Abril de 2022
Susana Mendy Mendelievich recibe un llamado telefónico. Al otro lado de la línea está Plácido Domingo, ochenta y cinco años, tenor español. Domingo le dice que quiere verla en Buenos Aires. Cantará en el Teatro Colón y amerita, por qué no, un encuentro. Mendy tiene setenta y cinco años, el rostro joven, una voz fresca y la sonrisa enorme, atractiva. Está extasiada por la sorpresa. Tiene a la mano a un viejo amigo/presa. Llama a Juan Percowicz, alias el Ángel, fundador de la secta que funcionaba bajo el paraguas de la Escuela de Yoga, para decirle que están ante una oportunidad largamente demorada: convencer al cantante para que se sume a algunos de los negocios millonarios del grupo. Bastará con que preste su nombre para facilitar la apertura de puertas.
El momento no puede ser mejor. Plácido Domingo es un hombre vulnerable. Su debilidad por las mujeres le ha pasado, finalmente, la factura. Desde inicios del año pasado, acumula denuncias de abuso presentadas por una veintena de compañeras de escenario. Trabajar a su lado, dicen, era una pesadilla cargada de insinuaciones sexuales. No responder a los apetitos del maestro se pagaba con el ostracismo. El cantante, de un día para el otro, se queda sin escena. Se suceden las cancelaciones de conciertos en Europa y Estados Unidos; los colegas de toda la vida le dan la espalda; la prensa se ensaña con él.
Plácido Domingo recuerda entonces que hace veinte años que no canta en Buenos Aires, donde tiene viejos amigos. Argentina se rinde ante la figura del maestro, ajena al huracán que devasta su mundo. El Colón, el gran teatro lírico de América Latina, se abre a la gran estrella. Cómo resistirse a la tentadora figura del hijo pródigo. Domingo canta y recibe el bálsamo de los aplausos. También busca refugio en ese grupo de músicos que alguna vez cantó con él en el Campo Argentino de Polo, allá por 1996. La pianista Susana Mendy Mendelievich estuvo sobre el escenario en aquella velada de hace casi treinta años.
Agosto de 1993
Valeria Llamas, alumna de la Escuela de Yoga de Buenos Aires, denuncia a su padrastro, Rodolfo Sommariva, de «privación ilegal de la libertad». El acusado no se rinde y pasa enseguida a la ofensiva: se presenta sin que lo llamen ante el juez Mariano Bergés para contar que su hijastra había caído en manos de una secta que le había «lavado la cabeza». Todos sus intentos por sacar a la mujer de los tentáculos de la organización habían sido vanos. El juez encuentra la punta de una madeja y empieza a tirar de ella.
La Escuela de Yoga de Buenos Aires ocupa un edificio de diez plantas en el barrio de Villa Crespo. Hay un bar, salones de clases y habitaciones cerradas al público en los pisos superiores. Es un día agitado en ese reducto de meditación y cursos motivacionales que promete la felicidad eterna. Bergés acaba de procesar a Juan Percowicz, el maestro, un contador adorado por los fieles al que la Justicia considera un estafador. En la lista de procesados están también Mendelievich y otros dos músicos argentinos que formaban parte de la élite del momento: Rubén D’Artagnan González y Mariano Krautz (o Kraus, como prefiere llamarse).
El primero tiene cincuenta y cuatro años y es el «Martha Argerich» del violín, primer concertino de la Orquesta Sinfónica de Chicago, asiento al que acceden aquellos pocos que nacen tocados por la varita mágica del talento. En los setenta, había dirigido la Camerata Bariloche, la orquesta más ilustre de la época. Mariano Kraus es su hijo artístico. El joven está feliz porque acaba de ser elegido como uno de los cinco mejores oboístas del mundo y pronto se sumará a la orquesta estable del Teatro Colón.
