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«Tu fantasma», capítulo 2

Escribe
Juan Sklar
Ilustra
Matías Tolsà
En el capítulo anterior, Jano Mark selló un pacto con el fantasma de su ex: un encuentro durante cinco noches para entender si tiene que dejarla ir o pedirle que vuelva. En esta segunda entrega, el escritor y la médica —como se llaman a sí mismos en este capítulo— atraviesan otra madrugada juntos.

La médica

Es viernes a la noche y Jano Mark vuelve a su casa del gimnasio. No le gusta entrenar y no le gustan los gimnasios, pero necesita el cansancio. Y el dolor físico. Son las cosas que lo sacan del rumiar obsesivo y del diálogo imaginario con Milva. Está contento, no pensó en ella por casi dos horas. Pero no festeja, sabe que va a volver. Pasa por la carnicería y pide una colita de cuadril. Está pagando cuando imagina lo que diría su ex. «¿Por qué no vas a la pescadería, mejor? Es más sano».

No le contesta. Se concentra en sus hombros doloridos, en los pectorales, que arden un poco. Después va a la verdulería.

«Comprá un poquito de kale, es un superalimento y te va a ayudar con el colesterol».A Jano no le gusta el kale, pero igual compra kale. Llega a su casa y se saca la ropa. Antes de entrar a la ducha, piensa en que le gustaría tener una cita con una mujer. Eso, cree, lo puede ayudar a pensar menos en Milva. Les manda un mensaje a las cuatro o cinco con las que venía hablando. Ninguna lo entusiasma mucho, pero no quiere pasar el viernes a la noche con el fantasma de su ex. Le gustaría, también, despertarse y que haya algo más que su ausencia. Revuelve en las redes sociales y ve que tres de las cinco chicas están de viaje, y la cuarta parece haber vuelto con el novio.

Sale de bañarse y tiene un mensaje de la Bostera. Linda, rubia, treinta años, le encanta coger con la camiseta puesta. «Holu, qué pena, me hubiera encantado. Hoy voy al cine. ¿Domingo?».Jano no llega a responder, que ya escucha la voz de Milva que le dice: «¿“Holu”? ¿Para esto te separaste? ¿Para cogerte minas que dicen “holu”?».

—Tiene un doctorado en Psicología —le responde Jano, como si tuviera que justificar sus elecciones sexuales frente al fantasma de su ex. Quiere que Milva sienta celos de sus nuevas parejas. Quiere que ella se la cruce en la calle y se sienta mal, reemplazada y superada. Que piense «es más linda, más joven y más interesante que yo». Quiere ganar. Lo piensa y se siente ridículo. ¿Ganar qué? La idea misma de querer ganarle es una derrota. Si compite con Milva, es que sigue haciendo las cosas para ella.

Se pone a cocinar. Prende el horno para que se vaya calentando y corta las verduras. Cocinar es el arte de prestar atención a muchas pequeñas cosas reales, de medir los tiempos, de estar presente. Jano vive en su cabeza, en diálogos imaginarios, en planes grandilocuentes. A veces se distrae y deja de prestar atención a la cocina. A veces se fija en un paso de la cocción y mira la comida sin pestañear, como si eso pudiera apurar el proceso. Y así, las dos modalidades de su personalidad, ansioso o distraído, se transforman en los dos puntos que maneja para la carne, crudo o quemado.

Jano piensa en la Bostera, en sus fotos de redes, en su culo redondo, en su sonrisa falsamente ingenua. No se calienta con la idea de tener sexo, sino de besarla, de olerla, de tenerla en la cama a su lado, haciendo peso sobre el colchón.

—Ay, qué romántico —dice el fantasma de Milva, ahora corporizada, sentada en una silla de la cocina—. ¿Y sabe tu doctora en Psicología xeneize culito duro que después del primer polvo se te pasa el entusiasmo y el peso en el colchón ya no te enamora, más bien te jode y te sentís invadido?

—Calláte.

Milva se ríe.

—«Ay, amo el olor que dejás en la almohada» —dice imitando a Jano. Luego cambia la voz—: «Flaca, no te pongas perfume porque me da alergia».

—Basta.

—Porque ni siquiera tenés el valor de decirlo. Les echás la culpa a tus síntomas. No es que no te bancás a tus hijos, te duele la espalda. No es que no querés tomar café conmigo, es que te da insomnio.

—¿No tenés nada mejor que hacer?

—Te recuerdo que yo estoy en Brasil, con tus hijos y mi novio, en un hotel, sobre sábanas de cuatrocientos hilos. Vos sos el que habla con un fantasma.

