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El precario bar está construido con cañas, tablones de madera y papel; el piso es de arena. Solamente se sirve absenta casera fabricada por los responsables del establecimiento, nada más. El líquido que llena mi vaso es de un color lila claro, que no guarda relación con el supuesto sabor albahaca que declaró la moza. El menú, escrito en una pizarra, incluye otras coloridas opciones: durazno, kiwi, leche, sandía, perejil y apio.
Hay mucha gente y la conversación es animada. Acabo de terminar de discutir sobre Hegel con un chico que va al college en California. Cuando entran clientes, la moza pregunta «are you thirsty?» y llena los recipientes sin esperar respuesta. Muchos parroquianos traen sus propios vasos y jarritos; otros usan las pequeñas copas de vidrio que ofrece el bar. La absenta se regala a todo aquel que cruza la puerta, ya que en esta ciudad de diseño circular y cuarenta mil habitantes fundada hace tres días no se admite el uso de dinero, sino que impera una economía del don: los bienes y servicios circulan gratuita y generosamente. Django Reinhart suena en los parlantes. El bar queda en la intersección de las calles Anxious y 7:30.
Ahora estoy hablando copa en mano con una hermosa mujer norteamericana, pecosa, morocha y de pelo lacio, vestida con un atuendo del siglo XVIII. Tras enterarse de que vengo de Argentina, me cuenta que es sobrina del almirante Massera. El trago se me sube a la cabeza y le digo algo así como: si los torturadores cayeran desde un helicóptero en un mar de absenta, antes de ahogarse podrían unir sus lenguas bífidas en una gran ronda eléctrica, entrar en fase y enterarse de que sus cuerpos son banderines de papel. Ella tira mi vaso al piso, me abraza y me besa. Cierro los ojos durante ese beso largo y húmedo, y entiendo que me besa para mostrarme que el mar de absenta está en su boca, y me entretengo nadando un rato entre la marejada. Afuera es de noche, es el desierto, y hay una tormenta de polvo seco y negro, y yo soy un extranjero, pero adentro todo es cálido y húmedo. Me parece bien que me abracen; me están consolando de una tristeza que no sé de dónde viene.
La Sociedad de la Cacofonía, integrada por artistas e intelectuales de San Francisco, ayudó a publicitar el evento, que también empezó a difundirse de boca en boca y a través de la incipiente internet. En 1995 asistieron cuatro mil personas y en 2010, llegaron a cincuenta mil. Ese año, el hombre de madera tuvo treinta y dos metros de altura.
Y así es que cada doce meses y durante una semana, una multitud se da cita en el desierto de Black Rock con el objeto de edificar una urbe consagrada a diez principios fundamentales:
1. Inclusión: todos pueden participar.
2. Economía del don: los participantes de Burning Man se dedican a regalar generosamente lo que tienen a los demás sin esperar nada a cambio.
3. Desmercantilización: el evento no tiene patrocinadores y no se admite publicidad. Si llevás una remera que tiene un loguito de Nike, te piden que lo cubras.
4. Supervivencia: aguantar una semana en el desierto no es fácil. Hay que tener algo de esta-do físico y poder prescindir de unas cuantas comodidades.
5. Auto-expresión radical: cada uno muestra a los demás las cosas que le gustan y sabe hacer. Así, mientras uno recorre las calles de Black Rock City es invitado a presenciar shows de magia, recitales de poesía y conciertos de piano. También puede recibir clases de matemática avanzada o de capoeira, y disfrutar de un buen masaje o de un enema de café (en este último caso se solicita al beneficiario traer su propio equipo «enemático», por una cuestión de higiene).
6. Esfuerzo colectivo: en Burning Man cada uno está colgado de su propia palmera, pero todos ponen su granito de arena para cuidar la fiesta. En cada campamento, la gente se pone de acuerdo para cocinar y para lavar los platos; si hay un escultor que necesita ayuda para completar su obra no faltan manos que colaboran; siempre aparecen los voluntarios cuando hay que limpiar un campamento o levantar una estructura.
