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Orsai presenta cinco cuentos de Ignacio Alcurri tan disparatos como entretenidos, en los que cada situación parece irse un poco más allá de los límites de lo absurdo.

Respuestas

—Buenas tardes, mi nombre es Gladys y llamo en nombre de la encuestadora Diagrama. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

—Debe haber un error. Estoy esperando una llamada de mi abogado. Mañana tengo una audiencia porque pasaron dos meses desde que se llevaron el asiento del water de mi celda.

—Solo le tomará entre cinco y diez minutos.

—Está bien. Tiempo es lo que me sobra.

—Dígame su nombre, por favor.

—Hannibal Lecter.

—¿Es usted el sostén económico del hogar?

—Tú me hiciste una pregunta y ahora es mi turno. Dime, Gladys, ¿cuál es tu peor miedo?

—Pensar en pasarme el resto de la vida trabajando en esta encuestadora. ¿Es usted el sostén económico del hogar?

—Estoy confinado en una pequeña mazmorra sin más compañía que el enfermero que me alcanza la comida y el papel higiénico.

—Tomaré eso como un «sí». ¿Cuál diría usted que es el máximo nivel de estudios completos?

—De nuevo te apresuras, Gladys. Por tu acento adivino que vives en la periferia de la ciudad. Debes odiar el viaje en ómnibus todas las mañanas. Odias encontrar asiento después de una larga espera y que un desconocido oliendo a sudor, vino y portland apoye lentamente su sexo contra tu hombro. ¿Estoy en lo cierto?

—La verdad es que subo en la segunda parada así que viajo siempre contra la ventanilla. Lo más molesto son los gordos que al dormirse se van cayendo para mi costado y para adentro de ellos al mismo tiempo.

—Sí… Puedo imaginarlo.

—¿Los estudios, entonces?

—Terciarios. Soy doctor.

—Muy bien. Si las elecciones nacionales fueran el próximo domingo, ¿a quién votaría?

—Antes tienes que revelarme otra intimidad. ¿Cuál fue tu descompostura más importante?

—¡Doctor! No pensé que se cachondeara con esas cosas.

—¿Te interesa mi respuesta o no?

—Para ser sincera, llevo dos semanas y todavía no pude llenar un cuestionario completo. Déjeme ver… Mi peor descompostura fue al otro día de ir a un espeto corrido chino, que terminó cerrando la Dirección de Bromatología. Casi me quedo con el toallero en la mano, y no porque tuviera que hacer fuerza. Aquello salía solito y con fuerza, como un volcán invertido.

—¿Volviste al espeto corrido? ¿Volviste buscando repetir aquella sensación tan violenta como placentera?

—Quid pro quo, doctor Lecter. Si las elecciones nacionales fueran el próximo domingo, ¿a quién votaría?

—¿Quiénes son los candidatos?

—No se haga el listo conmigo.

—Eso no cuenta como pregunta. Es información relevante para dar mi respuesta. Si obtuviera placer con una lista de apellidos pediría a los guardias una guía telefónica y pasaría el día masturbándome.

—Jamás pensé que iba a encontrar a alguien que me diera demasiada información. La opción A es el doctor Sánchez; la opción B es el doctor Nardone; la opción C es el doctor Cárpena.

—El doctor Cárpena suele decir «hubieron». Le arrancaría los riñones y me los comería con chimichurri, una papa al plomo y un vasito de Medio y Medio.

—A o B, entonces.

—B, pero por descarte.

—¿Qué me había preguntado usted? Ah, del espeto corrido. Jamás volví. La atención dejaba mucho que desear. Los mozos se pasaban gritando.

—Los sigues escuchando, ¿verdad? Cierras los ojos al acostarte y oyes los gritos de los mozos chinos, que te insultaban cuando volvías a pedir carne, que es de los platos más caros en esa clase de establecimientos.

—No es mi turno de contestar. Dígame los tres últimos números de la cédula, doctor Lecter.

—Se acaba tu tiempo, Gladys. Los guardias van a llevarse el teléfono en cualquier momento y no podrás terminar tu encuesta.

—¡Necesito los números!

—¿Crees que al completar tu primera encuesta los chinos harán silencio y podrás dormir en paz?

—¡Sí! ¡Y es lo único que quiero! ¡No puedo soportarlo más!

—835-1.

—M-m-muchas gracias.

—Y deja ese trabajo cuanto antes. Al dueño de la empresa le gusta vestirse de vampiro y comerse el corazón de sus empleadas.

