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Sos mi Cristo Redentor

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Santiago Nazarian
En este cuento de Santiago Nazarian hay un asesino en serie de turistas extranjeras. Pero narra con tanto amor esos asesinatos que, casi casi, uno se pone de su lado. Trama genial y culposa.

Siempre estoy viajando. Nunca conozco un lugar a fondo. Te miro mientras te ponés las medias y siento la decepción en tu mirada. Vos no podés gozar. Por eso viniste. Por eso te entregaste a mí la primera noche. Sabés que soy un turista, que nuestro amor es pasajero y por eso te acostaste conmigo. Ahora, que tus hormonas se saciaron, que el cuello de tu útero está lleno, te queda la decepción de no poder y no querer nada más. Una mujer como vos no está hecha para esto. Te ponés las medias y sentís la decepción de este vacío. Nunca podré satisfacerte.

Pero yo tampoco quedo satisfecho. Soy apenas un turista. Visito las ciudades y te busco. Sos mi punto turístico. No te conozco demasiado, ni siquiera después de que abras las piernas, ni siquiera después de que tus deseos y tus hormonas estén saciadas. Cualquiera puede visitar una ciudad y hospedarse en un hotel. Cualquiera puede visitar museos y comprar souvenirs. Cualquiera puede incluso seducir a una chica del lugar. Pero solamente nos sentimos en casa cuando experimentamos la vida entera, o la muerte, en una ciudad.

Debe ser por eso que mato.

Sos mi Torre de Pisa.

Te traje aquí hace pocas horas. Duré poco. Vos no lo sabías, pero yo lo sé bien. Sé bien que el sexo es apenas un puente entre los dos. Una forma de conquistarte. Una excusa para encerrarnos entre cuatro paredes, solos, lejos de los demás visitantes, de los flashes japoneses, de las colas de turistas que no llevan a ninguna parte. Vinimos rápido. Este es mi hogar tanto como puede ser el tuyo. La habitación de un hotel. Nada personal.
Mirás a tu alrededor y no podés descubrir nada mío. Yo no vivo aquí.

Vos nunca me llevás a tu casa. Nunca me mostrás el lugar donde vivís. Sería interesante aprender dónde vive, cómo vive, la mujer que voy a matar. Pero no es seguro ni para vos ni para mí. Hemos decidido que lo mejor es ir a un hotel, a la habitación de un hotel. Yo tampoco vivo aquí, pero este cuarto es un poco mío.

Tengo que perder esta pésima costumbre de tomarme el agua de las botellas del frigobar, llenarlas con agua corriente y ponerlas otra vez en su sitio. ¿Porque hago esto, si no voy a pagar el hotel? Siempre dejo los hoteles antes de que la chica de la limpieza entre a la habitación. Me da pena la chica de la limpieza. Le dejo todo sucio. Me gustaría ser más limpio. Querría tener la higiene pulcra de los habitantes de esta ciudad. Querría un estrangulamiento rápido y seco. Pero yo ensucio mucho: con la sangre, las puñaladas, golpeándoles la cabeza contra la pared, contra el lavatorio, el espejo, la bañera. A veces la mujer vomita. Es un asco. Y es siempre así. Nunca logro ser cuidadoso. Siempre me entusiasmo. Lo que hago en esta habitación, entre estas sábanas, debiera ser más parecido al sexo estético e inodoro de las malas películas porno. Pero por más que me bañe, por más que prenda el aire acondicionado, hay siempre este olor fétido, orgánico, persistente. Olor a ser humano.

Qué asco.

Sí, debería ser como el sexo. Debería ser como el sexo después de quedar vacío. Cuando llega esa especie de arrepentimiento. Y uno ya no quiere ni siquiera mirar, ni dormir con la Mona Lisa del Louvre. Ni con las Niñas del Prado. Uno siente asco de sus pelos, los de ella. Asco de sus pelos. Debe ser así: el sexo igual que la muerte. Será por eso que, una vez que lo hago, siempre después me arrepiento. Siempre me da la impresión de que no voy a necesitar hacerlo más. Un llavero del Corcovado, un souvenir. Pero después, con las hormonas cargadas, allá voy otra vez, a hacer turismo y buscarte.

Sos mi Puerto Deseado.