El juez Bergés tiene pruebas para procesar al grupo por estafa, reducción a la servidumbre y promoción de la prostitución. No encuentra pruebas de abuso de menores, pese a que las denuncias de orgías con alumnos que entregaban su carne al maestro Percowicz incluyen a los hijos de los miembros. El juez descubre que había poco de yoga y mucho de buenos negocios en la escuela. Los «alumnos» aportan doscientos dólares por mes, cuando no donan sus bienes o adelantan herencias. Las promesas de felicidad eterna calan hondo en las almas de los desgraciados que caen víctimas de la secta, con Percowicz como la luz al final del túnel. Mientras las almas se salvan a fuerza de sexo por dinero y pagos en efectivo, los líderes se hacen millonarios. La estela divina alcanza a políticos y famosos, los mismos que cuando Bergés intenta elevar la causa a juicio oral atiborran su despacho de llamados telefónicos y pedidos de clemencia.
Organizaciones de Derechos Humanos de todo el mundo reclaman por el pobre Percowicz y sus secuaces. El juez de la Corte Suprema Carlos Fayt intercede por ellos ante Bergés; y desde Estados Unidos viaja una misión de legisladores demócratas temerosos de que se estuviese ante un acto de persecución antisemita. Un año antes, un conductor suicida había volado por los aires la sede de la Embajada de Israel en Buenos Aires y el ambiente estaba caldeado. Los contactos de la secta llegan a la estratósfera del poder. Pululaban por ahí las fotos del líder con el presidente Carlos Menem y ministros del Gabinete recién reelegido en las urnas. Los abogados de la secta son gente poderosa y persistente. Cada día, Bergés recibe decenas de recusaciones y soporta ruidosas manifestaciones frente a su despacho. El juez cae rápidamente en la cuenta de que los fanáticos son gente muy bien conectada y se rinde. Pierde finalmente la causa, que pasa a otro juzgado, y todo se diluye en un cajón de Tribunales.
Febrero de 1996
El maestro Percowicz tenía razón. Las fuerzas del mal habían intentado destruir la Escuela de Yoga, pero la verdad se había impuesto sobre la mentira. La organización sale fortalecida de la aventura judicial. En 1996, Rubén D’Artagnan González abandona la orquesta de Chicago, se muda a Buenos Aires y se dedica cien por ciento a la secta. Crea junto a Kraus, Mendelievich y una joven soprano llamada Verónica Loiácono el cuarteto LGKM. Componen piezas artísticas destinadas a «conquistar el mundo» y, finalmente, se suben al escenario con Plácido Domingo en el Campo Argentino de Polo ante diez mil personas. La prensa los destroza, estupefacta. No pueden creer que uno de los mejores tenores del mundo cante junto a una soprano sin calidad y sume a su repertorio una obra mediocre compuesta por aquel cuarteto de locos.
«“Mi Buenos Aires querido” y “El día que me quieras” fueron aportes cargados de nostalgia pero también muchas máculas por falta de amalgama entre orquesta, tenor y los colaboradores circunstanciales Rubén González (violín) [y] Mariano Kraus (oboe con su inefable y vistoso smoking rojo) […] en un intento fallido de lograr atmósfera porteña […] Inaceptable el bajo nivel compositivo e interpretativo del dúo de soprano y tenor de “Cartas marcadas” de Kraus, Mendelievich y González que Plácido Domingo —en gesto de bonanza y deseo de alentar— cantó junto a la principiante Verónica Loiácono», resume el diario La Nación en la sección Espectáculos.
