Sinvergüenza
La pandemia no tenía prisa, transcurría enero del 2021 y en la Ciudad de México ya habíamos perdido la cuenta de las olas de contagios, el miedo se había diluido. La única sensación que nos acompañaba era la de un pájaro enjaulado o, lo que era peor, un pájaro enjaulado en mala compañía.
Cynthia y yo, apenas un año antes, sin anticipación alguna de la crisis mundial que se avecinaba, habíamos decidido emprender juntas. Atinadas, las muchachas. Ella era maestra de literatura en una escuela y tenía dos hijos de los que comen mucho. Yo tenía una gata y un negocito, una heladería artesanal de dos por dos que dependía de los oficinistas, turistas y peatones. Especies extintas durante la cuarentena del siglo. Nombramos al emprendimiento Tinta & Sal. Consistía en hacer retiros de escritura creativa fuera de la ciudad, hablar de literatura, tallerear textos, comer rico, tomar vino como bons vivants en tertulia y tener un pretexto para no estar en casa el finde. Llevamos a cabo dos. En el primero perdimos dinero —compramos más botellas de vino de las que pudimos y debimos beber— y en el segundo quedamos tablas pero contentas, porque había salido todo bastante bien. Dos meses después se canceló el mundo, y el tercer retiro —que prometía por fin dejarnos algo de dinero— naufragó. Nadie quería ir a «retirarse» con potenciales infectados desconocidos. O nos inventábamos algo que hacer para pagar la renta, o nos devolvíamos a casa de nuestras madres, quienes, por supuesto, no nos habían extendido ninguna invitación. Nuestra única alternativa para exprimirle dinero al proyecto y postergar lo más posible aquello de volver al nido materno fue crear una versión virtual de los retiros. Comenzamos a dar un curso básico de escritura en línea —sin vino—, y la gente improbablemente se inscribió. Así pudimos mantener nuestros departamentos un tiempo, pero la pandemia no se detenía. Las escuelas no tenían planes de reapertura pronto y el helado dejó de ser una necesidad básica.
Abrir una nueva fecha para dar por quinta vez nuestro curso introductorio por Zoom se sentía como entrar en una carretera de alta velocidad hacia el desquiciamiento y, lo que era peor, ya nadie quería aprender en línea nada. Ni el crochet, ni la acuarela a dos manos, ni el decorado de galletas de Baby Yoda ni la escritura, nada. Dejamos de recibir inscripciones, pero sí llamadas de nuestros caseros, un día sí y el otro también. Los hijos de Cynthia seguían con hambre y yo con cubetas de helado de mango en el congelador. Rebosábamos de ansiedad y ocio, nos convencíamos entre nosotras de que no podría ser tan malo entregarnos al buró de crédito.
«Oye, Isa, tengo una idea, avísame a qué hora te puedo llamar».
Conocí a Joaquín en 2019, en un taller de poesía hispanoamericana. Desde el principio nos hicimos amigos y, aunque él siempre quiso que nos compartiéramos el cuerpo además de los textos, con el tiempo habíamos conseguido una amistad muy linda. No pude seguir pagando el taller y lo dejé meses después, pero él se mantuvo en mi vida como un ancla literaria; siempre con buenas referencias, chismes de poetas y talleres. Pasábamos horas jugando «qué prefieres», imaginando a nuestros profesores en toda clase de circunstancias eróticas o retorcidas. Me encantaba su humor ácido y cruel, lo consideraba el rasgo de una inteligencia inusual, nos reíamos a lo villano.
«¡Isabel! Qué bueno que me llamas, llevo días dándole vueltas a una idea y creo que podemos hacer negocio, a ver qué te parece: pensé que, aprovechando la plataforma de alumnos y seguidores que tienes con Tinta & Sal, podríamos organizar un concurso de cuento corto abierto al público, ahora que la gente está encerrada y tiene tiempo para escribir».
Así, como negocio, yo no le veía por dónde, y no teníamos más que mil quinientos seguidores, pero el plan se sintió como un manantial de oxígeno que aliviaba mi asfixia pandémica. Colgué y llamé a Cynthia. Ni ella ni yo teníamos experiencia en convocatorias literarias. Jamás habíamos organizado algo similar; mejor dicho, medio que sabíamos hacer retiros y dábamos un curso decentón en línea, no más. Pero Joaquín sí. Él sí que tenía experiencia. Llevaba tiempo inmiscuido en el mundo literario y conocía las convocatorias porque participaba en todas las que podía desde hacía años. Sabía cómo funcionaban los jurados, los tips para tener más probabilidades de calificar y cuándo era el mejor momento para enviar el texto; ya había ganado uno que otro premio. Siempre había sido muy meticuloso y obsesivo con sus cosas, con sus textos. De primera impresión, aparentaba un tipo astuto y pragmático, pero, con el tiempo, fui intuyendo subtramas enigmáticas en su pasado, a veces me costaba trabajo descifrarlo. «Copiamos las bases de un concurso, diseñamos un buen flyer y empezamos con la publicidad, ¡está muy fácil!», decía él. «Si conseguimos unos cien concursantes podemos hacer buen dinero y hasta dar un premio», repetía.