7. Responsabilidad cívica: ilustramos este punto mencionando que todos cuidan los baños químicos para que puedan ser usados durante los siete días de la fiesta. Nadie tira basura al piso. No hay robos ni violencia. Esto contradice el sentido común de cualquier periodista de telediario, ya que el público consume alcohol y drogas, y hay pocos agentes del orden. Burning Man es un prodigio de amor, buena onda y tolerancia.
8. No dejar rastros (leave no trace): de un modo obsesivo y fanático se apunta a que, cuando se desarme la última carpa, el desierto quede exactamente igual que antes del festival. Ni un papelito volando por ahí, ni una mínima mancha de aceite en el piso.
9. Participación: no vale ser espectador, hay que jugarse y meterse en las actividades.
10. Inmediatez: para vivirla hay que estar. Estar en el medio de una serpiente de metal gigante que arroja fuego por la boca; estar en una marcha a favor de los conejos (bunny power) o en una reconstrucción exacta de una batalla de La Guerra de las Galaxias.
Entonces, ¿qué es Burning Man? Quienes hemos estado ahí sabemos que no es fácil explicar de qué se trata todo esto. Hay tantas versiones de esta fiesta como burners o visitantes.
En la mitad del Kids Ville había una gran cama elástica redonda, rodeada de tules y disfraces para los pibes, que mi hija gastó durante horas. A mi mujer y a mí nos hacía mucha gracia la normalidad con la que nuestra hija se tomaba todo ese universo delirante. Después de todo, la gente era cordial y las otras nenas la invitaban a jugar. Las personas desnudas o las esculturas gigantes no le llamaban la atención, pero de pronto podía detenerse fascinada frente a una señora con un vestido de lentejuelas, que sí ameritaba un «wow!» de su parte.
Un día de mucho calor en el desierto de Black Rock se corrió la voz de que en Central Camp alguien estaba regalando helado. Fuimos de inmediato. Seis personas habían venido con un par de vans, habían puesto unos tachos de helado sobre tablones, y estaban convidando cucuruchos a la multitud. No eran patrocinadores, no estaban haciendo marketing, no había nada que delatara la marca del helado. Repartieron doce mil bochas; la mía fue de chocolate. Después me contaron que el viejo gordito que me sirvió mi cucurucho era Ben.
En Burning Man un día te levantás y consultás las actividades programadas en una guía enorme que te dieron al registrarte. También revisás la Black Rock Gazette, un diario que se edita durante los siete días del festival. Hay miles de opciones; marcás con un lápiz los eventos que llaman tu atención. Seleccionás un par para la mañana, otros tres para la tarde. Desayunás y empezás a caminar por la ciudad. No importa lo que hayas programado: por suerte, no vas a llegar a destino. Algo más interesante que los eventos elegidos va a desviar tu atención.
A la noche, después de haber conocido mucha gente y haber estado metido en muchas situaciones extrañas, te sentás en un sillón rojo bien acolchadito. Corre una brisa fresca del desierto. Enfrente tuyo hay una escultura gigante de un corazón. En el pecho te pusieron un micrófono que amplifica los sonidos de tus latidos. El equipo posee unos bajos de puta madre; el bombeo resuena como los pasos de un gigante atravesando un corredor vacío, o como los martillazos de Víctor en El hombre de al lado. Los latidos también activan un sistema de antorchas que reciben cargas de combustible, en sincronía con tus latidos y con otro mecanismo que hace vibrar tu sillón. Estás dentro de tu propio corazón. Lo percibís a través del oído, la vista (las luces de las antorchas), y el tacto (la vibración del sillón, el calor del fuego).
No querés irte a dormir todavía, así que te trasladás a otro sector de la ciudad en algún vehículo mutante, diseñado por algún grupo de artistas plásticos, porque sí. Por ejemplo, te tomás el barco pirata que recorre el desierto sobre ruedas, impulsado principalmente por el viento que pega en sus velas. O quizás te invitan a pasear en un autito eléctrico de chasis redondo, camuflado de torta de chocolate, o en un camión que parece salido de una escena de Blade Runner y lleva a cincuenta personas bailando adentro.