—¿Todo eso dedujo de nuestra conversación?

—No, era paciente mío. Llegó porque tenía miedo a las arañas y mi tratamiento no tuvo los resultados esperados. De hecho, la mayoría de los asesinos seriales de la ciudad fueron creación mía, por eso me resulta tan fácil identificarlos.

—Gracias por el dato, lo tendré en cuenta.

—¿Vendrás a visitarme, Gladys?

—Lo dudo. No hay un ómnibus que me deje cerca del hospital psiquiátrico.

—Puedes sacar un boleto de una hora y por el mismo precio tomar dos.

—Pero, qué cosa, doctor. Usted tiene una respuesta para todo.

Proposiciones

—Los sorrentinos con salsa de champiñones para la señorita y la milanesa napolitana para el caballero. Buen provecho.

Ambos comensales le agradecieron al mozo mientras éste se dirigía a atender otra mesa. Las copas ya estaban servidas con un buen vino de la casa.

—Agustina, los últimos tres años fueron muy especiales para mí.

—¿Qué decís, Adrián? —la frase la sorprendió con el tenedor a medio camino de su boca.

—La verdad. Que nunca pensé que volvería a ser tan feliz y es por vos. Por eso… –sacó la cajita con los anillos– …por eso es que quiero que seamos marido y mujer.

—¡Mmmh, sí! ¡Sí! —su grito mezclaba sorpresa, emoción y un poco de placer sexual.

Adrián sintió más alegría que vergüenza y levantó la vista. Era muy tímido, así que había realizado la proposición sin mirarla a los ojos. Descubrió que los de ella estaban cerrados.

—Agustina, ¿estás bien?

—Disculpame, ¿me estabas hablando? Estaba distraída con estos sorrentinos. Son lo más rico que probé en la vida. Esperá. Pudo ser casualidad… Mmmh. No, este también está increíble. ¡La puta madre, cómo están estos sorrentinos!

A ella no parecía importarle otra cosa. Él creyó que la casualidad le había jugado una mala pasada y decidió esperar unos minutos para repetir el pedido matrimonial.

—¡Mozo! —gritó ella—. Por favor, ¿podría decirme quién preparó este plato? Fue un esfuerzo conjunto, me imagino.

—Señorita, tenemos un único responsable de la cocina y es el chef Rogelio. Él preparó con sus propias manos ambos platos.

Mientras el mozo hablaba, Adrián probó su milanesa. Nada del otro mundo.

—Imagino que un chef tan talentoso debe estar casado.

—¿Qué estás haciendo, Agustina?

—Rogelio no está casado, señorita.

—Dígale que me quiero casar con él. Que quiero pasar el resto de mis días a su lado, comiendo sorrentinos y haciendo el amor de manera salvaje. No, mejor se lo digo personalmente.

Adrián guardó los anillos.

—Tendrá que disculparlo, pero esta noche el restaurante está lleno y no puedo distraerlo ni por un segundo. Si tiene un momento libre, vuelvo y le aviso.

—Muchas gracias —dijo nerviosa.

—Agustina, pasamos tres años hermosos y tenemos un proyecto de vida juntos. No podés dejarme por un tipo que prepara sorrentinos ricos.

—¿Ricos? ¡¿Ricos?! No te imaginás cómo están. ¿Querés probarlos? No, es cierto que no te gustan. Igual no te iba a convidar.

—Pensá en lo que estás haciendo, Agustina.

—Nunca estuve tan segura de algo. No me importa si Rogelio es deforme o tiene la edad de mi abuelo. Será mi hombre y no voy a descansar hasta conseguirlo. Pero tengo que parar un poco de hablar o se me va a enfriar la comida.

Durante la media hora siguiente, Adrián intentó recuperar el amor de su novia recordando los momentos más lindos que habían compartido y prometiendo muchos más para el futuro. Ella buscaba maximizar el disfrute de los pocos sorrentinos que le iban quedando.

—¿Desean ver la carta de postres?

—Le agradezco, pero no quiero contaminar mi boca con otros sabores.

—Traeme un cheesecake —dijo Adrián con resignación.

—Enseguida. A propósito, Rogelio acaba de tomarse cinco minutos para fumarse un cigarillo.

A ella no le dieron las patas. Él miró al mozo como diciendo «traidor» y el otro le devolvió la mirada como diciendo «vivo de las propinas».

