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Todo lo que necesitás saber sobre la vida

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Gonzalo Garcés
Gonzalo Garcés desmenuza la excelente serie «Six feet under», pero no lo hace como crítico de televisión, sino que se la explica a su hijo pequeño. Tutorial imperdible.

Hijo, por el momento tengo buena salud, pero como nunca se sabe, te voy a decir todo lo que necesitás saber de la vida, a través de una serie de televisión que se emitió cuando yo tenía entre veintisiete y treinta y un años, en una época en la que el mundo estaba muy mal, pero la televisión era mejor que leer a Shakespeare, y que se llamaba «Six feet under».

Sobre los enigmas

El protagonista de la historia se llama Nate Fisher. Algunos dicen que es un tipazo. Que es encantador, carismático, comprensivo. Siempre en busca de un significado que se le escapa. Siempre haciendo esfuerzos para ser mejor. Otros dicen que es un canalla: infiel, egoísta, indiferente a los desastres que provoca a su alrededor, mientras él está ocupado en quedar siempre como el bueno de la película.

La verdad es que Nate es todas esas cosas y algunas más. Viene de una familia donde nadie dice lo que piensa y nadie hace lo que quiere. Blancos anglosajones de clase media alta de Los Ángeles, con su reserva, su práctica cotidiana de la compasión, en la que siempre se nota la educación religiosa, su agudo sentido de los límites que rodean la vida privada de cada uno. El padre tiene una funeraria. La madre vive para limpiar partículas imperceptibles de polvo en el placard de las tazas de porcelana. La hija es una grunge que sabe ponerle cara de ofuscada a todo y sabe que tiene ciertas aspiraciones artísticas, pero no sabe mucho más. El hermano es un puto que tiene vergüenza de ser puto. Nate se fue lejos, hacia el norte, a Seattle, para hacer su propio camino. Para ser diferente de todos ellos. Trabaja en uno de esos mercaditos de productos bio que en Estados Unidos se llaman co-ops. Se coge a muchas mujeres, es cool, sin dejar de tener un costado sensible. Aunque solo una vez, al final de la serie, se referirá a Kurt Cobain, también él es uno de esos jóvenes de los noventa a los que Nirvana les cambió la forma de pararse en el mundo. Como Cobain, él también tiene una especie de aire expectante, una especie de pregunta muda dirigida al universo que es quizá lo que más gusta a las mujeres, porque las mujeres aman en los varones, sobre todo los varones lindos como Nate, al niño curioso, capaz de escribir los sonetos de Petrarca a Laura o de inventar la bomba atómica.

Bien: el padre muere. Muere justo el día que empieza la serie. Saca un segundo los ojos del volante para prender un cigarrillo y un bus californiano se lo lleva puesto. Ese día, toda la familia tenía que reunirse para pasarla mal juntos en Navidad. Así que Nate venía en avión a Los Ángeles. Está cogiendo con una desconocida en el cuartito del aeropuerto donde guardan los escobillones cuando le llega la noticia. Al poco tiempo decide asumir junto a su hermano, David, el negocio de la funeraria. También empieza a salir con la desconocida del cuartito, que se llama Brenda Chenowith. A esta altura, hijo, habrás visto las cinco temporadas, así que no será un espoiler si te digo que Nate no será feliz con su trabajo. Ni con su familia. Ni con Brenda. Ni más tarde con Lisa, con quien se casará y tendrá una hija. Ni después de nuevo con Brenda. Tampoco hará felices a quienes trabajan con él, ni a ninguna de sus mujeres, ni a su familia. Este hombre que lo tiene todo: facha, encanto, empuje, buenas intenciones, razonable inteligencia, humor, gentileza, hará un verdadero desastre de su paso por el mundo. ¿Cómo se explica esto?

Sobre el arte

Antes de seguir, hijo, aprovecho para decirte que hay gente que piensa que el arte no sirve para ganar conocimiento sobre la vida. Dirán que para eso están los libros de autoayuda y que el arte, el verdadero arte, es perfectamente inútil. De la literatura dirán que es «un trabajo sobre el lenguaje» y del cine que es «un trabajo sobre las imágenes». Televisor ni siquiera tendrán. No pierdas un segundo con esas estupideces. Son consecuencias de haber leído poco y mal o de cursar la carrera de Letras. En su origen todo el arte, y en particular la narrativa, son fábulas cautelares. Mirá lo que te puede pasar si robás el fuego del cielo como Prometeo. Mirá lo que te puede pasar si mirás atrás como la mujer de Lot. Que no te pase como a Gilgamesh, que rechaza los encantos de Ishtar y por eso la diosa despechada envía contra él al Toro de los Cielos.

