La segunda muerte
Las muertes fueron cuatro. Fue la segunda la que hizo que mi jefe me llamara a su oficina. Hacía frío, porque Carlic estaba fumando junto a la ventana abierta. Tenía un viejo cenicero de Cinzano en la mano. Sobre su escritorio, papeles sueltos y carpetas grises y amarillas y una bolsa para pruebas, con una botella de plástico de color naranja en su interior.
—¿Sabe qué es eso, Nebra? —me preguntó Carlic.
—Una botella térmica.
—Exacto. La usan los escaladores. Es liviana. Cierre hermético. Mantiene el calor si alguien quiere tomar algo caliente, y si hace mucho frío evita que el líquido se congele. La encontraron en la montaña.
Apagó el cigarrillo y, por suerte, cerró la ventana.
—En Bosque Blanco hay un club andino. Los socios se reúnen varias veces al año para fanfarronear sobre sus ascensos a las montañas. Además gestionan un par de refugios. ¿Usted subió a alguna montaña alguna vez?
—Nunca. Odio el frío y la vida al aire libre en general.
—El Club Andino Bosque Blanco tiene una sede bastante modesta. Hay un baúl adonde van a parar las cosas que los escaladores encuentran en la montaña. Guantes, llaves, algún piolet, a la espera de que las rescaten sus dueños. El dueño de esta botella, Javier Salinas, desapareció en la montaña a principios de marzo.
Estábamos en mayo.
—Salinas no era un andinista profesional. Se dedicaba al alquiler de combis en Bosque Blanco. Mandaba a buscar gente al aeropuerto y también organizaba excursiones. Muy de vez en cuando manejaba él. La montaña que eligió no era de gran exigencia, pero a veces el clima resulta traicionero.
—¿Estaba solo?
—No, iba con Julio Nedel, su excuñado y amigo desde la infancia. Nedel bajó solo, dijo que Salinas estaba mareado, que se quedaba dormido, que las piernas no le respondían. Bajó al refugio a pedir ayuda. Dos guías salieron a buscar a Salinas, Nedel los acompañó. No lo encontraron. Se supone que Salinas trató de volver por su cuenta y cayó en una grieta.
—¿Mal de altura?
—No estaban tan alto, y Salinas, aunque no dejaba de ser un aficionado, tenía mucha experiencia. Pero en otra ascensión alguien encontró esta botella con sus iniciales, JS. Javier Salinas. A Nedel se le ocurrió comentarle el hallazgo a Mayra Santelmo. Ella está a cargo de la comisaría de Bosque Blanco. ¿Sabía que Santelmo pasó a ser oficial?
—Sí, nos escribimos de vez en cuando. Los jefes quisieron promocionar a mujeres, porque había pocas oficiales.
—No es momento de censurar el criterio de nuestros sabios jefes para organizar nuestra institución. Pero la cosa es que Santelmo quedó a cargo de todo y nos mandó la botella. Lo que demostró su buen ojo, porque encontramos algo interesante.
Carlic me tendió una hoja impresa. El informe provenía de nuestro laboratorio y llevaba la firma de la doctora Rubio. Detallaba el contenido de la botella.
—Salinas le agregaba al agua un polvo isotónico para hacer una especie de Gatorade. Pero además había una concentración importante de clorfenamina. Se usa contra las alergias. Suele provocar somnolencia como efecto secundario. En el llano Salinas hubiera dormido una larga siesta. En la montaña, el sueño eterno. ¿Nunca volvió a Bosque Blanco, después de la ceniza volcánica y los crímenes de las amapolas?
—No, nunca volví.
—Esta vez, espero que no se trate de un crimen, sino de un ascenso a la montaña que salió mal. Pero la intendente pidió nuestra ayuda y llamó al gobernador, que llamó al jefe supremo, que me llamó a mí. Así que no le quedará otro remedio que preparar el bolso.
A la tarde, al volver del trabajo, le hablé a mi mujer de la botella térmica y de la muerte en la montaña. Esos hechos lejanos se acercaron y llegó la moraleja de la historia: me iba de viaje. Suspiró. Yo temía sus suspiros, porque eran una forma de decir sin palabras muchas cosas a la vez.
