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«Transferencia», capítulo 1

Escribe
Juan Villoro
Ilustra
Miguel Rep
Una terapia puede ser muy extraña, sobre todo si uno de los protagonistas altera sus métodos. Juan Villoro cuenta una historia en cinco actos en la que analistas y analizados hacen lo que creen que pueden con lo que imaginan que les toca.

El sueño del castor

José Luis (paciente) en el consultorio de Karla (psicoanalista). 1975.

—La seguridad, me preocupa la seguridad.

—¿Se siente incómodo?

—Todo el tiempo, por eso estoy aquí.

—Este espacio es seguro, lo que diga no saldrá de aquí.

—Me hablaron bien de usted. (Pausa). Pensé que sería una persona mayor.

—¿Prefiere una persona mayor?

—No es eso. Me sorprendió, nada más.

—¿No le gustan las sorpresas?

—No. De niño… No quiero hablar de eso. Me dijeron que su terapia es distinta.

—¿Distinta a qué?

—No quiero hablar de cosas viejas, no quiero hablar del juguete que perdí a los cua­tro años, no quiero hablar de mi mamá. Me dijeron que su terapia es más directa, más… conductual.

—¿Qué entiende por eso?

—Me interesa lo que pasa hoy. ¿A quién le importa saber que te dieron teta hasta los cuatro años?

—Los cuatro años, cuando perdió el juguete.

—No quería decir eso.

—Ya lo dijo.

—Me dijeron que este método es más eficaz.

—¿Quién se lo dijo?

—Personas, existen las personas. Me lo dijeron para que no pensara en el marco teó­rico de la terapia. Es una obsesión que tengo. Estudié Sociología. Necesito referentes, en todas partes. Los semáforos no se encienden al azar, siguen un patrón. Cuando estoy en un alto pienso en eso. Sé qué avenidas tienen sincronizado el SIGA. Me cuesta trabajo to­mar otras calles. Bueno, me cuestan trabajo muchas cosas.

—Las sorpresas, por ejemplo. ¿Qué per­dió a los cuatro años?

—Un castor. Un castor de peluche. Lo llevaba a todas partes. Fui con mi mamá al supermercado. Ella me sentó en el carrito de las mercancías. Salimos cargados de bolsas y pensé que Fernando…

—¿El castor?

—Pensé que el castor estaba en una de ellas, pero no fue así.

—¿Volvieron por él?

—Mi mamá no quiso. O no pudo. Era ca­marista. Su turno en el hotel empezaba en ese momento. Abandonamos al castor. Lloré va­rios días.

—Y dejó de tomar leche materna.

—No me acuerdo, eso me dijeron.

—Dijo que no le gustan las sorpresas. La historia de Fernando el castor no es una sor­presa.

—Es el drama idiota de un niño.

—No es idiota.

—La sorpresa vino después. Desde en­tonces sueño que encuentro el peluche en los lugares más variados. Siento una ale­gría inmensa, pero cuando me acerco veo que no tiene ojos y le han abierto la panza. Quiero recuperarlo, pero es horrible recu­perarlo.

—¿Cuándo fue la última vez que tuvo ese sueño?

—Anoche. Sé que no debo racionalizar…

—¿Quién le dijo que no racionalizara?

—Es el problema que tengo con mi grupo. Le doy demasiadas vueltas a todo.

—¿Qué grupo?

—La célula. Esto es seguro, ¿no?

—Ya le dije que sí. ¿Qué iba a decir del sueño? «Racionalice», por favor.

—No se burle, doctora.

—¿Qué piensa de su sueño? Lo tuvo ape­nas anoche: ¿tiene que ver con nosotros?

—Tal vez me da miedo encontrar aquí a Fernando, todo despanzurrado.

—O tal vez el castor es usted y no quiere que lo vea sin ojos, con las tripas de fuera.

—Tal vez…

—José Luis: ¿por qué ve el piso?, ¿le mo­lesta verme a la cara?

