Nos gustaba juntarnos de manera informal. Llamábamos a último momento. Nos enviábamos mensajes unos a otros desde nuestros móviles. A veces nuestros nombres aparecían en listas exclusivas de invitados (porque si bien éramos pobres también éramos bellos, y a la gente le gustaba tenernos a su alrededor), pero a menudo preferíamos hacer alguna otra cosa: asistir a la apertura de la exposición de un amigo, tomar algo en clubes after-hours o en el cuarto de encima de un bar, viajar a algún barrio lejano para ver a una banda que iba a tocar en un depósito. Salíamos a bailar cuando nos daba la gana (ninguno tenía trabajo estable), y cuando no salíamos nos quedábamos en casa, viendo películas y drogándonos. Siempre había alguien que tenía algo nuevo o especial: preestrenos piratas del próximo éxito de Hollywood, copias de cortos en ocho milímetros de los años setenta. Veíamos las explosiones de aviones de la próxima temporada, o a agentes de bolsa vieneses masturbándose sobre mesas de quirófano. Carne cruda y Nick Cage. Fuera lo que fuese que viéramos, era, por definición, bueno: porque lo habíamos visto, porque —aunque fuera temporariamente— nos pertenecía. Para cuando el resto del mundo se enteraba —lo que siempre sucedía, tarde o temprano— ya por lo general nos habíamos aburrido y habíamos pasado a lo siguiente. Ya hacía mucho que habíamos dejado de lamentar la pérdida de algún temprano entusiasmo. Aprendimos a descartarlos sin dolor. Lo mismo con las discos y los bares. No importaba donde fuéramos, terminaba apareciendo en las revistas tres o cuatro meses más tarde. Una mención al pasar en un blog y ese lugar que había estado empapelado de rostros hermosos e interesantes de repente terminaba inundado de banqueros jóvenes en camisas de vestir que analizaban la escena de manera nerviosa, tratando de decidir si se estaban divirtiendo o no.
Aclaro que nunca planeamos que nuestras vidas fueran así. Odiábamos a los trendies, esos chicos pendientes de la moda, siempre intentando que los vean, siempre esperando que les llovieran los flashes de los paparazzi o que les entrevistaran acerca de su peinado. Lo nuestro no era una cosa neurótica. Montábamos eventos abiertos al público: salones literarios, conciertos, fiestas, espectáculos. Pero de vez en cuando, en medio de nuestras agitadas órbitas sociales, nos gustaba hacer algo el uno por el otro, algo que no nos robara energía, que nos hiciera sentir que volvíamos a tener privacidad.
Mi amiga Sunita era muy teatral. Le encantaba la formalidad, la intriga. Tenía un estilo un poco antiguo, lo cual hubiera parecido presuntuoso o como una ironía gastada si no fuera porque también poseía un extraño sentido del humor y una sinceridad encantadora, casi dolorosa. Para Sunita el mundo era una especie de juego trágico. Cuando organizaba una cena siempre había invitaciones hechas a mano, un código de vestimenta a seguir. Una vez dio una cena surrealista, repleta de escafandras de buceo y langostas, y la presidió en un vestido verde de gasa casi completamente transparente. En otra ocasión, su tema fue la guerra. Armar una cena alrededor del tema de la guerra podría parecer de mal gusto —sobre todo ahora, de todos los tiempos posibles— pero a Sunita le salió bien. Llegamos todos cargando armas de juguete y cascos inscriptos con lemas de mercenarios. Algunos nos reíamos por lo bajo, otros murmuraban sobre el mal gusto de nuestra anfitriona. Pero no se cómo, esa noche —que debiera haber sido ridícula— adquirió un aura inesperada de profundidad. ¿Cómo, preguntan? Sunita la transformó en un funeral. Brindamos por los millones de muertos, por todos aquellos que habían tenido que soportar en carne propia lo que nosotros mirábamos por televisión. Le habíamos escapado a ese destino, y por eso nos sentíamos culpables. Nuestros disfraces ridículos eran la marca de nuestra vergüenza. Orejas de burro, bonetes de necios.
Cuando empezó a circular el rumor de que Sunita iba a armar otra cena, la gente comenzó de inmediato a tratar de conseguir una invitación. Todos sabían que Sunita y yo éramos amigos íntimos. Mis amigos me llamaban, casi rogándome que les consiguiera una invitación. Me tuve que disculpar y decirles que estaba fuera de mi control. Era una regla, una regla extraoficial: ni descolgados ni parásitos.
