Habrá que proceder con orden. Porque hay una crisis, muy concreta y muy grave, que afecta a un artefacto de papel. Pero es una crisis tras la que asoman otras. Para no confundirnos, vayamos por partes. Y empecemos por lo más general.
Quienes pensaron las grandes revoluciones del siglo dieciocho, la estadounidense y la francesa, estaban convencidos de que cualquier sociedad podía gobernarse correctamente a sí misma, sin necesidad de déspotas más o menos ilustrados. Aunque esos revolucionarios dejaran al margen de sus planes a la mitad de la sociedad, dado que por razones que hoy resultan entre tristes e hilarantes no consideraban apropiada la participación femenina, tuvieron una idea esencialmente buena: un hombre, un voto. Esa idea, sin embargo, solo podía funcionar si el ciudadano en cuestión disponía de elementos de juicio para discriminar entre quienes recababan su apoyo y ofrecían su representación en los órganos de poder. Y si a su vez conseguía evitar la manipulación de los caciques, los párrocos y otras figuras de autoridad.
Los revolucionarios del dieciocho tenían algo muy claro: sin criterio no habría democracia, sino fraude y engaño revestidos de ceremonia electoral. Para que el votante dispusiera de capacidad de juicio y supiera realmente cuáles eran sus intereses, hacían falta educación e información. Es decir, escuela pública y prensa libre. Que, de forma un tanto ingenua, se equiparaban con buena escuela y buena prensa.
Thomas Jefferson, redactor de la Declaración de Independencia y tercer presidente de Estados Unidos, decía preferir un país sin gobierno que un país sin periódicos. También dijo, en una carta a John Norwell, cosas de otro tono: «Sobre la forma en que debe llevarse un periódico para que sea útil, respondería que restringiéndolo a los hechos verdaderos, pero me temo que un periódico así tendría pocos suscriptores»; «la difamación está convirtiéndose en algo necesario»; «hoy en día no puede creerse nada de lo que publican los periódicos».
Salvo cuando opinaba sobre asuntos económicos, Jefferson solía tener razón. En este caso, su opinión parece correcta en ambos sentidos. En tiempos de Jefferson no existía otro producto informativo que el papel impreso. El periódico ha mantenido su hegemonía hasta casi ahora mismo: aunque hayan surgido otros medios más populares y entretenidos, como la radio y la televisión, gratuitos además, la referencia última —incluso para los encargados de las noticias en radios y televisiones— siguió siendo de papel y tinta.
Esa hegemonía del periódico clásico está evaporándose con rapidez debido a los cambios tecnológicos. Durante los dos siglos anteriores, la tecnología permitió fabricar periódicos de forma cada vez más eficiente y rentable. La tecnología, ahora, permite superar el artefacto de papel, romper el tradicional ciclo de veinticuatro horas, difundir de forma individual todo tipo de contenidos y, sobre todo, elegir. Sin embargo, los dueños de medios de información, atareados con sus beneficios millonarios y sus inversiones caprichosas, no pudieron ocuparse de guardar un poco de dinero para reconvertir su industria ni tampoco de pensar a fondo cuál habría de ser la estrategia para un futuro que de pronto tuvieron encima.
En las dos últimas décadas del siglo veinte y los primeros años del siglo veintiuno, la prensa disfrutó de una rentabilidad que oscilaba entre el quince y el veinticinco por ciento anual. Abundaba la publicidad, y en países como España surgió el fenómeno de las «promociones»: con el diario se regalaban películas, sartenes, relojes o bicicletas. El periódico acabó siendo un subproducto, algo que a veces se tiraba a la papelera porque al comprador le interesaban más las tazas de obsequio que las noticias.
Todo ese dopaje, que obnubiló a los editores, cayó de repente por el cambio tecnológico, por la crisis económica mundial y por la transformación del mercado publicitario. Y los editores han aportado lo suyo al espejismo de que la información, la cultura y casi cualquier producto intelectual deben ser gratuitos. Abrieron sus contenidos, no supieron negociar con los grandes mayoristas de la distribución de contenidos gratuitos, como Google, y optaron por la solución fácil, la de despedir periodistas y reducir costes, sin darse cuenta de que esa no era una solución sino una condena.
