Segunda parte
La tercera muerte
El cuerpo yacía boca abajo al pie de un risco. Érica Monyargo vestía el mismo equipo deportivo de color rosa que llevaba cuando la visitamos. Le faltaba una zapatilla, que no estaba a la vista. En accidentes automovilísticos, caídas u otra clase de muertes violentas, siempre algún pie pierde su calzado, como para señalar con esa asimetría una falla profunda en el orden de las cosas. No habían protegido el cuerpo, y la nieve caía sobre los restos de Érica. Una mujer de campera celeste tomaba la temperatura del cadáver con un termómetro digital.
—Consiga algo para cubrir el cuerpo —le dije a uno de los agentes. No pude evitar que mi voz sonara algo irritada.
La mujer de campera celeste se incorporó y la reconocí. Era la doctora Margarit, con quien había conversado en mi estadía anterior en Bosque Blanco. El pelo escapaba de la capucha de su campera. No tenía nada de maquillaje. Era evidente que la habían sacado de la cama.
—¿Cómo llegó tan pronto, comisario?
—Vine a Bosque Blanco por otro asunto y estaba a punto de irme.
—Ahora me parece que no se va a ir.
—No.
—Me alegro de verlo, a pesar de las circunstancias.
—Yo también, doctora.
El colgante con la figurita de Atlas seguía en el cuello de Érica.
—Hay mucha sangre —dije, y me sentí de inmediato un idiota.
—La cabeza siempre sangra mucho.
—¿Qué opina, doctora?
—No opino. Lo único que hago es constatar su muerte. Y su identidad, porque la conocía bien. Era la chica Monyargo. Hija de Fabián Monyargo, muerto hace dos años. Empresario y coleccionista de mariposas.
—¿No vio otras heridas…?
—A simple vista no, y no creo que el forense las encuentre. —Miró hacia lo alto—. Debe haber caído desde el camino. Desde el mirador. Como mucha gente se asomaba, hace tres años la municipalidad puso una baranda.
—Ya buscamos el auto de Érica en la zona —dijo Santelmo—. No está. Vino caminando. Su cabaña no está lejos.
—Los tres miramos hacia arriba. No dijimos nada, pero imaginamos lo mismo: el cuerpo lanzado al vacío. A veces gritan, arrepentidos de su decisión. Otras veces viajan en silencio.
—Le revisé los bolsillos en busca de alguna nota suicida. No había nada —dijo Santelmo.
—¿Tenía algún antecedente de intento de suicidio?
Fue la doctora Margarit la que contestó:
—Espero no faltar a mi secreto profesional si le digo que este era su segundo intento. El tercero, si consideramos una ingestión de pastillas. Pero eso puede haber sido una intoxicación accidental. No hubo que hacer lavaje de estómago.
—El otro intento, ¿cuándo fue?
—Un verano, hará cosa de dos años. Tras la muerte del padre. Fue poco después de un incendio que amenazó a Bosque Blanco. El viento cambió de dirección, por suerte, y eso nos salvó, además de la lluvia.
—¿Qué hizo Érica esa vez?
—Se cortó la muñeca izquierda. Estaba casada todavía. El marido llegó a tiempo y nos avisó.
Sonó un mensaje en su celular. Lo miró un instante.
—Me tengo que ir. El mundo de los vivos me reclama, con sus ataques de presión, catarros y patadas al hígado.
La puerta de la cabaña de Érica Monyargo estaba sin llave. En las horas previas al hecho, Érica no había ordenado ni agravado su desorden. Traté de no hacer ruido, como si hubiera alguien a quien pudiera despertar. Santelmo corrió las cortinas. La luz, esa intrusa, se apoderó de aquel pequeño universo de obsesiones y desdichas.
—Quería pedirle una cosa, comisario.
—¿Sí?
—No le dé órdenes a mi gente delante de mí. Ya bastante me cuesta mantener la autoridad.
—Vi la nieve cayendo sobre el cuerpo… Le prometo que si quiero que su gente haga algo, se lo voy a pedir a usted.