Espero que te des vuelta y digas: ¿Ya te tenés que ir? Espero que te importe si me voy o me quedo. Que insistas un poco, y aunque sepas que me estoy yendo, preguntes si lo haré ya mismo o más tarde, o si habrá un nuevo encuentro. Si cenaremos de nuevo aquel pescado de agua dulce. Si daremos otra vuelta en la montaña rusa. Una última zambullida en la playa, antes de que me vaya para siempre. Pero vos no preguntás nada. ¿Por qué no preguntás? Si me lo preguntaras una vez, quizá te dejaría escapar. Si quisieras saber un poco más de mí, si intentaras meterte en mi boca de lobo, yo podría dejarte salir de esta habitación. Pero vos, como siempre, no preguntás nada.

No fue tan bueno este encuentro, yo lo sé. Fuiste mi estación de esquí restringida. Ahora podríamos abrigarnos en la habitación, aprovechar la fondue y el fuego del hogar a leña, pero no estamos haciendo lo que realmente vinimos a hacer, no hacemos lo que realmente queremos. Mi tormenta de nieve. No puedo disimular con sexo lo que realmente quería de vos. Quería entrar más adentro tuyo, más profundo. Uno nunca conoce realmente a una persona a menos que pase toda la vida con ella.

Te preparás para irte. Te ponés las medias, la pollera, la blusa. Me das la espalda. Te ponés los aros. ¿No vas a preguntarme nada? Yo sigo desnudo, acostado en la cama, yo no te pedí que te fueras. Soy apenas un turista, un tipo que está de viaje, no tengo nada que hacer. Los paisajes de esta ciudad no me interesan. Los museos no me van ni me vienen. ¿Me aconsejarás un buen restaurante? ¿Me invitarás a comer con vos mañana? Cuando salgas de esta habitación, si salís, voy a quedarme solo con la televisión del hotel. Me quedaré escuchando los ruidos de las otras habitaciones, parejas que se preparan para ir al teatro, y me preguntaré para qué vine, a fin de cuentas. ¿Qué vine a hacer aquí? Si yo te dejara salir…

Quiero oír la última frase que tenés para decirme. Quiero saber. Quiero oír, con tu acento, cuál será la última frase que vas a decirme, creyendo que te dejaré salir. Pero tengo miedo. Siempre espero hasta el último momento para oír cómo es tu despedida; quizá te estoy dando la última oportunidad, una chance única, quizá te estoy dando la chance de que quieras volver a verme, pero no lo decís, no decís lo que quiero oír, y a veces me arrepiento de haber esperado tanto tiempo solamente por frases vacías: «Buen viaje», «Que te vaya bien», «Me tengo que ir». Esas frases que oí tantas veces, la misma inflexión, el mismo dialecto. A veces tengo miedo de que te escapes. Espero demasiado y a veces, una o dos veces me pasó, vos abrís la puerta y te vas sin despedirte. No me das tiempo. Yo tengo miedo de esperar esta última frase y que no llegue nunca, miedo de que salgas de repente, cerrándome la puerta en la cara. Tengo que ser más cuidadoso. Tengo que esperar el momento correcto. Tengo que saltar de la cama antes de que tengas la mínima ocasión de huir.

Tu espalda son las dunas donde mi cuatriciclo puede zozobrar.

Ellas tienen el mismo gusto, el mismo dorso, el mismo olor de una mujer escandinava, con un perfume de Italia, salada por el Atlántico. Todos los puntos turísticos son iguales, si vos sos el mismo turista.

Esto ya me empieza a cansar. Me pregunto, ¿cuál es, finalmente, el objetivo de este viaje? Una excursión de quince días Barcelona-Madrid, Bruselas-Brujas, París-Amberes, Ámsterdam-Euro Disney. ¿Cómo puedo conocer tu mundo profundamente si te estás yendo? Tu tez puede ser más pálida. Tu piel puede ser más fina. Tus curvas pueden ser más sinuosas, o más insinuantes, o más rectas, pero al final tienen el mismo sabor, el mismo dorso, la misma imagen impresa en mi retina.

Cómo quisiera escribir una guía para viajeros con la verdad implícita. Reviso mi Guía de Viajero buscando la verdad implícita. Entre sus páginas, por detrás de algún servicio, quizás algún autor itinerante la haya encontrado. Examino las páginas y pienso que tal vez una mancha de sangre cubrió lo que estoy buscando. Pero no puedo hacer mi consulta mientras todavía estoy con vos, mientras estamos los dos en estado de poscoito, con el semen todavía flotando por el cuarto. Si busco en las páginas de la Guía pensarás que soy un turista inseguro o inepto.

Ah… Sos mi policía de migraciones.