—Pensé que usted sería diferente.

—Ya lo dijo. ¿Qué pensó?

—Pensé que sería como mi tía la monja.

—Eso no sería una terapia, sería una con­fesión.

—Mi tía es abstracta. Tiene cara, pero es como si no tuviera cara. Hay gente que ya no tiene edad.

—Puede hablar viendo la mesa o la caja de klínex, no se preocupe.

—No me gusta que me vean; mi cara pue­de ser mi mayor problema.

—¿No quiere que alguien… lo reconozca?

—Hace poco pasé por eso. Me vieron de frente. (Pausa). Me vieron de frente en la cá­mara de Gesell.

—¿Por qué estaba en una cámara de Gesell?

—Después del asalto. Todo salió mal.

—¿Qué asalto, José Luis?

—El del Banco del Atlántico. No nos lle­vamos nada. Todo se fue a la mierda, perdón por hablar así.

—«Todo se fue a la mierda».

—Yo estaba en el coche, con el motor en­cendido, esperando a los compañeros.

—Conoce las rutas de los semáforos que están en verde.

—No hay muchas.

—Pero usted las conoce. ¿Por eso era el conductor?

—No creo que eso importara, tenía que sacarlos de ahí y nada más. ¿Por qué habla de semáforos?

—Porque a usted le interesan.

—Eso no importa. Además, ellos no lle­garon al carro.

—¿Los detuvieron antes?

—Pasó un tiempo eterno, no salían, oí si­renas y arranqué.

—¿Siente que los traicionó?

—¿Eso cree? ¿En qué se basa para decir eso? (Para sí mismo, en voz baja). ¡Carajo!

—Si la pregunta le molesta es por algo. ¿Los dejó ahí, como a Fernando?

—¡Ese puto castor no me deja en paz!

—Su madre no quiso o no pudo volver al supermercado por el peluche.

—Esto es distinto.

—Claro: usted estaba al volante, no su madre. ¿Se siente mal por eso?

—Una semana después me detuvieron y me llevaron a los separos de la policía. Sospechaban que yo militaba en la célula. Me metieron a la cámara de Gesell. Yo solo veía un espejo. Del otro lado estaban los testi­gos. Me pusieron en la fila de los sospechosos para ver si alguien me identificaba.

—¿Y qué pasó?

—No me identificaron. ¡Me sentí de la chingada!

—¿Quería recibir un castigo por abando­nar a sus compañeros?

—¡No los abandoné! Nunca salieron del banco. No podía hacer otra cosa, alguien te­nía que salvarse.

—Entonces, ¿por qué quería que lo cas­tigaran?

—No sé, por eso estoy aquí.

—¿Cuántas cosas ha perdido además de ese peluche?

—Demasiadas.

—¿Vive solo?

—Sí.

—¿Tiene pareja?

—No, por ahora no. Ese cuadro está chue­co.

—Yo lo veo bien.

—Ponga atención: está desnivelado; po­dría subirlo un poco, del lado derecho. ¿Quie­re que yo lo haga?

—¿No le gusta hablar ante un cuadro mal colgado?

—No es que no me guste, es que no puedo.

—Haga el intento.

—La gente odia la geometría. Si alineas los lápices en un escritorio, quedas como un maniático.

—¿Usted alinea los lápices?

—Eso importa poco. Respeto los hora­rios, la disciplina, soy una persona… opera­tiva. El asalto no debió fallar. (Pausa). No la veo a los ojos porque no me gusta cómo me mira.

—¿Cómo lo miro?

—Usted sí me hubiera señalado en la cá­mara de Gesell.

—¿No era eso lo que quería?

—No me señaló ahí, pero me señala aquí. Cree que soy un asaltabancos.

—Participó en un atraco.

—Por razones políticas, esa es la diferen­cia. Íbamos a repartir una parte del dinero a la gente que compra leche en las tiendas de la Conasupo.