—Me ven como una oportunista. Piensan «¿por qué ella y no yo?». No son mala gente, pero creen que debería seguir siendo suboficial como ellos. Y quizás tengan razón.
—Usted hizo méritos para estar donde está.
—No sea condescendiente conmigo.
Pensé en responder, pero me callé. Cualquier palabra que dijera sería usada en mi contra.
Repasé los pósteres de las paredes, las tapas de los libros y unos recortes de periódicos que había en la mesa. «El derretimiento del permafrost en el Ártico está liberando mercurio tóxico que amenaza a millones de personas». «La trasmisión de datos por internet genera treinta mil toneladas de dióxido de carbono por día». Platos sucios en la cocina. Dos latas de atún vacías. «Ocho años del derrame de cianuro de Barrick Gold». Varias botellas vacías de vino blanco. Le asustaba más la basura en tierras lejanas que en su propia casa. Pasé al dormitorio y abrí las celosías. En la mesita de luz había una caja de clonazepam. La cama sin hacer y prendas enredadas.
Estudié los papeles de la mesa.
—¿Alguna nota suicida, comisario?
—No.
Una nota suicida la liberaría a ella de mí, y a mí de Bosque Blanco. Pero solo había viejas noticias de catástrofes ambientales recortadas de Clarín, La Nación y el diario local, La Nieve. Dentro de una carpeta negra los recortes seguían, pero algunos habían sido separados en un sobre de papel madera.
—¿Le molesta si me llevo este sobre para leerlo con detenimiento?
—Todo suyo, comisario. ¿Por qué se suicida la gente?
—No sé. Supongo que es una especie de despertador interior. Suena una vez, y uno lo apaga. Suena otra, y otra, y ya está.
—Estoy segura de que esa chica debía tener la mitad de mis problemas. Pero yo nunca pensé en matarme.
—Es pronto para decir que Érica se suicidó. Tal vez estaba con alguien y la empujó.
Santelmo negó con la cabeza.
—Tenemos un testigo. Una mujer que había salido a correr. Pensaba correr mucho, pero la nieve la desanimó y pegó la vuelta. Al volver, se la cruzó. Érica estaba sola. Y no se cruzó con nadie más. Es una testigo confiable.
—Los que corren siempre son confiables. No se drogan, beben poco, la actividad física les oxigena bien el cerebro. Y son buenos observadores, porque se aburren.
—La mujer es contadora, cuarenta y cinco años. Dice que vio a Érica ahí sola. Asomada. Dijo que miraba el lago. Pero yo no creo que mirara el lago.
—¿No? ¿Y qué otra cosa podía ver desde el mirador?
—El otro lado del lago. Ahí, escondida entre los árboles, está la casa de su padre.
—La casa de las mariposas.
—Sí. El Edén.
Cerca del mediodía llegó Julio Nedel. Lo acompañaba Inés Conte. Me alegré de que la mujer lo hubiera acompañado. Ya no vestían el uniforme que usaban en la planta compresora de gas: estaban los dos con jean y camperas. Conte tenía el pelo gris estirado hacia atrás. Pronto se sumó la esposa de Nedel, la ceramista. Abrazó ligeramente a su marido. Después abrazó a la mujer.
—Gracias por acompañarlo, Inés.
—¿Sufrió? —me preguntó Nedel con una voz en la que todo matiz de vida había sido extirpado.
Todas las voces se apagaron, a la espera de mi respuesta.
—No. Murió de inmediato por el golpe.
—¿Qué tengo que hacer?
—Vaya a su casa, descanse. Pronto el cuerpo estará en camino hacia la capital de la provincia. Estamos esperando la ambulancia.
—¿Le van a hacer una autopsia?
En vez de responder, pregunté:
—¿Sabe si recibió alguna mala noticia?
—La verdad es que no hablábamos mucho. Soy su único pariente. No me opongo a que revise su celular, si estaba pensando en eso, y si necesita mi permiso.
No necesitaba su permiso. Pero dije:
—Me gusta saber que tengo su permiso. Muchas gracias.
