jorge se alejó un poco para que el animal entrara en confianza y comiera. Pensó que alimentarlo no tenía mucho sentido, que era un estúpido intento de tranquilizar su conciencia, pero aun así era lo único que podían hacer. Lo único decente ante la monstruosidad que cometerían.
El perro dejó limpio el plato y le dio algunos lengüetazos al agua. Se echó en un rincón, con el cuerpo enrollado. Jorge, aunque quiso, no lo acarició. Le puso otra vez el lazo y lo llevó hasta la habitación de Alfredo. Abrió la puerta. Sintió asco de sí mismo. Tragó saliva, que bajó por su garganta espesa como engrudo. Tiró del lazo. El perro se resistió. Tiró más fuerte. Las patas del animal se deslizaron sobre la superficie del suelo. Arriba, la gota gigante se deformó con el movimiento de su huésped. El perro chilló. Mordió el lazo.
Jorge jaló hasta que logró meterlo del todo en la habitación. El animal trató de retroceder, sus uñas rasgaron el piso. Gimió. Jorge salió rápido y cerró la puerta. Se quedó ahí, un momento. Escuchó las uñas sobre la puerta, los chillidos suplicantes. Se rascó la nuca. Lo hizo con violencia. Con las palmas de sus manos apretó los párpados, como un niño que empieza el llanto. Luego vomitó en la taza del baño. Y después se acurrucó en la cama.
Amalia también se acostó. Los dos se dieron la espalda y ninguno durmió. El tiempo pasó con un silencio que pesaba sobre el pecho. Una ligera vibración en el colchón le indicó a Jorge que su esposa lloraba. Luego se detuvo y más tarde comenzó de nuevo. La noche se hizo larga, larguísima.
Y el perro chilló y les crispó los nervios. Fue un aullido doloroso. Cayeron cosas. Hubo un gruñido feroz seguido por otro aullido debilitado, torturado. Amalia y Jorge tenían los ojos abiertos, pero ninguno se movió. Volvió el silencio. Un momento después, el cristal de una ventana se rompió.
La luz azulosa de la madrugada los encontró despiertos y exhaustos. Esta vez fue Jorge el primero en ponerse de pie. Lo hizo con esfuerzo, le dolía el cuerpo y se sentía enfermo. Amalia permaneció en su lado de la cama, en posición fetal.
Jorge contempló la idea de volver a la cama, como una manera de postergar lo que sabía que debía hacer, pero pronto la desechó. Se dijo a sí mismo: «Al mal paso, darle prisa». Así que decidió ir a revisar la habitación de Alfredo. En los pocos pasos que lo separaban de ella, aprovechó para respirar profundo y prepararse para lo que encontraría. Imaginaba la escena que le aguardaba detrás de la puerta. Agarró el pomo y lo giró. Suspiró antes de abrir y luego encontró lo que suponía: sangre, pelos y tripas por todas pares. Eso y una corriente de aire frío lo estremecieron dos veces. En la ventana apenas colgaban algunos cristales rotos. Alfredo no estaba.
Tendría que tapiar la ventana para que Alfredo no se siguiera escapando. Tendría que limpiar todo una vez más. Tendría que sobreponerse al asco y a la culpa. Tendría que salir a conseguir otra «cena» para su hijo. Ahora le tocaba a él. Tendría que soportarlo y volver a comenzar.
Amalia estuvo con él en las labores de limpieza, pero de ninguna forma se hicieron compañía. Trabajaron juntos en el mismo espacio, pero cada uno por su lado. No se ignoraron a propósito, solo estuvieron demasiado ocupados con sus propios pensamientos, atormentados por sus propias especulaciones sobre el futuro inmediato. Luego cada uno se retiró: ella al cuarto y él a la sala.
Unas horas más tarde, poco después del mediodía, regresó Alfredo. Amalia salió cuando lo oyó, y Jorge supo que algo andaba muy mal cuando vio a su esposa petrificada frente al umbral de la puerta. Con una mano temblorosa se cubría la boca y tenía los ojos muy abiertos en una expresión congelada de terror. Jorge se acercó con rapidez, azorado, y se detuvo en seco: Alfredo miraba directamente a Amalia. Alfredo tenía algo entre sus garras. Ese algo era una pierna. Era la pierna cercenada de un niño. El pie aún estaba calzado.
Amalia gritó. Fue un grito que pareció desgarrar su garganta. Como si en esos segundos de silencio hubiese preparado su cuerpo para estallar en un aullido de puro dolor y pánico. Alfredo gruñó y exhibió todos sus dientes, flexionó las piernas y se inclinó hacia atrás para tomar impulso y atacar. Jorge, en un movimiento instintivo, agarró el bate que le trajo como regalo y lo golpeó en el pecho en el momento justo en que lanzaba su acometida.
Alfredo cayó de espalda, pero se reincorporó de inmediato. Miró al hombre y luego a la mujer, como si calculara su próximo movimiento. Jorge se aferró al bate y lo abanicó con fuerza un par de veces. No retrocedió.
Alfredo sí lo hizo, aunque se mantuvo amenazador. Agarró la pierna y se encaramó otra vez en la ventana. Luego se dio vuelta y de su espalda se desplegaron dos enormes alas. Miró una vez más a ambos viejos y alzó el vuelo.
Jorge tapió todas las ventanas en la tarde, cerró con seguro cada puerta y, para la noche, el miedo pareció remitir de una manera que ni él ni Amalia habrían podido explicar. En su lugar había una profunda tristeza. Los dos se sentían desolados.
Amalia puso sobre la mesa dos tazas de café con leche y dos panes, y se dejó caer sobre la silla. Jorge abrió la boca para decir algo y luego la cerró. Intentó entender por qué extrañaba a Alfredo, por qué sentía un hueco en el estómago.
—Se fue —dijo Amalia y brotó una lágrima.
—Sí —dijo Jorge, y las palabras se formaron en su boca como si no fuera dueño de ellas—: creo que de esto se trata de ser padres.
—No digas estupideces. Era un monstruo —dijo Amalia.
Jorge miró a su esposa sorprendido y no tuvo más remedio que aceptar que lo que acababa de decir era una estupidez que ni él mismo entendía.
—Lo extraño —dijo Amalia.
—Yo también.
Los dos callaron durante un largo rato.
—¿Crees que regresará? —preguntó ella.
—Espero que no —respondió él, y ella bajó la mirada.
Él tomó el último sorbo de café y, mientras miraba el fondo de la taza, tuvo que reconocer que sí esperaba que regresara, aunque sabía que, si lo hacía, su esposa y él…
Se obligó a no pensar en lo que sucedería, por eso levantó, abrazó a su mujer y le pidió que fueran a la cama. Ella le dijo que más tarde iría y se quedó en su lugar, quieta, mirando la nada. Luego de dos o tres minutos se puso de pie, fue hasta la puerta que daba al jardín, quitó el seguro y la dejó entreabierta.
Mmatuk sabe cómo hace sus cosas.