Con el tiempo, ese elemento didáctico se refina hasta volverse imperceptible. Pero sigue siendo el núcleo que late en la ficción. Con el pasaje a la civilización industrial, Qué debo hacer se metamorfosea en Cómo funcionan las cosas. El monólogo de Molly Bloom en el Ulises de Joyce, las descripciones de muebles en Las Cosas de Perec, el discurso irónico del cura en Nocturno de Chile de Bolaño, participan de ese proyecto: poner al día nuestra idea de lo verdadero y lo falso. Por otro lado: desde la antropología hay quienes sostienen que, como especie social avanzada, con un grado de interdependencia tan variado que apenas podemos medirlo, somos muy vulnerables a la mentira. Vivimos rodeados de signos, traficamos en signos, dependemos de los signos, pero los signos son muy fáciles de falsificar. Así que una parte importante de la vida la empleamos en aprender a distinguir los signos verdaderos de los falsos. A eso, en el país donde nació tu padre, se lo llamaba tener calle. También, como la especie ingeniosa que somos, desarrollamos tecnologías para aprender a descifrar los signos correctamente; una de esas tecnologías es la novela.

En el período de entresiglos esa tecnología empezó a presentar signos de obsolescencia. Producida en serie, la novela comercial repetía situaciones y figuras sociales definidos siglos antes. Producida por solteros desmonetizados, que no sabían nada sobre las mutaciones de la familia, el devenir de la economía, el mundo del trabajo o el estado de la ciencia, la novela «seria» repetía informaciones ya conocidas, y de relevancia nula, sobre tal o cual detalle del proceso de escritura o la perspectiva alienada del propio autor. De manera comprensible, el público se fue alejando. Entonces apareció la llamada televisión de calidad. Este mote según la ocasión podía usarse de modo condescendiente; en realidad, era la forma de arte que ofrecía la representación más rica, más compleja, más profunda, de la forma en que vivimos.

Sobre la hipocresía

Hijo: la capacidad humana para la hipocresía, la inautenticidad, el remilgo, la agresión pasiva, el histeriqueo, las representaciones que ofrece el arte occidental moderno son tan toscas como las pijas y los mamuts en las cuevas de Altamira. Entra en escena James Spader en la película True Colors y enseguida sabemos que es un hipócrita porque tiene una sonrisa de foto carnet y porque habla con una vocecita zalamera. Vemos a Tom Cruise en Magnolia y sabemos que es un enamorado de sí mismo, todo labia y nada de sustancia, porque, bueno, es Tom Cruise. Eso por no decir nada de la novela moderna, donde el carácter de los personajes, cuando existe, el autor se siente obligado a machacarlo como un jingle hasta que toda ambigüedad quede aniquilada.

Sin embargo la hipocresía, el remilgo, la inautenticidad, la agresión pasiva, el histeriqueo son cosas que los occidentales hemos refinado en un grado vertiginoso, quizá porque nunca antes nos presionaron tanto para ser simpáticos. Para empezar, entonces, es preciso comprender que no son los rasgos que definen al malvado, sino más bien la condición en la que todos, en alguna medida, estamos obligados a vivir. Nate Fisher es uno de los que mejor lo hacen: quiero decir con más disimulo, con tanto disimulo que se confunde con la verdadera virtud. Fue un golpe de genio tomar para el papel a Peter Krause. Con su mirada limpia, con su aire de franqueza, Krause canaliza de manera inmediata nuestra necesidad como espectadores de identificar al héroe. ¿Quién puede ser salvo él? Como George Clooney (que con diez años menos podría haber interpretado igual de bien el papel), es el amigo de todos los varones y el novio de todas las chicas.