—Otra vez el tema de la leche.

—¡Estoy hasta la madre de hablar de mi mamá! Me dijeron que usted era distinta, que no se remontaba a la prehistoria, a la teta que le chupaste a tu mamá.

—Hasta los cuatro años.

—¿Lo ve? Usted es como las otras.

—¿Las otras analistas?

—Nunca he estado en terapia. Si digo «las otras», me refiero a las demás, a las mujeres.

—¿Con qué mujeres se relaciona?

—Con compañeras, no con muchas, la verdad.

—¿De qué habla con ellas?

—¿Podemos cambiar de tema? Estamos en 1975. Imagino que hay métodos más mo­dernos.

—Volvamos al asalto. ¿Qué iban a hacer con el resto del dinero?

—Lo demás era para gastos de propagan­da y para armas. ¿Le da miedo que hable de armas?

—¿Le da miedo a usted?

—Ya me dijo que esto es seguro. ¿Puedo tomar agua?

—Adelante.

José Luis se levanta. Bebe agua de una jarra que está en una mesita.

—Voy a arreglar el cuadro.

—Hagamos un ejercicio: trate de contro­lar ese impulso.

—¿Para qué?, ¿qué importancia tiene que nivele el cuadro?

—¿Qué importancia tiene que no lo nive­le? ¿Qué pasa si pierde el control?

—Perdí el control en el asalto.

—¿Todos sus compañeros están presos?

—Detuvieron a tres, solo uno se peló, no sé cómo.

—¿Ha visto al que escapó?

—No sé dónde está.

—¿Se identifica con él?

—No. Se esfumó, a mí me llevaron a la cámara de Gesell.

—¿Qué opina de ese compañero? Usted se siente culpable. ¿Él le parece inocente?

—¿Qué insinúa?

—¿Él estaba dentro del banco?

—Sí, con los otros.

—¿Cómo logró salir?

—No tengo la más puta idea.

—Hagamos un ejercicio, me dijo que le gustan las teorías.

—No me gustan: me obsesionan. Necesito no pensar en ellas.

—Okey. Pensemos en una puesta en esce­na. Cuatro personas entran armadas a un ban­co y solo una sale de ahí. Si entiendo bien, se fue después de que llegara la policía.

—Entiende bien.

—Tal vez lo protegieron.

—¡Cómo cree! El Colorado estuvo en el primer asalto bancario de la historia, se la ha jugado. Le quedó una bala en el cuerpo, que no pudieron sacarle. Ese cabrón tiene los hue­vos blindados… Perdón, me acelero.

—¿Usted cómo tiene los huevos?

—¡¿Qué le pasa?!

—Son sus términos, no se altere. Sigamos con el ejercicio. A veces la paranoia ayuda a imaginar. Es una mera suposición: si la poli­cía llegó tan pronto, es posible que alguien diera un pitazo. El compañero que le parece más valiente que usted pudo ser un delator. Estoy suponiendo, nada más, para que ponga las cosas en perspectiva.

—Eso no prueba nada, ¿y de qué me sirve?

—Eso permite relativizar su preocupa­ción. No sabemos qué ocurrió. Usted cumplió con lo que estaba previsto. A los otros les fue mal, pero no fue su culpa.

—Tiene mente de dete…, de policía.

—¿Iba a decir de «detective»?

—Tal vez.

—Son cosas muy distintas: tener mente de detective es bueno, tener mente de policía es malo. Entender lo que pasa es positivo, per­seguir es negativo.

—Está simplificando.

—Es una hipótesis. Imagine que la hipó­tesis es ese cuadro. ¿Está bien o mal colgada?

—Le busca tres pies al gato.

—¿No está aquí para eso?

—¡No estoy aquí para sospechar de mis compañeros!

—De acuerdo. Estamos tratando de en­tender: cinco personas participaron en un asalto y dos huyeron, quizá por las mismas razones.

