Guerra popular prolongada
Uribe (guerrillero detenido) habla en la cárcel con José Luis (guerrillero en libertad). Están sentados frente a frente, ante una mesa.
—No me la imaginaba así.
—¿A quién, güey?
—A ella, hablo de ella: no pensé que sería así.
—¿Así cómo? Repites lo que dices; estás desenfocado, crees que si dices tres veces lo mismo eso se entiende.
—Es joven.
—¿Qué tanto?
—Más de lo esperado.
—¿Qué esperabas? ¿Te pusiste nervioso?, ¿te gustó? ¿Sería mejor que nos analizara un hombre?
—Creo que funcionó. En la primera sesión hablé del niño que murió en el asalto; no pensaba hacerlo, pero ella me dio confianza y me solté. Luego se sacó de onda cuando dije que la terapia era para ti.
—¿Es para mí?
—Ya lo discutimos, Doc. Tienes un estrés del carajo, necesitas una mirada externa, estás encerrado en una burbuja.
—Me estoy pudriendo en la cárcel: no es una burbuja.
—La burbuja era tu vida de antes, eso dice la doctora; estar escondido te protegía, ahora no controlas el encierro. ¿Has visto a los otros?
—Estamos incomunicados, solo hablo contigo.
—¿Y el abogado?
—No ha venido, tiene miedo de llevar el caso.
—Le dije a Karla…
—¿Karla?
—Ella. Karla es ella. La doctora. Le dije que te defendía un hijo de puta.
—¿Por qué?
—Para darle confianza.
—¿Eso le dio confianza?
—Me pareció importante que sintiera que tenemos un respaldo fuerte.
—El de un hijo de puta.
—No podía llegar desesperado a pedir auxilio. Nadie quiere saber de la cárcel, ni siquiera tu abogado.
—Es un culero: tiene miedo de defender a un subversivo.
—No eres un subversivo, te acusan de un delito del orden común: asaltaste un banco.
—La causa fue política, por eso el juez aumentó los cargos. El expediente es una belleza: me acusan de ladrón para que la prensa no hable de la Liga Roja, pero me dan condena de terrorista.
—¿Te volvieron a madrear?
—No, y ya me dejan hablar contigo. Eres mi único lujo.
José Luis se acerca a Uribe, le da una palmada amistosa en el hombro. De inmediato suena una chicharra. Uribe explica:
—El contacto físico está prohibido. Hay una cámara, no la vemos, debe de estar en un rinconcito. ¿De veras te parece buena idea?
—¿Qué?
—La terapia.
—El asalto salió de la chingada, murió un niño, es algo muy jodido.
—¿Tú qué sabes? No estuviste ahí, no eres parte de la Liga, nunca has disparado un arma: eres el Amigo Inocente. ¿De veras entiendes lo que pasó?
—Te voy a decir lo que entiendo.
—¿A ver?
—¡Te clavaste una pluma en la garganta!
—«Bic no sabe fallar». Pero el bolígrafo falló, de la peor manera, se quebró en mi mano como un puto juguete chino.
—Pero te hiciste daño.
—No el que hubiera querido.
—Karla ve ahí un tema simbólico.
—¿En el bolígrafo hecho mierda?
—Usaste la pluma como un arma suicida: directo a la garganta, como si te quisieras tragar tus palabras.
—¡Qué mamada! No tenía otra cosa con que matarme. ¿Cuánto tardó la señorita en descubrir eso?
—A la tercera sesión, me parece. ¿Te arrepientes de lo que hiciste?
—Claro que no, me arrepiento de haber fallado.
—Te conviene mostrar arrepentimiento.
—Te ablandas, José Luis, no conoces la militancia. Te llevaron a la cámara de Gesell porque somos amigos de toda la vida, pero estás limpio, demasiado limpio para entender. Nunca has tenido disciplina. ¿Sabes por qué fracasan tantas células rebeldes? Por llegar tarde.
—¿Qué quieres decir?
—El enemigo se despierta a las cinco de la mañana, eso te quiero decir. Los periodistas se acuestan pedos a las dos de la mañana. No puedes competir con gente que madruga en un cuartel.
—No soy de la Liga, lo acabas de decir, no estoy compitiendo y menos con el Ejército.
—Ese no es el punto: llegas tarde; nos dieron este cuarto, que no le dan a cualquier persona, y perdiste quince minutos. En un operativo, esa es la diferencia entre la vida y la muerte.
—No estamos en un operativo.