Agosto de 2018
Rubén D’Artagnan González muere el trece de agosto de 2018, a los setenta y nueve años. Deja tras de sí una carrera musical cargada, rica en experiencias internacionales y colegas que lo admiran. Un violonchelista del Colón asegura que todos querían ser como aquel maestro que a los cinco años ya agitaba el arco de crin como un adulto avezado. «Pero un día desapareció, dejó todo, empezó a vestir ropa de colores y se juntó con gente rara», dice. La abducción definitiva se produce en 1996, meses antes de subirse al escenario con Plácido Domingo. González acaba de dejar la dirección de la orquesta de Chicago y decide regresar a Buenos Aires. Antes había abierto una sucursal de la Escuela de Yoga en Estados Unidos, encargada de captar alumnos para promocionar las curas milagrosas que el maestro Percowicz realizaba en Villa Crespo. Las almas desdichadas no entienden de nacionalidades, y la escuela pronto se llena de «alumnos» yanquis que realizaban curas de sueño contra el sida o la depresión en la Clínica CMI Abasto. Los consultorios de la clínica, habilitados en realidad como centro ginecológico, son el paso previo a la captación eterna, donde además del alma se pierden los fondos acumulados en las cuentas bancarias. En la Escuela de Yoga de Buenos Aires los pobres no pasan por el filtro de admisión.
El violinista no regresa solo de su aventura en Chicago. Cuando aterriza en Ezeiza, está acompañado por su hija, Adriana Ruth González, alias Cosmito. El apodo es invención de Percowicz, que pronto encontró en la hija del músico una potente fuente de recursos económicos. Adriana González había intentado tocar el piano y luego el fagot, estimulada por su padre músico. Pero no había heredado el don ni la perseverancia. Pronto cae en la cuenta de que deberá buscar alternativas menos esforzadas si pretende no morir de hambre. Cuando su padre la mete en la secta, la joven encuentra el camino. El camino y al oboísta Kraus, el hombre de los trajes rojos, las camisas azules y las corbatas amarillas. Rápidamente, forman pareja.
Cosmito viste una túnica blanca y vincha. No lleva corpiño y sus senos se adivinan por el tiro abierto a derecha e izquierda. Eleva una copa al cielo, con la vista perdida en algún punto del techo. Apenas sonríe, delante de una cartulina con los nombres de algunos dioses griegos. Una decena de personas mira la escena; algunas arrobadas por la belleza de la joven, otras con indiferencia. En un sillón está sentado Percowicz. La barba le da un aire a Barry Gibb, el último sobreviviente de los Bee Gees. Lleva anteojos de cristales sepia. Cosmito ya es una persona importante dentro de la Escuela de Yoga. Su padre acaba de donar más de un millón de dólares, producto de la venta en Chicago de un violín Carlo Bergonzi de mediados del 1700. El dinero familiar la catapulta a nivel «informal siete» en la escala de jerarquía creada por el maestro. Percowicz es «formal siete», la punta de la pirámide, el líder máximo. Comparte el escalón más alto con miembros históricos y con su hijo, el Príncipe. Quienes integran el nivel seis son los «apóstoles», y los del cinco, los «genios». El cuatro se destina a los «alumnos». Para los «humanos comunes» están los niveles tres, dos y uno.
El trabajo de Cosmito es simple: debe captar y entrenar a chicas dispuestas a prostituirse en nombre de la causa para financiar los negocios de la organización. Entregar el cuerpo a ricos y famosos y participar de orgías era una forma de salvación. Y también garantía de ascenso en la escala. En 1996, la periodista Viviana Gorbato publicó La Argentina embrujada, resultado de una larga investigación en las comunidades que operaban sobre los grupos de poder. Gorbato dedicó un capítulo a la Escuela de Yoga de Buenos Aires y se ganó un sitio en la lista de «enemigos a destruir» que Percowicz anotaba con método en una hoja de cuaderno Rivadavia. El texto rescata un casete que llegó a manos del juez Bergés en el que Cosmito contaba que había tenido sexo con su padre «siguiendo la tarea encomendada por Percowicz». El primer denunciante de la organización, Pablo Salum, hijo de una integrante de la secta, ha insistido siempre con que las fiestas sexuales que se celebraban en Villa Crespo no respetaban la filiación de los participantes. Las escenas de incesto eran frecuentes. Cosmito demandó a Gorbato y la denuncia llegó hasta la Corte Suprema, que le dio la razón. Los investigadores buscan en miles y miles de horas de grabaciones en VHS alguna prueba de aquellas bacanales, aún sin éxito.
