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Un cuento de Navidad

Escribe
Juan Barraza
Ilustra
Powerpaola
Le prohibieron el fútbol para salvarle el corazón, pero nadie le dijo qué hacer con el alma. En vísperas de Navidad, el Profe encontró una forma insólita de volver a la cancha.

Se quedó mudo el Profe. No podía creer lo que oía de boca del doctor. Su hija mayor lo contenía. Su mujer le masajeaba la espalda en un claro intento por amortiguar la noticia y el impacto que tendrían sobre su marido esas palabras frías que tanto le pesaban.

—No puede ver más fútbol —dijo el médico, y la frase sonó en el consultorio como una sentencia de muerte. El Profe era cardíaco, y después de un bypass y dos stents quedaba advertido. Tenía que evitar cualquier situación de estrés, por mínima que fuera. Lo único en la vida que lo estresaba era el fútbol. En realidad, era lo único que le importaba. Amaba a su familia, sí. Había sido un padre cumplidor y presente en la medida en que su trabajo se lo había permitido. Sus dos hijas y sus tres nietos lo amaban, al igual que Mónica, su compañera desde siempre. Pero su pasión era el fútbol, y esto nadie podía discutirlo. Le había dedicado su vida, no sabía hacer otra cosa y no le interesaba mucho más. Su carrera de jugador se había visto cercenada a los veintiocho años por una grave lesión de rodilla, pero él había quedado ligado al club. Había hecho el curso de DT y nunca había parado. Tras casi cuarenta años trabajando de eso, ahora un cardiólogo con gomina y perfume importado quería quitárselo.

—Tranquilo, amor… Vas a poder mirar algún partido cada tanto —susurró Mónica con tono reparador.

—Nada —la cortó el médico con la frialdad de un sicario.

—Pero ¿cómo nada, doctor? —intervino su hija.

—Nada de nada, a ver si me entienden —repitió el facultativo—. Lo que el paciente necesita ahora es una vida tranquila, alimentación sana, buen descanso, una hora de caminata diaria y, sobre todo, ninguna situación que le genere estrés. Ninguna. Según lo que ustedes cuentan, él vive el fútbol de una manera muy pasional. No podemos arriesgarnos. Lo lamento, pero si no corta absolutamente todo contacto con esa actividad su corazón no va a aguantar.

Se hizo otro silencio terrible en el consultorio. Mónica y su hija se miraron. El Profe, en cambio, solo miraba al suelo, como un niño al que le acaban de arrebatar su más preciado juguete.

—Mi recomendación es esa —cerró el doctor—. Que no tenga ningún contacto con el fútbol ni que vea partidos por la televisión. Su corazón es muy débil.

El Profe no era profesor de nada en verdad, su mote venía de estar al frente de grupos de jugadores de distintas divisiones. A los preparadores físicos se los llama «profe» y, en ocasiones, a los directores técnicos como él también. Hacía un par de años que ya no dirigía. Después de trabajar en el fútbol del ascenso y en torneos regionales durante décadas, había pasado a divisiones juveniles, y en sus últimas etapas había dirigido un par de equipos de los torneos intercountries, donde oficinistas cincuentones fuera de estado canalizaban sus frustraciones de la semana y de sus vidas de mierda insultando a un pobre árbitro amateur que iba cada domingo por poco más que los viáticos. Pero entrenar un equipo siempre lo había apasionado, era su vida. Parar un equipo en la cancha, ir a cada entrenamiento, transmitir su idea y su concepto del fútbol a sus planteles, llegarle al jugador. Nada lo hacía tan feliz como eso. Y ahora un forro de delantal blanco y lentes, que seguramente jamás en su reputísima vida había pisado una cancha de fútbol, le decía que no podía hacer eso nunca más.   

Al volver a la casa, la otra hija lo esperaba con su familia. Habían hecho una colita al horno con papas y cebollas, que a él tanto le gustaba. A la tarde llegaría el resto de sus nietos para armar el arbolito de Navidad y el pesebre, un hábito que cada ocho de diciembre los congregaba para palpitar las fiestas. Esa tarde, el Profe no probó bocado ni pronunció palabra. Solo miraba fijo al pesebre, como ensimismado.

Los días siguientes a la consulta fueron muy difíciles. Cada tanto, el Profe rompía en llanto en la mesa o se encerraba a lamentarse solo en el baño. De a poco y con su consentimiento, su familia fue asegurándose de que no pudiera ver fútbol por televisión. Escondieron su vieja radio Repman y llamaron a la empresa de cable para suspender el servicio. Mónica pasó por el kiosco de diarios de la vuelta y canceló su suscripción. Ni siquiera lo dejarían ir a ver a su nieto mayor a las clases de fútbol que tenía los martes en la escuelita. El corte sería definitivo porque sabían cómo se ponía. Habían convenido hacerle caso al médico.