Llegás a una de las tantas discos construidas para durar una semana; todas serán desarmadas o destruidas luego del evento. Estás invitado a todas; en ninguna cobran entrada; en todas alguien te convida un trago. Flasheás con una que tiene música japonesa y rayos láser. La gente despilfarra sus fortunas personales en construir esos boliches fantásticos en la mitad del desierto, solo porque son hermosos, solo para celebrar.
O, quizás, decidís visitar una vez más tu bar favorito, en el que solo se sirve absenta.
«Estaba vestido para triunfar / pero el éxito nunca llega. / Y soy el único que se ríe / de tus chistes, cuando son malos. / Y tus chistes son siempre malos. / Pero no tan malos como esto. / Vení, unite a esta plegaria. / Estaremos esperándote donde todo termina: acá. / Gastemos los últimos veinticinco centavos al azar. / Bajemos al outlet una vez más».
La canción presagiaba mi fracaso, revelaba que yo estaba vestido para triunfar pero iba a hacer un mal chiste, un papelón. No iba a cantar el tema de Wilco. Me metí la mano en el bolsillo. Allí encontré una lista de compras para Burning Man, manuscrita en un papel del trabajo. Del otro lado estaba impreso un listado de localidades de la provincia de Buenos Aires. Eran todas femeninas y de pronto me parecieron hermosas. Cuando me llamaron al escenario rechacé la guitarra y declamé lo siguiente:
«La Amistad, La Amorilla, La Angelita, La Armonía, La Aurora, La Azotea, La Azotea Grande, La Azucena, La Barquita, La Barrancosa, La Beba, La Bicha, La Blanca, La Bolsa, La Brava, La Calabria, La California Argentina, La Campana (Saladillo), La Carlota, La Carreta, La Catalina, La Cautiva, La Central, La Colmena, La Colorada Chica, La Colorada (Azul) —acá me tenté pero me mordí los labios y seguí—, La Constancia, La Copeta, La Cotorra, La Dorita, La Dulce —a esta le puse énfasis—, La Emilia —acá me aburrí del orden alfabético y salteé algunas hasta llegar a otras que me gustaban especialmente—, La Fortuna, La Gloria, La Gracielita, La Herminia, La Lucila, La Lucila del Mar, La Negra, La Nélida, La Nevada, La Nueva Hermosura, La Pochola, La Querencia, La Rabia, La Razón, La Reja, La Yesca, Las Cuatro Hermanas, Las Cuatro Puertas».
Me detuve. Hubo algunos tímidos aplausos. Me bajé del escenario sintiendo que había salvado mi dignidad. Todavía guardo ese papel.
La mugre (sudor y polvo) se acumulaba sobre mi piel, que empezaba a picarme. Tenía que bañarme, y el agua de nuestro campamento no alcanzaba. Junté coraje y fui al «Human Carcass Wash». El mecanismo era el siguiente: primero te sacabas la ropa (toda) y la dejabas en un piloncito. Después te ubicabas en una de las dos filas paralelas formadas por los «lavadores» (de ambos sexos y de todas las edades). Por el pasillito que quedaba en el medio iban avanzando lentamente los «lavados». A los lavadores nos tocaba primero enjuagar con mangueras y regaderas a los lavados, que estaban ya egresando del mecanismo. Al rato ascendíamos un puesto (avanzábamos en la fila, en mi caso hacia la derecha) y nos daban jabones y esponjas para que laváramos pies y piernas; luego lavábamos caderas, ingles y torsos, finalmente lavábamos brazos y cabezas. Así llegábamos al final de la fila de lavadores y, cumplido nuestro deber, íbamos ingresando de a uno en la fila central, la de los lavados. El orden se invertía: ahora nos lavaban a nosotros la cabeza y comenzábamos a avanzar posiciones en sentido contrario, mientras el jabón descendía por el cuerpo, hasta ser eyectados, limpitos y perfumados.