—No tengo buenos recuerdos de Bosque Blanco —dijo.
—Ni buenos ni malos. Nunca fuiste a Bosque Blanco.
—La última vez me dijiste que ibas por un par de días. Y te quedaste a vivir.
—Tres semanas. Y en el medio volví. Pero esta vez todo es más sencillo.
—En cada temporada muere gente en la montaña. Si investigaran cada muerte como un asesinato, tendrían que instalar una seccional a tres mil metros de altura. ¿Dónde te van a alojar?
—La intendente y su marido son dueños de unas cabañas y me cedieron una, para ahorrarle dinero a la provincia.
Para cambiarle el humor le dije que saliéramos a comer afuera, pero no teníamos con quién dejar a los chicos y terminamos en un McDonald. Los chicos abrieron sus «cajitas felices». Unos muñequitos diminutos de alguna película de Pixar.
—¿Por qué no podemos ir a un restaurante y comer comida normal? —pregunté.
En ese instante, a modo de respuesta, el menor tiró un vaso de coca. Salvé unas papas fritas que corrían peligro.
—Por eso —dijo mi esposa.
Un empleado alto y desgarbado vino con un trapeador y limpió todo en segundos.
A la noche les dije a los chicos que me iba a de viaje, pero que volvería pronto. Ya tenía preparado mi bolso color gris acero. Me pidieron que les leyera un cuento. Saqué un libro del estante. Era sobre un lobo que era bueno. Los libros que les regalaban a mis hijos eran así: los lobos eran buenos, las brujas eran buenas, los vampiros eran buenos, todo el mundo era bueno. Se tenía miedo de traumatizar a los niños. Extrañé a los lobos malos, y al hada malvada, y a los ogros espantosos de los viejos cuentos. Me quedé dormido antes que los chicos.
Tres años antes, cuando recorrí por primera vez los cuatrocientos kilómetros que separaban Bosque Blanco de la capital de la provincia, la ruta estaba desierta. La ceniza volcánica había suprimido el turismo. Ahora, aunque faltaba más de un mes para la temporada alta, los autos abundaban.
Dejé el C4 en la playa de estacionamiento de la comisaría y entré. Mayra Santelmo ahora ocupaba el escritorio que había sido de Gabriel Valeri, el antiguo responsable de la comisaría de Bosque Blanco. Santelmo había cubierto las paredes con imágenes de montañas, lagos y glaciares. Nada servía. Los toques femeninos que Santelmo había impuesto a la oficina no hacían más que destacar el carácter deprimente de cualquier comisaría.
—La vida volvió a Bosque Blanco, ¿vio, comisario?
Mayra Santelmo me hablaba sin levantar la vista. Conservaba la timidez de cuando la había conocido. Había tenido un ascenso vertiginoso que tal vez la avergonzaba.
—¿Le dijeron lo que encontraron en la botella? —pregunté.
—Sí. Un antihistamínico.
—¿Sabe si Javier Salinas tomaba antihistamínicos?
—Ya pregunté. No tenía problemas de alergia. ¿Lo van a considerar como un asesinato?
—Antes de hablar con el fiscal, quiero entrevistar al hombre que escaló con él…
—Julio Nedel.
—Y a la esposa de Salinas.
—Exesposa, Érica Monyargo. Es hermana de Nedel.
—Pero se llaman distinto.
—Es medio hermana, por parte de madre. Después de separarse de Elías Nedel, el padre del ingeniero, se casó con Fabián Monyargo. Julio Nedel debe tener unos cuarenta y ocho años, y Érica, diez menos.
—Si nos dicen que no sospechan nada, cerramos esto. Ni siquiera hay un cuerpo. Apenas una botella térmica con antihistamínicos, que puede haber sido de cualquier otro que tuviera las mismas iniciales.
Mayra Santelmo bajó la cabeza. Ella había mandado la botella al laboratorio. Había sido su descubrimiento. Se sentía orgullosa de que la tomaran en serio. No quería que todo terminara en nada.