Rogelio tenía cuarenta años pero aparentaba menos. Su uniforme blanco lo hacía atractivo incluso para quien no hubiera probado su pasta.

—Te amo —le dijo Agustina. Había tardado diez meses en utilizar ese verbo en la relación con Adrián—. Y quiero casarme contigo.

—Lo nuestro nunca podrá ser —respondió el cocinero.

—Imagino que miles de mujeres se abalanzan a tus pies, pero yo sería la mejor, yo…

Él secó la lágrima que caía por el entristecido rostro de la muchacha.

—No llores. Es la primera vez que me pasa algo así. Lo más parecido fue un omelette que le gustó tanto a una señora, que volvió todos los días a comerlo, hasta que murió de salmonelosis.

—¿Entonces?

—No me gustan las mujeres.

—Por tu amor sería capaz de hacerme una operación de cambio de sexo. Mañana comienzo con el tratamiento de hormonas. ¿Podré comer sorrentinos durante el tratamiento?

—Eres muy graciosa, pero jamás permitiría que hicieras algo así por mí.

—Maldita suerte. Hubiéramos formado una hermosa pareja. Tendré que volver con…

Su frase fue interrumpida por un grito. Del otro lado del ventanal del restaurante, Adrián agitaba sus brazos como loco.

—¡Este cheesecake no puede estar tan bueno!

Lo terminó en dos bocados y corrió a la vereda. Se hincó ante el chef y le mostró los anillos.

—¿Te casarías conmigo?

Los dos hombres vivieron felices y comieron cheesecake.

El globo de la muerte

Desde que los animales fueron prohibidos, la principal atracción de los circos es el Globo de la Muerte, esa esfera hecha con fierros en cuyo interior varias motos giran sin tocarse. Yo era el mejor motociclista entre los cuidadores de leones, así que cuando despacharon a los felinos pude conservar el empleo y hasta tuve un aumento de sueldo.

Por razones que desconocía, aquella noche los ánimos estaban caldeados tras bambalinas. Debido a mi destreza, soy el primero que entra al globo, así que encendí mi vehículo y di unas veinte o treinta vueltas hasta que entraron dos motos más.

Como cada circo tiene su Globo de la Muerte, se hace necesario diferenciarse. Algunos lo prenden fuego, otros lo cuelgan de lo más alto de la carpa, y en el Circo Cranium nosotros le ponemos más gente adentro. Por eso el siguiente en entrar fue el enano Richard en su monociclo. Richard fue presidente de la Liga contra la Discriminación durante veinte años, y cuando cerró le ofrecieron ser ayudante de Papá Noel en un shopping, mascota de una hamburguesería o enano de circo. Eligió el menos indigno, y lo que pedalea con esas patitas chuecas no tiene nombre.

Con un timing perfecto entró el payaso Repollín, conduciendo uno de esos autos diminutos en los que entra mucha gente, aunque él iba solo y con el rostro desencajado. Por señas les pregunté a los motociclistas si sabían lo que pasaba y ellos me respondieron levantando sus dedos índice y meñique. «No es tiempo para el rock and roll», pensé.

El globo se seguía llenando. Primero llegaron los equilibristas, que corrían porque siempre tienen que ser los mejores en todo. Luego el camión con zorra que lleva la gigantesca carpa de una ciudad a otra. Y al final la lujosa 4×4 con el logo del circo pintado en la puerta, conducida por Ernesto Cranium, el dueño de todo esto.

Cranium no viajaba solo; en el asiento del acompañante estaba Mirtha, malabarista de profesión y esposa del payaso Repollín, riendo de los pésimos chistes que contaba el conductor. «Los cuernos», dije para nadie, ya que adentro del Globo de la Muerte solamente se escuchan ruidos de motores y pasitos de equilibristas.

Si yo me cruzaba con la 4×4 a cada segundo, quedaba claro que Repollín también lo hacía, por lo que me dirigí a mis compañeros y les pedí que mantuvieran la calma o nadie saldría vivo de allí, lo que se cumplió parcialmente.

Cuando vimos el autito de payaso sin chofer, imaginamos que su conductor estaría buscando algo en la guantera o en los espaciosos asientos de atrás, hasta que un grito desvió nuestras miradas a la camioneta, en la que Repollín y el señor Cranium forcejeaban con un arma ante la aterrada mirada de Mirtha. Nunca supe si el payaso gatilló o si se disparó sola, pero la sangre abdominal del dueño del circo salpicó el visor de mi casco y casi me hizo perder el equilibrio.

