«El salario del miedo»
Casa de seguridad. Uribe (guerrillero recién rescatado de la cárcel) y Karla (psicoanalista y militante). Uribe tiene una mano vendada. Karla llega con una bolsa llena de medicinas.
—No tenían ácido fólico.
—Tomo tantas cosas que no creo que importe. ¿Supiste lo de los perros?
—¿Qué perros?
—La policía armó un desmadre en Ciudad Universitaria: soltaron una balacera en medio de una exposición canina. Iban por militantes de la liga 23 de Septiembre. Estamos al sur de la ciudad, ¿no?
—No sé dónde estamos: me trajeron vendada.
—Oigo ladridos; hay perros por todas partes, de todas las razas.
—¿Cómo supiste de la balacera?
—Lo oí en el radio.
—¿Dijeron que los perros escaparon?
—Es una deducción lógica. ¿Qué crees que pasa con un tiroteo en una exposición canina?
—José Luis dice que te obsesionan los perros.
—Es una de sus obsesiones. ¿Hablaste con él?
—Hablé con él.
—¿Cómo está?
—A veces bien, a veces mal. ¿Qué te pasó en la mano?
—Una idiotez. Me sacaron de la ambulancia y me metieron en la cajuela de un coche, pero cerraron la puerta cuando tenía la mano afuera.
—Y hubo un herido, ¿no? Eso dijo la tele.
—El policía que me custodiaba. Al menos ya estaba dentro de la ambulancia: cambiamos un herido por otro.
—¿Cómo te sientes?
—Confundido, con la mano jodida, drogado por tanta pastilla: mejor que en la cárcel.
—José Luis te manda saludos.
—¿Podemos confiar en él?
—Claro.
—¿Por qué?
—La respuesta larga es que te admira y cree en todo lo que hacemos. La respuesta corta es que no tiene energía para engañar a nadie. Conoce las calles donde los semáforos están sincronizados, pero odia manejar.
—Antes era distinto: impulsivo, arrebatado, un cabrón.
—La militancia le sirvió de terapia.
—Tú también lo ayudaste, Karla; estaba traumado por el asalto, y lograste que se volviera útil: te dio la fecha para el rescate.
—Pero odia que lo hayamos manipulado.
—Nadie conoce la historia completa de su vida. Cuando te dijimos que atendieras a un compañero, no sabías qué podía pasar.
—Pensé que lo atendería a él. Luego supe que José Luis era tu recadero. Me saqué de onda, no fue fácil. ¿Por qué no me dijeron eso desde el principio?
—La confianza se gana poco a poco. José Luis sabía lo que pasaba, llegó a tu consultorio con una estrategia; eso le daba seguridad, pero era importante que tú te sorprendieras, que reaccionaras con naturalidad. ¿Se entendieron bien?
—Creo que sí.
—¿Qué tanto?
—Lo suficiente para que estés aquí. Espero que en verdad sea una «casa de seguridad». Cada vez que digo esas palabras, siento que rezo: «casa-de-seguridad», lo repito para que sea verdadero.
—Lo único distinto de estar aquí es que no hay señas personales, pero mira (con la mano vendada, sostiene un guante de hule para lavar los trastes): lo encontré bajo la cama. A alguien se le olvidó, o tal vez lo dejó adrede, como un mensaje; falta su pareja, es el toque humano de la casa. (Pausa). No sabía que este lugar existía. Lo que da seguridad es no saber cómo consiguieron este sitio.
—«El secreto protege».
—…
—Es una frase tuya, José Luis la repite. ¿Quieres que venga?
—No, ya hizo lo suyo.
—Quiere verte. Necesita tu aprobación, Doc.
—La tiene, dile que la tiene. Es importante que no venga.No estoy despachando en una oficina. (Pausa). ¿Oíste eso?
—¿Qué?
—Un ladrido.
—No oigo nada.
—Son los perros, de distintas razas; ladran en tonos diferentes. Supe que estamos en el sur porque oí los gritos del estadio cuando me traían en la cajuela del coche. La balacera soltó los perros.
—Tienes que concentrarte en otras cosas.
—Esta es mi última sesión contigo, Karla. Di algo que me sirva.
—A José Luis le preocupa Aurora.
—¿Por qué?
—Ella puede mover hilos para que la policía lo detenga, pero quiere una venganza más refinada: quiere que tú seas su enemigo, que te hagas cargo de él.