Julio Nedel vivía a mitad de camino entre Bosque Blanco y el lago. Era una casa grande, bien cuidada. En el fondo había una construcción más moderna y precaria. Mayra hizo palmas, y una mujer salió desde el fondo. Era menuda, debía tener unos cuarenta años, llevaba un guardapolvo azul manchado de gris.
Al ver a Mayra, se sobresaltó.
—¿Pasó algo, Mayra?
Santelmo sonrió, para tranquilizarla.
—No, Leticia, solamente queremos hablar con tu marido por el asunto de Javier Salinas.
—Le dije que no anduviera diciendo que Javier estaba intoxicado, que iba a terminar viniendo la policía. Y acá están.
—Y acá estamos —aceptó Mayra.
—Pasen si quieren. Julio no está.
—No queremos interrumpirla. ¿Su marido vuelve después? —pregunté.
—No, está en la planta compresora de gas, a ciento cinco kilómetros. Trabaja una semana sí y una no.
—¿No hay manera de comunicarse con él?
—La planta está en medio de la nada. No hay señal de teléfono ni de internet. Hay tres teléfonos satelitales en la oficina, por cualquier emergencia.
—¿Cuando vuelve?
—Se fue ayer. No llega hasta dentro de seis días.
—¿Y si quiero visitarlo?
—Puede hacerlo, pero tiene que respetar un protocolo. Tiene que avisar a la planta antes de ir. En el camino no hay nada: ni una casa, una estación de servicio, nada. En algún momento se abre el camino a una estancia, pero son campos abandonados.
Miré las manos de la mujer. Había arcilla en los pliegues.
—¿Es artista?
—La palabra «artista» me queda grande. Soy artesana. Hago platos, fuentes, tazas. Se venden mis cosas en un par de negocios del centro.
—Justo quería llevar algo para casa —dije—. ¿Cómo reconozco que son suyas?
—Tienen una etiqueta con mis iniciales, LG. Leticia Gamboa.
—La dejamos trabajar. Tenemos que entrevistar a la viuda de Salinas, Érica Monyargo. Es su cuñada, ¿no?
—Sí. Suerte con eso.
—Suerte con eso —repetí, ya dentro del auto—. Esta mujer no parece querer mucho a su cuñada. ¿Conoce a Érica?
—La llevé a la comisaría un par de veces.
—¿Por qué?
—Por manejar intoxicada y por cortar la ruta.
—¿Sabe dónde vive?
—Si sigue en el mismo lugar, sí.
Mayra Santelmo condujo hasta un grupo de cabañas de alquiler. Probó con las palmas y luego con golpes a la puerta, hasta que apareció en el umbral una chica alta. Vestía un equipo deportivo de color rosa. Sus facciones eran armónicas, pero le faltaba un poco de gracia. Mayra Santos me presentó.
—¿Vino de tan lejos? Entonces debe ser algo serio. Siempre creí que todo era una fantasía de mi hermano.
—¿Podemos pasar? —preguntó Santelmo—. Hace frío. Dicen que este año la nieve se va adelantar.
Hizo un gesto de resignación. Entramos. El mobiliario barato e impersonal de las cabañas alquiladas. Sobre una mesa baja, recortes de diarios. Ropa tirada aquí y allá.
—¿Sigue funcionando ese grupo ecologista en el que estabas…? —preguntó Mayra.
—¿El Grupo Atlas? No, se disolvió hace tiempo.
Se llevó la mano al cuello. Una cadenita dorada con un dije que representaba al gigante Atlas con el mundo sobre sus hombros.
—¿Por qué no siguió? —pregunté.
—Antes pensaba que tenía sentido luchar. Pero ya no. Y ustedes, los policías, están siempre a favor de las empresas —señaló, acusadora, a Santelmo.
—Me reprocha porque hace tiempo tuve que llevarla un rato a la comisaría. Estaba cortando una ruta en compañía de sus amigos —me explicó Santelmo.
—Iban a pasar los camiones de una mina.
—Iba a pasar mucha gente, no solo los camiones de la mina.
—Su exesposo, Salinas, ¿él también formaba parte de este grupo, Atlas? —pregunté.