—¿Cree que hay alguna posibilidad de que ella no haya saltado, que se haya caído o que alguien la haya empujado?
—¿Piensa en alguien en particular?
—No. Pero primero pasó lo de Javier, y ahora esto.
Pensé en la botella térmica de color naranja que había visto en el escritorio de mi jefe, Carlic. Eso había pasado hacía pocos días, y ahora me parecía un recuerdo lejano.
—Estudiamos todas las posibilidades. Sé que tuvo algunos problemas. ¿La trató algún profesional?
—El doctor Castellón. Érica lo fue a ver varias veces. Una de las veces la acompañé.
Anoté el nombre en una libreta.
—Es un psiquiatra que tiene su consultorio en Bariloche —dijo Nedel.
Inés se despidió y se marchó. Dejé a Nedel hablando con Santelmo. Leticia, la mujer de Nedel, fue a la puerta a fumar, a pesar del frío. Me acerqué a ella.
—No puedo aguantar esto sin un cigarrillo. ¿Fuma?
—No, gracias.
—Me dijo mi marido que compró una de mis cosas.
—Una taza azul, muy bonita.
—Qué tonta soy al preguntarle por eso en estas circunstancias. Vanidad de artesana.
—Está bien que se interese en el destino de sus piezas. Y es bueno poder hablar de otras cosas.
—Supongo que sí.
—Le prometo que pondré su taza a salvo de mis hijos.
—Cuando en su casa se rompe una taza…, ¿usted es de los que le pegan el asa, o de los que tiran la taza completa a la basura?
—Mi esposa es de las que pegan el asa. Yo tiro la taza completa a la basura. Me molestan las cosas rotas.
Dio una última pitada al cigarrillo.
—Me imaginaba —dijo.
Una vez en la cabaña, llamé a mi jefe para advertirle que me quedaría hasta descartar cualquier sospecha sobre la muerte de Érica.
—Cuando la entrevistó, ¿no notó que podía estar deprimida?
—Por supuesto que lo noté. Pero veo a gente deprimida todos los días. Y no se matan. Llevan su cruz.
—¿Sabía que los policías somos la profesión con la tasa de suicidios más alta?
—No sabía.
—Sí. Malas condiciones laborales. Muchos, casados con policías, que arrastran a su vez sus penurias. El contacto constante con el dolor. Y la solución a todos los problemas siempre a mano, bajo el brazo izquierdo o en el cajón de la cómoda. En ese ranking nos siguen los veterinarios.
—Pensé que eran gente feliz.
—Parece que no, vaya a saber por qué.
—No es seguro que esta mujer se haya suicidado.
—¿Qué encontró de raro?
—Nada. Tenía al menos un intento de suicidio anterior, y estaba sola.
—¿Y entonces…?
—Hace unos años tres personas fundaron un grupo ecologista, Atlas. Y de esas tres, dos están muertas.
—A veces son casualidades. Si no encuentra nada sospechoso, déjele todos esos trámites engorrosos a Santelmo y regrese. Su familia lo debe extrañar.
En mi libreta anoté los nombres de tres personas para entrevistar: Agustín Heckell, el único fundador del grupo Atlas que quedaba vivo; Castellón, el psiquiatra que había atendido a Érica, y Liliana Zambrano, la profesora de literatura en cuyo taller literario se habían reencontrado Javier Salinas y Érica. Después de unas llamadas, Santelmo me informó:
—Malas noticias, comisario. El doctor Castellón está en quirófano. Le están haciendo un doble bypass. No es buen momento para visitarlo.
—¿Heckell?
—Tuvo reuniones en Buenos Aires, y ahora está de camino a Bosque Blanco. No sé a qué hora llega. Por ahora tendrá que conformarse con Zambrano.
Fui en mi auto, solo; Santelmo tenía una reunión con la intendente. Encendí la radio: el único tema del que hablaban era la muerte de Érica Monyargo. No pronunciaban la palabra «suicidio». Solo decían «caída».