La experiencia resultó increíblemente natural. No se cumplieron ninguna de las fantasías: ni excitación, ni asco, ni vergüenza. Salí relajado, impecable.
Había escuchado hablar de Burning Man en 2001 y desde entonces deseaba ir. Yo siempre fui entusiasta de los proyectos utópicos. De chico diseñaba ciudades ideales (¡que también eran circulares!). De un lado de la hoja hacía el plano y del otro anotaba las leyes que regirían la polis. Durante otra etapa de mi vida me dediqué a crear un país perfecto que planeaba instaurar en la Península de Valdés. Aún guardo planos detallados de esa quimera.
A los diecisiete años pude vivir un mes en un kibbutz y ser testigo de un experimento socialista en pequeña escala y del ejercicio de la democracia directa. También me hice fanático del videojuego Simcity ya en su primera versión, creando metrópolis con grandes espacios verdes, y con zonas comerciales, industriales y residenciales bien distribuidas. A medida que aprendía los trucos del juego subía mi índice de popularidad. Una vez casi pierdo un vuelo New York-Buenos Aires por no abandonar un partido.
Y, finalmente, me atrapó la filosofía: la República de Platón, el Estado de Hegel, el marxismo, lecturas que ayudaban en mis balbucientes intentos por encontrar la fórmula de la sociedad perfecta. Como además me gusta ver minas en tetas, no podía ser indiferente a una propuesta como Burning Man.
Mas ande otro criollo pasa Martín Fierro ha de pasar, Nada la hace recular Ni las fantasmas lo espantan; Y dende que todos cantan Yo también quiero cantar.
Una tarde nos detuvimos con mi mujer y mi hija para sacarnos unas fotos frente a unas esculturas sorprendentes, una especie de animales fantásticos y multicolores. Y entonces nos habló una persona que había reconocido nuestro acento: «Papá, correte un cacho, que acá estábamos nosotros primero sacando fotos, y me las estás arruinando». No pude evitar responder con la misma retórica mediocre: «Bueno, hermano… mirá que es grande el desierto, eh, ¿por qué no sacás la foto apuntando para otro lado?». «Nananá», me respondió. «Acá estábamos nosotros primero y ustedes pueden sacarse sus fotos cuando terminemos nosotros, ¿ok?».
El conflicto no pasó a mayores pero me amargó un poco la semana constatar que la única interacción patotera, canchera y amarreta hubiera sido con un compatriota.
Mientras uno se prepara para Burning Man debe conseguir equipo de camping y mascarillas que hagan tolerables las tormentas de polvo volcánico del desierto, comida y agua para una semana, ropa apropiada para los cuarenta grados del mediodía y las temperaturas bajo cero de la noche, linterna, bicicleta y un medio de transporte hasta Black Rock City (que está en el medio de la nada, a tres horas en auto desde la deprimente ciudad de Reno, una copia trucha de la ya trucha Las Vegas). Pero también hay que involucrarse con un campamento o una tribu, preparar el personaje y elegir los regalos que uno va a llevar. Porque nadie llega con las manos vacías. En nuestro caso, armamos unos simpáticos «mate-sets» con una calabacita, bombilla, medio kilo de yerba y un manualcito en inglés sobre cómo tomar mate. Llevamos treinta y cinco.
Todo se regala. Los seminarios, los tragos, las fiestas, los shows, la comida. Todo es gratis. En Burning Man, uno da lo que tiene y recibe de otros; uno es lo que ofrece. Cuanto mayor es el desprendimiento con el que damos, más fuertes son las reacciones emocionales que generamos en los demás. Es el potlatch. Mi hija lo entendió rápidamente y aprendió a pedir golosinas (candy!) a cada persona que conocíamos. Recibió demasiadas. Una chica que no tenía caramelos que donar le fabricó la caña de pescar: un cartelito que decía «My name is Lola and I want candy» y que mi hija se colgó del cuello. Los resultados fueron óptimos.