Jano mete las verduras y la carne en el horno. Ignora si los tiempos son correctos y si todo se va a hacer al unísono. Si algo se cocina más rápido, lo tendrá que sacar antes. Aunque es más probable que se le queme. Agarra el celular y le contesta a la Bostera. «Dale. Domingo. ¿Tipo siete?».

—¿Y cómo conociste a la psicóloga bostera?

—¿Qué te importa?

—Dejáme adivinar. Uy, qué difícil. ¿Leyó un librito tuyo, subió una fotito a Instagram con el libro sobre las piernas y te arrobó?

Jano no contesta, pero sabe que la bala entró.

—¿Y qué puso? «Me reí, lloré, me calenté, lo odié, quiero más». «Lo devoré en tres días». «Sobredosis de Jano Mark». ¿No te aburre recibir el mismo halago una y otra vez? Obvio que te aburre, pero te lo dice una pendejita culo duro y le contestás.

—Tiene treinta años.

—Y todavía dice «holu».

—Te noto un poco envidiosa hoy.

—Sí, me muero de ganas de bebotear a artistas con incipiente alopecia. Ayer justo subí una story en bombacha y remera viendo After life y le puse «Sobredosis de Ricky Gervais».

—Quizás, si tuvieras treinta, te daba bola.

—Calláte, nabo. ¿Y después qué hiciste? Hablaste tres pavadas y le preguntaste dónde vivía.

Jano la mira fijo. No entiende cómo sabe estas cosas.

—Sos un árbol de decisión con patas. Un algoritmo de sangre y tejido cavernoso. Es mujer: seguir leyendo. Es linda: contestar. Vive en otra ciudad: invitar a sextear. Vive en Buenos Aires: invitar a coger. Qué patético —sigue hablando Milva—. Un mecanismo primitivo cuya efectividad depende de que cada una ignore la existencia de la otra. ¿No te deprime? Cuando sexteás con cuatro fulanas al mismo tiempo y te quedás sin batería, porque no podés soltarlo un segundo, y se te apaga el teléfono en la mano y ves tu cara reflejada en el espejo negro, ¿no te querés matar?

—Milva.

—¿Qué?

—Estás de novia con uno de tus colaboradores, doce años más joven.

—¿Y?

—Sos la versión en mujer del cuarentón que se coge a su secretaria. Yo estoy perdiendo el pelo, vos tenés estrías.

—Yo no tengo estrías.

—Lo sé. Nunca te mencionaría un defecto físico real porque sé cuánto te duele. A mí me da igual, yo nunca fui hermoso.

De la nada, Milva saca una bolsa y, de adentro, dos blísteres de pastillas. Jano intenta sacársela. Ella lee los nombres de los medicamentos.

—Finasteride, un miligramo. Minoxidil, dos miligramos. Shampoo, baño de crema, todo anticaída, presentado en una regia bolsita de GrowYourHair. ¿No tenés para irte de vacaciones, pero te vas a gastar un billete en sembrarte pelo?

—Es canje.

Milva estalla de risa. Se ríe un rato largo, con sinceridad y con ganas. Cuando retoma la compostura, dice:

—¿Te acordás de cuando vino un shopping y te ofreció sesenta mil dólares para hacer una campaña de publicidad y dijiste que no porque la literatura, la poesía, el arte y la mar en coche? ¿Y ahora vas a pasar un chivo de GrowYourHair

—No tengo que hacer chivos, el dueño viene a mi taller. Me lo hace de onda.

Milva sonríe socarrona.

—Mirá, me da igual lo que hacés con tu pelada, tu carrera y tu cuenta de Instagram. Pero a mí no me digas «vanidosa» —dice y sale.

Jano se queda pensando en todo lo que le diría. Pero no quiere hablar más, no quiere discutir más. Lucha contra sus propios pensamientos un rato y, al final, cede. Sale detrás de Milva.

—Yo amaba tu vanidad.

—Tanto que decidiste separarte.

—Y amaba tu cuerpo.

—Tanto que te fuiste a coger pendejas.

—¿Vos creés que me separé para irme a coger? Me separé porque no me soportabas, porque mi cara te ponía de malhumor, porque nada de lo que yo hacía te ponía ni remotamente feliz.

—Entonces te ibas a coger pendejas.

—Me iba a cualquier lugar donde no me hicieran sentir un inútil.

—¿Y las pendejas te hacían sentir macho, firme y resolutivo?

—¿Por qué estás tan enojada?

