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«Tu fantasma», capítulo 3

Escribe
Juan Sklar
Ilustra
Powerpaola
Jano quiere concentrarse en su nueva vida. Pero Milva —su ex, su sombra— todavía no lo suelta. ¿Se puede dejar atrás a alguien que insiste en quedarse?

La cadena

Jano Mark está haciendo su cama, en cuero y calzoncillos. Es de tarde. Le suele pasar. Deja la cama sin hacer todo el día, a veces hasta la hora de irse a dormir. Estira las sábanas y le duele la mano que se quemó ayer. Se aguanta el malestar. Sigue con su tarea. Termina y mira satisfecho. Nada le molesta más que tener que hacer cosas y nada lo hace más feliz que haberlas hecho. Sonríe.

El día viene bien. Casi no pensó en Milva. De hecho, piensa en por qué no está pensando en su ex. La primera hipótesis es que el dolor lo está ayudando. No le gusta haberse quemado, pero el ardor hace que la atención se fije ahí. Funciona como una especie de síntoma inocuo. Hace aparecer el cuerpo sin el riesgo de enfermarlo. Y con la seguridad de que el tejido va a sanar.

No piensa en Milva. Ni tiene conversaciones mentales con ella. Quizás lo que pasó ayer le dio el cierre que estaba buscando. Ya entiende quién es Milva en su vida. Una presencia amorosa, una compañera en la crianza. Alguien a quien siempre va a poder recurrir. Una hermana. Jano se siente bien, confiado. Agarra el teléfono y le manda un mensaje a Valentina, la psicóloga con la que venía chateando. «Medio improvisado, pero ¿estás para un trago hoy?». Y tira el teléfono en la cama, como si la misma acción de invitar a una chica a salir fuera suficiente éxito, suficiente redención. Pero el teléfono suena. Jano está sorprendido. Lo agarra y lee. «Dale, de una».

La magia de no pensarla tanto, piensa. O de pensar obsesivamente en el dolor de tu mano quemada y dejar de pensar en el resto del mundo. Se mete en la ducha y adentro silba. Y canta. «Tengo algún recuerdo del lugar donde nací. / Tengo la sospecha de que también fui feliz». Es un oyente vergonzoso de Tan Biónica. Llegó tarde y un poco viejo, pero conectó con la épica del despecho y la autodestrucción en clave bailable.

Mientras Jano canta, el fantasma de Milva aparece en el baño con una toalla desde las tetas hasta los muslos. Tiene otra toalla arrepollada en la cabeza. Está sorprendida de que Jano cante. Él sigue: «Tengo tantas ganas de parar y de seguir. / O de fugarme, por algunos siglos, de mí».

Milva ahora se pone a revisar el baño. Levanta todos los potes, lee las etiquetas. Está intrigada. Él corta el agua y, antes de que él corra la cortina, ella sale rápido del baño. Jano se seca con una toalla y sigue cantando. «Yo buscaré en mis recuerdos otra vez / tus ojos primero, mis noches de enero».

Sale de la ducha. Se ata la toalla a la cintura y se mira desnudo en el espejo. Observa su abdomen. El paso del tiempo es inevitable, piensa, pero para su edad está bien. Después se peina. Lo hace con cuidado. Busca el peinado que mejor disimule la pérdida de pelo. Cree que lo logró. Se siente un poco menos cuarentón. Desde afuera del baño, Milva mira todo entre asombrada y divertida. Jano se pone gel para peinar en los dedos, lo esparce y se acomoda los pelos. Cuando lo está haciendo, el fantasma de su ex aparece detrás de él.

—Después me decís vanidosa a mí.

Jano la mira sorprendido.

—¿Qué hacés acá?

Milva hace aparecer una crema en su mano. Apoya una pierna en el bidet y se unta la piel.

—Yo soy una alucinación producto de tus problemas psiquiátricos y un duelo mal llevado. Si no quisieras, no aparezco.

—Andáte entonces, porque hoy no quiero hablar con vos.

—Está bien.

Milva sale del baño y cierra la puerta detrás de sí. Un segundo después, aparece en la bañadera.