—Al principio, sí. Él, Agustín Heckell y yo fuimos los fundadores.
—¿Ahí se conocieron con su exesposo?
—No, nos conocemos de siempre, porque era amigo de mi hermano. Pero lo reencontré en «La casa del lago», un taller literario que organiza la profesora Zambrano.
—Érica, ¿por qué vivís en esta cabaña alquilada? —preguntó Santelmo.
—¿Qué tiene de malo?
—Yo tengo un sueldo de policía y vivo en un lugar mejor. Puedo elegir los muebles. Y la casa de tu padre es enorme.
—Ah, El Edén. Tengo que vaciar esa casa y no sé por dónde empezar. Hace ya seis meses que murió mi padre, y no saqué ni una sola cosa. Todas esas mariposas en las paredes. No puedo sola.
—¿Y su hermano no la puede ayudar? —pregunté.
—Julio es mi medio hermano y no lo veo mucho. Todo lo que hice siempre le pareció a él una locura. Quise escribir, y lo tomó como una locura. La ecología, ni hablar.
—¿Amenazaron a algún integrante del grupo?
—No, comisario, nadie quiere matarnos y nadie mató a Javier. Nadie nos tomaba en serio. Además Javier se fue del grupo antes, se dedicó a hacer negocios con esas combis y dejó de importarle todo.
—¿Y la casa donde vivían?
—Era de su familia, así que ahora es de sus hermanos, que están en Buenos Aires.
—¿Puedo preguntarle a qué se dedica?
—Hago traducciones técnicas. Manuales de maquinarias. Me gustaría traducir literatura, pero pagan poco.
De pronto se puso de pie y así nos invitó a que nos marcháramos.
—Esas mariposas que mencionó…
—Mi padre, Fabián Monyargo, coleccionaba mariposas. Están sobre las repisas, en las paredes, en los cajones. La casa entera es un cementerio de mariposas.
Una vez en la comisaría, Mayra Santelmo me dio las llaves de la cabaña que le había dejado la intendente. Era un grupo de ocho cabañas. Probé las llaves en la oscuridad. Cuando pude abrir, encendí las luces y prendí la calefacción, porque la casa estaba helada. En la planta baja, un mismo ambiente servía de cocina y de comedor, y había una cama contra la pared. Arriba, en un entrepiso de madera, una cama doble.
Salí a dar una vuelta a pie por Bosque Blanco. Encontré un negocio de «recuerdos» para turistas: faros de cerámica (aunque estábamos lejos de cualquier faro), barcos de botellas, remeras con la leyenda «I love BB» y la silueta de una montaña. También había tazas y platos de cerámica. Tenían en la etiqueta las iniciales «LG»: Leticia Gamboa. Vacilé un poco entre un plato y una taza y me decidí por la taza.
Puse el despertador del celular a las siete. Cuando desperté, la cabaña finalmente se había calentado, pero afuera debía de hacer un frío espantoso, y no daban ganas de dejar la cama. En la alacena encontré unos saquitos de té y unos sobres de café instantáneo y de leche en polvo. Después de desayunar llamé al número de la planta. Me sorprendió que me atendiera la voz de una mujer. Expliqué que necesitaba ver al ingeniero Nedel y que llegaría alrededor de las diez.
—Ahora le aviso al ingeniero. ¿Primera vez que visita la planta?
—Sí.
—Entonces le tengo que dar instrucciones. No corra y no se duerma. Asegúrese de tener combustible en el tanque como para venir y volver. Cuidado con el ripio. Si le pasa algo al auto, no se le ocurra salir a buscar ayuda a pie. Quédese en el auto. Si a las once no llegó, mando a alguien a buscarlo. Si por casualidad desiste de venir, avíseme.
Era la voz de una mujer acostumbrada a dar órdenes.
Pasé por la comisaría para ver si Mayra Santelmo quería ir conmigo, pero tenía mucho trabajo. Cargué nafta en la YPF que estaba a la entrada de Bosque Blanco. Guardé el recibo en un sobre de plástico transparente, donde metía cada papelito de mis gastos.