Abrí un chat de grupo. Lo del «buen dinero» sonaba maravilloso y seguro que la gente estaría ávida de desahogarse con tanto encierro, necesitada incluso de contar sus historias a alguien más que a su perro o a su esposo, o a su esposo golpeador, o difunto, o a su hija que, de la desesperación, estaría a punto de abrir una cuenta en OnlyFans. ¡Sí! El concurso me pareció de pronto una idea genial y me sentí feliz de que Joaquín nos lo hubiera propuesto a nosotras, y no a alguien más. Cynthia se entusiasmó tanto como yo. El esfuerzo que habíamos invertido creando Tinta & Sal parecía dar una especie de flor o fruto.
—¿Qué nombre se les ocurre para esta primera edición del concurso? Queremos que la gente escriba sus verdades a sus anchas.
—¿«Confesiones»?
—Suena a reality show.
—¿«Retratos»?
—Meh.
—¿«Relatos sin vergüenza»?
—No, no me gusta, pero ¿qué opinas de «Sinvergüenza»?
—Tiene su encanto, suena bien.
—¡Pues ya está!
Cynthia se encargó de la campaña en redes; yo, del diseño y la redacción del flyer, y Joaquín, de hacer números, unos números coquetísimos, tanto así que la cara de negocio se la vimos, ahora sí, clarito, clarito. Recaudaríamos, con las inscripciones, suficiente presupuesto para pagar treinta mil pesos mexicanos (mil ochocientos dólares) al primer lugar, presupuesto para la impresión de la antología y, además, quedarnos cada quien con un bono, bonito, precioso.
Compartimos la información con nuestras familias y amigos, por correo a nuestros exalumnos, por las cuentas de Instagram y Facebook de la marca y, claro, en nuestras propias redes sociales también. La voz se fue corriendo y pronto llegaron los primeros cuentos. A las dos semanas teníamos casi la mitad de los concursantes que habíamos proyectado, celebrábamos en el chat con stickers de gatitos gángster derrochando billetes, y en la vida real con cervezas y tequila hasta la madrugada.
La fecha límite para la recepción de cuentos comenzó a anunciarse en el horizonte y, de un día para otro, la inercia desaceleró. A cuentagotas caía una que otra inscripción. Asumimos que estaban esperando hasta el último día para enviar su texto lo más trabajado posible. «Yo lo he hecho varias veces, casi todo el mundo lo manda a último momento —decía Joaquín—, no se preocupen». Error. Se cumplió el plazo y apenas conseguimos el dinero suficiente para cubrir el premio del primer lugar; sin embargo, estaba prometida también la impresión de la antología. No podíamos desdecirnos, esos libros se tenían que imprimir, ese premio se tenía que conceder. Dimos nuestra palabra, y la publicamos y la compartimos hasta el hartazgo. Nuestros bonos habían muerto antes de nacer. De un momento a otro conseguimos estar en números rojos hasta no encontrar un patrocinador para la impresión. Cynthia con lo del hambre, Joaquín desempleado y yo con la heladería derretida no juntábamos ni media alcancía para apoquinar con los gastos que sin querer nos habíamos provocado.
«Es supernormal, siempre pasa. Todos los concursos inflan la cantidad de cuentos que reciben para incentivar más concursantes el siguiente año. Ya con los que recibimos al menos cubrimos lo importante, y yo me muevo esta semana para conseguir sí o sí un patrocinador para la impresión del libro; no se preocupen, chicas, denme chance».
Uno de los motivos por los que accedí a hacer el concurso con Joaquín era la necesidad de una mente fría que nos sacara a Cynthia y a mí de los enredos mentales en los que nos metíamos, él tenía una manera intrigantemente práctica de resolver las cosas. Ella y yo cumplimos años el mismo día, somos virgo, sobreanalizamos y le buscamos cinco pies al gato a cualquier circunstancia. Escuchar las palabras de Joaquín me recordaba que había otras formas de resolver problemas, que el asunto no era tan grave y nuestra credibilidad, hasta donde estaban enterados los concursantes, seguía intacta. Era nuestro primer concurso, no nos volvería a pasar en el siguiente. Me sentí aliviada. Era cierto, conseguir un patrocinador no podía ser tan difícil, la gente lo hace todo el tiempo.
Llegó el momento de leer los cuentos, eran cerca de doscientos (ni tan mal, ¿no?). Nos dividimos entre tres, cada uno escogería sus favoritos y esos sí que los leeríamos todos para destilar al final dieciséis: un primer lugar, una mención honorífica y catorce finalistas.
Quedamos en vernos un martes por la tarde en la librería El Péndulo para llevar a cabo la deliberación. Había dos cuentos peleándose el oro: «Diario» y «Hofstade», un cuento sobre fútbol que no estaba nada mal. Cynthia estaba convencida de su decisión, el de fútbol estaba muy bien escrito, sí, pero «Diario» era de otra categoría. Su autor había conseguido salirse con la suya desapareciendo África y hacerlo parecer nimio frente a un amor no correspondido. Era hermoso, original y, sobre todo, romántico.