—¿Querés o no querés?

—Dejáme en paz, dale.

Jano agarra un envase de plástico, lo aprieta y sale espuma. Con delicadeza, se lo aplica en la cara y se frota. Después lo apoya en el vanitory. Milva lo agarra. Lee el envase:

—«Espuma de limpieza facial para hombre, rutina del cuidado de la piel, paso uno».Hijo de puta, cuando vivías conmigo te lavabas la cara con detergente.

Jano intenta ignorarla, pero ella sigue levantando frascos y examinándolos.

—Perfumito nuevo…

Él agarra un gotero y se tira un poco de líquido en los pómulos. Ella levanta el frasco.

—«Serum con niacinamida». ¿A dónde vas hoy?

—Salgo con alguien.

—¿La pendejita psicóloga con buen culo?

—Se llama Valentina y tiene treinta años.

—O sea que le quedan diez hasta que te aburras.

—Me aburrí de tu cara de culo y de coger siempre igual. No de tu edad.

—Y, sin embargo, ahí estabas, todos los días, mendigando sexo. Rogando que te hiciera una paja. ¿Qué decías? —Milva imita la voz de Jano: «Dale, te va a llevar más tiempo discutir que hacerme acabar».

Él no responde. Sale del baño y va a la habitación. Se saca la toalla y queda desnudo. Ella le mira el pito.

—Yo no lo puedo creer. ¿Ahora te depilás? Si le hubieras puesto a nuestra pareja las ganas que le ponés a una fulana cualquiera, aún estaríamos juntos.

Todavía desnudo, Jano la mira serio.

—No había esfuerzo que te hiciera feliz. Viajábamos, cara de culo. Salíamos, cara de culo. Me quedaba a cuidar a los chicos, te quejabas de que ganaba poco. Laburaba mucho, decías que no daba bola en la casa. Volvías de la guardia, yo te esperaba con comida, cara de culo. Me iba a dar clases, te quedabas con los chicos, cara de culo.

—Y así y todo, seguís pensando en mí. Antes de salir con una pendeja divina que seguro te sonríe y encuentra fascinante cada pavada que hacés, pensás en mí.

Jano abre una caja de cartón y de ahí saca un calzoncillo nuevo, negro. Después se da vuelta y agarra el celular. Escribe un mensaje. Milva lo espía.

—¿La vas a llevar al bar de la terraza del Palacio Barolo? Increíble. Es una especie de función teatral. «El show de Jano».Las llevás al Barolo, hablás de arquitectura, de la inspiración en La divina comedia, después un trago mirando el atardecer sobre el Congreso, pasan por tu estudio, chapan, les leés un pedazo de la novela que no vas a terminar nunca, después cogen… ¿No te aburrís?

Jano se pone una camisa blanca y un jean negro.

—¿Cuántos novios tuviste?

Milva piensa. Antes de que pueda responder, Jano sigue.

—Y a todos siempre les hablás maravillas del anterior. Lo tuyo es más sofisticado, pero no menos repetitivo. Mantenés el interés de los hombres haciéndoles creer que hay otros tipos rondándote.

Milva se saca la toalla de la cabeza y se sacude el pelo mojado. Unas gotas salpican a Jano.

—¿Y no los hay?

—Varoncitos inseguros intentando ocupar el lugar de otro. ¿Cómo hacés para encontrarnos?

—No es difícil. Los otros son muy escasos.

Jano se da vuelta y le escribe a Valentina. Milva vuelve a espiar.

—¿La vas a pasar a buscar? ¿Con qué auto?

Él no contesta.

—¿Con mi auto?

Está indignada.

—Te lo presto para que lo uses con los chicos, llevarlos al club, ir de paseo, no para que te hagas el galán sub-45.

Jano no contesta.

—¿Y cogés? ¿Cogés en mi auto? ¿Te chupan la pija en mi auto? Te voy a matar. Llamála. Llamála a la Milva real y pedile permiso. A ver qué te dice.

Él se sigue vistiendo sin prestar atención. Ella va hasta la mesa de luz y revisa los cajones.