—¿Lo ves? Para ti nada es un operativo. Te falta método; crees que si repites algo eres sistemático.
—Y tú crees que todo es un operativo. Me acuerdo de Toby, el perro que tenías de chavo. Tu máximo orgullo era que se portara como un soldado. Le ponías una salchicha en el piso y lo veías salivar, muerto de hambre; solo la mordía si le dabas la orden. Necesitas decir «come» y saber que te obedecen. Tu pasión por el Ejército comenzó con los perros.
—Odio al Ejército.
—Tienes tu propio ejército. Karla me ayudó a ver otra cosa. Siempre me apantalló que controlaras a Toby con la salchicha, pero también recordé lo que hacía en la peluquería.
—¿Fuiste a terapia a hablar de perros? Estás cabrón.
—Después de cepillar a Toby le daban una carnaza de recompensa y no se la comía. Te emocionaba que no aceptara comida de extraños. Tenía solo un amo. La Liga Roja no está tan bien entrenada.
—¿De qué hablas?
—De tu ejército, tu manada de perros, no eres tan distinto a los que te persiguen.
—No sé qué chingados le dices a la doctora, pero no soy así.
—También yo le dije que no eres así.
—¿Y qué contestó?
—Que tenía que vencer mis resistencias.
—¿Las venciste?, ¿te sedujo la pinche vieja?
—Tenemos que hablar.
—¡Estamos hablando!
—Es importante saber qué nos trajo aquí.
—A mí me trajo la policía, y a ti el pinche morbo, no te hagas pendejo.
—Soy tu amigo, si no hablamos, no vamos a entender.
—¿Qué has entendido con la señorita?
—Cosas que no había visto, me acordé de la leche condensada.
—¿Cuál leche?
—Cuando leíste los Diarios del Che, te impresionó el valor que una latita puede tener en la sierra. Hay que administrarla al máximo, seguir vivo depende de eso. Las ganas de chupar algo dulce pueden hacer que pierdas la guerra; si le robas una lata a un compañero, te pueden ejecutar.
—El Che no dice eso.
—Tú lo dijiste.
—No me acuerdo.
—Karla dice que es un «olvido encubridor». Lo importante, lo que estamos tratando de ver…,
—Lo que tú estás tratando de ver.
—… es que hay un patrón de disciplina y obediencia. Sabes cómo se debe comportar un perro y cómo se debe administrar la última lata de leche condensada… Te hubiera ido mejor en el Ejército que en la Liga Roja.
—¡Chinga tu madre!
—El Ejército lanzó una guerra de exterminio y tú quieres un mundo mejor, son cosas muy diferentes, estamos de acuerdo, pero el camino que escogiste es militar. Necesitas que Toby te obedezca. ¿Sueñas con él? ¿Sueñas que le dices «¡come!»?
—No podemos hablar de la Liga en este cuarto; no sabes lo que dices porque no estás involucrado, siempre te has mantenido al margen. Dejas colgada a la gente: eres el que no llega a tiempo, el que no trajo las chelas, el que no escribe en el periódico. Okey, yo doy órdenes, alguien tiene que hacerlo, pero dependo de los demás.
—Para dominarlos.
—Si aceptas la disciplina, eso no es una imposición: las reglas protegen, te avisan cuáles son los castigos y las recompensas.
—Dices «¡come!» y yo muerdo la salchicha. ¡Gracias por protegerme!
—Cuéntale a la doctora por qué desapareces, por qué mandaste un recadito cuando murió mi papá, pero no fuiste al funeral; por qué me debes un dinero que nunca vas a pagar, por qué no devuelves los libros que te presto. ¡Te quedaste con los Diarios del Che para criticarme!
—No sabía que estuvieras tan emputado conmigo.
—Fallaste cuando más te necesitaba.
—No fallé. (Ve a los lados, buscando la cámara oculta). Como amigo no fallé, aquí estoy. Perdóname, yo…
—No sigas… Hay que mandar un mensaje a nuestros patrocinadores al otro lado de la pared: «Si no entienden, lávense los oídos». El consultorio es un cuarto seguro, este no lo es.
—¿Eso crees? Pueden presionar a Karla.
—No son tan ingenuos, saben que vas ahí. Investigamos a la doctora, su padre es íntimo del secretario de Gobernación, habló con el director de este penal.
—No lo sabía.
—El Gobierno nos deja hablar aquí y te deja hablar allá.
—¿Por qué?, ¿para qué?
