De un lado puedo ver solo la noche, muy oscura pero salpicada de estrellas, y así el monte parece mucho más amplio que esta mañana. Los árboles ahora son gigantes que le silban a la luna nueva para que aparezca. Otros lomos están balanceándose y rozan con sus crines mi piel. El resto de los lomos crea un salar brillante y las cabezas agachadas pastan allá a lo lejos. Estoy somnoliento, no puedo dormir y no he descansado bien estos días. Siempre he sido de los que se quedan pernoctando casi toda la noche, pero ahora necesito sueño profundo. Hoy he quedado inquieto por la caminata y cualquier ráfaga me alerta, por eso primero me concentro en observar a mis compañeros en la oscuridad.
Del otro lado veo una puerta, iluminada por el único farol de la casa. A veces me da miedo pispiar para ahí, la cara de la señora fija en la pantalla o la visión del patrón semidesnudo, acostado en la cama. La habitación de Sara siempre refleja la luz azul del televisor pero sin ningún tipo de sonido. Ya hace mucho que no vemos a la patrona, todo lo que sé es por lo que cuentan Ángel y Julio, que tampoco es mucho, porque la gente de aquí es corta de genio. Dicen que todo se mantiene en silencio desde que el Gonchi ha muerto, encima ha fallecido en nuestro establo. El patrón, que es más tranquilo, se lo ha tomado de otra manera. No nos monta mucho ya, solo nos visita cuando está recién llegado de la ciudad. Se sienta en medio de nosotros y observa nuestra caseta, después nos cepilla y da maíz. Siempre tiene un olor agrio, y anda con unos botellones que el niño Ángel dice que son de vino patero, debe ser porque cuando escupe su girio es violeta.
No me queda más que esperar que amanezca para encontrarme con Ángel y Julio. Me han dicho que iremos a un lugar nuevo, y eso creo que es en realidad lo que me inquieta. Decido salir y caminar un poco por el campo, me hace frío, el cielo está limpísimo y ha caído una helada: las colas de zorro están petrificadas. Me acerco al límite del terreno y veo cómo unos arbustos se mueven. Me vuelvo junto a mis compañeros, el Lirio y la Magnolia están pastando junto al establo.
«Tincazoooooooooooooooo», me grita el niño Ángel, que se aparece con una tortilla calentita entre las manos. Yo largo un resoplido y levanto tierra con una de mis pezuñas porque me molesta que grite así el changuito. Además de que no quiero que se gaste mi nombre de tanto que lo dice, aunque haya tenido buenas intenciones. El resto de mis compañeros se llaman Lirio, Margarita, Azucena, Gladiolo, todos tienen nombre de flor, porque era una promesa a la Virgen que hicieron los antepasados de la familia. Al morir el Gonchi, la señora se enojó con la Virgen, y entonces cuando me trajeron les dijo que me pusieran el primer nombre que se les viniera a la cabeza. A ninguno de los dos se les ocurrió nada, pero cuando el tío recién venidito me quiso montar, yo ahí nomás me eché a andar usándolo de escoba, entonces uno dijo «Parece que le han metío un tincazo», y quedó. Es que me han domado mal en el monte, y en cuanto puedo salgo pirando. Siempre me dejaba pillar al ratito igual. Pero ya no lo hago más desde que el patrón se va tanto a la ciudad. Ahora me gusta quedarme con los gemelos y caminar por todo el valle.
Vuelvo a Ángel, que está a mi lado masticando la tortilla y metiéndose el mate cocido al mismo tiempo, después traga. Yo escucho cómo mezcla esa pasta que se arma en su boca. Este siempre es el primero en levantarse y se pone de mi lado izquierdo. El niño Julio se demora un cacho más porque le gusta tomar el mate muy lento, y cuando llega va a la derecha. Ángel y Julio son míos, o yo soy de ellos, dos gotas de agua que no distingo ni siquiera por el olor. Solo reconozco las diferencias en su voz: la de Ángel es más como arroyo casi seco, y la de Julio parece viento zonda. Son hermanos gemelos, muy changuitos, los últimos hijos de la Sara y el patrón. Casi nunca los he visto juntos de cerca, siempre llega uno después del otro y se colocan uno a cada lado porque dicen que yo me retobo y me puedo escapar. Los patroncitos nunca me han montado, parece que la Sara tiene terror de que se quiebren el cuello; solo se me ladean uno para la izquierda y el otro para la derecha. A veces juegan y se cambian de lugar, yo por un segundo los pierdo de vista y después aparecen, como si vinieran con el viento suyo.