—¿Qué hacés?

Milva le muestra la llave del auto.

—Llevála en bicicleta, en bondi, ni idea.

Jano la observa despacio. Hay algo en Milva que solo se activa con la bronca. Un brillo en los ojos, una chispa de energía. Es más alta, más hermosa cuando busca pelea.

—Dame las llaves.

—¿Les decís a las pendejas que es el auto de tu ex? ¿Y las sillitas de los chicos las escondés? ¿O te hacés el papá luchón? ¿Se mojan cuando hablás de tus hijos? ¿Les da cosquillitas en el útero?

—Tenés novio. No querés volver conmigo. ¿Qué te importa si salgo con alguien?

Jano y Milva se miran. ¿Cuántas maneras tienen dos personas de mirarse sin hablar? ¿Cuántas formas hay de cargar el silencio? ¿Cuánta historia, cuántos juegos de poder, cuánto encono, cuánto deseo hay en la manera en que los cuerpos ocupan el espacio?

—¿Sabés qué? Me da igual —dice ella.

Casi con desprecio, Milva le ofrece las llaves del auto. Jano se acerca despacio y las agarra. Muy cerca le habla.

—Gracias, Milva Kristoff.

—De nada, Jano Mark.

Jano está sentado en el bar de la terraza del Palacio Barolo. De fondo, el atardecer y la cúpula del Congreso. Valentina fue al baño. Él toma un poco de su trago y la ve venir. Es alta y hermosa, morocha, de ojos verdes, apenas caídos, como si estuviera triste en secreto. Jano la mira y se deja encantar. Piensa en cuánto lo convoca la belleza. En qué inútil y extraña es la contemplación de las caras lindas y sus símbolos. El maquillaje, el escote, el collar. No son nada, pero producen en él un estado de calma inexplicable. Como si alguien sintonizara correctamente sus latidos y su respiración. Valentina llega, se sienta y habla. Tiene acento de una provincia incierta.

—¿Qué te pasó en la mano?

—Me quemé cocinando.

—Pobre. ¿Qué pasó?

—Me distraje pensando en… pavadas.

Valentina pesca la pausa que hizo Jano y pregunta.

—¿Qué pavadas?

—Pavadas.

—¿Tienen nombre las pavadas?

Jano hace un silencio que sabe que lo entierra un poco más.

—Tiene nombre, pero no hace falta nombrarla.

Ahora es ella la que le devuelve silencio.

—¿Es una táctica de psicoanalista lacaniana?

—No soy psicoanalista, y menos lacaniana. Y no es ninguna táctica. No tengo nada que decirte.

—¿Y por qué estudiaste psicología?

—¿Tantas ganas tenés de cambiar de tema?

—Si no pienso en la herida, me duele menos —dice mostrándole la mano quemada. Jano sigue—: Dale, contame por qué estudiaste psicología.

Ella parece que va a decir algo, pero se detiene.

—Me gusta escuchar.

—Ahora decime la verdad.

—¿Sos el único que puede esconder cosas?

—¿Cuán terrible puede ser la razón por la que elegiste una carrera?

—Me da vergüenza.

—¿Es medio infantil?

—Más que infantil, íntima.

—Más razón para contarme.

—Y ridícula.

—Crece la intriga.

—No te voy a contar.

—Nos vamos a quedar callados entonces, porque en lo único que puedo pensar es en secretos íntimos, infantiles y ridículos.

—Y turbia.

—Basta.

—¿El secreto o un beso? —pregunta Valentina.

—El secreto.

—¿El secreto o sexo?

—El secreto.

—Sos una decepción, Jano Mark.

—¿A cuántos tipos te cogiste en tu vida?

—¿Veinte? No los cuento.

—¿Cuántas personas saben el secreto íntimo, infantil, ridículo y turbio?

—Tres.

—¿Cuántos saben el secreto y, además, te vieron desnuda?

—Uno solo.

—Ahora contame.

—Tu secreto por el mío.

—¿Segura?

—Segura.