—La ley de la olla exprés: para soltar presión. Me quieren conservar. Me podrían haber desaparecido y no lo hicieron. Creí que me llevarían a un vuelo de la muerte, pensé tanto en eso que empecé a soñarlo. He tenido mil veces la misma pesadilla: me avientan al océano Pacífico atado de manos. Despierto un segundo antes de darme en la madre. Pensé que eso pasaría de verdad, pero no sé qué es peor. Me salvaron para que tenga esa pesadilla. Tal vez lo hicieron porque saben que me voy a ir pronto.
—¿Te vas a ir?
—Me voy a morir, pendejo. Me regresó la enfermedad.
Suena la chicharra.
—No me toques. Aquí las madrizas joden menos que la humedad; tengo los pulmones hechos mierda; tal vez esperan que me asfixie solo, cayendo al mar en mi pesadilla.
—Exageras, Doc: te dan atención médica.
—Los caníbales se comían a sus prisioneros, pero dejaban a uno vivo para que fuera el testigo de su fuerza. Tal vez soy eso para ellos.
—Lo importante es que estamos aquí. No fue fácil conseguir la cita. Soy periodista, pero no me querían dar el cuarto de prensa.
—Eras periodista, ya solo publicas horóscopos, pero conseguiste esto: una hora de trato VIP. Están calculando qué hacer conmigo.
—Le pregunté a la doctora si se animaba a venir.
—¿Qué dijo?
—Que eso rompe la transferencia: tres personas, en un sitio vigilado… ¿Qué sabes del Colorado?
—Si lo supiera, no te lo diría, y menos aquí. ¿Supiste lo de Oblatos?
—No.
—Seis güeyes escaparon del penal de Oblatos. Eran de la Liga 23 de Septiembre. Hay alerta en todos los penales. Tal vez te dieron la cita porque buscan pistas. Se van a tener que lavar mucho los oídos para oírlas aquí.
—No tienes que ver con la 23 de Septiembre.
—¿Cómo le explicas a la autoridad que hay distintos motivos para asaltar bancos? (Sonríe). Me acabo de acordar de una película. Unos ladrones llegan a asaltar un banco y resulta que otra banda ya lo está asaltando. Entonces proponen que las víctimas voten para decidir quién las asalta. Es la mejor definición de la democracia mexicana: votas para elegir quién te roba.
—Un asaltante logró huir, según los periódicos. Tal vez se infiltró a tu grupo y por eso lo dejaron escapar.
—Eso dije en el interrogatorio: no es mi cómplice, sino el de ellos.
—¿El Colorado se vendió?
—Espero que registren esa frase (señala alrededor): Las paredes oyen, ¿conoces esa obra?
—Ni idea.
—Juan Ruiz de Alarcón, el jorobado de Taxco, hizo la mejor contribución del nuevo mundo al teatro del Siglo de Oro: la paranoia. ¿Te estás cuidando?
—¿De qué?
—Te llamaron a declarar, buscan a un cómplice…
—Buscan a la persona que estaba afuera del asalto, esperando en el coche, eso me dijeron.
—¡Jamás hubiera escogido a alguien que maneja como tú! Perdón, no debí decir eso.
—No hay bronca.
—Hablo sin pensar, me tiemblan las manos, respiro mal, me quitaron los ansiolíticos y me los quieren revender a precio de oro. Hablo del método porque lo estoy perdiendo.
—¿Volviste a soñar con el castor?
—No.
—Karla cree que tienes miedo de dejar de soñar con él, sería como perderlo por segunda vez.
—A mi mamá le valió madres. Me compró otro peluche, ni siquiera recuerdo qué animal era, lo borré por completo. ¿De qué te ríes?
—Piensa en tus compañeros: se sorprenderían de oírte hablar de peluches. A Karla le impresiona que te digan «Doc».
—Tú también me dices así, y cuando te encabronas me dices «Uribe».
—Tienes razón: los bancos se asaltan por razones diferentes; eres un asaltante con doctorado. No cualquiera se recibe en la Sorbona. Alain Touraine dirigió tu tesis.
—Alain dirige miles de tesis, es como el papa que bautiza a treinta niños al mismo tiempo. Pero la revolución no se hace con tesis de doctorado, se hace con huevos. ¿Tienes huevos?
—Le hablé a Karla de eso.
—¿De que te faltan huevos?
—De tu obsesión con los huevos. Le conté de la silla estercolaria.
—La sedia stercoraria, güey.
—Dijiste que el error de la Liga era no tener una silla para saber si el papa tiene huevos. Una idea machista, ¿no crees?
