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Un muerto que regresa

Escribe
Alejandro Seselovsky
Ilustra
Powerpaola
Alejandro Seselovsky, nuestro cazador de mitos, aterrizó en Anillaco, la tierra de Carlos Menem. Fue a responderse una pregunta que, en principio, parece simple: ¿qué queda hoy del pueblo que fue postal dorada de los años noventa?

Cuento «Menem» siete veces entre las tumbas de este camposanto. Una Inés, un Enrique, una Zulema, un Manuel Humberto, un Sergio Daniel, una Juana de y un Tomás Diogil con muerte fechada en 1974. El bronce de la lápida está algo herido, y «Tomás», aunque no se lee, se deja inferir. En cualquier caso, para caminar entre respetos bajo el sol sin rabia de esta mañana, primero hubo un pueblo al que llegar.

Pensé que habría un taxi, tal vez dos, detenidos frente a la terminal, esperando levantar pasajeros, los que llegamos con el micro de la medianoche. Pero son las cero cuarenta y cinco de un jueves de mayo y resulta que quedé de pie frente a la nada, viendo cómo el micro desaparece en la penumbra. No hay taxis esperando a nadie en la noche de Anillaco. Tampoco hay terminal.

Un cierto estupor, un shot de duda y de misterio, me dejó acá quietito, con una mano en el carry on y una mochila en la espalda. Puedo ver unas dársenas dibujadas en el suelo, o sea que hubo el arranque de una intención, pero la estructura que tengo frente a mí es un cascarón vacío, algo que nunca obtuvo ni los recursos ni la voluntad para ser terminado. Terminal sin terminar. Material a media asta y chapa bruta que ahí quedó. Miro alrededor. Todo es campito y oscuridad.

Me doy cuenta de que alguien más bajó conmigo, pero me doy cuenta tarde. Es una señora que se achica conforme se aleja. Se sube a un auto que acaba de llegar, y cuando me pasan por al lado les hago las señas que un desorientado les hace a unos desconocidos en la madrugada de un pueblo en declive. Me alegra que tengan la piedad de detenerse.

Pregunto por un hotel, un albergue, un sitio donde afincar hasta que aclare. Me dicen que tengo tres o cuatro cuadras hasta la hostería del Automóvil Club Argentino, pero que no me alegre tanto: son cuadras de campo, y para cuando llegue va a estar cerrada. Me preguntan si veo ese lamparón de allá. Me dicen que es la comisaría. Que vaya y pregunte, me dicen.

Camino. Cruzo un kiosco cerrado. De golpe tiene un efecto esperanzador, civilizatorio, el afiche de Secco Pomelo que está pegado sobre la puerta, un poco ajado ya, como aguantando los días. La calle serpentea, y más que calle es huella. Me detengo frente a algo que dice «Policía de La Rioja – Seccional Anillaco». Entro. Un oficial joven me pregunta qué necesito. Soy llevado en patrullero hasta la hostería del Automóvil Club.

Damián es policía como su padre, nacido y criado en Anillaco como su padre, pero nacido en 1996, demasiado tarde para morder el esplendor de las menemancias. Así que tiene de oído, nomás, lo que pasaba en este pueblo suyo cuando un presidente de la nación venía a instalarse con todo y comitivas. El padre le cuenta de los operativos de seguridad, le cuenta del hormigueo y le cuenta del frenesí. Su propio Woodstock de provincias, le narra el padre al hijo. Dice el hijo —me lo dice a mí, en el silencio redondo de la cabina y frente a la mustia circunstancia actual— que a veces le cuesta creer que todo aquello haya pasado.

—No te va a mentir tu papá.

—Mentirme no, pero capaz exagera.

—¿Qué es lo que te cuesta creer?

—Que acá pasaran tantas cosas, que viniera tanta gente.

—¿Por qué te cuesta creerlo?

—Porque acá nunca pasa nada y nunca viene nadie.

Desde la chata de la comisaría, veo que llega un señor en motito. Me abre y me da una habitación. Efectivamente, la hostería del ACA estaba cerrada, y no queda ni sereno ni conserje después de las doce. Y si el señor vino, es porque hay un oficial joven y amable que lo llamó. Estoy completando el registro de pasajeros cuando se me ocurre amistosamente preguntar por qué el único alojamiento del pueblo cierra justo a la hora en que llega el único colectivo desde la ciudad.