—¿Qué piensas de eso?
—No importa lo que piense. Conozco mi lugar, Uribe. Conseguí el coche para el asalto, conseguí la fecha en la que podías ser rescatado, conseguí las medicinas que necesitas. Fui tu terapeuta, a medias. No tengo otra función.
—Pero me dices «Uribe».
—Es tu apellido.
—También José Luis me dice «Uribe» cuando se encabrona; si está de buenas, soy el Doc.
—¿A dónde quieres llegar, Doc?
—¿A dónde llegaste con José Luis? Insistes mucho en él.
—Pasé meses en una puta locura, sin saber qué trauma era de él y qué trauma era tuyo.
—Exageras, Karlita, siempre lo supiste; sabes distinguir las peras de las manzanas. Pero ninguna de las dos te debe de gustar demasiado.
—¿Es la ley revolucionaria?
—La militancia exige sacrificios.
—¿Como abandonar a tu hija en París?
—¿José Luis te habló de eso?
—Me habló de muchas cosas: la transferencia debía funcionar de ida y vuelta, con él y contigo.
—En la cárcel entendí mejor mi relación con José Luis; lo he jodido mucho, no lo niego, pensaba que eso le convenía.
—Lo entrenaste. ¿Cuál es tu raza favorita?
—José Luis me recordaba al borzói, el galgo ruso; si lo ayudas a socializar, es amigable; si no, muerde hasta triturar el hueso. José Luis era un salvaje.
—Lo conociste en su peor momento.
—Que duró unos veinte años.
—Y estuviste a su lado, incluso después del accidente. Te admira por eso.
—¿Y cuál es el problema?
—Que no es un perro.
—¿De qué estás hablando?
—Tu hija nunca te pareció un perro, la querías demasiado para entrenarla, preferiste huir. Sueñas con el castor que perdiste, pero cuando lo recuperas, está destrozado. ¿Tienes miedo de ver a tu hija?
—Me rescataron el veintidós, el día del cumpleaños de la hija de Lucrecia y de Fermín; la niña está en Oaxaca, con su madre. No va a volver a ver a su padre. Estamos haciendo todo esto por el futuro, pero el precio son nuestros propios hijos. Cuba está recibiendo hijos de guerrilleros uruguayos, chilenos, argentinos. Es un refugio revolucionario. No sé cómo será vivir ahí, sin lazos familiares. Al menos mi hija tiene el entorno de su madre.
—Que no te habla.
—Me detesta, no la culpo. Yo tampoco me perdono, tengo que vivir con las cosas que no me perdono. Si eliges un camino, evitas otro. Es obvio.
—¿La terapia te sirvió de algo? Era como jugar al teléfono descompuesto, yo le decía a José Luis algo que él debía decirte a ti.
—Sirvió para traerme aquí, tú lo dijiste.
—Esa es la parte operativa. ¿Aprendiste algo?
—Hemos sacrificado muchas cosas, Karla, no podemos pensar todo el tiempo en lo que dejamos atrás, nos volveríamos locos.
—¿Por qué quisiste que viniera, además de traerte medicinas?
—Hay cosas que me preocupan.
—¿Cosas personales o cosas operativas?
—No sé, estoy en suspenso, en tierra de nadie. Eres la única persona que he pedido que traigan acá. ¿Cómo estás?, ¿cómo estás tú?
—La terapeuta no habla de sí misma.
—Es la última sesión, quiero saber cómo te sientes, por favor.
—¿Te acuerdas de El salario del miedo?
—¿La película?
—Sí.
—Es un gran título: «El salario del miedo».
—El personaje principal lleva un camión lleno de nitroglicerina. Así estoy, a punto de explotar. Mi primera acción fue participar en el robo del camión de leche; cuando repartimos la leche entre los pobres, sentí que cada paso que dábamos, cada gesto, cada movimiento, por pequeño que fuera, ayudaba un poquito a cambiar el mundo. Todo se podía ir a la chingada, pero ahí estábamos nosotros, dando leche. Es difícil volver a sentir eso. Ahora, lo único decisivo es que no nos maten.
—¿Tu salario es el miedo?
—O la angustia, o la incertidumbre, ya no sé.