Los otros caballos se enojan conmigo y dicen que me corto solo, que parezco más perro que otra cosa. Están celosos porque al ser el caballito de los changos tengo más libertades, como por ejemplo salir a pasear a cualquier hora, o comer más manzanas que ellos. Esas cosas. Igual yo lo que hago tampoco es lo que hace el resto, que es caminar porái arrancando con el hocico los brotes más tiernos del suelo: mi tarea es más complicada, es cuidar la vida de Ángel y de Julio, ser la sombra o el escudo o el árbol, lo que más convenga. La Sara lo ha dispuesto así todavía después de la tragedia del Gonchi. Yo he llegado después de su fallecimiento, pero Margarita me lo ha contado todo: cómo el chico se le ha desvanecido sobre el lomo, cómo ella asustada le ha pisado el pecho sin querer. Al parecer el chico ya estaba muerto. Pero nadie le saca de la cabeza eso a la Margarita, como tampoco se la puede sacar del cuartito de la tele a la Sara. El que vive cerca de la casa es el tío Alciro, es dueño de un kiosco que da a la ruta, así que siempre está ocupado. Alciro no tiene caballos, se le han ido muriendo y después se ha cansado de enterrarlos en el fondo de su casa. Es un terreno más bien plano, pero lleno de surcos por la tierra levantada, hay algún que otro árbol que cuando voy le pido que guarde por el alma de los caballos. El Alciro es un viejo mañoso de pelo crocante y dientes surcados por profundidades casi verdes, los dedos de la mano son gruesos y puntiagudos como sus rodillas, su cuerpo está como si se hubiera puesto en remojo, con la cara arrugada y el olor a trapo enjuagado. Ángel le promete a la madre que no va a ir a molestar al kiosco, pero eso nunca termina sucediendo. Yo me quedo al frente comiendo pastito porque le veo endiablao los ojos al Alciro desde que lo he usado de escobillón. Los perros del lugar también cuando pasan le ladran más a él que a mí, se ensañan hasta que el viejo les tira baldes de agua fría para que se vayan. La otra vez se ha querido subir de vuelta y yo me he corrido, ahí nomás he visto cómo sacó una caña y el niño Julio lo ha parado agarrándole el brazo. Después de eso por unas semanas no fuimos, pero los changuitos se olvidan fácil, así que no es que pasó tanto tiempo hasta retomar las visitas.
También hacemos otras cosas, como ir de caminata a mi lugar favorito, la reserva de los Menhires. Un valle enorme sin casas, ni rejas, ni nada más que verde, donde puedo cabalgar con los chicos sin que haya ningún peligro. Me encanta tirarme y rascarme toda la espalda en los yuyos, a los chicos se les ríen los ojos cuando me ven hacer eso. Ellos son de pelo colorao y piel tostada por el cerro, tienen más de forasteros que de indígenas. Pero después de vivir su familia tanto tiempo en el valle, ellos creen que sus antepasados están escondidos en las piedras. Siempre los invocan y juntan yuyerío, después lo muelen, como vieron una vez al cacique Mamaní hacerlo, nada más que ellos agarran cualquier hoja de porái. Yo aprovecho y subo una colina que está al lado de las piedras amontonadas, que los chicos llaman menhires. No hay nadie nunca, y yo de ahí nomás los veo a los gemelos juntos como no los veo durante todo el día. Desde mi ojo derecho apunto y después me pongo del otro y veo con toda la parte zurda. Estudio sus movimientos: Ángel es inquieto, mueve los brazos de formas tajantes y las piernas siempre están preparadas para saltar, para llegar a cualquier lugar, pero también analiza los movimientos de Julio, que se toma su tiempo pero cada paso que da es el correcto. Después de unas horas, volvemos a la casa; los chicos con los pelos de la frente todos pegotiados por el sudor, y yo muerto de sed. El patrón los está esperando para tomar una sopa y ver la televisión, a mí me da una manzana y ya me quedo con mis compañeros toda la noche.