—Ia está hecho así, ia —me esclarece el señor mientras me mira escribir.

Hay un nuevo sello en el Gobierno que, pareciera, está constituyendo el comienzo de una nueva era geológica de la política argentina y su derivada apremiante: una nueva era cultural. Hay tres Menem gravitantes dentro del Ejecutivo: Martín, presidente de la Honorable Cámara de Diputados; Lule, el elegido por la poderosa secretaria de Presidencia; y Sharif, presidente de La Libertad Avanza de la Ciudad de Buenos Aires. Los tres, bendecidos por la gran hacedora del espacio, Karina Milei. Hay, además, una comisión de homenaje permanente que sube cuadros y descubre bustos en los rincones de Casa Rosada. Hay unas patillas, las de Javier Milei, que lo tributan. Después de la máxima popularidad y de la máxima impopularidad, la figura y el emblema de Carlos Saúl Menem ha sido convocado por el karinato que organiza el presente argentino. Así que vine a buscar el fantasma de un reaparecido, la silueta recuperada de un muerto que está de regreso. Y vine a buscarlo al lugar de donde partió.

Salgo a la luz del sol riojano para encontrarme con la cara del pueblo, pero habría que ver si esto es pueblo, paraje o caserío. Anillaco no tiene una plaza central de esas que organizan el damero, con la iglesia enfrente y la municipalidad. No tiene en la esquina un bar que se llame «La Recova» ni hay la traza habitual de la cuadratura urbana. Se trata más bien de una dispersión más o menos asfaltada que cruza viñedos con Rapipagos, con casitas con pasto ralo, con más viñedos, con más casitas, con unos cuantos maxikioscos, con un cajero del Banco Nación, con un cajero del Banco de La Rioja, con una abundancia del cactus petiso al que llaman «tuna», con una abundancia del cactus altivo al que llaman «cardón».

Hay lotes con arbusto crecido al lado de lotes con arbusto crecido, al lado de una casa bombona y bien terminada, al lado de un almacén. Y todo, pero todo, envuelto por una trenza de montañas cuya majestad señorea hasta que cae la noche y se las traga, hasta que cae la noche y se las guarda.

Hay una calle principal, la Nicolás Barros, por cuyo centro corre un brazo de agua, algo que llamaríamos «arroyo» si no fuera que se lo cruza de lado a lado con la facilidad de un saltito. Hay una presencia esporádica de motitos de baja cilindrada que van y vienen como moscas de la fruta y un tráfico de vehículos algo ausente. La norma es el silencio, y entonces el rumor del agua que baja por el zanjón se escucha con claridad, a cualquier hora del día. Es caminar Anillaco y escuchar la agüita correr.

En la lengua quichua kakán —cuya extinción todavía se discute—, «Anillaco» es la derivada de am (alto, lo alto) y yacu (agua), lo que termina traduciendo el nombre de este lugar como «agua del alto» o «agua del cielo». En cualquier caso, el agua está en el silabeo original, cosa que corresponde, porque cuando sigo el curso de este reguero llego hasta un primer viñedo y comprendo que el agua no es decorativa, sino de riego. Los Menem venidos de Siria tuvieron viñedos, por ejemplo. El niño Carlos Saúl tuvo en este lugar una infancia entre uvas y barricas.

El agua llega hasta el paseo de los estanques, donde un reloj dice la hora desde lo alto de una torre de material pintada municipalmente de blanco y celeste. ¿Y quién querría saber la hora en Anillaco? ¿Qué urgencia podría presentarse que necesitara el dato que entrega un minutero? La hora es una contingencia de la ciudad, no del páramo. Pareciera que alcanza, para vivir en el desapuro interior del noroeste argentino, con saber que es más o menos de día o más o menos de noche. Con saber que es más o menos la tarde o más o menos la mañana. Hay un sobrante de precisión en la noticia de la hora cuando lo que tenés de sobra es tiempo.