Sobre los dragones

Nada de aspavientos, nada de voces aflautadas. Nada de ojos desorbitados por la codicia como el Tartufo de Molière. Nate tiene swing. Nate tiene humor. En uno de los primeros episodios, cuando se cruza a su hermano David vestido con la ropa del día anterior, sonríe canchero (pero con afecto) y le dice, imitando la voz de la computadora de 2001, odisea del espacio: «Buenos días, Dave… Noto que llevás la misma ropa de ayer, Dave». «No es lo que pensás», dice David. Y Nate, siempre con la voz de la computadora: «Siento que no estás siendo franco conmigo, Dave». Y David: «Sí, ya entendí el chiste. Ahora, si me disculpás, algunos tenemos que trabajar en esta casa». Y Nate, amigable: «Creéme, si de algo estoy a favor, es de que la pongas».

Nate tiene un anhelo genuino: hacer algo con su vida. Tolerante, sin prejuicios de género, orientación sexual o raza. Cuando Brenda le pide que le hable de él, Nate sonríe: «¿Te referís al resumen de mi vida, contado de esa manera humorística y autodenigratoria que siempre hace que las mujeres me abran las piernas? No. Porque no quiero ser esa persona con vos». Quiere ser auténtico, quiere decir. Así habla el narcisista moderno. El narcisista sofisticado. Por un desdoblamiento hábil, va a denunciar su propio discurso para mejor establecer su credibilidad. ¿Manipula con forma consciente o busca sinceramente un nudo de autenticidad bajo las capas de impostura? En Nate hay un manipulador y un buscador sincero: y el manipulador va a servirse del buscador sincero para sus propios fines. Nos va a llevar un tiempo sospechar que «ser auténtico», para Nate, en las recámaras de su corrupto corazón, significa ser amado en forma incondicional; significa escuchar en boca de su amante ciertas palabras de las que tiene un hambre que nada puede saciar: «Mi salvador, mi héroe, mi santo». Brenda, que tiene pavor a la intimidad con un hombre, se escabulle siempre del abrazo sofocante de Nate. «Pasé mi vida siendo escrutada», se disculpa esta hija de psicoanalistas. «Claro que te amo. Pero me asusta. No puedo entregarme. Uso el sarcasmo para ocultar cuán absurdamente vulnerable soy».

Nada como una princesa en peligro para excitar el ardor del niño-caballero andante. Desde la infancia, cuando se juró proteger a su madre de todas las penas, ha estado preparándose para esto. Las mujeres a las que la felicidad les viene fácil lo aburren. Brenda, con su mente hipercrítica y su profunda incapacidad para confiar en nadie, es un desafío a su altura. Le arrancará las palabras «mi salvador» aunque sea lo último que haga. Si para eso debe aguantar que un australiano peludo duerma a veces en su cama («¡Es solo un amigo, Nate!»), sea. Si para eso tiene que fumarse a su hermano psicótico y a sus insoportables padres, sea. Las periódicas ausencias, las mentiras, las infidelidades, las fases de inapetencia sexual, las complicadas pruebas a las que lo somete lo hacen despotricar («¡Basta de cogerte a mi mente!»), pero Nate siempre a fin de cuentas permanece al pie del cañón, porque renunciar sería admitir que no es el campeón que matará al dragón que custodia a esta dama. Que no es el más comprensivo. Que no es el más paciente.

Sobre la gente que te caga la vida

Para comprender una perversidad tan hondamente oculta debajo de la simpatía, la buena voluntad, la inocencia, hace falta ver al hombre en escenarios diferentes. El affaire con Brenda abarca un par de años de psicodrama tortuoso y podría ser tema de una novela de extensión respetable o de un largometraje. Pero —y es una de las ventajas que tiene sobre una novela o un largometraje una serie de TV, que puede durar años y abarcar vidas enteras, como los doce tomos de la novela pastoral La Astrea, de Honoré d’Urfé, o los siete de En busca del tiempo perdido, de Proust— cuando esa relación termina, Six feet under nos muestra el matrimonio de Nate con una mujer muy distinta. Lisa Kimmel es el opuesto de Brenda. Después de Brenda la irónica, Lisa la seria. Donde Brenda era inasible, Lisa invade la vida de Nate. Hippie tardía, adoradora de la madre tierra, obsesiva de los alimentos bio, encarna la corrección política hasta la caricatura. En una charla de fogón habla con amargura de «la imagen tipo Brad Pitt que el establishment ha impuesto de Jesús». Jesús —aclara por si hay dudas— era negro; pero «todo el mundo era negro entonces».