Pero ahora ya todo es silencio, no he querido pasar la noche afuera, me hace frío y ya es la época en que la hierba se llena de escarcha. Además sabía que iba a soñar con la colina, con Julio y Ángel llamándome a lo lejos con sus sonrisas, con los mismos huecos de los dientes de leche, las mismas lagañas en los ojos y el mismo remolino en el pelo, pero saludándome uno con la mano derecha y el otro con la izquierda. En mis sueños trotaba, pero me despierto cuando siento un golpe sobre el lomo. Alguien está poniéndome un apero y no llego a ver bien quién es, tiene una especie de sombra sobre la cara. Yo comienzo a agitarme y a relinchar, la sombra me mete patadas y trata de sacarme del establo. Finalmente se rinde conmigo y se va tras la Margarita. Ella es más vieja y ya sin fuerza, así que la agarra fácil. Todos empezamos a relinchar, pero en la casita de al lado es como si nuestro sonido fuera parte de la oscuridad. La sombra se la termina llevando a la Margarita nuestra.
A la mañana siguiente escuchamos el llanto de la Sara como si estuviera entre nosotros: la Margarita era el último recuerdo del Gonchi que le quedaba y no la supo cuidar. Ni Ángel ni Julio salieron de la casa, de vez en cuando aparecían por la ventana y me saludaban, yo no sabía bien cuál era cuál. El patrón ese día no fue a la ciudad y buscaba el rastro de la Margarita, pero no había nada, era como si la hubiesen llevado levitando. A mí ahí se me ocurrió que la sombra quizás no era sombra solo porque tenía la cara cubierta, sino también porque era la sombra de una vida. Podría haber sido el espíritu del Gonchi, que se confundió primero conmigo porque hacía mucho que no la veía a la Margarita, y después cuando la vio se la llevó para no estar tan solo en ese lugar donde están los muertos. Por suerte, Ángel y Julio eran changuitos, porque no me daría ninguna gracia que hicieran eso conmigo.
Pasaron los días y la Sara de a poco fue dejando que anduvieran de vuelta los chicos en la calle conmigo. De la Margarita no había ni rastro, pero las aguas ya estaban mansitas, porque pusieron una nueva tranquera. Yo igual había quedado asustado con el alma en pena del Gonchi, pero más por Ángel y Julio que por mí, porque quizás el hermano les tenía celos y los venía a buscar. Me comencé a preparar por si aparecía la sombra, así que cuando íbamos a los Menhires me encomendaba a los indios y trataba de practicar patadas en la colina. También así ensayaba la atención, porque no me permitía ni un segundo quitarles la vista a los changuitos.
La sombra no volvió a aparecer, así que retomamos nuestra rutina; acá los sustos nos los olvidamos fácil, la montaña se los traga. Lo único que ahora cambió es que los changuitos quieren ir más seguido a lo del Alciro y a mí no me queda otra que acompañarlos. El viejo ha comprado unas máquinas que hacen ruidos estruendosos y ellos se desesperan por jugar y estar con otros chicos que quieren lo mismo. A veces pasamos tanto tiempo esperando el turno para jugar a las maquinitas que nos quedamos sin ir a los Menhires. Esto se viene repitiendo hace una semana y el patrón ya les advirtió que no me lleven para tomar frío en la ruta, que cualquiera puede levantarme en su camión y llevarme para la ciudad. El patrón no lo quiere mucho al Alciro, que es el hermano de la Sara. Yo lo había escuchado decir que era mal influencia para Julio y Ángel. «Siempre anda en cosas raras», le decía a la mujer.
Me aburre mucho que me dejen con los otros caballos. A la mañana solo pastan o reposan debajo de los pocos árboles que aguantan el invierno, yo en cambio quiero seguir mirando en la colina todo lo que veo dividido de cerca. Cuando me pongo del lado izquierdo (el de Ángel), veo todo un poco más azulado y la luna parece hecha de arena, y del lado derecho (el de Julio) siento que la mirada está como ardida pero puedo observar los gestos con mucha claridad, sobre todo cómo pestañea Julio. Cada gesto de los niños quiere decir algo distinto; cuando Ángel se muerde los labios, sé que siente algo que no se anima a contarle a su mamá, y cuando Julio levanta sus cejas, sé que tiene muchas ganas de irse a la colina solo. Pero cuando los dos se van al Alciro, los gestos se les borran y quedan enterrados en la maquinita.