Alguna vez leí que Black Rock City tiene las mismas cosas que cualquier otra ciudad (museos, boliches, estudios de yoga), apenas con un par de diferencias: está en el medio del desierto, no se usa dinero y rebosa de creatividad. Burning Man es una versión posible del paraíso que misteriosamente funciona. Pero no nos equivoquemos: la economía del regalo que el festival instaura no es el futuro, no es la superación del capitalismo. Tampoco es el retorno nostálgico a un supuesto pasado de inocencia. La propuesta, en mi opinión, consiste en tomarnos vacaciones de la sociedad real (a la que los burners llaman «the default world»). Apenas llegás a Black Rock City descubrís que no hay patovicas en la puerta, sino unos voluntarios muy simpáticos que te piden la entrada y te dan la bienvenida y un abrazo. A partir de ese momento, tu estadía en Burning Man es como un tratamiento de desintoxicación: te vas liberando de a poco del tic de sospechar «¿qué me quieren sacar?» ante cada gesto amistoso, te vas sumergiendo en el disfrute del intercambio de objetos, gestos y abrazos, del contacto y el reconocimiento. Empezás a tener ganas de dar lo mejor de vos.
Burning Man te transforma. Hay mucha gente que toma decisiones radicales en ese contexto: cambiar de carrera, de pareja, de país, de forma de vida. La experiencia es liberadora porque cuestiona nuestros hábitos, el modo en que nos acostumbramos a vivir, y a la vez nos revela nuevas posibilidades. Si alguien pudo construir el bellísimo templo gigante por el que estás caminando, totalmente hecho con teclados de computadoras obsoletas y diskettes, por el solo placer de construir algo ¿cuáles son los límites? La libertad te obliga a preguntarte quién sos.
Hay que decir, también, que Burning Man es administrado por Black Rock LLC. En otros términos, la dueña de la fiesta es una compañía que pretende ser rentable. No son monjes budistas ni hippies de San Marcos Sierra. Esa empresa es responsable de proteger el espíritu de lo que sucede en la fiesta, pero también debe tomar decisiones comerciales por las que ha sido criticada muchas veces.
Adentro de este universo paralelo, todo funciona… por ahora. Porque siempre está el peligro de que la fiesta se comercialice demasiado, que los organizadores se vuelvan codiciosos, que el exceso de asistentes termine por desnaturalizar el espíritu comunitario. No hay garantías.
El arte es uno de los protagonistas del festival. Es muy interesante encontrarse con esculturas e instalaciones en este contexto. Hay cientos de obras, muchas de ellas subsidiadas por la Black Rock Arts Foundation. En ese desierto infinito, las piezas se vuelven más cercanas. Las obras están ahí para ser tocadas. Mi hija se hizo experta trepadora de artefactos extraños. Es lo contrario de lo que sucede en el ambiente claustrofóbico de los museos, donde un guardia y una soga son la zanja que nos separa de la obra intocable, sin contexto, incrustada sin más en nuestro presente.
Lo que pasa con los aparatos pasa también con la gente. Uno puede hablar con quien quiera. Todos te responden, todos tienen tiempo y están de buen ánimo. Y, como ya lo mencioné, se ven muchas minas en tetas. Eso también suma alegría, pero hay un límite: las tetas no están ahí para ser tocadas. No sin consentimiento.
La última noche quemamos todo. El ritual comenzó con la danza frenética de ochocientos bailarines con antorchas acompañados por cuatrocientos percusionistas. Después hubo fuegos artificiales; y después se incendió, como todos los años, la figura de unos treinta metros de alto de un hombre, ubicada en el centro exacto de la ciudad. Finalmente, ardieron los templos y las esculturas. Fue la culminación de la catarsis.
Al día siguiente emprendimos la retirada, más livianos, más felices. Transformados.