Todas las fronteras están abiertas para mí. Ya sabés, ellos les temen solamente a los que quieren quedarse. Los sellos de entradas y salidas, extrañamente, me favorecen. Mirá bien, ellos no quieren que me quede con vos. Echar raíces sería como esposarme, y hay una política interna para que yo siempre quede libre. Cuanto más huyo, más lejos me empujan. Soy suciedad que barren abajo de la alfombra. Como si nuestro semen, o nuestra sangre, no fuese problema de ellos.

Sos mi calentamiento global.

Te levantás de la cama y te sentás en una silla. Juntás la ropa, tirada por la habitación, como una molestia. Los zapatos de taco alto, el corpiño, el chaleco. Yo solamente soy un espectador.

Los canales de cable nunca ofrecen lo que necesito ver. Las mismas películas en todas partes; series en curso de las que nunca voy a recuperar la trama. No importa dónde huya ni en qué ciudad me refugie: todas las telenovelas serán mexicanas y todas las películas de Hollywood.

Botón del control remoto. La tele no se prende. Botón del control remoto. Mierda, no funciona. Siempre es bueno prender la televisión en esos anuncios de máquinas que pican y cortan verduras en un minuto. Siempre es bueno tener el ruido de los Compre Ya para camuflar los gritos eventuales. Tengo que contener sus suspiros. En sus lloriqueos me siento seguro. Silencio. Mierda. El control remoto no tiene pilas.

Te das vuelta. Si necesitás algo tenés mi teléfono ¿no?

Sí que lo tengo. Vos misma me lo anotaste. Entonces, ¿eso es todo? ¿Es esta tu frase de despedida? ¿Es realmente una despedida? ¿Te vas en serio? ¿Es de verdad la última frase? ¿Me decís eso y después la puerta? Tengo su teléfono, ella lo anotó antes de acostarse conmigo, ahora es probable que esté decepcionada. Quizá ni siquiera quiere que la llame. Quizá nunca quiso y era solamente una cortesía. O tal vez sí quieras, me estés dando una señal para que yo te entienda. ¿Cómo puedo saberlo? ¿Cuáles son las costumbres locales? ¿Qué dice la Guía del Viajero sobre vos? Decime, a ver, ¿cómo puedo saber eso? ¿Cómo puedo leer en tus ojos achinados, estrábicos, claros, orientales, indios de la India, indígenas y moribundos? ¿Cómo puedo dejarla salir, ahora, con tantas dudas, si no se lo puedo preguntar?

Te das vuelta otra vez. Mirás la puerta, me das la espalda. Salto de la cama. Rápido. Yo. Rápido. Avanzo hasta vos con el cinturón que se retuerce en mis manos y —una, dos vueltas— rápido, alrededor de tu cuello. Aprieto.

Ahora sí que te das cuenta de todo, mi Gran Esfinge de Guiza.

Vos abrís la boca para decir algo, lo que sea. Lo que sea, porque estás perdiendo el aire. Yo aprieto el cinturón todavía más fuerte, y más fuerte, y siento cómo la vida se va desprendiendo de vos. Las Cataratas del Niágara. Sacudís las manos tratando de sujetar la vida, de aferrarte a ella.

Sos mi aurora boreal.

Es rápido y fácil. Fácil y limpio. Más rápido hacerlo que decirlo. En pocos segundos tu resistencia cede y tu cuerpo queda sobre la cama. Yo me relajo y suelto el cinturón. Me duelen los músculos por el esfuerzo. Te veo —ahora mismo— tumbada en la cama. Ahora estoy solo…

Por lo menos fue un trabajo limpio.

¿Podré pedir servicio en la habitación? Creo que me quedaré un rato más. Puedo llamar a la recepción —¿a ver el menú?—, puedo pedir un plato típico, la especialidad de la casa. Aunque los platos de hotel son todos iguales…

El camarero no se daría cuenta del cadáver en la cama. Los camareros de los hoteles no espían a una señora que duerme. Acaba de suceder y su cuerpo está caliente, tibio. Los pómulos todavía son rosados. Podría pedir una cena para dos. Una botella de champán o una bebida típica. Aunque las bebidas son todas iguales hoy en día, en todos los países se sirve caipiriña. Estoy tan cansado…

Algo gotea en el baño. En las habitaciones vecinas abren las puertas, golpean. La gente entra y sale, irán a los espectáculos nocturnos. Creo que esta noche me quedaré aquí. Ya deambulé mucho por la ciudad. Si quiero cenar en la habitación, mejor que pida ahora mismo.

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