Ahora prefiero dormir durante el día o descansar bajo el sol, por la noche me mantengo despierto y rodeo toda la casa por si aparece la sombra. La verdad es que no viene pasando nada de nada más que un par de zorritos que vi corriendo entre los matorrales. La tranquera nueva es muy pesada, yo a la otra cabeciando nomás levantaba una palanquita y la saltaba, así no me quedaba con las patas enredadas. De pronto, me acuerdo que el Lirio había encontrado en la parte trasera de la casa una cerca de alambre de púas rota, así que me meto por ahí y me escapo. Se me ocurre irme hasta lo del Alciro para ver cómo funcionan esas maquinitas y tratar de ponerlas a dormir. Ya conozco de memoria el camino al kiosco.
Es la primera vez en mucho tiempo que me voy pal monte sin Ángel y Julio. La noche viene calmadita y no está tan invernal como los otros días. El paisaje se ve despejado de oscuridad, puedo ver mi propia sombra, y cuando bajo la cabeza encuentra las formas de mis pezuñas en la tierra. El invierno ha dejado toda la vegetación como pájaros flacos y los pastizales se han vuelto violáceos por la quemada del frío; a medida que avanzo por el camino, los arbustos me van abriendo el pelaje y me hacen cosquillas. A las piedras ya las tengo caladas por las caminatas con los changuitos, aunque me da miedo meter mal la pata y quedarme acá tirado sin que Julio y Ángel sepan de mí.
Comienzo a caminar más ligerito y mis ojos se acostumbran a trotar sin los muchachos a los costados, así que pienso en la posibilidad de ignorar el asunto del viejo Alciro y partir directamente hacia los Menhires. Nunca sentí tanta paz como desde esa colina, y la verdad es que nadie me ha montado nunca: no conozco lo que es ser un caballo de carga, mi vida está más en el exterior, donde no siento miedo. En cambio ahí, en la casita, temo a las sombras, a los espíritus y a los muertos humanos. Los caballos muertos no me dan miedo, ellos directamente se van de la superficie de la tierra y se meten para adentro, de a poco se hacen polvo y solo queda afuera lo que no puede entrar en el barro. Los huesos son puntiagudos, lastiman las almas de los potrillos, y abajo, me han dicho, no se necesita eso, solo puras crines.
Cuando era un caballo más jovencito, Margarita me había contado una leyenda que a su vez se la había heredado un caballo negro que vivía en la montaña del sur. Es que Margarita había andado con el Gonchi por muchos lados antes de morir. El chico era un tiro al aire, decía la Sara, pero Margarita lo recordaba de otro modo, un joven que quería ver qué había más allá de lo que sus ojos llegaban a ver, y como si fuera su propio churi, su potrillo, ella lo había protegido del frío, del desierto, de los bichos feos. En una de las escapadas del Gonchi, se habían unido otros changuitos que también querían conocer pueblos lejanos. Ahí estaba el Simón con Alpapuyo, un potro negro negrísimo, ya maduro pero muy fuerte. Margarita se había enamorado de él y yo me daba cuenta por cómo contaba lo brillante de su pelaje y los ojos enormes que la llevaban a un cerro pedregoso. Este caballo le había contado una historia a la Margarita:
Cuando Ngüenechén, el creador de todo lo bueno de estas tierras, estaba dándoles vida a los seres que poblarían las montañas, eligió regalarles el poder del habla a tres caballos, sus criaturas predilectas por la nobleza de sus actos. Y estos serían quienes salvarían al pueblo del hombre. Los nombres sagrados de estos equinos eran: Yerimén, Hueicha, Llacolén. Cada uno en su habla tenía la capacidad de contar diferentes secretos: Yerimén podía hablarles del futuro, Hueicha de los planes de sus enemigos y Llacolén de qué había detrás de la muerte. Estos caballos no sabrían de su poder hasta el momento indicado, y vivirían como el resto de los seres vivos. Los animales tendrían una característica distintiva, una mancha clara con la forma de un río en el costado de una de sus patas. Quien los descubriera podría conocer todos los secretos del creador y también tendría el poder sobre otras criaturas.