Con Lisa, el desventurado hijo mayor de los Fisher encuentra la horma de su zapato. Para el caballero en busca de pruebas, esta mujer representa el desafío más alto. Aburrite en un matrimonio sin alegría. Levantáte cada mañana preguntándote qué error al poner el lavarropas te echarán en cara hoy. Hay una clase de mujer que nunca hace una escena. Romper un plato, qué horror, eso es para mujeres groseras. Lo que Lisa hace es mostrarse discretamente agraviada. No lavaste la ropa con el detergente ecológico, amor, pero no importa, estoy agotada y me paso el día trabajando, pero ya me levanto a lavarla toda de nuevo. Viví con una mujer así, sele fiel. Cuando te pregunten decí que sos feliz. Decí que esta es tu primera relación adulta. Entonces y solo entonces serás un hombre. O eso cree Nate. Pero la recompensa por empujar esa piedra hasta lo alto de la montaña ¿dónde está? ¿Cuándo llega?

Entonces el caballero se resiente. Sí, Lisa está loca. Pero vos también estás loco, Nate. ¿Creés que una mujer, incluso una mujer como Lisa, quiere tu sacrificio? ¿Imaginás que fue puesta en tu camino como una especie de máquina expendedora, en cuya ranura le podés insertar monedas de virtud y que a cambio soltará por allá abajo botellas de salvación? En tu cara quiere ver amor, deslumbramiento, deseo; no este aire de perpleja decepción existencial. En una ocasión Lisa se encuentra con Brenda en un baño público. «No me ama», lloriquea Lisa. «No como te amaba a vos. Pero cuando le pregunto, me dice que todo está bien». Y Brenda: «¿Te hace sentir como una loca? Nate es muy bueno haciendo eso». Y antes de irse: «No me amaba de verdad, sabés. Solo quería algo que no podía tener». Bastante después, cuando Lisa muere, Nate confiesa: «Siempre supe que no íbamos a terminar juntos. Solo que no quería ser yo el que la cagara. Cada mañana me despertaba pensando: Dios mío, que no sea yo el que la cague».

Sobre la física cuántica

La muerte. El tema de la serie. Aunque como nadie, realmente, sabe nada sobre la muerte, el tema de la serie es la vida. Nathaniel Fisher padre muere. Lisa muere. Al final, Nate muere también. En realidad, muere dos veces. Nate tiene una malformación arteriovenosa en el cerebro. Sobre el final de la segunda temporada, lo operan. Despierta en la tercera temporada preocupado por una pregunta de peso: «¿Estoy muerto?». Está en la casa donde creció: en la funeraria. En una habitación están velando su cuerpo. En otra hay un Nate con daño cerebral que intenta volver a aprender a leer. En otra está Nate en una cena familiar; su padre no ha muerto. En otra más, su padre está casado con otra mujer y Nate tiene rasgos diferentes. «¿Qué está pasando?». El fantasma de su padre, en una parodia de la casuística, le dice que antes de que se aclare nada deberá contestar algunas preguntas:

—¿Creés que tu conciencia afecta el comportamiento de las partículas subatómicas? ¡Respondé rápido!

—¿Estoy vivo o muerto?

—Otra vez. ¿Creés que las partículas se mueven hacia atrás y hacia adelante en el tiempo y aparecen en todos los lugares posibles a la vez?

—¿Esto es el cielo o el infierno?

—¿Creés que el universo se divide en forma continua en cientos de millones de universos paralelos?

—¡Qué carajo me importa!

—Tenés una sola oportunidad, muchacho; yo que vos pensaría antes de contestar.

—Solo quiero saber esto: ¿estoy muerto?

—Sí… y no.