Unos metros más adelante del reloj, una rotonda breve, más simbólica que vial, con una mota de pasto en el centro, le da esplendor —uno humilde pero suficiente— a una virgencita de Fátima, lo que vendría a marcar el centro de Anillaco, aunque habría que ver, porque si bien frente a la virgen hay un local de Yo Helados, también hay un viñedo de dos hectáreas, y ¿qué centro urbano está hecho de tierra sembrada?

Miro el reloj de la rotonda. Son las dos de la tarde. Es jueves, pero podría ser domingo. No se verifican personas.

Camino al azar y llego hasta una escuela primaria. Está abierta. Entro. La seño Pedraza, que a la tarde también es la vicedirectora, no lo quiere a Menem, pero lo quiere mucho a Menem. Me cuenta una historia de su abuelo, el viejo Pedraza, que compartía racimos maduros y carretillas con don Saúl, padre del niño que sería presidente.

Un día, en el comienzo de los años noventa, ese abuelo y unos vecinos ensillaron con fe a la Bayita, la mejor yegua que podía conseguirse en Los Molinos, nueve kilómetros al norte de Anillaco, y se fueron hasta la ruta a esperar el helicóptero presidencial. Un rato después, el doctor Carlos Saúl Menem bajó del aparato, saludó a Pedraza como reconociéndolo, y aceptó montar a la Bayita. Volvía al pueblo que lo vio nacer, pero volvía como presidente de la nación y entraba montando una yegua.

La seño Pedraza no lo quiere nada a Menem porque es una soldada de la educación pública y el rol del Estado. Pero lo quiere mucho a Menem porque también es una soldada de la memoria de su abuelo, y ella fue una nena fascinada, una nieta agradecida de aquella tarde con la Bayita. Mientras me habla, se le llena el lagrimal, pero yo no sé —y quizá ella tampoco— si de rabia o de amor.

Voy con toda impunidad bajo el sol del mediodía por la callecita central y le camino derecho hasta la ruta. En Buenos Aires, esa distancia hubiera requerido quince minutos de andar sostenido, pero Anillaco está mil quinientos metros sobre el nivel del mar, y todo es más lento, y cada tanto hay que parar a respirar. Bueno, a respirar no. Uno ya venía respirando. Digamos que hay que parar a meter tres buenas bocanadas de aire para llenar el tanque desinflado de los pulmones y seguir.

En la rotonda de la entrada, unas letras sin mucha vida, pintadas en blanco cal, anuncian el nombre del lugar. Hay un cartón de Viñas Riojanas en el piso, tinto. Lo probé anoche. Es un tetrabrik amable, suave, con poco cuerpo, no del todo antipático.

Un rumor lejano de caño de escape cortado anuncia la proximidad de un Volkswagen Gol tuneado para competir. Este fin de semana, por Anillaco, pasa un rally, que es como el fútbol de acá.

Después del auto y su estruendo, cruzo la ruta desierta y camino hacia la izquierda, donde me dijeron que voy a encontrar la pista de aterrizaje que Carlos Menem hizo construir en los noventa. Fuimos, durante una cantidad considerable de años, un país que discutió esa pista, y en este mayo, 2025, estoy yendo a encontrarme con ella.

Paro a tomar aire. Bajo las zapatillas tengo piedra y suelo árido. A los costados, arbusto con espina y seca. Arriba, cielo limpio y sol criminal. Y allá, en la distancia, magnífica y emocionante alta montaña, grandeza argentina de precordillera. Algo me zumba en los oídos. Se lo adjudico a otro auto del rally que pasa.

Camino hasta que aparece, a mi derecha, un portón de rejas verdes, de doble hoja, con una malla de alambre en franco proceso de destejido y unas juntas de hierro lastimadas por un acné de óxido. El portón está cerrado con dos vueltas de alambre redondo, pero se ve que el viento de la ruta lo viene haciendo bailar desde hace tiempo, y en cualquier momento estas puertas se abren solas.

Al otro lado, ahí apenas, hay una casilla con una puerta de latón blanco abierta. Aplaudo. Aplaudo más fuerte. Digo «hola». Digo «¡hola!». Digo «qué tal». Nadie.