«O sea, sí. También es bueno, claro que me gusta», decía Joaquín, recargado hacia un solo lado de su silla, con la cara sostenida por su puño cerrado. «Pero la tensión que tiene el texto de fútbol, la historia del chico sin un futuro aparente y la narración del partido siguiendo cada uno de sus movimientos, no sé, me parece bien logrado. No es tan común leer buena ficción sobre fútbol, lo hace muy muy bien».
Noté, por la expresión de Cynthia, que empezaba a dudar, siempre le ha incomodado el conflicto.
¿Darle el primer lugar a un cuento sobre fútbol? Yo tenía clarísimo quién se iba a llevar el premio. La originalidad, los detalles de la distopía continental, las entradas de diario sobre la enamorada, era genial. Además, me parecía un gran cuento para la primera edición del concurso, singular.
Me sorprendía que Joaquín defendiera tanto «Hofstade» porque, aunque parecía un mero cliché de género, jamás me había comentado que fuera aficionado o hincha de algún equipo, no era ese tipo de hombre.
«Pues sí, “Diario” es muy bueno también», admitía Joaquín entre dientes, con una voz apenas audible, intuyendo que perdía la partida.
En realidad, deliberábamos por mero protocolo, por jugar a ser profesionales en la materia y hacerle sentir a Joaquín que su opinión era importante, pero, éramos mayoría. Nos quedábamos con el de África. O su ausencia. La mención honorífica reconocería al autor futbolero en su talento literario, es lo que teníamos para ofrecer. Joaquín finalmente cedió y brindamos con unas mimosas que aligeraron el ambiente.
Llegó el día de publicar el veredicto. Antes de compartirlo ya teníamos en la bandeja de entrada correos ansiosos por conocer los resultados y, con genuina alegría, le escribí a Arturo, el ganador. Tenía muy merecido el primer lugar y me llenaba de gusto que hubiera participado en nuestro concurso con semejante cuentazo.
Nosotras:
Arturo:
Es un honor informarte que eres el GANADOR del 1er Concurso de Cuento Corto de Tinta & Sal «Sinvergüenza». Tu cuento «Diario» es una obra de excelente calidad literaria, y estamos muy orgullosas de publicarlo en nuestra antología. Te recordamos que el premio consta de una remuneración económica de $ 30.000 MXN, así como tres copias impresas de la antología, que estará lista este año. Para poderte hacer el pago, necesitamos que nos envíes una copia de tu identificación y tus datos bancarios.
¡Muchísimas gracias por participar! Estaremos en contacto para avisarte sobre la fecha de la presentación del libro, aquí en la Ciudad de México.
Saludos y ¡felicidades!
El equipo de Tinta & Sal
Y él:
Recibo este correo con una alegría indescriptible. Jamás imaginé que mi cuento sería el mejor de entre todos los que debieron recibir. Después del día de mi boda y los nacimientos de mis hijos, hoy es uno de los días más felices de mi vida y estoy agradecido hasta la médula con ustedes. De inmediato les adjunto mis datos, quedo a sus órdenes para lo que necesiten y permítanme que me emocione en onomatopeya: ¡¡¡YUPI!!!
Les dejo mis datos bancarios para que no haya duda.
6440148011168900881
Banco: STP
Arturo Méndez Osorio
Awww. ♥
Le transferimos.
¿Y ahora qué se hace? No teníamos idea. ¿Cómo se arma un libro?
—Joaquín, ¿tú conoces a alguien en la industria editorial que pueda hacer el archivo?
Cynthia a veces publicaba en medios, en una que otra revista y boletines, yo publicaba en mi diario nada más. Ni ella ni yo conocíamos el proceso ni sabíamos por dónde empezar.
—Tengo un muy buen amigo que es diseñador gráfico, no editorial, pero ha trabajado antes maquetando textos y algunos otros proyectos de libros de arte. Seguro nos puede hacer el nuestro gratis si le damos tiempo. Está fácil, que lo vaya trabajando poco a poco. Nada más nos aseguramos de darle crédito en la publicación. Yo lo puedo ir guiando de acuerdo con la estética que queramos.
Antes de enviarle el material al amigo, revisamos cuento por cuento para corregir cualquier falta de ortografía o gramática. Había cientos de ellas, nos tomó semanas. Además, a último momento pensamos que era buenísima idea que cada cuento tuviera una ilustración. Queríamos que fuera un libro bonito, no cualquiera. Así que nos tomamos unos días extra para conseguir a un ilustrador y dejar inmaculado el contenido. Una vez que la antología estuvo completa y revisada, se la enviamos al amigo y esperamos. Había tiempo.
Abril:
¡Hola, chicas! Ayer estuve con mi amigo editor, le invité unas pizzas y unas cervezas y me dice que el lunes nos puede enseñar una primera propuesta, ¡la parte difícil ya la hice yo! Jaja. Vamos bien.
Mayo:
Chicas, mil perdones. Resulta que los cuentos que le envié eran las versiones originales y no las corregidas, tiene que rehacer el archivo, porque tantos cambios desajustan el texto que ya estaba maquetado. De verdad, perdón.