En general, los editores más sensatos han sido aquellos cuyo soporte empresarial está especialmente concentrado en la producción y comercialización de información, como The New York Times, cuyo «pay wall» permite a la vez «picotear» o leer en profundidad y que ha adquirido una considerable masa de suscriptores. Cuando la información es buena e interesante, hay un público dispuesto a pagar. Los más torpes, en cambio, tienden a encontrarse en grupos que crecieron de forma rápida en tiempos de prosperidad y se desarrollaron hacia el entretenimiento multimedia: han descubierto que ya no saben hacer prensa y que no llegaron a aprender a hacer bien otras cosas.
El caso de Prisa, que fue el mayor grupo de comunicación en español (ignoro si sigue siéndolo; en valor bursátil, desde luego, no), constituye el paradigma negativo de lo ocurrido. Los beneficios del diario El País, la cadena radiofónica SER y la editorial Santillana se derrocharon en aventuras multimedia grandiosas y delirantes, cada una de las cuales dejaba suculentas primas de productividad a sus ejecutivos, que a su vez pidieron préstamos de forma insensata. Cuando el endeudamiento superó los cinco mil millones de euros llegó la crisis global, los bancos cerraron el grifo del dinero y el grupo cayó en quiebra técnica. Desde hace unos años, Prisa pertenece de hecho a un grupo de bancos encabezados por BBVA, Santander y La Caixa, que aportan de vez en cuando lo justo para evitar la liquidación y que dentro de unos meses, si se realiza el previsto canje de deuda por acciones, se convertirán en propietarios.
Al margen del descenso en calidad y nivel de edición por los despidos y recortes presupuestarios, en un diario como El País (que a día de hoy, por razones que nadie es capaz de explicar, sigue ofreciendo todos sus contenidos de forma gratuita en internet) ya no es posible criticar a los principales bancos españoles, pese a haberse visto beneficiados por un rescate masivo a costa del contribuyente y resultar altamente impopulares por practicar cada año decenas de miles de desahucios. Y hay que ser muy cuidadoso cuando se habla del Gobierno, no fuera este a enfadarse: hace falta su benevolencia para seguir esquivando la quiebra.
Dada la necesidad de ingresos, el presidente de Prisa, Juan Luis Cebrián, no tiene escrúpulos (no es el primero ni será el último en no tenerlos) en utilizar El País como instrumento de chantaje. Cuando el diario critica a alguna administración latinoamericana, el lector queda con la duda de si la administración en cuestión merece el palo o si, simplemente, le ha negado algún contrato a Prisa y paga las consecuencias. La falta de credibilidad es lo peor que le puede ocurrir a un periódico que aspira a ofrecer información, no entretenimiento.
La crisis de la industria periodística comporta, por tanto, una crisis adicional. La del periodismo.
Riesgos de un oficio imperfecto
Creo que se exagera con la crisis del periodismo. Si se habla de la crisis de los periodistas, subempleados o desempleados, forzados a producir las idioteces que demandan sus jefes o a gritar desde un blog por puro amor al arte, estoy de acuerdo en que no hay exageración posible. La gran mayoría de los profesionales vive y trabaja en condiciones cada vez peores. La situación es desastrosa.
El periodismo, sin embargo, sobrevive y sobrevivirá. La artesanía no se pierde. El problema consiste en que el periodismo como oficio artesano no sirve al público. Para prestar el servicio que se le demanda, el periodismo requiere algún tipo de estructura industrial y un nivel de ingresos que permita afrontar los gastos imprescindibles: los cachivaches, los desplazamientos y, puestos en lo prosaico, la nutrición del periodista.