—No estoy enojada —dice Milva, visiblemente enojada.

—Era una pareja abierta.

—Una pareja abierta que empezó el día en que te cogiste a esa pelotuda, desequilibrada, enferma mental.

—¿Milagros?

—Milagros. Te mandaste una tremenda cagada, en un momento en que yo estaba para el orto, y en vez de, no sé, bajar la cabeza, redoblaste la apuesta. Dijiste «yo soy así y no voy a cambiar. Si querés, podemos tener una pareja abierta».

—No lo dije así.

—Y yo, en vez de mandarte a la mierda, acepté. En vez de rajarte de casa de un voleo en el orto, seguí con vos.

—¿Qué querías que te dijera? ¿«Mi amor, voy a cambiar»?

—No sé. Y no sé por qué todavía me sigue doliendo.

Jano se queda en silencio. Lo que pasó con Milagros lo llena de culpa y vergüenza.

 —Perdón —dice.

Lo dice con sinceridad.

—Ya te perdoné cuando te mandaste la cagada.

—Pero seguís enojada.

—Enojada conmigo por haber aceptado esta idiotez de la pareja abierta y la libertad progre que inventaron unos pajeros que solo querían ponerla sin hacerse cargo de las consecuencias. Egoístas promiscuos y banales que se pasan el amor por el forro del culo.

—Muy enojada.

—Dejáme en paz.

El fantasma de Milva sale al balcón y se prende un cigarrillo.

Jano va hacia la cocina, algo abatido. No le gusta lastimar a Milva. Quisiera ser de otra manera, ser como a Milva le gustaría que fuera. O que Milva lo aceptara. De verdad, no acorralada por la posibilidad del abandono. Quisiera que sus deseos coincidieran, que la convivencia de sus apetitos no engendrara una bestia condenada a morir. No piensa que sea malo, piensa que está mal hecho. Que alguien ensambló mal las piezas de su brújula amorosa. Que estar con Milva era inevitable, igual que separarse.

Entra a la cocina, acechado por los pensamientos sombríos de soledad y destino. Y por la culpa de haber lastimado a la mujer más importante de su vida.

Abre el horno y decide que es el momento de sacar la carne. Lo cierra. Busca dos repasadores para agarrar la asadera caliente. Uno nuevo, blanco, y otro celeste, con flecos, más viejo, que se trajo de la casa familiar cuando se separó de Milva. Abre la puerta del horno, después toma los repasadores, uno con cada mano. No se da cuenta, pero en el momento en que mete las manos en el horno, dos de los flecos del repasador celeste se cuelan por el agujero de encendido y entran en contacto con el fuego. En un instante, la tela prende y las llamas toman todo el repasador. Jano tira la asadera por el aire. La colita de cuadril rueda por el suelo y las verduras se desparraman a su alrededor. El repasador arde. Las llamas son lenguas desbocadas bailando sobre su mano. Trata de sacárselo, pero solo logra que se enreden en su brazo. Los hilos se derriten y se pegan en la piel. Con la otra mano, se arranca el repasador. Queda en carne viva. Jano grita de dolor. La otra mano, la mano sana, también está hinchada. 

Milva entra a la cocina corriendo. Se lleva puesta una silla. 

—Jano, ¿qué pasó? ¿Estás bien?

—Me quemé con el repasador.

—Dejáme ver.

Él le muestra, ella lo examina.

—No es grave, pero hay que ir a la guardia ya. ¿Te duele mucho?

Él asiente en silencio. No quiere hacer aspavientos ni que Milva lo vea llorar.

—Vení, vamos a ponerte agua fría. Eso te va a aliviar.

Milva se mueve rápida y segura por la cocina. Busca hielos, una ensaladera. Es una acción sencilla, pero a Jano le da tranquilidad. Está Milva, ella sabe, ella se encarga. Es médica.

Jano se siente cuidado, protegido. Quizás esto es lo que más extraña de estar con ella. La firmeza con la que enfrentaba las dificultades, incluso la dificultad de estar con él. Si su mundo se desmoronaba, Milva estaba ahí. Y su mundo se desmorona todos los días. Es una constante caída y reconstrucción donde el único punto firme era ella. Junto a su impulso mandón, Milva también tenía el don de ofrecer un norte. Ella decía a dónde ir, y a quien colapsa y renace cada tres o cuatro horas le hace bien saber hacia dónde ir.

—Vení. Es una pavada, pero te va a hacer bien, va a bajar el dolor. Dame la mano.