A los costados, dos perfiles levantados en piedra sostienen el portón como dándole bisagra. Cada perfil tiene su ventanuco. Salto como un estudiante chileno salta el molinete del subte. No llego ni a la mitad y caigo torpemente del mismo lado en el que estaba. La negación de la edad, la altura del lugar, un principio de apunamiento, la falta de entrenamiento regular, todo queda comprobado dentro del mismo segundo que dura mi caída. Me salva del ridículo público el hecho de estar en un lugar desierto. De hecho, estoy literalmente en el desierto riojano.

Con una conciencia mejor calculada de mis capitales físicos, me pongo de espaldas al ventanuco, salto y me ayudo con las manos hasta quedar sentado sobre él. Después paso las piernas hacia el otro lado y me dejo caer. Listo, estoy en la pista argentina de aterrizaje más famosa de los noventa.

Efectivamente, la casilla está abierta. Una piedra a la que le sobra peso para hacer su trabajo traba la puerta de latón, que tiene un ojo de óxido donde alguna vez tuvo una cerradura. Son detalles de abandono que se te vienen encima cuando les metés un poco de lupa a las cosas.

Camino por una cinta de asfalto a la que le cogotean los yuyos por las heridas abiertas, y, en un borde del camino, un viejo contenedor como los que hay en el playón de las aduanas, pintado a cuadros rojos y blancos, ahora es un todavía más viejo depósito auxiliar de pista. Ha quedado acá como quien se duerme en una fiesta en la que los mozos ya dieron vuelta las sillas y los músicos ya cobraron y se fueron y no hay más fiesta. La presencia eventual de un alacrán robusto riojano —así se lo conoce— me convence de apreciar este depósito en derrumbe solo desde afuera. Sigo.

Entre bolitas resecas de caca de caballo y más tallos guachos que se abren paso desde el fondo del pavimento, ahí quieta, formidable, como esperando que vuelvan por ella con un champagne, hay una caja de pizza.

El cartón parece reciente, no ha perdido su forma, y pueden verse sobre la tapa unas manchas de aceite que podría haber soltado la mozzarella. ¿Qué hace acá? ¿Quién viene a comer pizza a la pista de aviones de Anillaco? No entré al depósito auxiliar de pista, no voy a abrir esta caja para ver lo que esconde. Una década entera, esconderá. Toda esa Argentina que fuimos en los noventa, capaz, está ahí adentro. Un Motorola StarTAC, una camisa del Teto Medina.

Unos metros más adelante se abre la ancha cinta de asfalto que fue capaz de recibir al Tango 01. Quedan, residuales, esos mojones de color que le daban perspectiva al piloto, pero los cuento a dedo y son cinco. Tengo la impresión de que deben de haber sido más. A la raya blanca que peina todo el largo de la pista, como marcándole el medio, le han nacido unas curvas, unas desviaciones, y durante metros enteros desaparece para volver a aparecer más adelante.

Tomo asiento. En el centro mismo de la pista de aviones de Anillaco tomo asiento. Y pienso: Anillaco no sabe que la figura histórica del doctor Menem ha sido resucitada tal vez porque este es el único lugar de la Argentina donde nunca murió. Pienso: tampoco parece que les importe mucho, porque entonces crearían mejores condiciones para la gente que viene a visitar su memoria. No sé, digo, se me ocurre, pienso. ¿Cómo se escribe la erre riojana? No cómo suena —ya sé cómo suena—, pregunto cómo se escribe. ¿Eye? ¿Elle? ¿Eshe? No, ninguna de las tres. ¿Cómo obtener la erre riojana de la boca misma de los riojanos y darle letra de molde, darle forma escrita? Es bellísimo ese arrastre, esa demora amigable en la fonación que en Buenos Aires es puro percutor redoblante y ansioso. Pienso: lo que lo puteé a Menem en mis veinte años, mamá… Es una linda edad para ser un estúpido, para creer que el bien y el mal definen por penal. Yo era un porteño estudiante de Letras, un puaner que votaba a Pino Solanas, qué otra cosa iba hacer. Pienso: ahora, cuando vuelvo a Buenos Aires, tengo el cumpleaños de Ana Prieto. Alguno, en algún momento, va a poner cumbia. En algún momento, alguno va a poner Gilda. Pienso: hay cumbia en Buenos Aires porque hubo Menem en los noventa. Hasta el ochenta y nueve, pienso, cultura popular era lo que pasaba en Badía & Compañía. Cultura popular eran Borges y Mercedes Sosa de invitados, con Jorge Dorio y Alan Pauls de columnistas. Pienso: negros argentinos tomando las riendas del país y dándolo vuelta como una media. Giro sobre el eje del culo. Ahora miro la fuga de la pista, pero hacia el sur. Es igual. Todo desierto se parece a sí mismo, en la naturaleza de su condición está lo inalterado. Ocurrirá lo mismo con toda pista de aterrizaje que haya sido trazada sobre él. Pienso si todos los riojanos serán como la seño Pedraza. Pienso —más bien me pregunto— si habrá alguno que se arrepienta de este amor.