Me inicié en este oficio en 1976. Como mi padre fue periodista, ya antes de dedicarme al asunto tenía sobre él algunas nociones. Y desde siempre he oído hablar de crisis del periodismo. Resulta inevitable, supongo, porque es un oficio imperfecto, forzosamente aproximativo, en el que las prisas (la información debe servirse lo más fresca posible) impiden trabajar de forma exhaustiva: nunca es posible hablar con todos quienes pueden proporcionar algún dato, nunca es posible reflexionar todo lo necesario, nunca es posible hacerse con la verdad rotunda y hay que conformarse con algo que se le parezca. A eso hay que añadir la dificultad fundamental: si el periodismo consiste en desvelar cosas (y no nos referimos a asuntos privados) que alguien quiere mantener en secreto, ese alguien hará todo lo posible para impedir el trabajo del periodista. En los países más civilizados se presiona al periodista por vías económicas (retirada de publicidad o de financiación bancaria) o legales (el poder dispone siempre de muchos abogados). En la mayor parte del planeta, el periodista que mete la nariz en los asuntos del poder se juega el físico o directamente la vida.
Algunos factores, desde mucho antes de que comenzara el cambio tecnológico y la crisis financiera, contribuyen de forma notable a entorpecer el trabajo periodístico en los países desarrollados. Uno de esos factores es la armadura de que se ha dotado el poder público o privado, némesis eterna del periodismo. Los gabinetes de comunicación y de prensa no existen para informar, sino para cortar el acceso a la información y emitir propaganda. A principios de los ochenta, cuando comencé a dedicarme al periodismo económico, era hasta cierto punto sencillo acceder a empresarios e incluso banqueros. Ahora no lo es. Hay que pasar por el gabinete de prensa. Solo un puñado de periodistas tiene acceso a esos personajes poderosos y, de ese puñado, unos cuantos aceptan pagar con servilismo el privilegio que se les concede, por lo que en realidad pueden considerarse parte del aparato propagandístico.
Otro factor negativo, curioso y en vías de desaparición es el bienestar. Ahora casi cuesta imaginarlo, pero hasta hace no mucho en la prensa se ganaban sueldos bastante decentes. Al margen del salario, el periodista (no todos, pero sí bastantes) podía habituarse a que le invitaran a comer en restaurantes opíparos, a que le enviaran regalos por Navidad y a que le pagaran algún viaje. Ya se sabe, relaciones públicas, contacto personal con las fuentes y esas cosas. Los mandos intermedios y los jefecillos de las redacciones se acostumbraron a disponer de un Audi o un BMW, costeado por la empresa, y a volar en clase «business». Con sus diferencias entre los de arriba y los de abajo, porque siempre ha habido clases, no se vivía mal. ¿Saben qué ocurre cuando ocurre eso? Que al periodista le entra miedo. Miedo a perder sus pequeñas regalías y sus pequeñas comodidades. Y prefiere no buscarse problemas, no vaya a ser que por una tontería los críos no puedan ir a esquiar este año. Los efectos perniciosos del bienestar no son cuantificables, pero han sido evidentes para quien trabajara durante las últimas décadas en una redacción importante.
Por supuesto, no me parece que un periodista deba pasar hambre. En absoluto. Pero creo que un periodista de hábitos austeros y con el dinero justito en la cuenta corriente, que viaja en transporte público y almuerza en restaurantes económicos, está más cerca de los problemas reales de la sociedad que el periodista que invierte en bolsa (debería estar prohibido, no solo a los redactores financieros), tiene costumbres caras y ve la vida desde el interior de un automóvil climatizado.
Estar cerca de los problemas reales de la sociedad ayuda a hacer información real y relevante.
La cuestión de los lectores
Si alguien ha llegado hasta aquí, tal vez recuerde una frase de Thomas Jefferson citada más arriba: «Sobre la forma en que debe llevarse un periódico para que sea útil, respondería que restringiéndolo a los hechos verdaderos, pero me temo que un periódico así tendría pocos suscriptores». Bien visto, Jefferson. Está mal decirlo, pero ese es uno de los problemas más antiguos y graves del periodismo. Me refiero al consumidor de información.
El lector de prensa solvente ha sido siempre muy minoritario. En las sociedades más ilustradas y participativas, las personas que solicitan información de calidad pueden llegar, en un día bueno, al diez por ciento. Lo normal viene a estar entre el tres y el seis por ciento. Minoría absoluta. Y eso evidencia el fracaso de la educación y del periodismo: en una sociedad como la española, desde la transición a la democracia hasta hoy no ha subido —sino más bien lo contrario— el porcentaje de ciudadanos que quieren saber con un mínimo de profundidad qué se hace con sus impuestos, cómo trabajan (o no) los políticos y qué depara el futuro inmediato.