Un poco antes, una voz ha preguntado si llegó el doctor Schrödinger. Esta es solo la manera más juguetona en que la serie alude a conceptos de la física cuántica. A decir verdad, la escena tiene algo de charla de estudiantes fumados, estilo: «¡Guau, si una partícula puede estar en más de un lugar a la vez, entonces en otra dimensión estamos muertos!». Eso no quita que las preguntas han sido planteadas en serio por los científicos. Erwin Schrödinger fue, junto a Werner Heisenberg, Niels Bohr y John von Neumann, uno de los impulsores de la física cuántica. Uno de los planteos más perturbadores de la teoría se expresa en un experimento mental ideado por Schrödinger. Supongamos que tenemos un gato encerrado en una caja. Un dispositivo capaz de liberar veneno tiene un cincuenta por ciento de posibilidades de matar al gato. Según la mecánica clásica, el gato ya está muerto o vivo antes de que abramos la caja; pero según la mecánica cuántica, antes de que intervengamos como observadores el gato se encuentra en una «superposición de estados»; como Nate, está vivo y también está muerto. Según el físico Hugh Everett, el estado del gato, o su función de onda, experimenta una bifurcación cuando interviene el observador. El gato está vivo y está muerto en diferentes ramas del universo, que no pueden interactuar.

Pregunta: si Nate —como sucede en este episodio— termina por estar vivo, ¿quién es el observador que definió en este sentido su función de onda? O dicho con más rigor: ¿por qué a nosotros, el público, nos toca asistir a la función de onda en la que Nate sigue vivo por treinta y seis episodios más? Aquí podemos formular nuestra modesta contribución a la mecánica cuántica: de una pluralidad de estados posibles, el observador se encontrará siempre con aquel que mida el rating más alto de HBO.

Sobre la psicología evolutiva

Si la vida sentimental de Nate parece discurrir de acuerdo con las leyes de la tragedia, las otras parejas de la serie están vistas desde la psicología de la evolución. Federico Díaz, el embalsamador, tiene quizás el matrimonio más simple. Como latinos, es decir como miembros de una comunidad con valores más tradicionales, forman una familia con menos vueltas: las alegrías de Federico y Vanessa consisten en comprobar que sus hijos están sanos y tienen buenas notas en el colegio, en coger, en ganar más dinero y en mirar televisión; cabría agregar, en el caso de Federico, una fuente de satisfacción que lo diferencia de todos los demás personajes y que lo conecta con una forma de masculinidad que remite también a una época anterior: hace bien su trabajo y disfruta de hacerlo. Su calidad como embalsamador es, junto con su familia, lo que define su identidad. Federico puede decir del cadáver de una mujer que recibió una viga de acero en la cara y a cuya cara él supo devolverle aspecto humano: «Es mi Capilla Sixtina». Y aunque nos haga reír un chicano de patas cortas diciendo eso, lo cierto es que ninguno de los otros personajes podría hablar con ese aire de satisfacción de nada que hayan producido. La serie no explora ese tema en toda su profundidad —para eso habrá que esperar a Mad Men— pero harás bien, hijo, en observar muchas veces y con mucho cuidado este hecho: los personajes de Six feet under son sofisticados, retorcidos, con un hambre insaciable de encontrar un sentido a la vida en el amor, llenos de palpitantes aspiraciones existenciales, y fenomenalmente infelices; Federico Díaz es un hombre entero porque es un hombre que hace bien su trabajo.

Por culpa de una infidelidad, Vanessa echa a Federico de la casa. «Extraño ver despertarse a los chicos», se queja él. «Ver pijamas, cabezas despeinadas. Las caras con sueño. Esas cosas». Hará todo, absolutamente todo para convencer a su mujer de que lo deje volver, pero Vanessa no lo perdona. Entre los organismos unicelulares, como la ameba, la reproducción se realiza por mitosis, sin intervención de órganos sexuales diferenciados o gametos. En organismos más complejos, como la Phoneutria Nigriventer, o araña bananera, el macho suelta su esperma sin especial romanticismo, sobre el lomo de la hembra, y esta lo coloca dentro de su cuerpo; si no ha sido devorado por ella, se aleja con rapidez. Hace falta llegar a animales más complejos, como los albatros y las nutrias gigantes, para encontrar una vida de pareja satisfactoria. La elección de un compañero estable se explica por la división de tareas en el cuidado de las crías. Vanessa necesita a alguien que la ayude a descargar del auto los bidones de agua mineral cuando llega con las compras. Una tarde le pregunta a Federico:

—Ok. ¿Querés volver a casa?

—Caramba, sí, gracias, Vanessa.