—Los huevos son un concepto: una mujer puede tener más huevos que un hombre, puede tener huevos cuadrados, huevos de platino. Todo mundo entiende lo que significan los huevos.
—Karla vio ahí un gesto homosexual.
—O sea que además de machista soy puto.
—Espérate tantito: la silla del papa servía para que le colgaran los huevos, pero alguien tenía que tocarlos, y el elegido era el más joven de los cardenales. Otro personaje entra a escena.
—¿Y a quién representa?
—A mí.
—Pinche José Luis, ¿saliste del clóset?
—Eres el Doc, necesitas demostrar que tienes huevos, y alguien tiene que ayudarte. Soy tu amigo más antiguo.
—¿Te gusta tocarme los huevos?
—Me caga, pero en la terapia entendí una cosa: necesito esa sumisión. Me da seguridad saber que no te decepciono.
—Si tu seguridad depende de eso, estás jodido.
—¿De qué hablas?
—No te confiaría nada después de lo que pasó con Aurora.
—Karla dice que necesito tu aprobación: el más joven de los cardenales siempre será inferior al papa. La culpa es mía por buscar eso.
—La terapia te está sirviendo más a ti que a mí.
—Necesitas imponerte: vives para tener razón.
—¿Estoy en la cárcel para tener razón?
—Me necesitas y te necesito, siempre ha sido así, pero el trato no es igual, no me quejo, acepté una subordinación que solo ahora reconozco.
—¿En verdad eres mi joven cardenal? Si no sonara la chicharra, te pediría que me tocaras los huevos.
—Te los haría mierda. ¿Hay alguien que sea tu igual? Alguien verdadero, no me vayas a salir con el Che Guevara.
—Tuve otra pesadilla. Me encontraba a Fermín y le faltaban los ojos.
—Como al castor. ¿Sabes qué piensa Karla? Esa pesadilla te horroriza, no por lo que le pasa al castor, sino porque no te puede ver: necesitas reafirmarte.
—Okey, soy narcisista, pero pienso en los demás. Tengo miedo de que le den cadena perpetua.
—¿A Fermín?
—Es el único que disparó en el asalto.
—Imagino que está preparado para lo que viene. Recibió entrenamiento en Corea del Norte (desvía la mirada a los lados)… Lo leí en algún lado.
—Fue de los sesenta que entrenaron allá, todo mundo lo sabe. Disparó por accidente; el arma estaba defectuosa. Pero el juez le va a dar cadena perpetua, estoy seguro. Fermín es un pinche irresponsable, llegó pedo al asalto, pero no se merece eso. ¿Viste a Lucrecia?
—Se fue a Oaxaca, con la niña.
—Cada vez tenemos más niños sin padres; si perdemos la guerra, nuestro legado va a ser una red de guarderías. Ayuda a Lucrecia, aunque no te gusten los niños.
—A ti tampoco te gustan; dejaste a tu hija en París.
—Tuve que hacerlo, no puedes hacer la revolución y ser padre. Si Mao hubiera llevado a sus hijos a clases de natación, jamás habría hecho la guerra popular prolongada.
—La familia es otra guerra popular prolongada.
—Sobre todo la mía. A veces pienso que solo vienes aquí por mi hermana.
—Eso fue hace mucho, Doc.
—¿Ya no piensas en ella?
—Todos los días. ¿Vino a verte?
—Claro que no.
—Karla me la recuerda.
—¿En qué?
—En la forma de caminar.
—¿Camina en el consultorio?
—Muy poco, pero se mueve como tu hermana, como se movía antes del accidente.
—¿Se lo contaste a la doctora?
—No, la terapia es tuya.
—¿De veras?
—Bueno, a veces digo algo mío para que la emoción suene real. Necesito más cosas tuyas. Por cada cuatro sesiones con ella, consigo un permiso para verte.
—Estoy obsesionado con los niños, los huérfanos que quedan en todas partes. El veintidós es el cumpleaños de la niña, la hija de Lucrecia.
—No sabes su nombre.
—Lo importante es el cumpleaños; manda un regalo, en nombre de los compañeros. No olvides la fecha.
—No olvido la fecha. ¿Estás más tranquilo?
—Ojalá algún día entiendas lo que en verdad importa.
—El veintidós, importa el veintidós. ¿Qué más?