Cuando hablo de información de calidad me refiero a la información generalista que permite hacerse una idea de qué pasa en el mundo y por qué pasa eso que pasa. Ya puestos, amplío la definición a la prensa especializada, incluyendo la deportiva, que puede ser de gran calidad. Descarto la prensa más popular y sensacionalista, como por ejemplo el tabloide británico The Sun, hecha con frecuencia por buenos periodistas y muy bien elaborada, pero cuyo fin no consiste en informar, sino en entretener.
Informarse es difícil. Requiere interés, tiempo, concentración y una cierta base de conocimientos. Hubo un tiempo en que informarse era progresista: la información constituía un arma contra la opresión y un instrumento para elevar las condiciones de vida de la clase obrera. Luego el progreso (ya no el progresismo) se identificó de forma más limitada con el conocimiento: el obrero podía seguir siendo un zoquete, con tal de que su hijo estudiara y no lo fuera. Ahora el (presunto) conocimiento ya no garantiza nada. El mundo está lleno de desempleados con varias carreras universitarias y un máster. Y la información es considerada prescindible por la mayoría de los universitarios. Corrijo: creen que ya disponen de la información suficiente y que lo que ofrece la prensa es poco fiable o incluso falaz.
No seré yo quien discuta sobre la escasa fiabilidad de muchísimos medios. Ahora bien, existe una confusión potencialmente grave entre la difusión de datos y la difusión de información periodística. Internet, donde la verdad y la mentira se mezclan de forma indistinta, es un inmenso patio de vecinos en el que el rumor y la patraña poseen el mismo curso legal que la información fiable. Las redes sociales permiten desenmascarar las mentiras del poder y movilizar en poco tiempo a la ciudadanía, pero también sirven para difundir propaganda espuria. Y tanto el poder como ciertos movimientos populares empiezan a utilizar con habilidad ese recurso.
Una nota práctica sobre internet y periodismo
Hace unos días hablé con Lluís Permanyer, que tiene setenta y tres años y es, probablemente, el periodista que mejor conoce Barcelona. El ayuntamiento quiso hacerle cronista oficial pero él rechazó la oferta; dijo que cronista, sí, pero no oficial. También rechazó la medalla de oro. Su obra sobre Barcelona y su gente, en miles de artículos y decenas de libros, es ingente. Lo sabe todo. Recientemente escribió un artículo sobre uno de los monumentos más populares, la estatua de Colón. Conoce perfectamente esa estatua, su proceso de construcción, la mecánica de su interior y la decoración externa: en su momento, descubrió que faltaban dos pequeñas esculturas previstas en el proyecto original.
«Me fui a verla, por supuesto», dijo. «Para escribir sobre algo hay que verlo».
Permanyer sigue publicando en La Vanguardia, el periódico en el que ha desarrollado casi toda su vida profesional, pero está jubilado y trabaja en su casa. «Lo de encerrarse a solas con el ordenador —dijo— tiene sus peligros. Suele ocurrir que uno acaba escribiendo sobre sí mismo. No quiero que me pase eso».
Para evitarlo, patrulla diariamente la ciudad. Entra en los comercios antiguos y pregunta por su historia. Consulta planos y archivos. Podría vivir de sus conocimientos sin salir de su despacho. Pero sale.
Josep Maria Huertas (1939-2007) fue la máxima autoridad sobre los barrios barceloneses y el gran cronista del desarrollo de la ciudad en los años sesenta, cuando el barraquismo (las favelas periféricas en que vivían los inmigrantes recién llegados) dio origen a las llamadas «ciudades-dormitorio», barrios de bloques baratos, barro, conflictos y luchas vecinales. Fue uno de mis maestros en el oficio, y uno de los periodistas a los que más he respetado. Una vez, cuando trabajábamos en el Periódico de Catalunya, me encargó una información breve sobre una pelea callejera ocurrida en Bon Pastor, un barrio más o menos remoto. Hablé por teléfono con la policía, con el hermano de uno de los implicados y con un testigo, y redacté las pocas líneas que me había pedido. Era un asunto de poca importancia. Antes de leer el texto me hizo una sola pregunta: «¿Has estado allí?». Respondí que no, que no hacía falta. Me miró, puso el dedo sobre el cursor de borrar y eliminó la noticia. «Ahora vas, miras, preguntas, vuelves y escribes otra vez».