—Estamos ganando apoyo popular, el rescate salió en todos los periódicos. Me podían llevar al hospital en patrulla, pero los pendejos eligieron una ambulancia. Eso le dio dramatismo. Hay escenas que se graban para siempre en la conciencia. Eres psicóloga, lo sabes mejor que nadie.
—Dejé de leer a Freud para leer libros de Editorial Progreso, traducidos con las patas en Moscú. El manual del perfecto revolucionario habla de las «acciones espectaculares de la vanguardia»: una escena dramática impacta más que diez mítines.
—Ese manual no existe, Karla.
—Lo impones tú.
—Improvisamos, nos adaptamos a las circunstancias.
—No me digas que ya no crees en los tres pasos de la acción guerrillera: «unidad-acción-desbordamiento». Tu rescate fue un desbordamiento; en cambio, el asalto falló desde la primera fase: la unidad. ¿Sabes algo del Colorado?
—No.
—Si lo supieras, ¿me lo dirías?
—No creo. ¿Eso te molesta?
—Ya te dije que conozco mi lugar.
—A todos nos conviene no saberlo todo.
—Pero tú sabes más.
—No estés tan segura: conoces mis pesadillas; nadie más lo sabe; bueno, solo José Luis.
—¿Te jode que lo sepamos?
—La primera regla de un detenido es no hablar; no les iba a decir nada a esos cabrones, pero necesitaba desahogarme con alguien más; estaba hecho pedazos. La idea de la terapia fue de José Luis.
—Funcionó, Doc: estás aquí, la libraste.
—Me dieron una madriza, pero no me arrancaron las uñas ni me aplicaron la picana eléctrica. Pensé que tarde o temprano me sumirían en la mierda del «pocito», pero eso no pasó. La tortura empezó a ser la espera, la anticipación del horror.
—Que no llegó.
—¿Te decepciona que no me hayan matado?
—¡Cómo crees! Traté de apoyarte, a través de José Luis. Te dejaron verlo en la sala de prensa, pocos tienen ese privilegio. Al principio, tu familia también movió contactos, luego Aurora lo jodió todo. ¿Por qué la recibiste en la cárcel?
—Es mi hermana, no podía negarme. Supongo que no volveré a hablar con ella; este cuarto es el cuarto de las últimas oportunidades; solo pedí verte a ti.
—Aquí me tienes.
—Conoces a las dos personas más cercanas a mí… Esto no puede salir de aquí, Karla.
—Una casa de seguridad es más confiable que un consultorio.
—No seas irónica, Karla. Dime una cosa: ¿qué sabes de José Luis y de mí?
—Hablas como si hubieran sido amantes. ¿Fueron amantes?
—No seas absurda. ¿Qué tanto habló de nosotros?
—Trabajemos ese «nosotros». ¿Qué los une?
—Cuando lo conocí, él tenía una furia loca; había perdido a su padre, su familia no tenía dinero, estudiaba Sociología porque es lo que estudian los que no saben qué hacer. Él quería ser como yo, y eso me encantaba, lo reconozco.
—¿Y tú?
—No quería ser él.
—¿Estás seguro? ¿No querías ser el que tiene a alguien cercano a quien idolatrar, alguien que no sea Trotsky o el Che? ¿No querías ser él admirándote a ti?
—Lo planteas como un delirio narcisista.
—Solo en parte. Es algo más interesante: vivir para ser admirado es una distorsión de la personalidad; tú no quieres eso; hablas desde una carencia, quieres ser el que admira, lo cual es saludable. El componente narcisista es que, ante José Luis, eres el objeto de esa admiración. Podrías tratar de ser realmente como él, alguien que vive en función de otro. Sería más humano, más… socialista.
—Estás encabronada, entiendo que te burles.
—Tengo miedo, angustia, incertidumbre, no estoy encabronada.
—Tu interpretación es agresiva.
—Ya vimos lo que era José Luis. ¿Y tú? El primogénito de una familia rica, con conectes políticos, un güey inteligente, con beca en París. Privilegio tras privilegio. No te alteres, déjame seguir: pero cada ventaja traía una responsabilidad, una tras otra. No puedes fallar, en nada. En esta célula, solo puedes ser líder, nada más es para ti; si te equivocas, se cae el mundo. Traes una tensión del carajo. Yo tengo miedo de estrellarme con el camión de nitroglicerina por puros nervios; en cambio, tú tienes miedo de estrellarte adrede. Lo que más odiaste de tu intento de suicidio fue que salió mal.