—¿Ahora insinúa que yo los entregué?

—No, repito lo que usted dijo: el Colorado era buen compañero. Supongo que usted tam­bién lo es.

—No me gusta ese «supongo».

—Para diagnosticar, primero hay que suponer.

—Me exaspera.

José Luis ve a los lados.

—¿Le exaspera… el cuadro?

—Me exaspera la situación. (Pausa). Mu­rió un niño. En el asalto murió un niño. No puedo con eso.

—¿Usted lo vio?

—Lo leí en el periódico, al día siguiente.

—¿El coche era robado?

—Claro.

—¿Usted lo robó?

—No podía ir en cualquier carro. Nece­sitaba uno potente y que no pudiera ser ras­treado.

—¿Lo abandonó después?

—Eso qué importa. Hace demasiadas pre­guntas, parece judicial. Estoy aquí, no me han detenido, no tengo antecedentes penales.

—Pero murió un niño.

—Sí, íbamos a darles leche a los pobres, no a matar niños. Es algo muy jodido.

—¿Qué siente?

—Lo que siente cualquier persona; bue­no, no soy cualquier persona. Este país es una mierda. No hay democracia, y al que protes­ta se lo chingan. El Colorado estuvo preso, lo torturaron. En comparación, lo mío no es nada. Me censuraron. Soy periodista, pero no puedo publicar en ningún lado.

—Me dijo que estudió Sociología.

—Nadie trabaja de sociólogo. Conocer lo que pasa no es una profesión. En Sociología aprendes sentido común con marco teórico. Los ricos explotan a los pobres y reprimen a los que se quejan. No te pagan por decir eso.

—Pero escribía de esos temas.

—Cuando me dejaban. Este país es esqui­zofrénico. Si eres un guerrillero argentino, chileno o uruguayo, te dan asilo. Si eres un guerrillero mexicano, te desaparecen.

—¿Han desaparecido a amigos suyos?

—A uno lo tiraron en el Pacífico, en un «vuelo de la muerte», a otra la violaron y la torturaron hasta matarla, cerca de aquí, en los separos de la procuraduría. A tres compañe­ros los detuvieron en una casa de seguridad; debían procesarlos, pero los acribillaron, di­ciendo que se habían resistido al arresto.

—¿Son comunistas?

—Habla como mi tía la monja, me hace gracia.

—Otra vez me parezco a ella.

—Cuando leo uno de esos carteles que di­cen «CRISTIANISMO SÍ, COMUNISMO NO», pienso que lo puso mi tía. Queremos un go­bierno del pueblo, por si le interesa. Pero las consignas son lo de menos. Nos están par­tiendo la madre…

—¿Hay una línea de mando?

—¿Usted ha militado?

—Mi vida no existe.

—¿Por qué?

—Es un requisito para hablar de usted. Aquí solo importa usted, José Luis.

—Cada célula tiene un líder.

—Y usted no es el líder.

—¿Cómo lo sabe?

—Estaba en el coche durante el asalto, me parece una actividad… secundaria.

—¿Cuántos bancos ha robado, doctora?

—Ninguno. ¿Por qué le molesta que no crea que es el líder? ¿Tiene problemas con la autoridad?

—Puedo mandar a la mierda a casi toda la gente. El Doc es distinto.

—¿El Doc?

—Se doctoró en la Sorbona, en Ciencias Políticas. Se ha ganado el liderazgo. A pulso.

—¿Él estaba dentro del banco?

—Sí.

—¿Y fue detenido?

—Sí.

—¿Descabezaron a la célula?

—¿Adónde quiere llegar?

—¿Preferiría estar en la cárcel con el Doc que seguir en libertad?

—Tal vez.

—¿Lo ha visitado en la cárcel?

—Sí, después de pasar por la cámara de Gesell.

—La cámara donde yo lo hubiera entre­gado.