Pronto abandoné el paisaje de montaña y me adentré en la meseta. Los últimos árboles dejaron su lugar a los arbustos de la estepa. Había algunas curvas, pero parecían inventadas por los topógrafos para darle alguna emoción al camino. Busqué algún disco que me animara. Al principio me vi derrotado, todas eran canciones infantiles que había escuchado hasta la saciedad. Encontré uno de Sergio Denis.
Vi a lo lejos las construcciones grises y amarillas. No había ningún elemento de seguridad, ni garitas ni un perímetro de alambrada alrededor de la planta: el único guardián era el desierto. Cuatro camionetas, desperdigadas aquí y allá, y dos combis. No había problemas de estacionamiento: el mundo era una playa de estacionamiento. También vi, a la distancia, un par de retroexcavadoras.
Al bajar del auto sentí el viento helado en la cara. Una mujer de overol azul y casco amarillo vino hacia mí.
—¿Comisario Nebra? Yo hablé con usted. Soy Inés Conte.
La mujer me tendió una mano huesuda. Debía de tener cerca de sesenta años. Se notaba que estaba acostumbrada al viento. Me guio hacia una construcción de techo verde.
—No imaginaba encontrar una mujer en esta planta.
—En realidad, el que trabajaba en esta planta era mi marido. Cuando murió me ofrecieron el puesto y acepté.
—Pero deben de ser hombres en su mayoría.
—Tengo ese privilegio. En la ciudad soy invisible. Acá, en cambio, me tratan como a una reina.
Entramos a una oficina. Me sentí feliz de escapar del frío y del polvo que se me metía en los ojos y en la boca. Inés Conte me presentó a Nedel. Era un hombre alto, de lentes y barba bien cortada. Lo rodeaban computadoras que ya tenían sus años.
—Lamento que haya tenido que venir hasta acá. Si Inés nos da permiso, vamos a la cantina a tomar una taza de café espantoso.
—Autorizados —dijo Conte.
Era evidente que era una broma entre ellos: Nedel era su superior.
Por un pasillo me condujo a la cantina, poblada de largas mesas y asientos sin respaldo. Las ventanas tenían doble cristal.
—Acá desayunamos, almorzamos y cenamos. El personal de cocina está en horario de descanso, pero hay máquinas de café. Espéreme aquí.
Volvió con dos vasos plásticos de café y una azucarera de vidrio. Le pregunté qué hacían en la planta.
—El gas llega desde el sur a través de cientos de kilómetros de tubería y luego se reparte. Pero pierde fuerza a lo largo del camino. Aquí lo comprimimos, para devolverle la fuerza. Hay varias estaciones compresoras semejantes a estas para que el gas llegue con presión suficiente a su destino.
—Pero imagino que no están trabajando el día entero. ¿Qué hacen en el tiempo libre?
—Hay libros, revistas y películas. Un poco viejas, en realidad. Mucho Schwarzenegger y Sylvester Stallone. Pocas comedias románticas. Somos casi todos hombres, salvo el personal de cocina e Inés, a quien ya conoció.
Nedel no sonreía nunca. Aún para hacer un comentario al pasar, daba la impresión de que elegía con seriedad cada palabra, como si las buscara en la oscuridad.
—¿Y su trabajo?
—Es un control general. Analizo los datos que recibo a través de la fibra óptica del gasoducto. Soy una especie de abogado del diablo. ¿Sabe lo que es un abogado del diablo?
—Un sacerdote destinado a discutir en el Vaticano una posible canonización.
—Alguien que ve problemas donde otros no ven nada. Alguien que tiene el oficio de rechazar los milagros. Una alarma que suena contra la conformidad general.
—¿Imagina catástrofes, explosiones?
—Estoy obligado a imaginar qué pasa si tal máquina sale de funcionamiento, si hay problemas en las válvulas o si varios miembros del personal pescan una gripe al mismo tiempo. Imagino esa clase de cosas y preveo soluciones.
—¿Y no es posible que se equivoque en el caso de Javier Salinas? ¿Qué haya visto algo extraño en un simple caso de mal de altura?