Agosto de 1996
Percowicz ha dejado un cabo suelto que es imperioso neutralizar. El juez Roberto Murature acababa de procesarlo junto a su hijo Marcelo por «hurto calificado» en una causa iniciada tres años antes. Padre e hijo habían desvalijado el departamento de la psicóloga y vicepresidenta de la Escuela de Yoga, Susana Schiavi, muerta en un accidente de auto. Cuando la familia de Schiavi llegó a la casa, no quedaba ni un tenedor. Los muebles y el dinero allí guardado ya se habían repartido entre los miembros más prominentes de la secta. Murature acusó a Percowicz de «ocultamiento de pruebas, falsedad ideológica e indefensión» por adulterar la documentación que probaba el derecho de los herederos de Schiavi sobre sus bienes.
La solución al entuerto judicial siguió los cánones que tan buenos resultados habían dado contra Bergés: hostigaron con manifestaciones, solicitadas y recusaciones a Muratore. Cuando la causa subió a Casación, repitieron. La prensa de la época reflejó una agresión física y verbal contra el juez Ameghino Escobar en el edificio mismo de los Tribunales. Las quejas de los jueces llegaron hasta la Corte Suprema y todo quedó, otra vez, en nada.
Agosto de 2022
Una habitación en una comisaría en Villa Luro acumula valijas, montañas de papeles, cientos de videos VHS, cajas repletas de medicamentos, cuadros, fotos. Llevan allí una semana, desde que la Policía realizó cincuenta allanamientos y detuvo a diecinueve personas. En la lista de arrestados están Juan Percowicz, el Ángel, y los mismos nombres que Bergés apuntara hace treinta años en los expedientes de su investigación. Son los de entonces, pero más viejos. Allí están Mendelievich, Kraus, el hijo del líder y su pareja, Alejandra Sorkin, la Leona, a cargo de la red de prostitución VIP y el lavado del dinero negro de la organización. La Policía atrapó a la Leona en el aeropuerto de Ezeiza, con un pie dentro de un vuelo hacia Estados Unidos. Llevaba seis mil setecientos dólares, celulares, computadoras y setecientos treinta blísteres de psicofármacos y antidepresivos.
En la lista no están Loiácono, la soprano que cantó con Plácido Domingo en 1996, ni Cosmito, todavía prófugas en algún sitio perdido de los Estados Unidos. Los cargos, eso sí, son nuevos. A la acusación de trata de personas se sumaron otras como robo, estafa, lavado de activos y hasta ejercicio ilegal de la medicina. Aquellos iluminados que prometían «felicidad eterna» eran ahora millonarios. La Policía le puso nombre a la investigación: «Secta Sociedad Anónima».
El juez acusa a la Escuela de Yoga de ser «una organización dedicada a captar personas en situación de vulnerabilidad para reducirlas a la servidumbre y/o explotarlas sexualmente, construir un culto alrededor de su líder y promover una estructura ilegal de negocios en la Argentina y los Estados Unidos, lavar dinero y obtener influencias y/o cobertura para sus líderes». Los años dieron volumen al negocio y las cuentas bancarias crecieron. Juan Percowicz tiene ahora ochenta y cinco años y ya no parece un cantante de los Bee Gees. Cuesta creer que ese hombre encorvado, frágil y enjuto tuviese la capacidad de manipular durante toda una vida la cabeza de cientos de personas. Podría ser la envidia de cualquier predicador televisivo.