—No puedo borrar lo que pasó en el Banco del Atlántico. A veces pienso que solo me metí en esto para joder a mi familia. Junto a la finca de mis abuelos, en Chiapas, hay un río de aguas rojas; tiene ese color por el ganado que matan; pero también por los peones que aparecen flotando. Es gente muy jodida, José Luis. Te encantaba ir a mi casa, pero yo solo quería escapar de ahí. Nos conocimos en el lugar equivocado. No quería que vieras mi casa.
—Me encantó, yo venía de una unidad habitacional.
—Te encantó porque eres un idiota y porque conociste a Aurora. La injusticia me dolía de una manera muy personal: la veía en mi familia, en el espejo…
—Rompiste con eso, fue algo valiente.
—La militancia es una abducción. Todo se impregna de eso, en cada poro de tu piel. Las consignas y los ideales pasan a segundo plano; lo que importa es estar alerta, esquivar el peligro. Cuando cruzas la línea, toda la dinámica depende de la adrenalina y de vencer el miedo. Dejé de ser Uribe y me convertí en el Doc. Las cartas de los guerrilleros a sus familias son dolorosas, son cartas de sacrificio, de amor en la lejanía, de abandono. Dejé de escribir a París. No sé nada de mi hija.
—Son elecciones de vida, Doc, no te azotes: Mao no llevaba a sus hijos a clases de natación.
—Acuérdate del cumpleaños, José Luis.
—El veintidós.
—Mi único contacto con los niños son los cumpleaños. El pendejo de Fermín mató a un niño y ahora pienso en su hija. No tengo vida personal, solo vida clandestina. ¿Entiendes la diferencia?
—Sí.
—Pensé que no me importaría, que me estaba salvando de las convenciones de llegar a cenar y contar cómo había sido mi día. La familia burguesa me daba asco.
—No quisiste esa guerra prolongada.
—Tú tampoco, aunque por otras razones. (Pausa). No te comprometes.
—¿Con qué?
—Con nada. Dile eso a la doctora: confío a medias en ti; pídele que me convenza de saber que cuento contigo.
—Pinche Uribe, ¿de qué hablas?
—¿Serías capaz de ayudarme si eso te perjudicara? Imagina lo mismo que imaginó la policía: si hubieras estado en el coche afuera del asalto, ¿me habrías esperado hasta el final o habrías arrancado antes?
—No estuve en el asalto.
—No estuviste ahí y este diálogo no existe, es una suposición. ¿Qué contestarías si este diálogo fuera real?
—Que estás orate.
—¡Arrancaste el coche!, eso dirías si este diálogo existiera. ¿Dejaste atrás a tu amigo?
—¿Solo es tu amigo el que se hunde contigo? ¡Qué suerte no ser de la Liga Roja!
—Te pico la culpa para que digas algo tuyo en terapia. No te repusiste del choque con Aurora.
—¿Quién se repone de eso, Uribe? Ella quedó mal, con una pierna deshecha. ¿Cuántas veces la han operado?
—No llevo la cuenta. Odia que sea tu amigo, odia que te haya perdonado.
—¿De veras me perdonaste?
—Estás aquí. ¿Tú te perdonaste?
—Pienso en el choque de veinte maneras distintas. No podía esquivar el camión que se nos echó encima, o tal vez sí podía, a veces veo una rendija, giro el volante y escapo, pero lo importante no es eso.
—¿Qué es lo importante?
—Yo tenía un motivo para que nos fuéramos a la mierda. Aurora me dijo lo que menos quería oír. Fuimos a una cafetería y ella remojó una galleta en su taza de té, pero no se la llevó a la boca, la sostuvo en la mano un tiempo larguísimo; la galleta blanda, toda fofa, cayó en grumos a su taza. Era una señal: lo que Aurora iba a decir era tan horrible que no podía decirlo.
—Te mandó a la verga. Eras muy posesivo, reconócelo.
—Era un animal, pero reconocerlo solo empeora las cosas.
—¿Por qué?
—Porque ella me dio un motivo para joderla después. Sentí una saliva amarga en la garganta, una saliva de despecho, de rencor, de ganas de hacerle daño. Mientras ella hablaba, tratando de ser amable con mis defectos para que no me sulfurara, dejé de ver, te lo juro, me quedé ciego por un momento, caí en un pozo y quise que me tragara ese pozo. Cuando subimos al coche, yo veía la calle como si no la reconociera, como si la ciudad estuviera en una maldita cámara de Gesell. Era obvio que nos íbamos a dar en la madre. No sé cómo me perdonaste.
—¿De veras te perdoné?
—Estoy aquí, tú lo dijiste.
Oscuridad.