Sunita vivía en un viejo depósito textil, un edificio grande y lleno de eco a poco de transformarse en un edificio de departamentos. Tenía charcos de agua en el sótano y un montacargas que hacía un ruido metálico infernal en su camino al tercer piso, donde Sunita se había instalado montando la plomería para una cocina y levantando paredes para separar un dormitorio y un baño. El espacio principal era un estudio, donde Sunita dibujaba motivos abstractos de líneas que se ramificaban y se anidaban las unas en las otras y que habían crecido, desde que yo la conocía, desde unos cuadros ínfimos más pequeños que un libro de bolsillo a cosas enormes que se extendían sobre múltiples hojas de papel en un arco incierto. El propietario, un griego llamado Constantine que tenía una docena de otras propiedades por la zona, estaba esperando a que el mercado inmobiliario mejorara antes de remodelar. Hasta que comenzara la construcción Sunita podía vivír allí sin pagar alquiler. Nunca supe los detalles, pero había llegado a algún tipo de acuerdo con Constantine. De vez en cuando lo encontraba allí, cuando iba de visita, un hombre gordo en un abrigo de cachemira sentado junto a la enorme mesa de pino, pelando pistachos. A menudo él le traía a Sunita frutos secos, a veces cerezas o cajas de dulces pegajosos. Sunita parecía manejarlo bastante bien.
La invitación para esta nueva cena de Sunita era mínima: un pedazo de papel grueso de color crema con la frase «Comer es honesto» impresa en letra cursiva antigua. Fecha y hora, dirección, la críptica instrucción «Vestirse sinceramente». Pasé bastante tiempo debatiendo qué ponerme. Como de costumbre, Sunita no me dio ninguna pista sobre cómo interpretar el tema de la cena. «No, no te voy a ayudar», me dijo. «Ya sabes que eso lo arruina todo.» Así que empecé a llamar a gente. Nadie tenía la más remota idea. Vikram, como era de esperar, tomó por el costado escatológico. «Baños», dijo. «Va a hacer lo de la película de Buñuel con los baños. Nos va a hacer cagar a todos alrededor de la mesa del comedor y luego nos va a hacer comer en pequeñas celdas individuales.»
Terminé decidiéndome por un look irónico de nerd, con anteojos de plástico de marco grueso y un corbatín con elástico. No estaba muy convencido, igual. Pensé en vestir mi propia ropa, basado en que habría sido la respuesta más sincera —vestirse como si no hubiera código a seguir—, pero no pude decidirme acerca de cuál sería la opción más neutral. ¿Cómo podía hacerles saber a todos que no solo era yo, sino que estaba expresando mi yo? Maldita Sunita, pensé. Malditas sean sus complicadas ideas.
Al llegar al depósito me encontré con que lo había transformado en una especie de visión kitsch del Cielo cristiano. Sábanas blancas cubrían las paredes. Una mesa larga estaba preparada con flores y candelabros y bandejas de plata repletas de comida. Al acercarte te dabas cuenta de que todo estaba hecho de papel de aluminio y pintura en aerosol, pero a la luz de las velas la escena parecía suntuosa, romántica. Junto al plato de cada comensal había un pequeño espejo de mano. Evidentemente la introspección era parte de la noche. Una cantidad de viejas ilustraciones médicas explicando el sistema digestivo humano estaban pegadas de manera desordenada sobre la pared. Sunita vestía una túnica de lino blanco y nos dio la bienvenida con un breve discurso compuesto de —por lo que pude discernir— párrafos cortados de distintos libros de dietas. La comida era simple y sin pretensiones —frutas, quesos, hogazas de pan crujiente— y mientras comíamos había un programa predefinido de entretenimiento. Michel leyó varios de sus poemas. Hengist y Horsa tocaron canciones folk. Una mujer llamada Kevin hizo una especie de danza improvisada revoleando los brazos de una manera que me hizo sentir avergonzado y un poco incómodo. Lo tomé como una buena señal. Si una obra de arte me hace sentir incómodo o —mejor aún— me enfurece, parece ser una buena razón para prestarle atención.
Todo era muy puro y calmante, una atmósfera que Faye de Way (una vez que logramos que dejara de hablar del tema inacabable de su operación) etiquetó de «desintoxicación del barroco». Si ese era el efecto que deseaba lograr nuestra anfitriona, lo estropearon un poco sus invitados, que fumaban como chimeneas. «¡Mastiquen veinte veces!», nos ordenó Sunita. «Una por cada persona sentada a la mesa.» Yo estaba sentado junto a Thanh, que se había cortado el pelo en un flequillo. Parecía la versión vietnamita de Nico. Le dije que era una oriental inescrutable, y ella me respondió que yo era un pervertido de ojos redondos que iba a llorar como un bebé cuando me cortara la verga. ¡Cómo nos reímos! Estaba en un lugar hermoso, rodeado de gente talentosa. Nadie estaba tratando de hacerse notar, nadie estaba siendo agresivo, y sin embargo todos brillaban de algún modo. Por una noche, éramos gloriosos.