Mayo, finales:
¡Hoy ceno con el editor y les cuento cómo va!
Junio:
Resulta que la tipografía que escogimos es incompatible con el programa que él utiliza, y por eso se atrasó buscando una alternativa que se pareciera.
Julio:
¿Me pueden reenviar, porfa, el logo de Tinta & Sal? Dice que le llegó el PNG, pero lo necesita también en JPG, ya casi acaba.
Agosto:
¡Ya tengo una primera propuesta! ¿Qué les parece la portada así?
Un mapache habría hecho un mejor trabajo en Paint. No había hecho el resto del archivo, llevaba meses dándonos atole con el dedo. Y nosotras, confiando. Me ofendió el descaro del tipo —al que, por cierto, nunca conocí— de enviar esa basura después de todo el tiempo que le dimos. ¿Estaba ciego Joaquín, o qué? No solo no había hecho la maquetación, sino que ya teníamos a los finalistas encima, mandando mensajes y correos casi a diario, preguntando por la fecha de presentación del libro. Y eso no era todo, la cereza en el pastel nos la comimos cuando les envié un correo pidiéndoles disculpas y paciencia por la demora de la publicación en CC y no en CCO. Lo que significaba que, de pronto, todos los finalistas tenían el correo de los demás, ¡y se amotinaron! Me hervía la sangre. Claro que Joaquín estaba despreocupado, él no daba la cara como Tinta & Sal, él no tenía en juego su nombre ni su reputación.
—De verdad, una disculpa enorme, Isa, me quedó fatal mi amigo. Pero entiende que yo estoy intentando ayudarlas —decía en tono femenino—. Ninguno de nosotros tenía el dinero para pagarle a un diseñador editorial, ¿no? Al menos yo conseguí alguien que lo iba a hacer gratis. Ustedes no consiguieron ni patrocinador para la impresión. Creo que Cynthia, además, me odia. Si te soy sincero, no me gusta la manera en la que me habla, no sé cómo la aguantas tú. Me estuvo presionando como si no le estuviera haciendo un favor. En fin, me moví lo más que pude para compensar este tiempo, ¡y qué crees! Tengo un tío que trabaja en una consultoría bastante grande y me dijo que ellos podrían patrocinar la impresión para incluir el libro en las canastas de Navidad que regalan a sus clientes y empleados a fin de año.
—¿Estoy intentando ayudarlas? ¿No sería, más bien, ayudarnos?
De pronto, se desentendía de la ecuación y tenía el atrevimiento de ponernos a Cynthia y a mí en contra para salir bien parado. Me sentía traicionada, pero la noticia del patrocinio nos sacaba por completo del problema. Respiré hondo hasta el mareo. Era absurdo no aceptar la oferta.
Le perdoné el retraso y aceptamos el patrocinio. Una semana después, nos envió por correo un contrato de mutuo acuerdo con el tío y la consultoría. Firmé. Joaquín, sonriente como político, garabateó en la línea de testigo y, por la tarde, lo llevó a su tío para concluir el trámite. Me regresó el alma al cuerpo, algo concretábamos y el libro podría tener —para nuestra pequeñísima escala— gran difusión, querían mil copias. Ahora solo nos hacía falta, por segunda vez, el diseño editorial.
Llamé a Christian, un diseñador bastante pro que me ofreció tener listo el archivo en el transcurso de una semana. Perfecto. Así tuviera que mudarme con mi madre y pedirle dinero prestado, yo me encargaría de que el libro quedara listo en tiempo y forma para entregar a los finalistas y distribuirse en esas canastas de Navidad. Tal como había prometido, el lunes siguiente la maquetación de la antología estaba lista. Estábamos muy emocionadas, era aún más bonita de lo que imaginamos, tenía unos detalles dorados en la portada que nos encantaron. No quise enseñársela a Joaquín hasta que el dinero del patrocinio estuviera en su cuenta porque «la burra no era arisca, la hicieron». Solo hacía falta imprimir el libro, y Christian el diseñador nos sugería una imprenta con la que había trabajado siempre. No estaba mal de precio y eran confiables, pero Joaquín, sabiéndose en control de la situación, no quería imprimir con ellos. Quería cuidar el presupuesto que nos estaba por caer del cielo de su tío y encontrar algo más económico.
Una semana después, el anticipo seguía sin llegar a su cuenta. No le caía el depósito. Diez días después, no le caía el maldito depósito. Christian el diseñador empezó a inquietarse porque le debíamos su finiquito, y yo, después de leer los nuevos correos de los finalistas, me inicié en lo que se conoce como «colitis ulcerosa». ¿Quería o no quería el tío la antología para sus famosas canastas de Navidad? Le pedí una semana a Christian, yo le conseguiría su dinero.
La mañana del diecinueve de septiembre, después de haberle llorado a mi mamá por un préstamo y recibido un «no» como respuesta, conté los pocos pesos que me quedaban en la cuenta de la heladería. El negocio deliraba de cualquier manera, quemar las naves al menos era un acto de honor, y yo quería dejar de sentirme una deudora truculenta.