Me pongo de pie. Alto ahí: estoy mareado. Me zumban los oídos, pero no hay autos del rally pasando.

Llevo dos horas internado en el Hospital Mohibe Akil de Menem. Ya me cambiaron una vez de habitación y voy por la segunda bolsa de suero. Por primera vez en esta vida, aspiré, como un asmático, el golpe del puff. El cuadro es más bien respiratorio, con fiebre y náuseas. Mohibe Akil era el nombre de la madre de Carlos Menem. El hospital fue inaugurado en 1991. Menem lo hizo.

Tuve un cuadro de apunamiento, entre medio y medio severo. Parece que no se sale a las doce del mediodía a caminar por la ruta con una botellita de agua de quinientos centímetros cúbicos, pero especialmente no se vuelve de ahí a tranco limpio, porque al pueblo hay que subirlo: volver a Anillaco es escalar metros, y yo salí de la pista de aterrizaje donde jugué al librepensador arrastrando las piernas, caminando como se camina un viacrucis. Está bien, corresponde que la tierra puna los descuidos del que la sobra y que al impune lo apune.

Cuatro millones de dólares le está pidiendo Zulemita Menem al gobernador de La Rioja, Ricardo Quintela, por La Rosadita. La percepción del ejecutivo riojano es que o no la quiere vender o no se la quiere vender a Quintela. Después de un día y medio guardado en la habitación y todavía con el puff en la mochila, me acuesto sobre la rampa de la entrada para mirar por debajo del portón. Los regaderos automáticos están encendidos. La Rosadita está cerrada, pero vive.

Las obras comenzaron en 1985. Carlos Menem —hijo de Saúl Menehem y Mohibe Akil, migrantes sirios sunitas llegados a la Argentina en 1910— llevaba dos años como gobernador de La Rioja, y la Casa Rosada era recién un apetito político, un punto de aspiración. Hay un gesto hacia el fondo de la historia, una acción vindicativa, en construirse la mansión en el suelo de origen. Y una acción proyectada en nombrarla como la nombró.

Carlos Menem vivió en Anillaco solo hasta que completó la primaria. No había secundario acá por entonces, así que debió hacerlo en La Rioja. Y su título de abogado lo obtuvo en la Universidad Nacional de Córdoba. Es decir, Anillaco, en su historia, organizó el eterno regreso, la vuelta permanente. En la constitución cruda del caudillo, el niño que se va niño y vuelve presidente entra a su pueblo a caballo, construye en su pueblo su palacio.

Estoy lejos, pero quizás esas manchas en las columnas de la galería que consigo espiar por debajo del portón sean un signo de deterioro. Por ahí abajo meto también el celular y saco las fotos que puedo. Las miro, las abro, las abro más. Sí, son manchas de deterioro. Y hay una puerta rota, con las esterillas salidas de su marco. Y de los macetones de la galería surgen plantas guachas, resecas, crecidas de puro silvestres. La orgullosa brigada de jardineros que habrá tenido este parque, y ahora no hay uno que atienda el desacato del yuyal.