No me costó encontrar la casa de Liliana Zambrano, porque era la única casa vanguardista construida en los alrededores del lago. El bloque de cemento desnudo colgaba, en parte, sobre el vacío. El ruido del auto me delató, y la puerta se abrió antes de que tocara. Liliana Zambrano era una mujer alta, delgada, sonriente. Se había maquillado para nuestra entrevista. Me hizo pasar a un living. Era evidente que ese espacio estaba destinado a sus clases, porque había un pizarrón de plástico blanco con unos marcadores de colores, estantes con libros y un círculo de sillas de madera. Todos los ventanales daban al lago, y el espacio estaba lleno de luz.
—¿Un café o un té, comisario? Yo estoy tomando té de menta.
—No, muchas gracias. —Me senté en una de las sillas destinadas a sus alumnos—. Me comentaron que viene mucha gente a su taller literario.
—¿Quiere inscribirse?
—Me temo que no voy a estar el tiempo suficiente en Bosque Blanco como para ser su alumno. Además, no se me ocurriría nada para escribir.
—Ah, no se preocupe por eso. Yo les doy consignas para despertar la imaginación.
—¿Y funcionan?
—Siempre funcionan. A veces deben hacer un cuento a partir de las cartas de tarot. O de mapas viejos que junté cuando viajaba con mi marido, que murió hace tres años. O a partir de títulos de las viejas novelas policiales que leía mi marido y que doné a la biblioteca municipal. ¿Quién puede resistirse a títulos como «Las abejas de Chipre«», «Los dados del emperador» o «La voz de los siete gorriones»?
—Me temo que podría estar toda la noche despierto sin que se me ocurriera nada. ¿Qué clase de cosas escribía Érica?
Su voz, hasta entonces llena de energía, perdió fuerza:
—Cuesta aceptar el suicidio de la gente joven, ¿no?
—Todavía no sabemos si se suicidó.
—Bueno, usted no puede decir que lo sabe, pero yo sí. Vi su transformación. Ella cambió su manera de escribir. Al principio escribía historias sobre su familia. Luego cambió por la ciencia ficción y empezó a hacer cuentos que transcurrían en paisajes desolados. Se obsesionó con la ecología. ¿Conoce a Ballard?
—¿Alguien de Bosque Blanco?
—Un escritor de ciencia ficción. Inglés. En una de sus novelas, el mundo está completamente inundado. En otra, la naturaleza ha entrado en un proceso de cristalización. En La sequía… Bueno, ya se imagina.
—Y este escritor le gustaba a Érica.
—Empezó a escribir así. Todos sus cuentos transcurrían en un planeta muerto, todos los personajes terminaban mal. A veces me parece que a algunas naturalezas frágiles no conviene plantearles problemas que no puedan resolver. Hielos que se derriten, mares contaminados, islas de plástico. Empiezan a desarrollar una versión oscura del mundo y de la vida. Cuando alguien se atrevía a discutir alguno de sus cuentos, ella reaccionaba mal: no quería que nadie cuestionase su visión depresiva de las cosas.
—Y aquí empezó el romance con Javier Salinas.
—Salinas pasó fugazmente por acá, era de esas personas que cambian de interés cada mes y pueden venir a un taller literario como pueden aprender a saltar en paracaídas. En general son las mujeres las que se proponen salvar a los hombres. Esta vez fue al revés: él estaba convencido de que podía salvar a Érica de sí misma. Ahora los dos están muertos, es terrible —dijo de pronto, como si acabara de descubrirlo.
—¿Hablaban de ecología en sus reuniones?
—Dejaron de venir cuando empezaron con lo de la ecología.
—El otro miembro fundador de ese grupo, Agustín Heckell, ¿estaba en su taller?
—No, no creo que le interese la literatura. Sé que está en el mundo informático. Lo conozco porque es mi vecino. Desde aquí se ve su casa, acá nomás. Pero estuvo fuera estos días, creo que anduvo por Buenos Aires.
Se acercó al vidrio.
—¿Quiere que le muestre la casa de Heckell?
—Por favor.