De a poco todos nos cambiamos de sillas, juntándonos en grupos para char lar. Vikram se plantó junto al tocadiscos, poniendo remixes. La mesa, que al comenzar había parecido tan inmaculada, estaba ahora cubierta de botellas vacías y ceniceros y vasos de plástico. Sunita se sentó a mi lado y me preguntó si me estaba divirtiendo. Le dije que sí. Me abrazó y la besé en los labios. «Debieras ahorrarte eso para Thanh», me advirtió. «Si te descuidas, se la va a quedar Raj.»
Raj era una de las pocas personas en la fiesta que no conocía de antes. Era apuesto, aunque con esa belleza convencional que parece sabotear cualquier posibilidad de profundidad o credibilidad en una persona. ¿Será que los hombres guapos están condenados de antemano a convertirse en aburridos obsesionados con el cuidado de la piel, simplemente porque nadie les ha
bla de cosas más serias? ¿O habrá algún vínculo genético entre la apariencia y la inteligencia? Raj llevaba el pelo con gel, separado en puntas afiladas. Llevaba una de esas barbas pretenciosas, afeitada hasta dejar una línea muy fina alrededor del contorno de la mandíbula. Coqueteaba con Thanh, lo cual me resultó molesto, ya que antes había estado sopesando mis opciones y había decidido que definitivamente me quería ir a casa con ella. Aun así, me tragué mi disgusto —al fin y al cabo, el tipo era amigo de Sunita— y me agradó ver que al irme a sentar al lado de Thanh me cedió la posesión de forma bastante amable.
Conversando con él, decidí que en realidad era bastante encantador. Hasta hizo alguna broma a costa de sí mismo, lo cual no me esperaba de alguien como él. Había traído varias botellas de vodka, de una marca que yo no conocía. Nos sirvió un shot a cada uno, contándonos que lo acababa de descubrir y hablando con entusiasmo de lo fragante y suave que era. Hablamos de varias otras cosas —ya no me acuerdo de qué— y sacó algunas fotos con su teléfono, lo cual me pareció un poco tonto y fuera de lugar. Quiero decir, si estás ocupado en grabar la experiencia, ¿no estás en verdad perdiéndote la experiencia en vivo y en directo? Salí pensando que era un buen tipo. Un poco suburbano, un poco soso, pero bastante dulce.
Me fui a casa con Thanh, como había querido, y por el siguiente par de semanas mis recuerdos de la fiesta de Sunita se vieron filtrados a través de nuestra nueva relación. Nos quedábamos echados durante horas sobre una alfombra en el piso de su estudio, teniendo sexo y escuchando música. Una noche, mientras ella se vestía para volver a lo de su novio (con quien tenía una relación compleja y con quien todavía vivía), yo estaba escribiendo nuestros nombres sin pensar en un buscador en internet —algo así como el equivalente digital de marcar nuestras iniciales en el tronco de un árbol— cuando de repente me encontré con una foto nuestra, abrazados, nuestras mejillas apretadas la una contra la otra mientras le tirábamos besos a la cámara. Delante de nosotros, en primer plano, había una botella de vodka. Por un minuto no pude imaginarme en dónde había sido tomada esta foto. Entonces, para mi sorpresa, me di cuenta que era la fiesta de Sunita. El sitio era de una campaña publicitaria corporativa, algo así como «Consigue-el-Sabor», o «Siente-el-Refresco». Había un concurso y un área de comunidad absolutamente despoblada. Otras fotos similares de jóvenes sexis en situaciones sociales se desplazaban a través de la pantalla, siempre con la botella de vodka en primer plano. Todas las imágenes eran instantáneas tomadas en alguna fiesta.
Me tomó un par de minutos relacionar una cosa con la otra, y cuando me di cuenta de lo que había pasado me dio una rabia tremenda. Hijo de puta. Hijo de puta, falso de mierda. A Raj le habían pagado para tomar esas fotos. Había venido a nuestra fiesta, y no a una fiesta cualquiera sino a una fiesta de Sunita, la reunión más hermosa que se puede imaginar, y descaradamente la había usado para vendernos —para venderme— un producto. Cuanto más lo pensaba, más me cabreaba. Toda esa mierda sobre que el vodka era tan suave: la conversación entera había sido un discurso de venta. Escalofriante. Más que escalofriante. Siniestro. Furioso, le dije a Thanh que viniera a ver lo que había encontrado. Le echó una mirada a la pantalla, mientras se abotonaba la blusa.