Se venían las fiestas, y madre e hijas se turnaban en una suerte de guardia permanente para evitar una eventual recaída. No querían dejarlo solo a riesgo de que retomara contacto de alguna forma. Procuraban que no se cruzara con algún vecino ávido de comentar la fecha y no dejaban que fuera a hacer las compras sin compañía.

Después de un par de semanas, parecía que lo más difícil estaba empezando a pasar. Ya el insomnio no lo asaltaba cada noche ni caía en esos extensos letargos tan seguido. No podía decirse que se lo viera contento, pero de a poco su mirada rota y su espíritu quebrado parecían comenzar a recomponerse. Era fin de año y todos los torneos entraban en receso de verano, así que, aun si un día encendiera la tele a escondidas, no tendría mucho para mirar. Todo parecía encarrilarse. El clima era lindo y las caminatas diarias le hacían bien. Mónica se había encargado de marcarle un trayecto de ida y vuelta que pasara bien lejos del polideportivo. «No sea cosa que entre un día y se mande a mirar», pensaba.

Hilda, la prima preferida del Profe, los había invitado a pasar Nochebuena con ella y su marido. Vivía en una antigua casa en Villa del Parque. Él era un gran asador y ella una anfitriona de primera. Mónica sabía que al Profe le gustaba ir a lo de su prima y calculó que la buena compañía le levantaría un poco el ánimo. Habló con sus dos hijas para invitarlas también. Quería pasar una linda Nochebuena en familia, brindando y agradeciendo que su marido parecía superar el mal trago y manejar la abstinencia. Algunos días, Mónica se despertaba optimista y al mirar al Profe fantaseaba con la idea de que incluso, tal vez, ya ni pensara en el fútbol todo el día como lo había hecho siempre.

La mañana del veinticuatro terminaron de hacer unas ensaladas y fueron a comprar vino y pan para llevar a lo de Hilda por la noche. El día transcurrió apacible, sin sobresaltos. Mónica miraba a su marido y sentía un profundo orgullo por él. Después de todo, era admirable que alguien asumiera con altura la amputación de su más genuino interés. A menos de un mes de aquella cita con el cardiólogo, el Profe parecía haber aceptado su nueva vida, completamente alejada del fútbol.

Los invitados fueron llegando a lo de Hilda, se armó una gran mesa en la galería. Los niños corrían, la noche estaba linda. Mónica cuchicheaba en la cocina con la dueña de casa sobre la notable recuperación del Profe. El marido de Hilda tenía prohibido hacer cualquier mención o referencia futbolística. Estaba al tanto de todo, y el afecto que sentía por el Profe lo llevaba a tener cuidado esa noche. La cena transcurrió entre risas y brindis. Hubo una linda sobremesa donde se contaron planes de vacaciones y algunos, incluso, incurrieron en ese hábito inexplicable de compartir en público sus balances del año que terminaba. El Profe fue al baño, encaró el largo pasillo que daba a las habitaciones y se quedó parado mirando hacia adentro de una de ellas.

—¿Viste qué lindo el arbolito este año? —gritó Hilda desde la mesa—. Acordate de cuando éramos chicos y la abuela armaba esos árboles enormes, cómo nos gustaba… A vos te encantaba.

Mónica sonrió y siguieron hablando. Los chicos ya tenían sueño y algunos adultos empezaban a bostezar también. Unos minutos después, Hilda se paró para ir a la cocina a llevar los últimos platos donde habían comido el postre. Fue ahí cuando lo vio. Mónica notó a la distancia que algo no estaba bien. Salió corriendo y, unos pasos antes de llegar, advirtió que Hilda había empalidecido por completo. Al ver a su marido en cuclillas, pegó un grito de espanto que heló al resto de los presentes. Atinó a taparse la boca primero y después los ojos con ambas manos. Las dos hijas con sus maridos y todos los niños corrieron hacia la habitación donde estaba el arbolito. Todos vieron al Profe agachado, en la misma posición en la que daba sus charlas técnicas. Había juntado todas las figuras del pesebre y les susurraba indicaciones:

—Bueno, salimos con María al arco, que en los mano a mano va andar bien; con esa túnica, por abajo no creo que le hagan un gol. Vamos con línea de tres, los Reyes Magos bien plantados atrás. Quiero a los pastores en el medio, dos de carrileros que me hagan la banda y releven a Melchor cuando suba a cabecear. Otro de cinco y uno de enganche. San José va de wing bien abierto. Y de punta lo mandamos al niñito Jesús, que como es pibe tiene hambre y las va a correr todas. Vamo’, vamo’ que estamos bien, dale que se puede, eh.

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