Me acerqué al vidrio. Al principio solo veía árboles, y el lago color esmeralda y el camino.
—¿Llega a ver esa camioneta?
—¿La blanca?
—Sí. Hace un rato no estaba. Heckell acaba de llegar. Imagino que estará apurado por hablar con él.
Sentí que me echaba, pero antes de que me fuera me dijo:
—Una vez por mes hacemos una reunión con el grupo del taller más algunos invitados. Nos tocaba hacerla pasado mañana, y estuve a punto de suspenderla. Mientras lo esperaba, pensé que sería bueno hacer un pequeño homenaje a Érica y leer algunas de sus cosas. Si sigue en Bosque Blanco, me encantaría que viniera. Así ve cómo funciona un taller literario. Y estoy segura de que los alumnos querrán hacerle algunas preguntas sobre su trabajo. Hay una chica que está intentando escribir cuentos policiales.
Bajé a pie hasta la casa de Heckell. Hice palmas para anunciar mi llegada. La casa tenía una rampa de madera para llevar embarcaciones al agua. Había un pequeño cobertizo con las puertas abiertas, y ahí se veía una lancha con motor fuera de borda montada en un tráiler. Un hombre salió de la casa. Tenía una barba de días. Vestía un buzo azul y se secaba las manos con un repasador. Me miró sin preguntar nada, a la espera de que yo hablara. Me presenté. Hizo un leve gesto de fastidio, que comprendí: había ido a Buenos Aires, lo que significaba que había manejado más de mil quinientos kilómetros, y seguramente no tendría ganas de conversar.
—Entre. Hace frío a pesar del sol.
La casa estaba con las ventanas abiertas, y juzgué que hacía más frío adentro que afuera. No me saqué la campera. Me senté en una silla junto al hogar, que estaba apagado. Sobre la mesa había una figurita de cerámica que representaba a Atlas.
—¿La hizo Leticia, la esposa de Nedel? —pregunté.
—Sí. En ese entonces, todavía no estaban casados.
Heckell encendió una salamandra de hierro adaptada a gas. Se notaba que la casa había estado vacía durante días, un leve polvo se asentaba sobre todas las cosas.
—Viene a conversar sobre lo de Érica, me imagino. Escuché la noticia en la radio. Apenas tuve señal en el celular, empezaron a entrar los mensajes.
—Érica, Salinas y usted fundaron ese grupo ecológico, y ahora usted es el único vivo. ¿Recibió alguna amenaza?
—Recibo amenazas, pero por mis negocios y el presente, no por esos asuntos viejos. La gente apuesta por codicia, y cuando las cosas no salen bien se olvidan de su codicia, piensan que son trabajadores honestos sorprendidos en su buena fe. No sé qué le habrán dicho de Atlas, pero fue un grupo más bien insignificante. No hicimos a tiempo para salvar el mundo, nos disolvimos antes.
—¿Existe la posibilidad de que hayan perjudicado a alguien?
—Lo más importante que hicimos fue un corte contra una mina. La policía nos sacó antes de que llegara la gendarmería. A Érica se la llevaron detenida. Yo me aparté pronto de todo eso, y los otros también. El grupo Atlas se disolvió. La compañía contra la que actuamos ni siquiera está en Argentina. Es una empresa canadiense, y no creo que tuvieran mucho interés en nosotros.
—He oído que se dedica a los negocios informáticos.
—Ya no. Quise instalarme en Buenos Aires. Hice algunos negocios con criptomonedas y después desarrollé una red social.
—Algo me comentaron. ¿Cuatro S?
—Lo de «Cuatro S» viene de «Four Seasons», las cuatro estaciones, pero no pude ponerle ese nombre por la cadena de hoteles, así que me conformé con llamarla «Cuatro S». Funcionó bien un tiempo.
—¿En qué consistía?
—Mi idea era que los usuarios de la red social se comunicaran sin palabras, que lo hicieran solo a través de cuatro imágenes que debían estar vinculadas. La primera imagen cuádruple fue la que daba el título a la red: una hoja seca, una cabaña en la nieve, una flor, un racimo de uvas. Otoño, invierno, primavera y verano. Las cuatro estaciones. Mi objetivo era que la gente encontrara un elemento en común entre cosas distintas y que eso le sirviera para comunicarse.