—Supongo.

—Eso le hubiera permitido estar con su amigo. Tal vez tiene la fantasía de que lo de­late para estar con él.

—Dijo que esto era seguro.

Es seguro. Estoy hablando de una fanta­sía. Todos pensamos cosas que no realizamos, pero que dicen algo profundo de nosotros.

—El Doc no merece estar en la cárcel.

—¿Cómo se llama?

—Perdone, pero no confío en usted… No tanto.

—Esta dinámica se basa en un nivel de confianza.

—¿En un nivel?, ¿como ese cuadro, que no le importa que esté mal colgado?

—No tiene que decirme todo, tiene que de­cir lo suficiente para que haya transferencia.

—…

—Hablo de establecer una comunicación relevante. No lo voy a traicionar, José Luis.

—Si estoy vivo es porque sé desconfiar. En la clandestinidad la sinceridad es suicida.

—¿De qué vive? Aparte de asaltar bancos, claro.

—No se burle.

—No me burlo: voy a recibir dinero que puede venir de un asalto.

—Nos apoya el pueblo, hacemos colec­tas, boteamos en el metro, en las plazas, nos mantienen los pobres. Una vez hice un repor­taje sobre la colecta de la Cruz Roja. ¿Sabe quiénes son los que dan más dinero en este país? Los que menos tienen. Es un hecho, las estadísticas no mienten: los ricos son más ojetes.

—¿El Doc tiene un abogado? ¿Lo pagan los pobres?

—No, su familia se pudre en dinero. Lo odian, pero le pagan el abogado, que es un perfecto hijo de puta. Al Doc eso le dio con­fianza. En este país solo te puede defender un hijo de puta. La ley no existe, estamos en una guerra sucia.

—¿Hay guerras limpias?

—Hay guerras declaradas y hay extermi­nios.

—Pero el asalto vino antes del arresto.

—¿Y eso qué?

—Es un delito, hay una dosis de responsa­bilidad, ¿no le parece?

—¿Para darles leche a los pobres?

—Murió un niño, y tal vez alguien más.

—El que importa es el niño.

—¿El niño que es usted?

—¿De qué habla?

—Sigue soñando con el juguete perdido. Cuando lo encuentra, eso se convierte en una pesadilla. Pero tal vez sería peor que dejara de soñar con eso.

—No entiendo.

—Su peluche favorito aparece desfigura­do, pero tal vez sería peor que no volviera a soñar con él, que desapareciera por segunda vez.

—Tal vez.

—Mataron a un niño, es algo que usted no soporta.

—¡No lo soporto porque sé quién lo mató!

—¿Cómo sabe?

—Me dijo el Doc, en la cárcel. Un com­pañero perdió el control y soltó una ráfaga. Pudo ser un accidente; le tocó un rifle se­miautomático de segunda mano. Esas chin­gaderas se disparan al rozar el gatillo.

—¿Usted cree que fue un accidente?

—Ese compañero es un caso. Llegó al operativo con aliento alcohólico. El Doc no sabe si fue un accidente: por eso estoy aquí.

—¿Está aquí para hablar de lo que piensa el Doc?

—Si fue un accidente, se puede perdonar; si fue intencional, debemos actuar. Es la ley revolucionaria.

—¿Qué significa «actuar»?

—Creo que lo entiende.

—¿Tienen que ejecutarlo?

—No hay manera de hacer una prueba de balística, la policía decomisó las armas. Es un asunto de confianza, de «transferencia», como usted dice. ¿Qué podemos hacer? El Doc ha tenido ataques de pánico, no puede hablar con nadie en la cárcel. No le autorizan terapia. Está desesperado.

—¿Qué tan desesperado?

—Anoche soñó con el castor.

—¿Él soñó con el castor?

—Sí. Nos dijeron que usted era buena te­rapeuta. ¿Puede tratar al Doc?