Le pagué a Christian el diseñador. Llamé a Joaquín y a Cynthia para avisarles que no iba a esperar ni un día más el supuesto patrocinio y que imprimiríamos doscientos cincuenta libros, el mínimo indispensable para cumplir con los finalistas y suspender el omeprazol. El dinero que me quedaba alcanzaba justito. Si lo recuperaba o no con la venta de los libros no me importaba. No me importaba NADA. Solo quería volver a dormir y dejar de recibir a diario amenazas de demandas literarias en el correo. Les habíamos inventado de todo para comprar tiempo, la crisis de papel, covid varias veces, falta de presupuesto, chinches; no quedaban balas. ¿Y además los finalistas qué culpa tenían? No podían usar sus cuentos para participar en otros concursos, habían presumido con sus familias y amigos de haber sido elegidos, tenían razón de estar molestos.
—Hasta que contestas, Isabel, no sé si dimensionas el problema en el que me metiste con mi tío. No le da tiempo de encontrar otra cosa que poner en las canastas y te recuerdo que firmamos un contrato. Me sorprende que hayas tomado esta decisión sin consultarme —me dijo enunciando con una lentitud particular.
A mí el contrato me valía madres, mientras no recibiéramos el dinero no tenía validez y en todo caso quien había incumplido era el tío —con quien, por cierto, nunca tuve contacto—, no yo. Me preocupaba mi amistad con Joaquín, eso sí, porque digamos que, después de eso, bonito bonito no le hablé:
—¿Sabes lo que significa tener que dar la cara con los finalistas, Joaquín? ¡Tú estás tan tranquilo porque no es tu marca, no está tu jeta en la página web! El que no dimensiona eres tú. ¡Yo me estoy jugando todas mis cartas, deja de pensar solo en ti!
Así, gritadito.
Sentía un poco de culpa por haber dejado a su suerte el diseño, el patrocinio, la impresión. ¡Pero él se había ofrecido! ¿Por qué íbamos a rechazar sus propuestas? «Después nos tomamos un café, y tal vez le pida perdón», pensé.
Transferí mi dinero a la imprenta.
Nosotras:
Queridos Sinvergüenzas:
¡Con mucha ilusión les informamos que ya tenemos fecha para la presentación de nuestra antología de cuentos! La cita es el jueves 23 de noviembre a las 7:00 p. m. en la dirección del flyer adjunto. Sabemos que ha sido un proceso mucho más lento de lo que prometimos, las circunstancias no jugaron a nuestro favor, y les ofrecemos nuestra más sincera disculpa. Queremos agradecerles su paciencia en esta increíble pero compleja travesía. ¡Estamos muy felices de tener este ejemplar entre las manos y compartirlo con ustedes!
¡Qué ilusión conocerlos! Nos vemos muy pronto. 🙂
Y ellos:
¡Ah, pues ya era hora! Ahí estaremos.
Cincuenta sillas plegables, mesas para papitas y cacahuates, un par de floreros para poner unos claveles o ramitas, aunque fuera, desechables, servilletas, hielo, papel de baño, extensiones de luces, bocina con micrófono, una hielera grande llena de helado para regalar, cambio para los pagos del libro en efectivo y una terminal para tarjetas, señalizaciones con flechitas en la esquina de la calle para evitar que se perdieran los escritores que venían de fuera de la ciudad, cervezas, mezcal y, por supuesto, los libros. Materializados, existentes, tangibles, era increíble.
Cynthia y yo nos emperifollábamos in situ cuando, dos horas antes del evento, se presentó Joaquín con el pelo muy corto peinado con gel, barba recortada, una botella de vino en mano y, en la otra, una invitación a un abrazo. Se veía incluso más delgado, que ya era mucho decir. No supimos nada de él desde que rechazamos el patrocinio, ni un mensaje. También le habíamos compartido el correo de invitación al evento, pero nunca dio acuse de recibo. Asumí que estaba muy enojado y que su manera de castigarme sería faltando. Cynthia le concedió el abrazo y, emocionada, le dio las gracias por haber llegado tan temprano para ayudarnos. ¿Temprano? Yo también sentí alegría de verlo, alegría de la que se parece mucho a la rabia. Si hubiera querido ayudar, nos hubiera escrito hace una semana, ¿no? Me miraba muy fijo a los ojos. Le di un abrazo para suavizar la tensión y nos tomamos la botella de vino como aspirina.
Cynthia, que tiene buena mano para la gente, dio un discurso de bienvenida muy bonito. Contó la aventura en la que se había convertido la publicación e invitó a Joaquín a pasar al frente junto con nosotras —¿por?— para presentarnos como el equipo organizador que éramos, dijo. No me pareció, pero sonreí, apretado y sin dientes. Tomé el micrófono, conté el acto incestuoso que había cometido patrocinando mi proyecto con mi otro proyecto al haber perdido al patrocinador original, pero que lo importante era tener los libros impresos, cumplir con nuestra palabra y comer helado de mango. La gente se reía, incluyendo a Joaquín, algunos aplaudían, otros no. Dimos inicio a la lectura de los mejores cuentos, para lo que cual llamamos varias veces con el micrófono a Arturo, el ganador del concurso, pero no apareció por ningún lado, tal vez se le había hecho tarde. Continuamos con la lectura de la mención honorífica, la de fútbol, y así seguimos con los autores que esperaban su turno para subir a leer sus cuentos y volver a sus asientos conmovidos por los aplausos. Nos tomamos una foto todos juntos sosteniendo el libro para concluir la ceremonia, e inauguramos la fiesta con un brindis de mezcal.