Debido a la difusión de esta leyenda, muchos caballos con manchas fueron torturados hasta la muerte buscando sus secretos, pero un anciano humano del cual nunca se supo su nombre comenzó a rescatar a los cuadrúpedos de las garras de los ambiciosos. Los animales lo llamaban Suyai, que significa «esperanza». Él también creía en la leyenda, pero respetaba mucho a Ngüenechén. Y creía que, si lastimaba a los animales, lastimaba a su creador. Un día Suyai rescató a tres caballos de las manos de unos blancos que tenían una gran hacienda al este; los tres tenían manchas, pero estas eran muy distintas entre sí. También estos caballos estaban muy flacos y lastimados. Suyai no sabía si sobrevivirían. Se pasó días enteros cuidándolos y, cuando en la noche descansaba, soñaba con la voz de una mujer que le pedía que despertara y fuera a verlos. Así Suyai durmió durante siete días junto a los animales heridos. La noche del séptimo día, escuchó de vuelta la voz de la mujer. Pero esta vez lo llamaba por su nombre, el cual nadie conocía, y vio cómo los tres equinos estaban parados, observándolo, con las manchas de los costados llenas de agua, como si fueran ríos de verdad. Quien le hablara era Yerimén, que se había convertido en una hermosa yegua. Así fue como ella y sus compañeros le develaron a Suyai todos los secretos del mundo.
Después de eso, el anciano quedó en el mayor de los silencios, pero supo avisarles a sus compadres cada vez que iba a haber una sequía o cuando se avecinaba la muerte de un ser querido. Suyai vivió hasta los cien años, rodeado de caballos. Murió con los secretos que los tres animales le habían regalado, pero también con el secreto de su verdadero nombre.
Mientras avanzo pienso si alguno de los caballos que conozco tiene manchas, y me doy cuenta de que la mayoría son negros, bayos o de manchas grisáceas salpicadas por todo el cuerpo, pero no con forma de río. A mí me gustaría ser el caballo que devele los secretos de la muerte y así traerles paz a la Sara y al patrón. Quizás así Ángel y Julio pueden pasar más tiempo conmigo.
Esta vez decido tomar un camino más largo para ir al Alciro, lejos de la ruta. Una primera manera de encontrar los secretos es buscar el silencio, y los ruidos de los autos no me dejan pensar. Mientras retomo el camino, cerca de un sendero veo un montículo que se eleva en mi ojo derecho. Veo que tiembla, así que me acerco. Cada vez que me aproximo más y más, puedo ver que es la figura de un caballo color chocolate que apenas respira parado y todo. Cuando está ya a pocos metros, me doy cuenta de que es lo que sospecho y no quiero saber: la Margarita. Sus ojos están como dados vuelta, pero al reconocerme se apaciguan y vuelven a ser un valle conocido. Parece no tener nada hasta que le rozo el pecho y veo cómo del corazón corre un hilo de sangre. Le pido muy suavemente que me cuente qué ha pasado, porque me doy cuenta de que en unas horas la Margarita será del barro. No puede casi emitir sonido, pero veo que sus ojos vuelven al centro y después van hacia la ruta. Amanece y Margarita habla: «Está muy cerca de nosotros», y finalmente se desploma, como las hojas viejas de una camelia. Decido abandonar mis sueños de potrillo salvador, tengo que llorar a la Margarita como se lo merece.
Esa misma noche les cuento a los otros caballos lo que vi, todos estamos deshechos. No quiero que los desafortunados sucesos destruyan la imagen de Margarita, que había sido un poco madre de todos. La despedimos con un antiguo ritual, cada uno de nosotros agarra una flor silvestre del jardín de la Sara y va caminando en procesión hacia el cuerpo-barro de Margarita. Muchos tienen la esperanza de que por mi tristeza yo haya alucinado el encuentro con la muerte, pero cuando llegan al lugar donde están sus restos los ojos se les secan y la nariz resopla hasta aturdirnos. Así, toda la caballada, despacio, deja una flor sobre el cuerpo de Margarita para que vuelva llena de ellas a lo profundo. Acompañamos su cuerpo hasta el amanecer en silencio y luego todos volvemos en procesión.
Por la mañana, Ángel y Julio vuelven a la casa y se instalan en el establo. Me dicen: «Tincazo, no te enojes, volveremos a ir juntos a los Menhires». De cada lado traen regalos para mí, como maíz o alfalfa, luego le piden al patrón que me cepille y ellos se quedan sentados admirándome. El patrón les dice también: «Este caballo es un verdadero regalo de Dios, muchachos, cuidenló». Los chicos, muy serios, asienten. Yo estoy triste porque siento que todos se han olvidado de Margarita demasiado rápido.