—Estaba cocinando, me distraje pensando en mi ex, se me quemó la carne, quise sacarla rápido y se me prendió fuego el repasador.

—Tenías razón, no tenías que contarme.

—¿Te deprime que tenga una ex?

—Me deprime que cocines mal. Fantasmas tenemos todos.

—Ahora tu secreto.

Ella no dice nada. Él insiste:

—Al menos para cambiar de tema.

—Hay imágenes…

—Sí.

—… que se me cruzan. Sin que yo quiera.

—¿Como si fuera un fantasma?

—No. No se mueven, no tienen vida. Son imágenes.

—¿Recuerdos?

—No. Caras.

—¿Qué caras?

—No las quiero traer.

—¿No vinieron ya?

—No. Todavía no.

Hacen silencio. Se miran.

—No me hace bien —dice ella.

—¿Querés cambiar de tema?

—Ya no puedo.

—¿Querés contarme?

—Me pasa desde chica. Las caras aparecen, y no puedo dejar de pensar en eso. Toman todo.

—¿Qué es todo?

—No sé si quiero seguir hablando de esto.

Jano se acerca para darle un beso. Ella lo aparta.

—No era una exageración. Toman todo.

—¿Y se van?

Ella tarda unos segundos en contestar.

—Sí. Tengo que invocar otras caras (no me gusta la palabra) y hacer ciertas cosas.

—¿Qué cosas?

—No te voy a contar.

—¿Las podés hacer ahora?

—Me da vergüenza.

—¿Y si no las hacés?

—Date vuelta.

—¿Me estás diciendo en serio?

—Date vuelta o me voy a mi casa.

—¿Es una amenaza?

—Es un pedido de auxilio.

Jano se da vuelta. Valentina saca de su cartera un collar de cuentas de madera. Mientras murmura una frase para sí, las va pasando de a una entre los dedos. Él quiere girar y verla.

—Todavía no.

Jano se detiene. Entonces aparece el fantasma de Milva. Él no se sorprende.

—¿Siempre tienen que estar locas? —dice ella.

—Las otras son muy escasas.

—Pero esta es especial. Te va hacer un conjuro, un laburo umbanda. No le dejes el trago cuando vayas al baño, que seguro te pone burundanga.

—Listo, terminé —dice Valentina.

Jano se da vuelta y le da la espalda a Milva.

—Y por eso quise estudiar psicología.

—¿No era más fácil ir a terapia?

—Ninguna funcionó. ¿Te parezco una demente?

—Sí, pero me gusta.

Jano se acerca a Valentina para darle un beso. Esta vez, ella acepta. Pero cuando está por tocarla, queda congelada. El fantasma de Milva dice:

—No, no, no, no. No lo soporto. Todas desequilibradas que caen con el chamuyo de que no juzgás y que te calienta que estén locas.

—No te quejabas cuando te escuchaba hablar de tus terrores nocturnos.

—Pero hacete medicar, flaca. No histeriquees con tu trastorno psiquiátrico.

—¿Necesitás algo más o puedo seguir con mi cita?

Milva revolea los ojos y desaparece. Valentina recupera el movimiento. Se acerca a Jano y se besan. Un beso lento pero intenso, en el que dialogan labios, lengua, encías y dientes.

—Qué asco —dice Milva, muy cerca de la cara de ambos.

Jano deja petrificada a Valentina y le habla a su ex.

—¿Te podés ir?

—Eso quisiera. Pero me imaginás y me traés acá a ver este espectáculo decadente.

Jano sonríe y vuelve a besar a Valentina, con más intención y más ahínco. Un beso largo de lenguas cruzadas y manos en la nuca.

—Sos un psicópata.

Él abre los ojos y mira a Milva sin dejar de besarse con Valentina.

—¿Te creés que me molesta? —dice Milva, visiblemente molesta.

Jano se separa apenas y, por un momento, las lenguas se tocan afuera de las bocas.

—Qué triste que vivas pendiente de la mirada de una mujer que no quiere estar con vos. Peor: que quería vivir con vos y la despreciaste. Hacé la tuya, ridículo. Dejáme ir.