Vuelvo a la arteria principal y camino nuevamente hasta la ruta. Esta vez me detengo mucho antes, justo frente al paseo Presidente Carlos Saúl Menem, el museíto que se levanta en la entrada de Anillaco. Es un sitio breve, prolijo, sin grandilocuencias, que no le hace honores a la escala formidable de su figuración histórica. La entrada cuesta mil pesos argentinos en este 2025, y en el centro del recorrido hay una réplica de juguete de una cabaña, la que Carlos Menem usaba en las afueras de Anillaco. La original tiene sesenta metros cuadrados y está hecha en quebracho colorado traído del Chaco. Esta es una cabaña de pelotero con un Menem de cera adentro, sentado frente a un escritorio, donde lo esperan unos papeles que necesitan su firma. Hay un video de treinta segundos, una cantidad de fotos más o menos esperables, unos vinos con la etiqueta de su bodega, unas remeras con su firma. Una nena en una silla juega con su tablet. Es la hija de la mujer que me abre la puerta. Todo caserito y hasta ahí.

Al puff le tengo que sumar mis gotas nasales, todo sea por respirar. Pero me quedé sin, así que salgo una vez más a las callecitas de Anillaco a comprarlas. Es domingo. El movimiento en Anillaco un domingo es igual al del martes o al del jueves. La diferencia es que las farmacias cierran. Las únicas dos que hay cierran. No necesites medicamentos un domingo. No si estás en Anillaco.

Lunes, nueve de la mañana. Me pasé una noche sin dormir porque no puedo dormir si tengo que respirar por la boca. Entro a la farmacia que está frente a la virgencita, que está frente a Yo Helados, que está frente al viñedo con toda la voluntad y la fuerza y la decisión puesta en no parecer un porteño maleducado que pasó una noche de mierda. Saludo cordialmente a la mujer que está al otro lado del mostrador, a la que presumo bioquímica o farmacéutica. Le pregunto por qué no hay farmacias abiertas los domingos. Me responde:

—Creo que ayer la dueña vino un rato.

Le pregunto si recuerda exactamente qué rato, cuál de todos los ratos que tiene un domingo. Me responde:

—A la tarde, un rato.

Le recuerdo que tiene colgados en la puerta dos carteles que dicen «HORARIOS», pero que ninguno de los dos tiene escritos los horarios. Se queda mirándome. Le pregunto qué debe hacer alguien que un domingo necesita medicamentos en Anillaco. Me responde:

—Pero si la Marcela tiene mi número.

Le pregunto quién es «la Marcela». Me responde:

—La chica del kiosco.

Le pregunto de qué kiosco. Me responde:

—Del kiosco que usted tiene enfrente, señor.

Le pregunto cómo sé que le tengo que pedir el teléfono de la farmacéutica a la kiosquera para que, un domingo, la farmacéutica venga y me abra la farmacia. Se queda mirándome. Le pido un Refenax, pago y me voy.

Vuelvo. Le digo que no lo tome a mal, que por favor no crea que es algo contra ella, que sé que cada lugar tiene sus dinámicas, pero que —le digo— siento que —le digo— son tan ricos en tranquilidad, son tan billonarios en calma chicha que la impresión es que les chupa todo un huevo. Se lo digo suave, bajito, como se dicen los elogios. Se queda mirándome. Me vuelvo a ir.

Tamaño, volumen, pesos y medidas. ¿Cómo se conjuga la angostura física y social de este pañuelito apenas extendido sobre el desierto del NOA con el profundo ancho histórico, crucial, determinante del hombre nacido en él?

Cualquiera puede discutir el daño o la salud que las políticas de los gobiernos del doctor Menem importaron a la sociedad argentina. Nadie puede discutir la fuerza con la que selló nuestras vidas, ni durante los diez años en que concentró el poder real ni durante la estela que esos diez años produjeron, que llega hasta hoy.

Entonces, chequear la escala y la contraescala de un sujeto y el punto cero de su tremendo devenir se vuelve, en estas callecitas, un poco inevitable. Se vuelve, también, inevitable saber que Anillaco, ni enterado.

Terminal sin terminar. Domingos sin farmacias a menos que manejes el dato de la kiosquera, que tiene el número de la farmacéutica. Y un monstruo de la historia parido por este lugar. Ahora bien, les pido: a «monstruo», el sentido se lo cargan ustedes.

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