—Perdón, pero no entiendo nada. La his­toria de su mamá y de la lactancia, ¿también es de él?

—Sí. (Pausa).

Karla se levanta de su asiento. Pasea por el consultorio.

—No se acelere, doctora. ¿Puedo decirle Karla?

—No me acelero, esto es completamente inusual.

—Es interesante, Karla, no lo niegue. No hay modo de que usted lo ayude en la cárcel, pero yo puedo contarle todo.

—¿Quiere que lo analice a través de us­ted? Le devuelvo sus inseguridades: usted no confiaba en mí y ahora soy yo quien no confía en usted.

—La dinámica funcionó, no lo niegue. Soy un operador, Karla. Por eso me fijo en las irregularidades, como la de ese cuadro. ¿Hace cuánto que no cambia este sillón? No parece muy atenta a los detalles.

—¿Usted sí estudió Sociología?

—Y también soy periodista, o era, ya no me publican.

—Necesito saber qué es de usted y qué es de él.

—Lo va a saber.

—Me mintió.

—No, actué lo que siente mi amigo. Es algo real. Necesitábamos que usted venciera su resistencia.

—Habla como analista, pero lo hace en plural. ¡Esto es una locura!

—Somos una célula. Tomamos el acuerdo colectivo de que yo viniera aquí.

—Sus compañeros están arrestados, ¿de qué acuerdo habla?

—Votan desde la cárcel y hay otros dis­persos, «células dormidas», así les llamamos. Estamos en una situación del carajo. El Doc intentó suicidarse. Se encajó un bolígrafo en la yugular. ¿Puede ayudarlo?

—¿A través de usted? ¿Pretende ser el co­rreo de su compañero?

—El término que usamos es «buzón». Yo traigo el tema y usted deposita las respuestas.

—La neurosis es algo muy personal. Las culpas, los sueños, los lapsus son intransferi­bles. Las asociaciones deben ser espontáneas, usted iba a decir «detective» y dijo «policía». Eso revela algo, pero no del Maestro, sino de usted. Ni siquiera sé el nombre del paciente.

—Uribe, puede decirle Uribe, Karla. ¿Cambia eso las cosas? Mi tía la monja dice que si rezas por una persona debes decir to­dos los apellidos; si no, la oración no funcio­na, ¡como si el cielo fuera el registro civil!

—¿La tía monja es suya o de Uribe?

—¿Quiere que le diga la verdad?

—A estas alturas no sé si eso importe.

—La tía es de mi cosecha.

—De su «cosecha». ¿Y la mamá cama­rista?

—Es mía.

—¿Por qué la mamá de Uribe no volvió al supermercado por el peluche?

—Es una mujer rica, no le dio la gana. Era más fácil comprar otro peluche. ¿Quiere saber cuál era mi peluche? Un gallo ho­rrible que mi mamá encontró en el hotel. Estuvieron a punto de despedirla por eso. Los dueños de ese peluche sí regresaron a reclamar. La acusaron de robarse un ga­llo de mierda. Salvó la chamba de milagro. Por eso usted me creyó: porque pensé en mi peluche.

—Estoy confundida, José Luis, no acos­tumbro hablar con gente que asalta bancos.

—Que trató de asaltar un banco.

—Necesito deslindar lo que es suyo y lo que es de Uribe.

José Luis se acerca a ella.

—Lo vamos a lograr, se lo juro, necesitaba que usted se enganchara en el tema; teníamos que entrar en personaje, usted y yo. Lo esta­mos haciendo bien. Estoy corriendo riesgos para estar aquí. Es nuestra única oportunidad. ¿Se anima a tener un paciente distinto?

—¿Quién pagará las consultas?

—La familia del Doc es rica. No recibirá dinero del pueblo, si eso es lo que le preocupa.

—Es una situación anómala. Me siento manipulada.

—Se siente así porque conectó conmigo. (Pausa). Eso se llama «transferencia».

Oscuridad.

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