Jano se la ofrece. Milva la toma con suavidad.

—Al principio te va a doler más, después va ir aflojando. ¿Estás listo?

Él mete la mano en el agua helada. Le duele, pero es un dolor diferente al de la quemadura. Milva lo mira y le sonríe.

—¿Te la aguantás un ratito así?

—Sí. Gracias.

Él la observa. La piel blanca, las pecas. Un granito en el borde de la mandíbula. Está reventado. Milva nunca se deja un grano sin reventar. Es hermosa y siempre va a ser hermosa.

—¿Me perdonás?

—No hablemos de eso ahora.

Jano acepta la tregua. Sabe que, de algún modo, lo perdonó. Solo tuvo que ofrecer su piel en sacrificio. Pasó antes y está pasando ahora. El agua fría lo calma.

—¿Te acordás del viaje de vuelta de Tailandia? —dice ella

—Sí, ¿por?

—Nos estábamos peleando, ya no sé por qué. Estábamos muy enojados, nos habíamos dicho un par de cosas feas. 

—Me acuerdo.

—Para no seguir enterrándonos, dejamos de hablar. Al rato te subió la fiebre. Y dejamos de pelear.

Jano y Milva hacen silencio junto a la fuente con hielo.

—¿Vos decís que de alguna manera yo me enfermaba «a propósito» para que nos reconciliáramos?

—Desde el punto de vista médico, me parece una hipótesis absolutamente ridícula. Desde el punto de vista de tu personalidad, sí. No me cabe la menor duda de que sos capaz de levantar fiebre con la mente.

—¿Hice esto para que me perdonaras?

—Hiciste esto porque sos un torpe y un distraído. Pero si tuviera que decir algo…,

Jano la mira atento.

—… diría que es más probable que te quemes una mano por alguien antes de que le pongas correa a tu deseo.

Jano sonríe.

—Pero a mí no me interesan tus dedos chamuscados. Ni necesito que te mutiles para que me pidas ayuda.

—Soy un nene.

—No —dice Milva con una firmeza sorprendente—. Esa es la pelotudez moderna de que en la pareja tenés que ser siempre un adulto. Vos fuiste un niño y te cuidé, y yo fui una niña y me cuidaste. En la operación de la tiroides, en los puerperios, en el aborto, cuando se murió la Negra. Cuando se murió mi papá.

Jano sonríe levemente.

—¿Qué hacés hablando bien de mí?

—Yo siempre hablo bien de vos.

—Pero no delante de mí.

Milva se mira el reloj.

—¿Vamos a la guardia?

Jano asiente y salen. Caminan por la calle Uriarte y doblan por Paraguay. No hay nadie a esta hora. Fuera del agua fría, la mano vuelve a doler. Jano intenta por todos los medios ocultar el malestar.

—No te preocupes —dice Milva, como si pudiera escuchar su pensamiento, como si los años juntos, los hijos, las mudanzas, los viajes y los funerales tejieran un diálogo invisible entre ellos, una conversación silenciosa y subterránea que cada tanto se hace audible para el resto del mundo—. Ahora llegamos a la guardia y te hacen curaciones.

Jano y Milva llegan a la guardia de la clínica privada. Está llena de gente, a rebalsar. Se siente en el aire la tensión de los médicos sobrepasados y de los pacientes que quieren ser atendidos. Jano hace el ingreso, va al triage, le cuenta a una enfermera lo que le pasó. No se lo dicen, pero lo sabe, su problema es de baja prioridad. No lo van a atender muy rápido. La enfermera le da una pastilla y le pide que tenga paciencia. Después se sienta en un sillón. Milva se coloca a su lado.

—¿Hay mucha espera?

—Quince personas. Pero si entran urgencias, van a pasar antes que yo.

—No te pueden hacer esperar tanto. ¿Te duele?

—Sí.

—Andá y deciles.

—Ya me dieron un analgésico.

Jano no quiere discutir con Milva, pero en el fondo adora ese enojo. Esas ganas de defenderlo ante los extraños.

La cadena de pensamientos se ve interrumpida por una punzada de dolor que se expande por toda la mano. Arde, pica, fuerte, profundo, sobre la piel y debajo de ella. Aunque intenta ocultarlo, Milva se da cuenta.

—Perdón —dice ella.

Jano no entiende.

—Te peleo al pedo. Te distraje, te quemaste.