—Saliste bastante bien —dijo—. Me gusta esa boquita en pose glam-rock.
—Pero mira bien. Ese hijo de puta nos convirtió en una publicidad.
—¿Nos menciona por nombre?
—Solo nombres de pila.
—Qué pena. Y lo borracha que me veo.
—Supongo que… no, no, ¡no! Ese no es el punto. Quiero decir, ¿no te sientes usada?
—¿Pero qué te molesta tanto? Si ni siquiera te ves tan destruido como yo. La verdad es que no es justo. Tu te la pasaste haciendo shots toda la noche.
—Pero, ¿y Raj? Nunca nos preguntó si queríamos estar en su puto sitio web vendiendo vodka. ¡Y todo eso acerca de lo suave que era el sabor!
—Bueno, la verdad que sí era suave…
—Pero hablar con alguien y en secreto estar tratando de venderle algo… ¿no es, no sé, falto de ética? Seguramente estás de acuerdo en que está totalmente fuera de lugar.
—No nos pidió que compráramos nada. Solo nos dio tragos gratis.
—Ya lo sé, pero el punto era hacernos comprar algo más adelante. Esa marca en particular. Nosotros generamos interés por la marca. Se lo recomendamos a nuestros amigos, se pone de moda, blabla-bla.
—Me debería haber pedido aprobación previa de la imagen, eso sí. ¡Mira mi mentón! Voy a tener que hablar seriamente con él la próxima vez que lo vea.
—¡Mierda, Thanh! Nos estaba usando. Nos quería convertir en… en los primeros compradores.
—Pero somos los primeros compradores. Hace unos meses me dieron un teléfono gratis, por ejemplo. Lo único que tuve que hacer fue ver una película y contar cómo me hizo sentir.
—Por Dios, qué superficial de mierda eres.
Después de eso, Thanh y yo más o menos nos dejamos de ver. No podía entender por qué no se sentía más enojada. Algo preciado para mí había sido violado, algo a lo que me había seguido aferrando. Un placer secreto que no había querido lanzar al gran barril comercial con el resto de las cosas: todos esos otros momentos y recuerdos que se reciclan hasta formar tendencias procesadas, como si fueran triángulos de queso untable. La fiesta de Sunita había sido una fiesta privada. Es la única manera en que puedo describirlo. La fiesta había sido privada, y él la había hecho pública.
Fui a contárselo a Sunita. «Eso es tan típico de Raj», dijo.
Me sentí confundido. ¿Qué me quería decir con eso de «tan típico de Raj»? ¿No creía que había abusado de su confianza? ¿No le parecía que su comportamiento era sucio y traicionero?
—Eh, solamente estaba siendo como es —se rió—. Es un buscavidas. Eso es algo que vas a aprender acerca de Raj cuando lo conozcas mejor.
Aquí debo admitir algo: la ira me resulta complicada. La ira es una emoción muy sincera. Vivimos bajo el imperio de lo cool, y se espera que afrontemos las vicisitudes del mundo con un cierto grado de ironía y desapego. La sinceridad, como cualquier persona en nuestra situación te puede confirmar, es el dominio de los adolescentes que se sienten incómodos consigo mismos y de los tipos que toman Prozac. Pensémoslo bien: la sinceridad es torpe, lo torpe es aburrido, y lo aburrido es grosero, así que es solo una cuestión de cortesía ordinaria no tomarse las cosas demasiado en serio. Pero la verdad es que no pude soportar que Sunita se riera de mí. Cuando estás verdaderamente enojado, tan enojado que te vuelves incoherente y frustrado, no hay nada peor que se te rían en la cara. Perra, pensé. Cabrona de mierda. No eres quien pensé que eras.
Justo cuando me estaba decidiendo a decir algo, me salvó el portero eléctrico. Sunita hizo subir al gordo Constantine, que venía cargado con una caja de mangos en sus manos carnosas. Asintió hacia mi lado como diciendo hola, se instaló en la mesa y empezó a pelarlos y cortarlos. Sunita se sentó a su lado. Me quedé parado junto a la pileta de lavar, los puños cerrados, tan consumido por la bronca que no se me ocurría qué decir. Constantine le daba de comer rebanadas de mango a Sunita con la punta del cuchillo. Ella las tomaba entre los dientes, haciéndole ojitos. Luego de un rato, Constantine levantó la mirada hacia mí.