—¿Qué salió mal?
—Yo quería que los participantes unieran cosas, pero preferían jugar a lo contrario, a separar una de las cosas del conjunto. Había inventado cuentas falsas para darle algo de vida a la red al principio, y me esforcé por crear cientos de series de cuatro elementos. Pero los usuarios, en vez de preocuparse por el sentido escondido, se dedicaron a buscar algo que rompiera la armonía. Si alguien mandaba una foto de cuatro pelirrojos, notaban que uno de ellos era menos pelirrojo que los otros. Si mandaban cuatro fotos de ventanas, una tenía el vidrio roto. Me di cuenta de que la gente no soportaba la idea de una serie. Quería que algo se desentendiera del resto. Creo que eso hizo que Cuatro S empezara a perder fuerza. No salió de una etapa experimental. Fracasé al tratar de venderla. Ahora voy a concentrarme en el turismo.
—Usted quiso comprarle a Érica la casa de su padre, ¿no es cierto?
—Hice una oferta, porque tengo un posible socio que está interesado en invertir en la zona. Érica me dijo que no estaba en venta. No sé por qué, porque ella ni siquiera la visitaba.
—Pero ahora que la casa pasará a su hermano, supongo que no habrá problemas para que se la venda.
—No me hable como si yo hubiera matado a Érica para conseguir que me vendieran esos terrenos. Nadie la mató. Si la hubiera conocido…
—La conocí…
—Entonces sabrá que tenía un largo romance con la depresión. Y si tiene dudas sobre mí, hoy a la mañana yo estaba en camino desde Buenos Aires. Dormí en General Acha, si le interesa saberlo.
—¿Se acuerda el nombre del hotel?
—El Comienzo. Siempre paro ahí cuando voy en auto, porque no me gusta manejar de noche.
—¿Piensa que Nedel aceptará venderle la propiedad?
—¿Quiere que lo llame y le pregunte? «¿Hola, Julio, te agarro en un buen momento?».
—Antes usted formaba parte de un grupo ecologista que se oponía a las construcciones alrededor del lago. Ahora quiere hacer un resort.
Suspiró.
—De jóvenes queremos arreglar el mundo, porque lo consideramos más fácil de arreglar que nuestra vida. Después tratamos de hacer algo con nuestra vida y dejamos que otros se ocupen del mundo. Es demasiado pesado como para llevarlo sobre los hombros. —Heckell tomó en sus manos la escultura de cerámica—. Mire a Atlas, nomás. ¿Parece un hombre feliz?
Anochecía. Santelmo conducía una de las viejas camionetas de la comisaría. Había revuelto la cabaña de Érica Monyargo hasta encontrar las llaves de El Edén. Le conté mi entrevista con Heckell.
—No me extraña que quiera comprar la casa de Monyargo. No por la casa en sí, sino porque tiene los mejores terrenos de la zona. Además, no le será difícil comprar también la casa que está en los fondos, la de Beltrán Viale.
—¿Quién es?
—César Beltrán Viale. Un solitario. Murió durante el incendio. Se fue a cazar, el viento cambió y lo sorprendió. Se refugió en una cabaña abandonada. Tuvo mala suerte.
La casa tenía un pórtico alto con un cartel que colgaba de cadenas: «EL EDÉN». Con sus tejas grises manchadas de verde, recordaba a las mansiones misteriosas de los cuentos.
Una escalera de madera de tres escalones llevaba a la entrada principal, una puerta de doble hoja de madera labrada. En los altos coihues hubo movimientos de pájaros invisibles. No estaban acostumbrados a recibir visitas.
Santelmo buscó las llaves con alguna lentitud: no tenía prisa por entrar. Antes de que sacara las llaves de la campera, empujé la puerta y cedió. Oí un martilleo desde alguna parte de la casa.
—Tenemos compañía —dije.