Jano tiene, en su propia alucinación amorosa, un rapto de lucidez. A Milva no le gusta pedir perdón. Ni lo hace, a menos que no le quede otra salida. Cuando se sabe equivocada, recurre al silencio, ese mensajero polifónico con el que da a entender las cosas que más le duelen. Jano amaba, también, el orgullo aniñado de esta mujer a quien le gusta decir que ella hace las cosas bien sin importar qué es hacer, qué son las cosas y qué es bien. Amaba, o sigue amando, no lo sabe bien, esa convicción de solvencia, incluso cuando su contracara era la idea de que él no hacía las cosas, y si las hacía, nunca estaban bien.

—No fue tu culpa.

Jano no logra terminar la frase y el dolor recrudece. Ya es imposible ocultarlo.

—Llamála —dice Milva.

—¿A quién?

—A Milva.

—Vos sos Milva.

—A la Milva real.

—Está en Brasil, con los chicos y el novio.

—Mandále un mensaje. Seguro que conoce a alguien que conoce a alguien. Es médica. 

Jano y Milva se conocieron a los veintipocos. Ni ella estaba recibida ni él había publicado nada. Sin embargo, en los comienzos de ese primer noviazgo, frente a sus amigos, cada uno se refería al otro como «el escritor» o como «la médica». Un típico recurso de los que recién empiezan a salir y no pretenden que los amigos memoricen nombres de personajes que no se sabe cuánto van a durar, pero que concentraba algo de lo que cada uno iba a amar en el otro: la palabra y el cuerpo, la conversación y el cuidado, el arte y la ciencia.

Jano mira su teléfono. Aunque le gustaría escribirle a la médica, en seguida descarta la idea.

—Le va a chupar un huevo.

Algo cambia en el gesto del fantasma de Milva.

—Hablás como si no la conocieras.

—No la voy a joder en sus vacaciones.

Otra vez, el dolor recrudece.

—¿Es orgullo? —pregunta ella.

Jano no contesta.

—Es la mamá de tus hijos.

—Y eso es lo único que me ata a ella.

—No. Es tu amiga, tu lectora, tu primera novia, es la mirada por la que hiciste las cosas más lindas: tus hijos, tus libros, tu escuela.

Jano agarra el teléfono y escribe. No envía el mensaje.

«Hola, Mil. Perdón que te joda».

—Es una pelotudez esto. Está en Praia do Sorongo, tomando una caipi.

—Confiá en mí. En ella y en mí.

Jano se entrega.

«Se me prendió fuego un repasador y me quemé el guante. Estoy bien, nada grave. Pero la guardia tiene dos horas de espera. No sé qué hacer».

Enviar.

—¿Y?

—Lo vio. Está contestando.

Jano mira el teléfono como si sus ojos pudieran apurar la respuesta.

—Me pide una foto de la herida.

—Mandásela.

Jano hace caso.

—¿Qué dice?

—Que espere un minuto.

Jano vuelve a mirar el teléfono.

—Ahí escribió: «Hablé con un amigo que está de guardia en otra clínica. Tomáte un taxi, vas de mi parte. Te van a atender sin esperar. Ahí te hacen las curaciones».

Jano le responde: «Gracias».

«De nada. Menos mal que me escribiste. Cuidáte».

Él respira aliviado.

—Te lo dije —dice el fantasma. 

—Ahí me mandó un audio.

Jano está expectante, como si lo que Milva tuviera para decir fuera la respuesta a todos sus males. Pero cuando le pone play, no es ella. Se escucha la voz de su hijo mayor.

«Hola, papi. Me dijo mamá que tuviste un miniminiaccidente, que vas a estar bien, pero que seguro que te duele mucho. Te mando un abrazo fuerte y ahora me voy a jugar al fútbol a la playa».

De fondo, casi susurrante, se escucha la voz de Milva que le sopla al oído. «Decile que lo querés».

Su hijo sigue: «Y te quiero mucho. Chau».

El audio no termina ahí. A continuación habla su hijo menor, con esa cadencia rara que tienen los niños cuando se les pide que hablen. «Hola, papá, cuidáte la “quebadura”, te mando un besooo».

Jano siente, junto al dolor de la mano, una calidez única, el alivio a un malestar que no sabía que lo estaba afectando. Querría abrazar a sus hijos, a Milva, al mundo. Después saca su teléfono y pide un taxi.

—Está llegando —dice él.

Los dos se quedan en silencio, hasta que ella habla.

—Va a estar, ¿sabés? La Milva real. Cuando la necesites. Va a estar.

Jano sonríe sincero y en la comisura de los labios se disuelve un miedo ancestral, un frío de otra vida.

—¿Vamos?

—Vamos.

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