—No dejen que los interrumpa —dijo.
—Me estaba contando de mi amigo Raj —le explicó Sunita, limpiándose la boca con una servilleta—. Raj es un poco manipulador.
—Mi tipo de persona —dijo Constantine.
Sunita me sonrió.
—Raj tiene un coche genial. ¿Lo has visto?
No, no lo había visto.
—Es una cosa enorme de color púrpura metálico, con luces bajo el chasis y «Mercedes grasa» escrito en la luneta trasera. Es supergracioso.
—¿Cómo lo conociste a Raj?
—Ah, por ahí.
Ese era su eufemismo estándar para referirse a alguien con quien se había acostado. Nunca hubo nada serio entre Sunita y yo, pero aun así sentí una puntada en el pecho.
—No te creo, Sunny. Es un imbécil.
—¿Cual es el problema? —preguntó Constantine—. ¿Quién es este Raj?
—Nadie —dijo Sunita—. Solamente un tipo que parece que le pisó los deditos a alguien.
Constantine señaló hacia su plato.
—Prueba un mango —me dijo—. Son de Alfonso. Muy dulces.
Esa noche no me pude dormir. Me daban vueltas y vueltas en la mente: Raj, vodka. Por supuesto, el vodka no era el problema. Me había gustado el maldito vodka. Y seguramente no había nada intrínsecamente malo en aceptar un trago gratis. Pero tiene que haber un momento en que se te permita dejar de ser un consumidor. Tiene que haber un respiro de todo ese elegir, un momento, bueno, solo para ser. La fiesta de Sunita había sido cool. No importa cuantos peros quieras ponerle a esa palabra, pero era verdad. La mayoría de la gen te nunca tiene la oportunidad de asistir a una fiesta así. Y sí, había tenido un cierto elemento teatral. Pero pensé que solo estábamos siendo cool el uno con el otro, para evitar aburrirnos por unas horas, no para hacer que un pobre chico mal vestido de un barrio de monoblocks se sintiera celoso. Quiero decir, los celos solo engendran resentimiento, ¿no? Violencia. Alguien podría terminar siendo asaltado por culpa de Raj y sus fotos. A alguien lo podrían violar. Empecé a observar mi manera de vivir bajo una nueva luz, con miedo. ¿Qué tengo yo de lo que otros pudieran quererse apropiar? ¿Hay gente a la que la asalten por su capital cultural?
Pensé que el abuso de confianza de Raj sería obvio para todos, pero, para mi sorpresa, a ninguno de mis amigos le pareció ver nada malo. Otto era un ale mán de pelo largo que filmaba promos de música. «Yo preciso información, man», me dijo, encogiéndose de hombros. Estábamos sentados en un bar de sushi, tomando té verde. «No me importa cómo me llega.»
—No es información —argumenté, agitando mi taza—. La velocidad de la luz, la fecha del aterrizaje del hombre en la Luna. Eso es información.
—Uh, por ahí no sabes que recientemente inventaron esta cosa llamada internet…
—Vete a cagar, Otto. Tu sabes lo que quiero decir…
—Olvídate, man. Estás actuando a la antigua, como una especie de comunista. Tengo derecho a realizar actos de elección racional de consumo: para eso pelearon nuestros antepasados en las guerras. Y creo que soy lo suficiente mente inteligente como para filtrar un poco de propaganda, ¿o no? Mira, ¿por qué no le echas un vistazo a esta banda con la que estoy trabajando?
Me dio un pequeño reproductor de música. Escuché por un rato, solo por cortesía.
—Son la última wave de la New Wave —me explicó—. Después de esto, no van a quedar razones para ponerse una remera de Blondie.
Asentí sin ganas. Me sentía demasiado deprimido para seguir discutiendo. Otto, sonriéndome mientras movía la cabeza al ritmo de una música que no oía, ni se dio cuenta.
—Sabía que te iban a gustar. Además, ¿no son geniales esos auriculares? Cancelación de ruido opcional. Un rango dinámico increíble. En particular, los
bajos: muy densos, teniendo en cuenta lo pequeños que son.
De repente, una sospecha se me cruzó por la mente. Pero no, este no era algún buscavidas de los suburbios. Este era Otto. No podía ser.