La Policía lo encontró el doce de agosto en su casa del barrio cerrado de Santa Clara, en Tigre, con casi un millón de pesos en efectivo y treinta medallas de plata. En el garaje guardaba una camioneta Ford Bronco inmaculada, valuada en diez millones de pesos, comprada por Mercado Libre con dinero de los «apóstoles». El imperio de Percowicz, construido con la voluntad de las víctimas, se desmoronaba. Un imperio, además, analógico. En la Escuela de Yoga no hay redes sociales ni intrincadas ingenierías financieras; hay en cambio cientos de videos VHS con escenas de sexo para extorsionar clientes, casetes TDK con confesiones incómodas, listados a mano con las cuotas en dólares que aportaban los miembros, miles de fotos de las reuniones de la organización. En la sede de Villa Crespo se encontraron monedas de oro, relojes Rolex certificados, tres millones de pesos y un millón de dólares en billetes de cien. A la Escuela de Yoga no llegó el cepo cambiario.
En cajas de cartón se acumulan juguetes sexuales y lencería erótica, pastillas para dormir y recortes de diarios de los noventa con los detalles de aquella investigación, que sortearon victoriosos. Los pisos superiores de la sede de Villa Crespo están acondicionados como un clásico albergue transitorio, al que llamaban el Museo: mucho color rojo en acolchados y cortinas, espejos y luces de colores. En las fichas de clientes hay un nombre y un apellido, el apodo, las empresas que posee, las prácticas sexuales que prefiere, cuándo y cuántas veces visitó el Museo, cuál era su chica favorita y, sobre todo, su patrimonio aproximado. También estaba la meta a cumplir con cada uno de ellos: «Objetivo: que compre un departamento en New York», dice una de las fichas. Si el cliente se negaba, allí estaban los videos de sus aventuras sexuales, listos para arruinarle la carrera política o el matrimonio. En la Escuela de Yoga se filmaba todo, émulo analógico del Funes de Jorge Luis Borges.
Cuando la Justicia la deja en paz, en los años noventa, la secta baja el perfil y crece en las sombras, sin hacer ruido. Se vuelve internacional, diversifica su capital y suma víctimas. La fuente primaria de financiación es, como siempre, la prostitución, la extorsión a clientes, el saqueo del dinero de los alumnos y el lavado de ese dinero en bienes raíces en Estados Unidos. Para mantener viva la estructura, Percowicz tiene un entramado a la vieja usanza: una escuela de coaching para captar alumnos, escribanías dispuestas a falsificar firmas y quedarse con los bienes de los muertos, un banco que administra el dinero expoliado, una clínica para reeducar a los impíos y hasta una inmobiliaria. Todo funciona a la perfección, bajo un aceitado sistema de premios y castigos del que es muy difícil salir.
Las mujeres son la base de un negocio que duró más de tres décadas. Los clientes sexuales aportan fondos y mantienen vivos los vínculos con el poder. Si alguna geisha (así las llamaban) se rebela, se la somete a largas curas de sueño, una práctica que se realiza en la clínica del Abasto. El castigo no es solo para las díscolas sexuales. Percowicz sentencia también a aquellos que se demoran en las cuotas, retacean la cesión de sus bienes o insisten en reencontrarse con su familia biológica, de las que llevan años separados. El exterior es una zona oscura de la que los alumnos deben ser protegidos.
Como a Celeste, que perdió fines de semana enteros durmiendo bajo el efecto de los sedantes. Era la forma de trabajar sus «yoes bajos», responsables de las dudas que la acechaban. Una foto de la clínica muestra una pizarra escrita a mano: «Celeste F. I:10-04-22. Dar media porción de comida. Todos los viernes por la noche entra en Descanso, hasta domingo al despertar». No hay en el expediente testimonio alguno de denuncia contra estas prácticas, a las que todos se sometían como corderos. Ese era el deseo del maestro Percowicz y debía ser acatado.
Sus líderes, además, dejan un reguero de pruebas, convencidos de que el Ángel los protege de los pecadores, es decir, el resto del mundo. Por eso no usan WhatsApp o Telegram ni hablan en clave. Tampoco intercambian correos electrónicos. Los investigadores tienen ciento setenta y cinco mil horas de escuchas telefónicas realizadas sobre treinta y cinco teléfonos móviles, una verdadera mina de oro. Allí se lo escucha a Plácido Domingo hablar con Mendelievich en abril pasado. «Cuando salgamos de la cena venimos separados, lo hacemos así porque mis agentes van a subir a la habitación cuando yo suba y se van a quedar en el mismo piso», dice el cantante. La mujer cuelga y llama luego a Percowicz, extasiada por la novedad. La charla es un resumen fantástico de las lógicas de manipulación aplicadas por el Ángel.