¡Qué gusto por fin conocerte, Fulanito!, una foto, claro, ¿una firma?, ¿mía?, bueno, claro que sí, qué honor, sí, sí, el próximo año estamos pensando en lanzar la segunda edición del concurso, ahora que ya nos sabemos el caminito, por supuesto, nosotras te avisamos.
¡Sobre mi endeudado cadáver! Debut y despedida con el rollito editorial, era una trampa, igual que emprender. Cynthia y yo celebrábamos que la aventura se hubiera terminado, y quizá, muy en el fondo, la satisfacción de haberlo resuelto: clap, clap, clap. Vendimos nada más que cincuenta libros, en ese momento nos daba igual. Luego solucionaríamos cómo recuperar el dinero. Bebimos y bebimos, y reímos, y especulamos cien veces sobre qué le habría pasado al primer lugar, que nunca llegó. ¿Y si se murió de covid? Ya tenía sus cincuentaytantos. O le hackearon el mail y nunca se enteró de que hubo presentación, o usó el dinero del premio para fugarse con su amante a Sayulita, de donde nunca regresó. Acabamos en un karaoke coreano a las cinco de la mañana con los claveles de los floreros metidos en el escote.
24 de noviembre, 11:30 a. m.:
—¿Bueno?
— Isa, ¿estás sentada?
—Hola, Cynthia, no, ¿por qué?
—ES UN PLAGIO. UN PLAGIO. EL PRIMER LUGAR. EL CUENTO. LO PLAGIARON. NO ESTÁ MUERTO. ESTÁ RIÉNDOSE DE NOSOTRAS Y TOMANDO CHAMPAÑA JUNTO CON SU AMANTE EN SAYULITA.
Nabila —mi prima y gran amiga de Cynthia—, mientras nosotras cantábamos Selena a todo pulmón, volvió a su casa obsesionada con resolver qué demonios le había pasado al ganador como para perderse la presentación del libro en el que su cuento había ganado. Con el nombre completo, encontró un viejo perfil de Facebook, nada útil. Fue hasta que redactó fragmentos del cuento en el buscador de Google que lo encontró completo en el blog de un tal Hernán Casciari, escrito en el 2006:
Diario de amor durante una catástrofe
1° de diciembre. Ya ha pasado una semana desde la desaparición de África y sigo sin sentir dolor por el destino del mundo. Estoy harto de que nadie piense en retomar el curso de la vida, harto de que no se oiga hablar de otra cosa en la prensa, en la calle, en la televisión. África por aquí, África por allá… La desaparición del continente es un tema importante, pero no entiendo cómo se las arregla la gente para cotorrear día y noche sobre un asunto del que nadie sabe qué decir. En otro orden de cosas, Soledad no me ha llamado.
Y diosmíodemivida, el tal Casciari tenía nada más MEDIO MILLÓN de seguidores en Instagram, más de una docena de libros publicados, un canal de YouTube, revistas, y apariciones en radio y televisión, además de, seguramente, dinero, contactos y excelentes abogados de derechos de autor.
Vomité lo que me quedaba de mezcal en el estómago, el cuello me sudaba frío. Podía visualizar a tres hombres en traje tocando a mi puerta en cualquier momento, llevándome a la fuerza ante el ministerio público, y a mi gata llorando y gritando, y a mis vecinos tomándome fotos y leyendo de mí al día siguiente en el periódico: «Un par de whitexicans ingenuas publican plagio en su primera antología», y ella y yo tapándonos la cara en las fotos en blanco y negro, con los libros expuestos sobre una mesa frente a la prensa, como las criminales en que nos habíamos convertido al amanecer.
No sabíamos dónde meter la cara, cómo cambiarnos el nombre. Cynthia imaginaba el chisme esparciéndose como piojos por toda la escuela de sus hijos, yo teniendo que olvidar el máster de escritura al que me quería inscribir, nadie me querría en su clase, en los talleres, tendrían miedo de compartir sus cuentos frente a mí, incluso de leerlos en voz alta. No podía ser más que un mal augurio, tendría que cambiar de carrera, trabajar en el restaurante de mi papá, fregar platos.
Decidimos no decir ni una sola palabra hasta tener un plan de acción semicoherente. Ni siquiera a Joaquín. Sobre todo, no a Joaquín. Lo imaginaba en alta definición con sus ojos demasiado azules burlándose del gol que me habían metido, que me había metido yo misma jugando a la heroína. ¿Cuánto cobra un abogado? ¿Qué posibilidades hay de que Hernán Casciari se entere? Todas, todas las posibilidades, el mismo plagiador nos podría acusar.