—Cuánta chingadera.
—Háblame del Estadio Azteca, el estadio que reconociste por los gritos cuando venías para acá en la cajuela del coche.
—¿Qué quieres saber?
—Háblame de cuando te orinaste en los pantalones.
—¿José Luis te contó eso? ¡Tenía seis años! Me la pasé tomando refrescos y fui a orinar en el medio tiempo, pero había mucha gente.
—Mucha gente detrás de ti, esperando que orinaras.
—Sentí una presión horrible, sentí que todos me veían, no pude orinar, regresé a mi asiento y me oriné en los pantalones.
—¿Y qué pasó después, con los años?
—¿Para qué preguntas si José Luis ya te dijo?
—Quiero que tú lo digas.
—Es una pendejada, lo sé, pero desde entonces llego a un baño público y, si hay más gente, me inhibo; no puedo orinar, siento sus miradas; lo más estúpido es que pienso que me van a reconocer en la calle y van a decir: «Ahí está el güey que no pudo orinar».
—Es una fantasía de fracaso. Se lo dijiste a José Luis en un urinario. «Un mexicano nunca mea solo», dice el dicho. Los hombres orinan de pie, pero los urinarios existen por algo más. No hay nada como hablar con la verga en la mano, «al chile», como se dice; los urinarios son un sistema de medida para comparar penes, pero eso no es lo más importante: también son un confesionario.
—Pinche Karla: sabía que en tu cabecita giraba el hámster, pero ahora traes un hámster con cocaína.
—José Luis orinaba sin problemas. Le pediste que saliera del baño.
—Y fue con el chisme.
—¡Era tu terapia! No quisiste que él te juzgara en el baño. Te vigilas demasiado, la Federal de Seguridad no es nada en comparación con lo que te exiges a ti mismo: si no orinas rápido, sientes que eres una mierda. Eso es lo que envidias de José Luis, la posibilidad de vivir sin rendir cuentas.
—Ha sido un irresponsable, muchas veces lo ha sido.
—Tal vez se fue al otro extremo, él debe corregir eso.
—La terapia terminó, Karla, me diste de alta con el rescate.
—Si no querías hablar de ti, ¿de qué querías hablar?
—Estoy de acuerdo: me vigilo demasiado, pero Aurora te vigila a ti.
—Ella sabe lo que José Luis dijo en el consultorio, tiene las grabaciones; no se enteró de la fecha de tu rescate porque nos vimos en otro lado, pero puede acabar conmigo y con José Luis.
—Ya lo dijiste: quiere que yo lo haga mierda; es su venganza personal contra la persona que la dejó lisiada.
—Además, eso probaría que la guerrilla ejecuta a sus miembros.
—¿De qué hablas? No matamos compañeros.
—No es el objetivo, pero en caso necesario…
—¡En caso necesario, mis huevos!
—¿Los huevos que te toca José Luis?
—Hablaste demasiado con él; le sobra tiempo para pensar, si tuviera trabajo, no sería tan neurótico. Lo único que publica son horóscopos, y no sabe nada, absolutamente nada, de astrología. ¿Cómo puedes creer en lo que dice un reportero de las estrellas?
Karla saca un recorte de periódico.
—Tu signo es Aries (lee): «Mercurio retrógrado afecta a los nativos de este signo; pueden ser presas de la impulsividad, los malentendidos, las ideas que no logran expresar. Modere su conducta».
—¿Es un mensaje para mí?
—Eres su Aries favorito.
—Antes hablaba de mí en tu consultorio y ahora me manda cartas en el horóscopo. ¡Me vale madres el Mercurio retrógrado! El retrógrado es José Luis.
—Pide que pienses con claridad, nada más.
—Acabas de insinuar que somos un comando asesino, ¿y quieres que piense con claridad?
—No lo insinúo yo, lo solicita tu hermana.
—Exageras, Karla, me cae que exageras.
—Ella influyó en el trato que te dieron en la cárcel; impidió que te torturaran, pero luego cambió de estrategia y quiso aislarte. Le molestaba que José Luis te viera, odiaba que yo lo viera. ¿Qué te dijo ella en la cárcel?
—¿De veras quieres saberlo?
—Te lo estoy preguntando.