«Ya me llamó y armó la matufia para que me quede en el hotel sin que los agentes se den cuenta», dice Mendy. Suena aniñada y cómplice. Está segura de que el líder la escucha feliz. No se equivoca. «Qué degenerada que sos», le responde Percowicz. Habla bajo, con voz de miel. Sabe que toca con comodidad el perfil sexual de su pupila. «Me parece que un poquito colaboraste con este producto. Está hecho mierda, Juan, me da pena, yo no le deseo ningún daño, pero es tan maravilloso vernos a nosotros brillando y volando por los cielos y él hecho mierda, nos contó todo lo que le hicieron. ¿Estás emocionado? Te quiero tanto», le responde Mendy.
Sigue entonces un reconocimiento a «papito», el hombre que alguna vez la sacó del barro, la elevó hacia la luz y, al mismo tiempo, le llenó la billetera. «Seguís haciendo milagros todo el tiempo», le dice Mendy, «son enormes milagros, porque realmente no estaba escrito para nosotros tener esta vida tan abundante, Juan». Percowicz está viejo y cree apropiado reafirmar la idea de la abundancia, que es, al final del camino, lo que ha quedado después de tanta siembra. «Yo estoy leyendo las primeras clases de cuando empezó la escuela y en un momento dado empieza a haber videos y en los videos se ve a la gente con una ropa mucho más pobre». «Y éramos todos mucho más pobres que ahora», le dice la mujer, que ahora aniña la voz: «Yo tenía dos pesos en la cartera cuando te conocí. Había una o dos personas que tenían plata, pero los demás éramos todos muy pobres. A todos nos diste un bienestar que nunca hubiéramos logrado sin vos».
En otra conversación, la pianista habla con una mujer desconocida. Está convencida de que por fin podrán cooptar a Plácido Domingo, tras años de intentos fallidos. El momento no puede ser más propicio: el tenor está golpeado por las denuncias de abuso y la cancelación de sus conciertos en Europa y Estados Unidos. «¿Van a hablar de música solamente, o de coacheado también?», le pregunta la mujer a Mendy, que se encuentra ante lo que considera una estupenda idea. Con todos «los quilombos que tienen él y su familia», Plácido Domingo es una presa madura. «La realidad es que con la música hace treinta años que tratamos y no lo logramos», dice Mendy, «lo cual no quiere decir que esta vez no sea distinto. Seguramente le va a encantar».
A Plácido Domingo no le encantó. Cuando se enteró de que su conversación con Mendelievich estaba en todos los diarios del mundo, se sumió en un profundo silencio. Llamó a unos viejos conocidos del ambiente musical en Buenos Aires y les pidió consejos. Le dijeron que lo mejor era dejar correr el agua debajo del puente: el juez lo consideraba más una víctima de los métodos de extorsión de la secta que un cliente. Lamentaron sus antecedentes de abuso sexual, pero le recomendaron silencio. El tenor habló, finalmente, desde México. «Han visto que está todo comprobado que no hay nada», dijo, y se declaró dolido por lo que consideró una traición de aquellos a los que consideraba, hasta ahora, un grupo de «músicos amigos». «Estuvimos juntos en una ocasión, los invité a trabajar, y desgraciadamente no ha sido así, pero bueno, en fin, desde luego que yo no tengo nada que ver en eso», insistió. Recordó así aquel concierto de 1996, en el Campo Argentino de Polo. Nada dijo sobre por qué, después de tanto escándalo, recordaba con fervor a Susana Mendy Mendelievich, la «degenerada» que tanto adoraba a Percowicz.