Y, aun así… Durante los días siguientes empecé a notar algo raro. Cada vez que me encontraba con un amigo o amiga, inmediatamente me recomendaban algo, me presionaban a probar algo nuevo. Lucas había visitado una disco del otro lado de la ciudad y me insistió en que era la mejor noche que había pasado en años. Janine casi me obligó a llevarme a casa una botella de su «nuevo suplemento nutricional favorito». Al principio, lo dejé pasar… Pero en el fondo sabía que algo tenía que ver con Raj y su vodka. Todas las noches le volvía a dar vueltas en mi cabeza. Tragué Ativan y Valium y Paxil (mi médico era fácil de convencer), con la esperanza de que se me pasara la ansiedad. No se me pasó. Y luego vino Joe con sus nuevas zapatillas de correr. La bicicleta de Razia. Todos mis amigos parecían estar dejando caer fragmentos de copia publicitaria en cada conversación, mensajes cortos de sus patrocinadores. Estaban constantemente hablando de sus preferencias por tal marca en particular, repartiendo muestras gratuitas.
Quizá nada había cambiado. Siempre habíamos compartido nueva música unos con otros, o recomendado algún lugar para comer. Pero ahora algo había cambiado. ¿Un tono? Difícil de decir. Ahora empecé a preguntarme si Sasha me estaba contando que el sushi de Bar Fugu era «para morirse» porque lo era en serio o porque se trataba de un buen eslogan. Vikram empezó a hablarme de neumáticos a un nivel de detalle nauseabundo. Radiales de acero, la profundidad de las líneas. Ni siquiera sabía que Vikram tuviera coche. Finalmente, cuando Wei Lin comenzó a hablar con muchísimo entusiasmo acerca de las capacidades de streaming de su nuevo proyector de video, exploté.
—Wei, no me vengas con esta mierda tu también. Ya estoy harto.
—¿Qué?
—La charlita de ventas. Ya no aguanto más. Francamente, me das asco.
—¿Que yo qué?
—Ni siquiera es que necesites dinero. Estás forrado.
—No entiendo por qué estás siendo tan hostil.
—Tu papi es el dueño de una puta compañía constructora en Shanghai. Lo sabemos todos, Wei. No es ningún secreto. Entonces, ¿por qué necesitas hacer esto? ¡No hay ninguna razón! ¿Te divierte? ¿Te da oportunidades de llevarte a alguien a la cama?
Después de esto, Wei les dijo a todos que yo lo había amenazado físicamente. Le dijo a Thanh que quizá me había hecho adicto al crack.
Estaba fuera de mí. Traté de seguir adelante con mi vida, trabajando en mis diseños, hablando con la gente; incluso de salir por la noche, como si todo fuera normal. Pero no lo era. Sentí que estaba bajo una presión mental inmensa, en peligro constante de algún imprevisto evento catastrófico, un colapso del puente psicológico. Las fiestas se me hacían cada vez más traumáticas: el bombardeo de mensajes, la venta encubierta viniéndome de todas partes. Era imposible de separar lo que alguien me decía porque lo sentía, o creía en ello por la mera repetición. ¿En qué momento estaban siendo ellos mismos y cuándo estaban actuando? Empecé, muy ligeramente, a dudar de la realidad de las mentes ajenas. La gente parecía entrar y salir de la existencia. A veces estaban completamente presentes, animados por algo original y verdadero. Pero la mayor parte del tiempo no eran más que zombis, recipientes vacíos operados a control remoto por alguna corporación.
En serio, tenía miedo. Convertirme en ermitaño me parecía, cada vez más, la mejor opción. Esconderme en una cueva en las Hébrides. El mar solitario, el cielo. Ya estaba dispuesto a cerrar las escotillas y esconderme en el submarino de mi propia paranoia cuando conocí a Zoe. Me entendió enseguida, vio que a mi vida le habían robado todo humor, toda posibilidad y juego; que mi vida estaba cerrando el foco hasta quedar en la sinceridad forzada de un pabellón cerrado.
A Zoe no le gustaba estar cerca de la gente, porque pensaba que la hacía enfermar, aunque a primera vista me parecía una persona perfectamente sana. No salía mucho a la calle, y cuando iba de compras siempre llevaba un paquete de toallitas antisépticas en el bolso. En sus peores días se ponía un barbijo. A pesar de sus excentricidades, no era una introvertida, y mantenía una presencia activa en varios sitios de internet y mundos del juego online. Pasábamos mucho tiempo adentro, fumando y hablando. No era físicamente bella, pero yo no quería a alguien hermoso; quería a alguien que me hiciera sentir seguro, y eso Zoe sí lo hacía; hasta esa noche en que mencioné su anillo.
Era una banda ancha de cobre con un número de piedras pequeñas incrustadas, con un aspecto un poco vulgar y una estética que parecía salida de El señor de los anillos. Le pregunté qué era.