Vuelvo al kiosco esa noche. Mi sombra vibra en la noche, trato de caminar lo más rápido posible pero sin trotar. No quiero que se escuchen mis pasos. La ruta está vacía y es la noche más silenciosa, tanto que se oye la respiración de las lechuzas. Sé que he llegado a mi destino porque el kiosco tiene un cartel luminoso que no se apaga ni cuando está cerrado. Sigue el silencio y dudo si Alciro ha bajado a la ciudad en busca de mercadería. Decido acercarme por la parte de atrás, en la que el viejo tiene un depósito. No veo nada de nada, solo desorden y basura que el viejo tiene desperdigada por todo el patio. De un lado veo bolsas de plástico color verde y blanco, muchas cajas de cartón y diarios amarillentos. Del otro hay ropa tirada, maderas rotas, ladrillos, polvo y panes de alfalfa. Me resulta extraño, porque hace mucho que Alciro no tiene caballo propio, pero pienso que quizás era para nuestra familia.
Piso una maderita y escucho un resoplido que viene de la montaña, una respiración muy fuerte. Así que me alejo del kiosco y comienzo a internarme hacia el monte. Está todo muy seco y mis articulaciones parecen pasto quebradizo. Sin darme cuenta he perdido el sonido de la respiración y la confundo con la propia, porque ya estoy muy cansado de subir la ladera. Siento el ruido de una caída, como el desplome de un animal, y ahí empiezo a cabalgar para ayudar a quien no puede mantenerse de pie. Llego a un claro y vuelvo a ver un lomo que tiembla, la luz de la luna platea a ese lomo, que también está muriendo. Es un caballo viejo y gris, se nota que está flaco y ha sido usado para trabajar. Solo atino a decir: «Hola, amigo». El caballo gris gira su cabeza y me mira casi con alegría, está un poco mejor que Margarita. Me responde: «Amigo, necesito agua, tengo la boca con gusto metálico». Le digo que todo está seco a la vuelta, que no puedo ayudarlo a saciar su sed pero que puedo hacerle compañía esta noche. Me dice que gracias porque no quiere morirse solo, luego me muestra una herida en el estómago. Trato de buscar las palabras indicadas: «Quiero saber, no por curioso, sino por todo lo bueno de este valle, quién te hizo eso. Porque esa es la mano de un hombre, no de la tierra». Me cuenta que un viejo huesudo lo compró a sus dueños, él ya tenía mucha edad y no lo podían usar más para trabajar. «El viejo tenía un kiosco y me tenía ahí parado mientras atendía, me aburría mucho, pero parecía una buena manera de terminar mis días. Hoy eso ha cambiado, me ha puesto la montura y hemos andado mucho, hasta que decidió quedarse en este claro y acá me hizo cosas horribles, cosas que ni al diablo se le hubiesen ocurrido». Yo no puedo hablar y le pido a Suyai que me dé la fuerza para seguir preguntando, y ahí le digo si había hecho algo malo para que el viejo reaccionara así y cuáles eran esas cosas horribles que le había hecho. Cuando me está por contestar aparece Alciro, viene despacio, al principio no me ve porque pichicatea, pero una vez que me distingue, grita «¡Tincazo!», con las manos arriba y con el machete al costado del pantalón. No puedo hacer mucho más por el caballo gris, así que le grito mientras me alejo: «Perdón, amigo, mis oraciones están con vos, ya vas a ver que el barro te protegerá», y corro, corro, corro.
No puedo volver a la casa, ni con Ángel y Julio, porque sé que Alciro me va a buscar allí. Me voy a la cueva de los Menhires, en lo alto del valle, donde vive el cacique. Para ahí ningún hombre va porque le tienen miedo, en cambio con nosotros la relación viene hace rato; esta zona siempre está mucho más verde que el resto del valle y ya muchos le han intentado comprar el terreno, lo había escuchado decir al patrón. Yo nunca había ido, pero el sendero está muy marcado, muchos animales pasan temporadas en esa cueva cuando están heridos, perdidos o cuando las hembras están por parir.