Jano corta el beso y congela a Valentina.

Vos dejáme ir. Todos los días me levanto y tengo un mensajito tuyo.

—Para hablar de los chicos.

—De los chicos, de tu contractura, de que tu vieja se lastimó, de un libro que leíste, de que fuiste a ver a Tan Biónica, de que estás angustiada, de que te van a nombrar jefa del Servicio de Cirugía.

—¿No te da orgullo eso?

—Muchísimo.

—¿Preferís que no hablemos?

—¿Cuántas veces te pedí que no habláramos más? Te mandé una carta pidiéndote que no tuviéramos más contacto. Que me dolía, que me hacía mal.

—¿Y por qué atendés cuando te llamo?

—¿Por qué? Porque me encanta hablar con vos, discutir con vos, pelearme con vos, indignarte, hacerte reír, que me pidas ayuda, que me necesites. Que hayas ido a tirar las cenizas de tu papá al mar y me hayas pedido que te escriba un poema. Que hayas confiado en mí para expresar lo que sentís, que pueda hurgar en tu silencio mejor que vos misma y que en el momento más triste de tu vida me hayas tenido en los labios.

Jano hace una pausa y sigue:

—El veintitrés de enero de 2022 me pediste que ya no intentara besarte. Que si no quería volver, que no te buscara. Desde ese día, ¿cuántas veces intenté tocarte?

—Ninguna.

—Desde el día en que me pediste que no te mandara más poemas sobre nosotros, ¿cuántos mandé?

—Ninguno.

—Decime un solo límite que hayas trazado con claridad y yo no haya respetado.

—Tus textos, la radio…

—¿No te gusta que escriba sobre vos? Pedímelo. Decime que no querés que lo haga más, y nunca en mi vida vuelvo a escribir una palabra sobre Milva.

Ella no dice nada. Jano sigue.

—Te lo juro por nuestros hijos. Decilo: «Jano, no escribas sobre mí».Y mando a la mierda la novela, la revista Orsai, y que Casciari se busque otra cosa que publicar. Me chupa un huevo.

—Reventaste a tu familia por la escritura, mirá si vas a reventar tu escritura por tu ex.

—Probame.

Milva aprieta los labios de bronca. Jano sigue:

—Pienso en vos porque vos querés que piense en vos. Porque hacés todo lo posible para seguir presente en mi vida. Porque, si durante dos días no te hablo, me preguntás si estoy enojado. Porque en la separación te comportaste de la manera más chota que encontraste y porque te ocupaste de hacerme doler tanto como pudiste.

—No fue así. No soy una hija de puta.

—Eso es lo peor. Que ni siquiera sos una hija de puta. Te diste cuenta de que lo habías hecho y pediste perdón, hablamos, nos encontramos, lloramos y me diste un abrazo. Me dijiste todo lo que te había dolido de la pareja y te pedí perdón y me perdonaste. Porque sos buena. Porque quizás seas la persona más buena que conozco. Porque me subo a un avión y seguís siendo mi contacto de emergencia. Ojalá fueras una hija de puta. Sería mucho más fácil no atenderte los llamados.

—No quiero que dejes de escribir sobre mí.

—Yo sí. Estoy harto. De vos, de tu recuerdo, de tu fantasma, de esto que nos ata. Desaparecé.

—¿En serio lo decís?

Jano se da vuelta y descongela a Valentina. Se besan un poco más. Después, él le dice:

—¿Vamos a mi casa?

—Sí —responde ella y sonríe.

Los dos se paran y él la agarra de la mano. Caminan hasta la puerta juntos. Cuando están por salir, Milva congela a Valentina.

—No.

—¿No qué?

—No quiero que te vayas con ella.

Jano intenta caminar, pero no puede. Valentina no se mueve.

—¿Qué querés, Milva?