—Me dijo que te estabas cogiendo a José Luis. Sigue enamorada de ese cabrón. Lo alucina y lo quiere, el cóctel perfecto. Él dice que te mueves como ella, supongo que se refiere a lo que hacen en la cama.
—Me voy a largar.
Se pone de pie, Uribe la detiene.
—No te vayas así, Karla. ¿Tienes celos de Aurora?
—No seas básico; tal vez ella no se ha dado cuenta, pero trabaja para otros.
—¿De qué hablas?
—La están usando.
—¿Qué pruebas tienes?
—¿No se te hace raro que la policía siga el mismo patrón que las emociones de Aurora? Te mantienen a salvo, incluso permiten que te escapes, y plantan una intriga al interior de la célula para que nosotros nos hagamos mierda. ¿Por qué te dejaron vivo, Doc? Si te detienen en un acto terrorista, la única salvación es una cápsula de cianuro; es el punto número uno del manual.
—¿Tienes una cápsula de cianuro?
—Aquí, en mi bolso, la llevo a todas partes. Es mi talismán. Algún día se va a saber que en 1975 la esperanza de cambiar el mundo exigía tener veneno para matarse. Repito la pregunta, Doc: ¿por qué crees que te dejaron vivo?
—¿Qué chingados insinúas?
—Tu familia es poderosa. Al hijo de un carpintero lo cuelgan de los huevos. Nadie creería en el Evangelio si el padre de Jesús hubiera sido un empresario. Fermín se va a pudrir en la cárcel por haber disparado en el asalto. Su papá atiende una papelería.
—Pinche Karla, te afectó demasiado lo que dije de José Luis.
—Es mi vida privada.
—Hace mucho que no tenemos vida privada, solo vida clandestina. Eres parte de una célula, cruzaste una línea que no debías cruzar, Karla.
—Te sales por la tangente: ¿por qué no te mataron?
—¡¿Soy culpable de eso?!
—Es una pregunta objetiva.
—¿Crees que no lo he pensado?
—¿Y cuál es tu hipótesis?
—Les conviene tenerme vivo.
—¿Por qué?
—Para simular que soy una amenaza. Si estoy vivo, les doy pretexto de allanar casas, hacer secuestros, decomisar propaganda, matar a mis supuestos cómplices. Lanzaron una guerra de largo alcance; necesitan asesinar maestros, líderes sindicales, hasta sacerdotes y monjas progresistas. ¿Querías hablar del Colorado? No te lo iba a decir, pero me tienes hasta la madre: lo encontraron muerto; le hicieron la «corbata colombiana».
—¿Qué es eso?
—Te rajan la garganta y te sacan la lengua por ahí. Una venganza para los delatores.
—El Colorado se vendió a la policía.
—Lo usaron y luego lo liquidaron. Mientras yo esté vivo, tendrán excusa para eliminar a todos los que ellos digan que son mis aliados. ¿Crees que me siento bien por eso?
—No, obviamente no, todo es peor de lo que pensaba.
—Aurora forma parte de ese engranaje, no lo niego, les pasa información y mueve contactos, pero no es la fuente del mal como tú piensas.
—Voy a pedir que me pongan la venda para salir de aquí.
—Espérate, no te he dicho algo.
—¿Qué?
—Tienes que borrarte del mapa.
—¿Quieres que desaparezca?
—No lo quiero yo, lo necesitas tú. Si estoy vivo, es para que puedan matar a otros, incluyendo a gente que no conozco. Tenemos que desactivar las células, luego podremos reagruparnos.
—¿Y qué le digo a José Luis?
—Eso es lo más importante: no le vas a decir nada porque no lo vas a volver a ver.
—¿De qué hablas?
—Es un riesgo que estén juntos, ¿no te das cuenta?
—¿Qué le van a hacer?
—No sigas con eso: yo no soy Aurora. Esto es más serio de lo que piensas. El Colorado se vendió al Gobierno y le sacaron la lengua por la garganta. Sal de la ciudad; si puedes, vete del país, te buscaremos cuando podamos hacerlo.
—No esperaba esto, pensé que el rescate nos llevaba a otra fase.
—Por ahora, esa fase es la desbandada. Tienes razón en identificarte con el conductor de El salario del miedo, pero por una vez deja que sea yo quien te analice. El problema no son las curvas que tomas en una carretera angosta donde llueve a mares. El problema es la carga que llevas: tu nitroglicerina es José Luis.
Oscuridad.