Termino esa noche en la cueva sin siquiera asomar la cabeza, solo el cacique sabía de mi presencia. Era un hombre joven, de cara estirada por el viento y el pelo polvoriento, se movía de manera muy sigilosa pero se hacía escuchar con sus pasos firmes y agarrados a la tierra. El cacique había estado merodeando cerca de mi descanso, le resultaba raro ver un caballo encerrado. Como vio que estaba bien, me hizo dejar agua y maíz. Pasan dos o tres días, duermo mucho, como poco, y yo sigo escondido, no sé qué hacer ni cómo ayudar a mis compañeros. Al amanecer tengo un dolor de cabeza muy grande por mis pensamientos y recuerdos con Ángel y Julio, siento que los he dejado a la buena de Dios. Despacio, como un silbido, siento la voz de viento zonda de Julio y la voz de arroyo seco de Ángel, quizás estoy desvariando, así que salgo a tomar aire fresco y recorrer un poco el valle, las voces no se van y me vuelven loco, pienso que me han hechizado. Camino cada vez más rápido hasta toparme con el borde del cerro y ahí los veo, gritan mi nombre: «Tincazoooooooooooooooo». Mi corazón no puede parar y abandono el valle del cacique; si me tengo que volver barro, seré barro. Desde la ladera puedo verlos muy bien, sus remolinos en el pelo, las lagañas y los cachetes ásperos, la manera en la que a Julio cuando ríe se le hacen dos huequitos enormes a ambos lados de la boca, o la forma en la que Ángel achina los ojos cuando dice mi nombre. A medida que me acerco a los changuitos, se vuelven copias defectuosas del otro, inseparables para siempre a cada uno de mis costados.
Mis niños me abrazan del cuello. Avanzamos callados. Están cubiertos de polvo, las caras rojas por el sol y el pelo duro, la ropa cruje mientras caminamos. Al llegar a la casa está afuera la señora Sara, por primera vez en estos años la veo de pie. Enseguida empieza a correr hacia donde estamos nosotros y abraza a sus hijos. «Nunca más me hagan esto», solloza, «pensé que se me habían ido, como el Gonchi». Resulta que después me entero de que Ángel y Julio se habían escapado de la casa para encontrarme y no les habían avisado a sus padres, solitos se habían ido en mi búsqueda. Porque creían en mí. Después de esto, nunca más voy a dejarlos. Pero pienso en el barro, en Margarita, en el amigo de color gris.
Cuando vuelvo al establo les cuento a los otros lo de Alciro para que estén advertidos y podamos protegernos. Gladiolo, el más grande de todos los caballos, nos organiza en horarios de vigilancia. Lirio pone a disposición viejos herrajes para la defensa, Azucena y Azalea ponen plásticos negros sobre los hoyos que hay en el terreno. Sabemos que Alciro va a venir esta noche porque los changuitos han ido a los jueguitos y seguro le van a contar la buena noticia. Cuando vuelven, ya al atardecer, les piden a los patrones que yo duerma con ellos en la galería. Me pone contento estar con ellos y, aunque no puedo estar con mis compañeros, al menos tengo buena vista y puedo vigilar también desde aquí. La verdad es que estoy muy cansado. Desde lo sucedido a Margarita no descanso, así que cierro un poco los ojos.
Despierto de golpe, siento de vuelta la respiración de las lechuzas, los chicos están roncando en bolsas de dormir a mi lado. Veo afuera a Lirio y Azucena vigilando los exteriores y relincho un poco de alegría. Los chicos se dan cuenta de que me alejé y, semidormidos, se levantan y se me ponen a los costados para siempre. Los llevo hasta el establo porque quiero ver cómo anda el resto. Está todo muy oscuro, no hay luna hoy, no veo a Gladiolo, debe haber salido a dar una vuelta porque tampoco siento su olor a sol. Azalea sí está, ella tiene olor a limón. Vuelve la respiración de las lechuzas. Los chicos siguen mi paso en silencio, me acompañan. De pronto la luz de una camioneta ilumina el establo al pasar y lo vemos al viejo Alciro encima de Azalea tratando de introducir algo en su parte trasera. Azalea respira fuerte y tiembla, pero no puede moverse, el viejo la tiene atada. Yo galopo hacia donde está y lo tiro, los chicos que apenas están pudiendo reaccionar desatan a Azalea, que logra escapar, por suerte, sana y salva. El viejo no grita porque no quiere despertar a los patrones. Pero muy despacito y con machete en mano nos dice que si decimos una palabra él va a mandar al diablo a que nos corte los pies por la noche. Mientras, afuera el cielo está clareando y los caballos ya están anoticiados.