Todo pareció ocurrir en pocos segundos y es porque efectivamente así fue: la malabarista se arrojó por la ventana del vehículo y jamás volvimos a verla. Cranium se desangraba y Repollín, perdido por perdido, quiso huir con la recaudación que el dueño del circo siempre llevaba consigo. El plan era casi perfecto, porque la 4×4 era veloz y tenía el tanque lleno, pero jamás llegaría a la frontera si permanecía dentro de esa esfera inmóvil de cinco metros de diámetro.

No tuvo tiempo de analizar su error, ya que Cranium dio un volantazo justo antes de morir y se dieron de frente contra el elefante, explotando en una nube de fuego. Los motociclistas, el enano, los equilibristas y el chofer del camión resultaron ilesos.

Sí, yo sé que los animales estaban prohibidos en el circo, pero antes de que entrara en vigencia la ley, el elefante dormía encadenado dentro del Globo de la Muerte. Y cuando le sacamos la cadena, se quedó ahí.

Deseo y decepción

La cena transcurría con los nervios habituales de una cita a ciegas, cuando ambas partes intentan detectar posibles fundamentalismos en el otro, para no confesar a su grupo de conocidos que salieron dos veces con un racista inmundo o un hincha de Peñarol. Hasta el momento sólo parecían dos treintañeros que necesitaban la ayuda de amigos para no morir solos y rodeados de gatos.

Se quedaron con las ganas de probar los famosos sorrentinos de aquel restaurante (el mozo les dijo que el cocinero estaba de Luna de Miel) y optaron por una pizzeta para compartir y una botella de vino. Ella se levantó para ir al baño y su pendular movimiento de cadera lo terminó de convencer a él de que quería repetir el encuentro muchas veces más. Era el momento justo para abrir el vino y beber un poco de confianza antes de su regreso.

Lo primero que salió de la botella no fue líquido sino un humo violeta, que lo hizo revisar el envase en busca de la fecha de vencimiento. Mientras tanto, la nube se transformó en un morocho tapado de joyas y con turbante en la cabeza.

—¡Me has rescatado de mi sueño de… perdón, ¿en qué año estamos?

—2015.

—¡Me has rescatado de mi sueño de unos meses!

El comensal pensó que la próxima vez sería menos amarrete a la hora de elegir el vino.

—¡Ahora soy libre! Pídeme lo que quieras y te lo concederé.

Dudó entre el fin de todas las guerras, la cura de todas las enfermedades o una fortuna incalculable. Sin embargo, sólo le importaba el amor de aquella mujer que en ese preciso momento clavaba sus dedos en el mármol del inodoro y rezaba para que el baño no tuviera una buena acústica.

—Deseo que ella se enamore perdidamente de mí.

El genio levantó las manos para golpear sus palmas, cuando algo explotó al costado y soltó un grito.

—¡No lo hagas! Soy tu Hada Madrina y te advierto que estás por cometer un grave error.

—Lo sé. El amor debe ganarse de la manera tradicional, pero llevo casi un año solo y…

—No lo decía por eso, idiota. Los mejores matrimonios son los matrimonios hechizados, embrujados o arreglados desde la niñez. Hablaba de éste chanta.

—¡Yo solo cumplo órdenes! –dijo el morocho.

—Te conozco muy bien. Todos los genios trabajan a regañadientes y luego conceden deseos con trampa. Si pedís una fortuna, te la da en billetes robados y marcados. Si pedís el amor de una mujer, fija que al otro día la atropella un camión. Odian su trabajo y se vengan de esa manera. Como los mozos que te escupen la pizzeta.

El hada tenía razón en lo de los deseos y en el gargajo verde que se escondía bajo una rodaja de pepperoni. Genio y mozo se sonrojaron.

—Entonces te lo pediré a ti, Hada Madrina.

—Perfecto, ella será tu enamorada hasta que el reloj dé las doce campanadas.

—¡Pero son las diez y media!

—Es tiempo más que suficiente. Hay personas que en toda su vida jamás se sintieron amadas. Si tan solo encontrara un ratón para transformarlo en violinista…

El mozo trancó la puerta de la cocina, mientras un intenso olor a azufre dio arcadas a los presentes y una suave mano se posó sobre el hombro izquierdo del solicitado cliente.