—¿Esto? —me contestó de manera distraída, poniendo la mano enfrente de mí mientras que con la otra manipulaba un joystick, corriendo a través de algún laberinto virtual—. Es un anillo de reducción del apetito. ¿Ves esas joyas diminutas? Hay nueve. Ayudan a corregir los desequilibrios bioquímicos en el cuerpo, revirtiendo el flujo de iones en mi torrente sanguíneo. Deberías comprarte uno.
Discurso de zombi. Lo había lanzado sin siquiera una pausa.
—Ay, no, Zoe.
Puso su juego en pausa.
—Qué.
—No… ¿tu también?
—No te entiendo. ¿Estás bien?
—Zoe, te voy a pedir una sola cosa, y más vale que me digas la verdad.
—¿De qué me hablas? Estás pálido.
—¿Alguien te paga para decir esas cosas?
Se rió.
—Ay, perdón, nene, se me escapa a veces. No quise empezar a venderte. Se supone que solo tengo que hacerlo con mis amigas.
—¿Cómo?
—No me hagas caso. Ya sabes lo difícil que es mantener todas las colocaciones sin mezclarlas.
—¿Las colocaciones?
—Colocaciones de producto. ¿Y esa cara? Me miras como si fuera una especie de freak.
—¿Tienes muchas… colocaciones?
—Ay, no te hagas el superior. Tu tampoco trabajas. ¿Qué haces para conseguir dinero? Si una chica no quiere tener un trabajo rutinario, tiene que aprovechar y monetizar su red social.
No me siento orgulloso de lo que hice a continuación. No me pude controlar. Le di una cachetada. Le dije que era una falsa, una zombi. Antes de irme, le eché un último vistazo, y vi cómo se limpiaba la mejilla de manera patética con un pañuelo.
De vuelta en mi departamento, me puse a revisar los regalos que me había comprado en nuestra corta relación: un par de zapatos, una bufanda. Decidí donarlos a la caridad. Encontré una caja de cartón, pero era demasiado grande y los zapatos y la bufanda no ocupaban mucho espacio, así que añadí algunas cosas más. Fue una experiencia curiosamente placentera. Una vez que empecé, se me hizo difícil parar. Un rato más tarde ya había llenado varias cajas, y un poco después varias más. Eran demasiado pesadas para llevarlas a la tienda de caridad, así que las dejé en la vereda, frente a mi edificio. Durante todo el día vi, desde mi balcón, cómo la gente se paraba para revolver y llevarse algunas cosas. Esa misma noche puse el resto de mis cosas también ahí afuera. Absolutamente todo: ropa, libros y discos, muebles, hasta las latas de comida que estaban guardadas en las alacenas de la cocina. Todo lo que tenía. Al final de la tarde siguiente ya no me quedaba nada.
Pasé los siguientes dos días en cuclillas, en un rincón de mi departamento vacío. Algo en mí había reventado, se había roto sin remedio. Mi gusto había sido una parte central de mi identidad. Lo había cultivado, alimentado; lo había regado como a una planta de flores exóticas. Ahora me di cuenta de que todo lo que yo pensaba que era una expresión de mi humanidad más profunda, no era más que una señal de humo de mi estilo de vida; información para algún departamento de marketing, disponible a cualquiera a un clic del mouse. ¿Cómo había llegado hasta aquí?
No entendía. Tenía que haber algo más. ¿Qué era una personalidad, si no era más que un simple menú desplegable, una colección de cosas que nos gustan o no? Y ahora que todas mis pertenencias habían desaparecido, ¿qué tomaría su lugar? ¿Quién era yo sin mis libros de publicación a pedido, mis ediciones limitadas, mis accesorios de segunda mano, únicos e irrepetibles? ¿Cómo iba a hacerme visible a potenciales aliados a través del negro vacío del espacio interpersonal?
Fue entonces cuando me di cuenta de que me habían robado. Me habían extirpado, por la fuerza, de mí mismo. ¿Y quién me había hecho esto? ¿Quién era el causante de toda mi pérdida y mi dolor? Fui corriendo, furioso, a lo de Sunita para pedirle la dirección de Raj. La puerta la abrió Constantine, quien solo vestía una bata floreada en matelassé.
—Salió —me dijo, ajustándose el cinturón de la bata alrededor de la barriga—. Me dijo que te dijera que no vengas más.
Eructó.
—¿Sunita no quiere verme?
—Eso. Dice que tienes mala energía.
No sabía muy bien cómo procesar esta información.
—Me da igual. Por ahora, solo necesito el número de Raj.
—¿Raj? Raj es un buen tipo.