Por primera vez, con mi hocico les indico a los gemelos que se suban a mi lomo. Julio lo hace fácilmente, se agarra de mis crines; Ángel tiene que buscar en qué apoyarse pero se termina subiendo. Abraza a Julio. Empiezo a cabalgar esquivando los agujeros tapados por el plástico, cuesta mucho, casi saliendo del patio logramos que Alciro caiga, aunque no es muy profundo el hoyo. Vemos que todavía puede moverse. Sigo cabalgando distraído en dirección a la tranquera y no veo el último agujero y trastabillo, Ángel se cae al suelo mientras Julio sigue muy agarrado de mí. Paramos. Ángel llora desconsoladamente y yo pido por Suyai que él esté bien. Muevo mis patas y mis orejas, enojado por mi irresponsabilidad. Ángel solo dice «me duele, me duele, me duele», cada vez más fuerte, Julio intenta calmarlo pero sus padres ya prendieron las luces de la casa y han visto toda la escena por la ventana. Alciro ya no está, en cuanto pasó el accidente ha decidido marcharse sabiendo que la Sara y el patrón iban a salir. Y así pasa: salen los dos con ropa de dormir, la Sara llorando y el patrón con toda la cara roja. Él levanta a Ángel del suelo y lo alza como un bebé, la Sara agarra del brazo a Julio y lo saca de mi lomo. La mujer y los gemelos se meten rápidamente en el auto y esperan ahí al patrón. Ya no escucho el llanto de Ángel, pero sí el de la madre.
Está amaneciendo cuando el patrón nos guarda a todos en el establo y nos dice que nos portemos bien, que ya mucho sufren con su hijo tan grave y con las cosas que les ha contado Julio. Nos quedamos en silencio todo ese día, sin lechuzas, sin viento zonda, sin plegarias, solo con la carita de Ángel llena de lagañas, el remolino en el pelo, los ojos achinados cuando dice mi nombre.
Escuchamos como si alguien pateara una lata: es Alciro. Llega con mucho olor a vino y tambaleándose, parece que desde que se había desaparecido ayer había estado tomando lo mismo que a veces tomaba el patrón. Desde la puerta del establo nos grita cosas: «Tontos, solo les daba un poco de diversión». Yo comienzo a relinchar muy fuerte para que se vaya, ya no lo soporto y al menos por ahora no puede hacerme nada. Cuando pateo para atrás para impresionarlo, vuelve a gritar, pero ahora es un grito solo para mí. «Calláte, Tincazo, todo es tu culpa, ahora el Ángel no va a poder caminar más, deberían sacrificarlo como hacen con ustedes».
Siento como si una electricidad recorriera mi lomo, ¿qué hará mi niño Ángel sin sus piernas? Quiero que el barro me trague, que vengan los tres caballos y me castiguen, que la Pachamama me escupa. Invoco todo en lo que creo y pido, ruego, ruego que me eliminen de la tierra por hacerle daño a mi niño Ángel. ¿Qué puede hacer un changuito que no corre? Va a estar en el cuartito de la tele mientras Julio corre por las montañas, mientras Julio salta entre las piedras, mientras Julio se hace hombre. Ángel solo será la cáscara de un niño, adentro el vacío y sin la posibilidad de amar cómo ha amado a mi lado izquierdo.
Cuando Alciro se tira a dormir al costado del establo, comienzo a enroscarme con la cuerda en la que estoy atado, despacito, despacito. El resto de los caballos no se da cuenta de que yo voy torciendo el cuello, tirando cada vez más cerca de la cuerda, susurrando una oración, mirando al barro. De pronto, la garganta se me comienza a cerrar y no puedo girar más. Igual yo sigo tirando. Duele. Y tiro otra vez más. Y otra más. Los oídos se me tapan y ya no escucho mi respiración, sino las oraciones cada vez más fuertes dentro de mi cabeza. Hago un último tirón, muy muy fuerte, y se me aflojan las patas y caigo. Y, sobre el barro, cierro los ojos.