—Muchos me conocen como el Príncipe de las Mentiras, pero jamás falté a mi palabra. Firma este documento y tendrás una vida larga y plena junto a ella. Sin trucos. Solamente pido a cambio tu alma, por el resto de la Eternidad.

El Diablo le acercó un pergamino y pinchó su dedo índice, del que salió una gotita de sangre.

—Suena tentador.

—Yo podría regalarte su amor, pero solamente si has sido un niño bueno. Y si esperas unos meses hasta diciembre, claro está —dijo otra voz. Como de costumbre, nadie había visto llegar a Papá Noel.

—¡Sos de verdad! ¡No lo puedo creer!

—Claro, un yinn, una vieja con alas y un ángel caído son mucho más creíbles que este gordo bonachón. Jo. Jo. Jo.

Desde otra mesa se acercó un ser humano completamente normal.

—Estaba escuchando la conversación. La respuesta está en el dinero.

—No quiero que ella me ame por tener dinero.

—Claro que no. Me refiero al dinero que cuestan mis cursos de seducción. Porque cada mujer es un ente inferior que está listo para ser conquistado con una combinación de determinación, lenguaje corporal y muchas, muchas frases matadoras. Tomá mi tarjeta.

—¡Pide tu deseo de una vez!

—Ya son las once menos cuarto, yo me apuraría.

—¡Jo, jo, jo!

—Meh. Alguien me está ofreciendo su alma justo en este momento. Adiós -dijo el Diablo.

—Te acercás y le decís un piropo, pero no a ella sino a su amiga fea. ¿Trajo a una amiga fea, no? ¡No sé qué hacer si no tiene a una amiga fea!

—¡¡¡Basta!!!

Los seres superiores (genio, hada, Santa Claus) y el inferior (el experto en seducción) se callaron.

—Ya tomé una decisión. Me las voy a arreglar sin la ayuda de ustedes. Cuando ella vuelva del baño le voy a mostrar todo lo bueno que tengo para dar y espero que con eso se interese por mí.

Pese a que era el baño de damas, ella salió en compañía de Lucifer.

—Todo listo. Te garantizo que él no volverá a acercarse. ¡Nos vemos cuando mueras!

Costumbres africanas

Los miembros de la tribu Sambezi creen que Dios espera sentado en lo más alto del monte Siqo, custodiado por un gigante de agua y un gigante de fuego. La única forma de franquear su paso es obsequiándoles lo que más quieren: el primero espera un ejemplar de pez risueño del lago Seruá, que se cree extinto desde hace siglos. El segundo cambia de parecer a diario, por lo que no hay otro remedio que preguntarle directamente. Un día puede pedir un poema para su amado, el Sol, y otro día la piel de un peligroso león. Dicen que también se los puede neutralizar haciendo que peleen entre ellos, pero son muy tranquilos y es difícil que esto suceda. Para llegar hasta los custodios es necesario atravesar el Lago de las Almas en Pena, cuyo mínimo contacto con la piel es capaz de llevar al desasosiego al más optimista de los hombres. Solo hay una embarcación que puede cruzar el lago y es capitaneada por el nauseabundo Hombre Cabra, quien hace sus necesidades en la cubierta de la pequeñísima chalupa. La tarifa por el viaje es el peso del capitán en uñas, de donde surge la costumbre entre los sambezi de guardarlas durante toda la vida, por si acaso necesitaran de sus servicios. Muchos vieron truncados sus periplos al perder alguno de los objetos en el Laberinto de los Ladrones, un conjunto de pasillos y pasadizos secretos tan grande, que uno de los profetas tardó dos años enteros en recorrerlo, pese a tener el mapa que le señalaba el camino más corto. Al otro lado del lago esperan las sirenas del toque mortal y tres bosques malignos claramente diferenciados, antes de llegar a la base del monte Siqo, donde doce monstruos esperan pacientes a quien los derrote en combate singular sin perder una sola gota de sangre. La dificultad de la travesía no disminuyó el deseo de los miembros de la tribu de conocer a su dios: lo eliminó por completo. Hace décadas que ningún hombre pierde el tiempo con semejante estupidez, y en lugar de dedicarle oraciones a ese ser que tan pocas ganas tiene de encontrarse con ellos, se ponen en pedo y cuentan chistes subidos de tono alrededor de una fogata. A veces se les une el Hombre Cabra, aburridísimo por la falta de pasajeros. Y a pedido de la aldea hace su imitación del gigante de fuego que te juro que te meás de la risa.

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