—Entonces, ¿lo conoces?
—Claro. Todos conocen a Raj.
—¿Y cómo lo encuentro?
—Espera, tengo su tarjeta en alguna parte.
Desapareció y volvió con una tarjeta en la mano. En ella, escrito en un tipo de letra futurista cursi, decía «Raj, Bohemio». No sabía si era el nombre de la empresa o la descripción de su puesto.
La dirección quedaba cerca.
—Gracias.
Constantine me miró, preocupado.
—¿Sabes cuál es tu problema?
—A ver, dime.
—Estrés. Necesitas un masaje. Te voy a dar otro número. Es de acá cerca. Las chicas te atienden muy bien.
Le di la espalda y apreté el botón del ascensor.
El viaje hasta la oficina de Raj pasó como en un sueño. Yo era un fantasma flotando a través de un mundo de señales en movimiento, gente llevando bolsas de distintos negocios, inmigrantes repartiendo volantes de bares y escuelas de idiomas. Entré en una tienda gigante, deslumbrado por el cromo y el vidrio y el acero pulido. Era un laberinto de espejos, un paraíso zombi. Chicas sentadas en el mostrador de maquillaje, vestidas de farmacéuticas promiscuas. Tipos ricos con bronceados de esquí evaluando suéteres de cachemira. En la sección de artículos del hogar vi una vitrina repleta de cuchillos, brillando con encanto quirúrgico. Compré el más grande que pude encontrar y me dirigí de vuelta por las escaleras mecánicas hasta encontrar la calle repleta de gente.
La oficina de Raj no era lo que me esperaba. Me imaginaba… no sé qué me imaginaba. Un loft lujoso. Una declaración de estilo de vida. Resultó ser una oficinita compartida, un lugar lúgubre de alfombras gastadas iluminado por tubos fluorescentes sucios; el tipo de lugar donde un contratista independiente se alquila un escritorio para sentirse menos solo en la multitud. Un par de personas levantaron la vista de su trabajo cuando entré. Me sentí mareado, desorientado, el cuchillo envuelto en una bolsa de plástico amarillo en mi mano.
—¡Hola, hombre! Qué bueno verte.
Raj estaba parado detrás de un escritorio atiborrado de pilas de papeles y artículos promocionales. Sobre el monitor de su computadora desfilaba un grupo de juguetes en fila india. Se veía cansado y desaliñado, con los ojos rodeados de profundas ojeras y una mancha rojiza desfigurando su prolija camiseta blanca. Raj, mi némesis. Un tipo tan común. Había ido a matarlo, a convertirlo en nada por haberme convertido a mí en nada. Pero ahora, parado ahí enfrente, no era más que un tipo con una frente grasienta y un grano en el labio superior. Ahora que veía la realidad de su vida —las bolsas de plástico llenas de muestras gratuitas, el sándwich dejado a medio comer sobre una pila tambaleante de revistas— entendí que cualquier confrontación era absurda. Me desplomé en una silla giratoria y empecé a girar en pequeños semicírculos, mientras él seguía de pie frente a mí, esta persona que había contaminado toda mi vida sin siquiera darse cuenta. Había alguien más también. Una mujer. Creo que trató de presentármela. Negué con la cabeza, en silencio. ¿Qué era yo? Un dispositivo de clasificación. Un filtro. Un bivalvo humano, la cultura depositándose en mi interior como un resto de mercurio. Eché una mirada alrededor de la oficina, vi a esos trabajadores jóvenes con los auriculares puestos, escribiendo, hablando por teléfono con los pies apoyados en sus escritorios. Este era el mundo, el mismo adentro que afuera, un lugar de nulidad total. ¿Cómo puede algo hacer la más mínima diferencia? A menos que consigas mantener la cabeza bajo el agua, sumergiéndote en el eterno intercambio de un objeto por otro objeto, es intolerable.
—Te ves horrible —dijo Raj—. ¿Te sientes bien?
Lo miré desde mi silla. Me estaba ofreciendo un vaso de agua.
—¿Es buena? —pregunté.
Sacudió la cabeza, sin entenderme.
—¿Es mejor que las otras marcas de agua?
—Es solamente agua. Del grifo.
Tomé un sorbo.
—¿Estás enfermo? —me preguntó suavemente.
—No.
—¿Qué te pasa, entonces?
Cerré los ojos.
—No sé. Me parece que estoy aburrido.
—Ah…
—¿Hay algo hoy a la noche?
Raj sonrió y empezó a hablarme de una fiesta, una lista de invitados, un lugar secreto. Saqué mi teléfono para agendar el número de contacto.