—Quiero… Quiero que esta mina desaparezca y se te borre la sonrisa. Que no la mires enamorado ni camines de la mano por Avenida de Mayo, que no te calme el olor que sale de sus pulmones, que duermas solo, que duermas mal, que me sueñes, que me extrañes, que mi vida te dé envidia, que te duela mi alegría, que se te pudra la verga, que nadie te lea, que nadie se moje leyendo tu miseria, que no te pierdas en la mirada de otros ojos verdes, que no te dejes llevar por el calor de los cuerpos, que no tengas fe infundada en su piel, que vivas en nuestros recuerdos, que no adores su saliva, que digas «no» cuando ella diga que sí, que quiere parir a tu hija, la hija hermosa de ojos claros que no tuvimos vos y yo. Que cualquiera sea tu puta, pero nadie sea tu familia.

Jano se queda inmóvil frente a Milva. Los une una cadena irrompible e infinita, eterna e invisible, que impide que se toquen y también que se olviden. Él cierra los ojos y siente esa conexión, esa fuerza extraña que alguien podría confundir con amor.

Los abre y se da vuelta. Le da la espalda a Milva. Toma de la mano a Valentina y ella recupera el movimiento. Se van caminando despacio, mientras Milva los mira.

Jano está sentado en su cama, vistiéndose. Del otro lado, Valentina hace lo mismo. Están despeinados y con la cara todavía enrojecida.

—¿Qué onda? —dice él.

—Yo creo que buena onda —dice ella.

—Sí, pero…

—¿No te lo esperabas?

—No.

—Las locas cogemos bien, pensé que lo sabías.

—No sabía que me gustaba…

—¿Pegar? ¿O que te peguen?

—¿Vos estás bien?

—Si te lo pido, es porque me gusta.

—¿Así de fuerte?

—En general me gusta un poco más fuerte. Pero como te vi tiernito, no quise presionarte.

—Me da un poco de culpa. Y me duele.

—Se te van a pasar las dos cosas. Pensalo así: ¿está bien dar amor?

—Sí.

—¿Pero si el otro no quiere tu amor, ni tu afecto, ni tu cariño ni tu atención, y vos se lo forzás?

—Entonces, es violencia.

—¿Y si te digo que me gusta que me pegues, y vos me pegás?

—Es amor.

—Bueno, menos.

—¿Es placer?

—Ahí está mejor.

Jano se mira la piel enrojecida de un brazo.

—Es raro el dolor.

—¿Te dio placer?

—Mucho.

—Entonces quizás no debería llamarse «dolor».

—¿Cómo descubriste que te gustaba?

—Tuve un novio. Él me enseñó.

—¿Todo?

—Algo. El resto lo fuimos descubriendo juntos.

—Vos también tenés un ex.

—Pero no me quema la piel. Bueno, solo si se lo pido.

—¿Todavía está dando vueltas?

—A veces, como todos los fantasmas.

Jano le da la vuelta a la cama. Le da un beso a Valentina. Su celular hace ruido.

—Llegó el taxi —dice ella.

Valentina se para y camina hasta la puerta. Jano termina de vestirse caminando y le abre.

—Mandáme un mensaje cuando llegues.

Ella le sonríe y se va. Él la ve irse. Después cierra la puerta y va hasta la cama, se tira de espaldas y sonríe también. Está contento pero no exultante, satisfecho con lo que acaba de pasar pero sin hacerse demasiadas ilusiones. Vuelve a desvestirse y se mete entre las sábanas. Cierra los ojos. Se acomoda en la almohada. Siente que el sueño va a llegar rápido. Entonces aparece el fantasma de Milva. Se sienta junto a Jano, que no abre los ojos. Ella le hace un mimo en el pelo.

—Y quiero… Quiero que todas las noches, no importa si cogiste y te pegaron o si creés que tenés un nuevo amor, si descubriste un lenguaje nuevo en dar y recibir dolor, si viste en sus ojos una esperanza de redención. Si estás cansado, rendido, si acabaron juntos y en el orgasmo te vaciaste de toda la bronca y el dolor. Si estás en Buenos Aires o en Barcelona, si escribiste todo el día y capturaste toda la pena del mundo en una hoja. Quiero que lo último que escuches antes de quedarte dormido sea el recuerdo de mi voz.

Milva se acerca a la oreja de Jano, le dice algo en susurros y desaparece.

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