—Bueno, qué tal si le preparás el baño a los chicos mientras cocino, y cenamos en veinte minutos.

Y nunca vuelven a separarse. No es Love Story, pero es lo que hay.

Sobre el miedo

¿Y los demás personajes de Six feet under? ¿Qué se puede aprender de ellos? David Fisher es el hombre del miedo a los demás. Claire Fisher es la mujer del miedo al fracaso. En el arco narrativo de la serie, sus destinos son algo menos complejos que el de Nate, porque mientras que Nate es su propio enemigo y en cierta forma lucha consigo mismo durante toda su vida, sin que podamos decidir si el resultado es una victoria o una derrota, David y Claire tienen que luchar, de un modo un poco más simple, con el mundo.

Claire es artista plástica. En el tiempo que abarca la serie, su mundo es el mundo colorido, melodramático, pero finalmente inocuo, de la impostura de los artistas jóvenes. Un novio drogadicto y ladrón. Un novio gay reprimido. Un novio psicótico. Es curioso que la serie se limite a mostrar la vida sentimental de Claire y sus turbulencias emotivas ligadas a la búsqueda de identidad, dejando afuera lo que suponemos debe ser el desarrollo de sus destrezas artísticas. Solo al final, muy al final, en los famosos últimos seis minutos de la serie, Claire crece hasta hacernos sospechar que es la protagonista secreta. Esperaba una beca para estudiar arte en la universidad de Nueva York, pero se la niegan. Su tía, la aborrecible Sarah, le dice a quemarropa:

—Tal vez no seas una artista.

—¿Por qué me decís una cosa así?

—¿Te dolió cuando lo dije?

—Claro.

—Entonces quizá no seas una artista. Si me hubieras dicho que soy de color púrpura, me habría reído, porque sé que no soy púrpura. Si me dijeras que no soy una artista, también me reiría, porque soy una artista. Así que quizá no seas una artista.

Hijo, cito este diálogo con la esperanza de que extraigas la obvia lección: nunca escuches lo que dice tu tía, sobre todo si es drogadicta.

Y Claire no la escucha. Y decide partir de cualquier manera rumbo a Nueva York. Entonces, mientras suena esa canción acojonante, Breathe me, de Sia, Claire imagina o ve con antelación cómo serán las muertes de todos los otros: la muerte de Ruth rodeada de los suyos, la muerte de Brenda en medio de una charla con su hermano, la muerte de David en una fiesta de casamiento, la muerte de Federico en un crucero de lujo (cada personaje, misericordiosamente, parece tener la muerte que habría deseado) y por fin la propia Claire, los ojos velados por cataratas, pero rodeada de sus fotos, rodeada de imágenes, porque todo a fin de cuentas ha sido mirado y entendido primero por los ojos de Claire.

Sobre la estática

Cuando Nate muere por segunda y definitiva vez, Claire no tiene consuelo. Sola, en el bosque, alucina el fantasma deseado de su hermano.

—Claire —le dice con suavidad—. Tenés que dejar de escuchar la estática.

—¿Qué carajo significa eso?

—Nada, solo que todas las cosas en el mundo son transmisiones que se abren camino en la oscuridad. Pero todo, absolutamente todo, la vida, la muerte, está inmerso en la estática. Una especie de: psshhhzzzzzzsssshhhsssszzhjhhhhhsssshhzzzz».

—Nate, ¿estás fumado?

—Sí.

Sobre la estática

A veces me parece que Nate Fisher es algo así como el Job moderno. El hombre virtuoso al que sin embargo le pasan cosas muy malas. Entonces pienso que si Mefistófeles, en lugar de tentar a Dios para que ponga a prueba la fe de su siervo, le hubiera sugerido que quizá todas las cosas buenas que Job hizo fueron por vanidad, nos habríamos ahorrado todos los tormentos que el Creador le impone. Dios habría empezado por decir asombrado: «¡Qué trucho!». Y después no habría podido evitar decir también, como decimos nosotros de Nate: «Pero qué tipo simpático. Lo extraño». Y pensando así en la Biblia, en lo bien escrita que está, pienso que quizá me apresuré en mis recomendaciones, hijo, y te ruego que apagues el televisor y agarres un poco los libros, que no muerden.

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