Un amigo de confianza nos recomendó un abogado en derechos de autor: «¡Por ningún motivo se les ocurra lucrar con un solo libro más! Esto es un problema serio, y si alguien les pregunta, digan que todos los libros de la presentación se regalaron».
Dupliqué el omeprazol y comencé con la dermatitis.
Dos días después, algunos finalistas —que por suerte ignoraban la situación— preguntaban por correo si podíamos enviarles más libros por paquetería, porque sus primos de Coahuila habían visto las fotos y querían comprarlo. ¿Y si este finalista es el plagiador y nos está volviendo a ver la cara? Desconfiábamos hasta de nuestro reflejo, de la cajera del supermercado. Transcurrió una semana de insomnio y seguían llegando pedidos del libro. Cuando los finalistas se enteren, van a pensar que todo es un fraude, que su cuento es parte de una antología apestada. Más copias seguro que no querrán. ¿Y si le escribimos al plagiador? Capaz que contesta, lo amenazamos y que nos devuelva el premio. No, no, no, que el universo se encargue de él, «al que obra mal se le pudre el tamal». Se me ocurre que podríamos recortarle esas páginas a cada libro. Si hacemos un corte limpio, no se vería tan mal, lo vendemos así y recuperamos algo del dinero. Podríamos también sellar las hojas con un bloque negro, causaría intriga. Una especie de texto prohibido detrás de la tinta. Con un solo conspiranoico al que provocáramos sería suficiente, ellos solitos se encargan de correr la voz. O pegamos unas estampitas con el nombre de Hernán encima del nombre del plagiador.
Caímos en cuenta de que la única opción que nos redimía un poco era escribirle directamente a Casciari. Decirle lo que pasó y esperar que nuestra confesión trajera consigo misericordia. Sonaba menos peor que recibir una carta meses o años después, cuando la deuda hubiera crecido, cuando él se enterara por un rumor y nos sacara de una madriguera, escondidas como ratas. Prefería ser una ignorante honesta que una criminal en fuga.
Nosotras (en pocas palabras, para no hacer el cuento largo):
Estimado Hernán:
Somos unas idiotas, publicamos un cuento tuyo sin querer, ¿podemos agendar un zoom para explicarte? ¡Perdón!
Salu2.
Y él, cri, cri…
Seguro está armando la demanda con sus abogados, ya son muchos días que no contesta. Debe de haber leído el correo, se lo enviamos cinco veces, al de la revista, al de soporte, por Instagram, tiene que haberlo visto.
Y él:
¡Hola! Primero que nada, perdón por la demora en responder este correo, nos había llegado a SPAM.
Les dejo al pie el WhatsApp de Hernán, recién lo puse al tanto.
¡Saludos!
Nacho
Jefe de Comunicación
¿El WhatsApp de Hernán? Dos horas más tarde, Cynthia y yo nos juntamos para escribirle.
Hernán:
Hola, sí ya estoy enterado. ¿Me pueden enviar imágenes del cuento en la antología?
Por lo que veo, esta persona solo cambió el nombre del personaje femenino. Mi versión es Soledad Lira, y la suya es Carmina Nieto.
Lo único que teníamos para ofrecerle era, por supuesto, una disculpa, y la opción de pegar las estampitas con su nombre encima del nombre del plagiario. Qué vergüenza.
¿Y si en vez de eso les escribo unas líneas breves? Ustedes ponen esas líneas en forma de tarjeta fotocopiada dentro de los libros, o la pegan, como quieran.
FE DE ERRATAS
El cuento que aparece en la página 11 de este libro, firmado por Arturo Méndez Osorio, se parece bastante a un relato mío llamado «Diario de amor durante una catástrofe». Ambas historias tienen la misma cantidad de palabras y todas están ubicadas en el mismo orden. Las organizadoras de este certamen sospechan que Méndez Osorio ha cometido plagio, pero a mí me ilusiona pensar que ha sido solo una casualidad. En caso de que no, vaya mi enhorabuena a Luis Martínez Andrade, porque su cuento «Hofstade», de la página 21, ha resultado el verdadero ganador del concurso.
Hernán Casciari
Comenzamos a reír como guacamayas. Nos mirábamos tratando de hacer sentido de lo que estaba pasando y volvíamos a leer la fe de erratas en voz alta y despacio para confirmar que la situación fuera real. Estábamos en shock. Le mandamos una selfie con cara de «perdón, no sabemos cómo agradecerte». ¿Quién era este hombre? No solo su actitud y la fe de erratas eran de otro mundo, sino que nos invitaba a vender los libros para recuperar el dinero y asegurarnos de que todos y cada uno de los finalistas recibieran las copias que les correspondían. Nos pidió además que le avisáramos cuando estuviera a la venta en nuestra página de internet para difundir el enlace y que se agotara, ¿¡qué!? Nuestra incredulidad se desbordaba por las ventanas.
—Hernán, de verdad muchísimas gracias, ¡pronto escribiré esta historia! Te la comparto en cuanto la tenga lista.