—Javier se dormía, se tambaleaba. Era más fuerte y estaba mejor entrenado que yo. Por eso sospeché que algo le pasaba. Decidí bajar al refugio para que me ayudaran a cargarlo, porque no podía hacerlo caminar. Me acompañaron dos guías, gente experta. Javier no estaba. La nieve nos cegaba, buscamos hasta agotarnos y bajamos.
—¿Y qué piensa que pasó?
—Alguien tuvo acceso a su botella o al polvo con nutrientes que le ponía a la bebida. Eso le provocó ese estado, que en la montaña puede ser fatal. Creo que Javier, en su confusión, intentó caminar y cayó al vacío.
—Su hermana no piensa lo mismo.
—¿Qué puede saber? Ella no estaba ahí… Érica siempre fue una chica muy sensible, pero cuando empezó con la ecología encontró que toda su visión negativa de las cosas encajaba perfectamente en esas imágenes de playas con peces muertos, islas de plástico y témpanos a la deriva.
—¿Salinas la convenció de armar el Grupo Atlas?
—Javier empezó, pero pronto se aburrió, porque era alguien que pasaba de un interés a otro. De los tres que fundaron el Grupo Atlas, Érica fue la última en irse. El otro, Agustín Heckell, también abandonó, se dedicó al mundo fintech, o como se llame. Luego inventó su propia red social, Cuatro S. Al principio le fue bien, pero después la red se derrumbó. No sé en qué andará ahora, pero le puedo asegurar que no está cortando rutas para defender a los osos polares. Tiene un pie en Bosque Blanco y otro en Buenos Aires.
—Supongamos que alguien puso el antihistamínico en el polvo isotópico o en la botella misma, ¿dónde puede haber sido?
—La noche anterior a la desaparición de Javier, dormimos en el refugio que está en la base del cerro Azul. Había mucha gente, estábamos amontonados. No sé si habrá visitado alguna vez un refugio de montaña, pero compartimos el espacio y nadie se preocupa por la seguridad, porque nunca hay robos. Cualquiera pudo haber abierto la mochila de Javier para agregar el antihistamínico a su bebida.
—En cuanto a la compañía de transporte, ¿alguna vez le comentó que tuviera problemas con competidores?
—No. Era la única empresa que se ocupaba de eso.
Entraron cuatro hombres jóvenes comentando un partido de fútbol en voz alta. Bajaron la voz al ver mi cara, que era para ellos una cara nueva. Tal vez temían que fuera un enviado de la compañía. Se sentaron lejos de nosotros.
—Compré una taza hecha por su esposa. Una azul, muy bonita.
—Leticia es muy talentosa. Cuando pinta, las cosas quedan opacas, pero cuando salen del horno, todo brilla.
—Tuve la impresión de que ella y Érica no se llevaban bien.
—Nadie se lleva bien con Érica, sobre todo cuando se vuelve monotemática.
Terminé mi café. Nedel miró un gran reloj que había en la pared del comedor.
—Me encantaría seguir charlando, pero tengo que volver al trabajo. No se olvide de avisarle a Inés para que esté atenta a su viaje de regreso. Es nuestro ángel de la guarda.
Mayra Santelmo intentó en vano conseguir la lista de los que habían dormido en el refugio la noche anterior a la desaparición de Javier. Estaba desanimada: su propio caso se desvanecía entre los dedos. Cuando llamé a mi jefe y le conté las novedades, me dijo que regresara. Decidí salir a la mañana siguiente, para no tener que manejar de noche. Compré un pedazo de queso, un poco de jamón de jabalí y una botella de un cuarto de vino en una especie de almacén que tenía un cartel con la palabra «Delicatessen». Comí en la soledad de la cabaña. Me pregunté qué llevarles a mis hijos. Como se trataba de un viaje muy corto, bastarían golosinas y figuritas.
Al despertarme descubrí que la nieve había cubierto mi auto. Calenté agua para hacerme un café instantáneo, pero no llegué a tomarlo, porque sonaron golpes a mi puerta. Era Mayra Santelmo. —Qué bueno que todavía no se fue, comisario. Encontraron a una mujer muerta en la orilla del lago. Todavía no está confirmado, pero creo que es Érica Monyargo.