—¡¡¡Por favor!!! ¡Quiero ese cuento!
Imprimimos la fe de erratas en unas postales bonitas (Christian el diseñador dijo que parecían invitaciones de bautizo, pero a nosotras nos gustaron), compramos una buena botella de mezcal y la mandamos en una caja junto con tres copias de la antología a la dirección de la Editorial Orsai en Buenos Aires, donde Hernán las recibiría.
Con la bendición de Casciari, pudimos contarles a los finalistas el escándalo. Algunos estaban fascinados y nos pidieron más ejemplares, otros ni siquiera contestaron, y unos cuantos abogaban por otorgarle a la mención honorífica el premio que, por default, ahora le correspondía. Fuck. ¿Con qué dinero? Pero no era eso lo que me desconcertaba. Cynthia y yo decidimos darle la noticia a Joaquín junto con los finalistas a través del correo que enviamos. Yo había preferido no enviarle un mensaje directo contándole lo sucedido, porque me parecía que le concedía una especie de poder. No quería darle herramientas con las que pudiera convertirnos en su hazmerreír, sino más bien minimizar nuestro error comunicándoselo casi de forma indirecta, algo como: «Ah, por cierto…». Pero nunca contestó. No respondió al correo. En cuanto se manifestara, yo pensaba llamarlo para contarle la versión extendida, pero no escribió por ningún lado. ¿Qué tipo de enojo tenía como para no enviarnos un mensaje justo después de haberse enterado? «Está ardido», pensé. Le arde que no le hayamos contado desde que nos dimos cuenta del plagio. Y pues sí, lo habíamos dejado fuera del asunto por proteger la dignidad que nos quedaba, pero ¿no se moría de curiosidad por saber el chisme? Su silencio me quitaba el hambre.
Cuando Hernán recibió los libros, subió una publicación a Twitter compartiendo la historia de lo ocurrido y fotografías de la antología. Tuvimos un número inusitado de visitas y seguidores en nuestro perfil y salimos hasta en el periódico La Nación de Argentina, que compartió las fotos en un artículo: «Plagio con final feliz». El asunto tomaba proporciones surreales. Subimos las publicaciones de Hernán y el artículo en nuestras redes sociales, nos comentaron como nunca. Nuestros celulares tropezaban con mensajes de amigos sorprendidos, querían detalles.
El internet fue bastante amable: «Bien por esas chicas que dieron la cara», «¡Casciari, hermano, ya eres mexicano!», «Qué justo el título del libro», «Qué vergüenza para ese sinvergüenza», «Tan Casciari todo», «¡Qué grande que sos!», «Es la mejor fe de erratas que leí en mi vida», y sí. Pensábamos en el tal Arturo, impactado del favor que sin querer nos había hecho. Y en Joaquín, desaparecido junto con África.
Para entonces la ciudad había vuelto a su actividad habitual y comencé a recibir pedidos de helado. Aún tenía la máquina para producir, y una renta que pagar, así que retomé la operación de la tienda. Una pareja de extranjeros en sus sesentas se acercó un martes por la tarde. ¡Bienvenidos! ¿Qué sabor quisieran probar? Tenemos mandarina, avellana, mango.
—¿De casualidad aquí venden un libro?
Creo que sonreí como psicópata de tanto asombro, porque hasta los inquieté un poco. Su visita era, en pocas palabras, el hijo de mi acto incestuoso.
—¡Sí! Aquí vendemos un libro, ¿cómo supieron?
—Nuestro hijo es un gran lector de Hernán Casciari, nos contó que al parecer esta heladería publicó uno de sus cuentos, ¿cierto? Y, aprovechando que veníamos a México, nos pidió pasar a preguntar, a ver si de casualidad le conseguíamos el libro.
Una heladería que publica cuentos, o plagios. Puesto así sonaba bien, seguro era mejor negocio que vender solo helado. Me había llevado libros a la tienda por mera superstición, pero nunca esperé venderlos. Y menos al par tan adorable que ahora me contaba esta historia que, además, eran editores. Me regalaron uno de sus libros, insistí en hacer un trueque, pero me pagaron la antología y un helado. Me despedí de ellos con mucho cariño, como si fueran mis padrinos y tuve una de las tardes más alegres de mis treintas.
Cynthia y yo nos sentíamos más que satisfechas con el revolcón exitoso que había sido nuestra novatada en el mundo editorial. Sin embargo, la fugacidad de los medios evaporó la euforia en cuestión de días, y no vendimos más que unos doce libros más, acabamos regalando varios.
De Joaquín, ni sus luces. Asumí que quería desentenderse del concurso, de la antología, de nuestra amistad. Y respeté su decisión, no lo busqué más. Lo que no anticipé fue su sombra. Le contaba semanas más tarde esta historia entre cervezas a un grupo de amigas, y Érica:
«¡Isa, debe de ser un buen augurio que te suceda algo así con tu primera publicación! Me suena ese escritor, no recuerdo bien de dónde. ¡Ah, claro! Joaquín, también es amigo tuyo, ¿no? Él me habló muy bien de Hernán Casciari, el año pasado me compartió su blog».