Yo no era un novato y en ese momento me molestó la lección. Me fui cabreadísimo al Bon Pastor. Pero sabía que Huertas tenía razón.
Huertas Clavería era un tipo nervioso, propenso a ataques de ira durante los cuales arrojaba teléfonos y otros objetos contundentes a la cabeza de sus víctimas. Era ocasionalmente antipático y muy maniático. No comprendía por qué los demás no compartían su idealismo y su devoción por el oficio. En 1975, el último año de la dictadura, un tribunal castrense le condenó a dos años de cárcel por haber escrito que varias casas de citas barcelonesas estaban regentadas por viudas de militares. Se convirtió en un símbolo de la libertad de expresión y, a su salida de la cárcel Modelo, en un desempleado al que ningún director se atrevía a contratar.
Cada vez que me ahorro un desplazamiento, que me quedo en casa o en el hotel con el ordenador y el móvil, que sigo por televisión un acontecimiento al que debería asistir (a veces, ay, ocurre), pienso en Huertas, en que me abriría la cabeza a telefonazos y en que haría muy bien.
Lo que decía Huertas no debe olvidarse. Para escribir sobre algo primero hay que verlo.
Hace falta prensa
Es de suponer que a la actual crisis industrial sobrevivirán algunos de los medios tradicionales, los que ofrecen un producto realmente útil para un cierto público.
Lo más probable es que las élites políticas y financieras sigan leyendo The Economist, por ejemplo, una revista que como el diario Financial Times pertenece al mayor grupo editor del planeta, Pearson, pero que dispone de un cortafuegos entre los máximos ejecutivos corporativos y la dirección periodística con el fin de preservar su independencia.
Mientras los grandes dinosaurios de la prensa tratan de buscar salida a su laberinto de endeudamientos masivos y se replantean qué ofrecer y cómo venderlo, bajo un pronóstico genérico más bien pesimista, brota una nueva generación de medios de pequeño tamaño que no desdeñan el papel (su distribución no es masiva y les permite utilizar un soporte que mantiene toda su comodidad y elegancia formal), que privilegian la lectura larga y de calidad (alguien tendrá que explicar algún día por qué tantos periódicos clásicos se suicidan por la obsesión de publicar textos cortos y banales con el fin de «atraer al lector joven », como si joven equivaliera a idiota) y que empiezan a contar con seguidores fieles.
En ese ámbito pueden citarse este mismo medio o Jot Down, y bastantes otras cabeceras con pocos años de vida.
Eso es interesante, pero no suficiente. La calidad de las crónicas, los perfiles y las críticas en medios jóvenes como los latinoamericanos Etiqueta Negra o El Malpensante, por citar un par, ofrece una ventajosa alternativa a los textos cansinos y previsibles de mucha prensa clásica. Por el momento, sin embargo, la nueva generación no está en condiciones de afrontar de forma sistemática el periodismo más difícil, caro y peligroso, y a la vez el más imprescindible: el que investiga los abusos del poder; un poder que, huelga decirlo, cuenta gracias a los tentáculos financieros con muchos medios tradicionales dispuestos a defender a su amo.
Hasta ahora, la nueva generación ha intentado suplir la falta de recursos económicos con «entusiasmo, autoexplotación y sinceridad», en palabras de Alfonso Armada, fundador y director del periódico digital Fronterad. Los siguientes pasos apuntan al aprovechamiento intensivo del microfunding (la suscripción previa que permite financiar determinadas investigaciones) y al uso de fundaciones sin ánimo de lucro dispuestas a subvencionar trabajos periodísticos, como la estadounidense ProPublica o la española porCausa, que está constituyéndose estos días. También resulta interesante la opción cooperativa, usada por la revista francesa Alternatives économiques y por su nueva asociada española, Alternativas económicas.
Fronterad se ha propuesto investigar un tema que los diarios tradicionales españoles, debido a su conexión por capital o deuda con las instituciones financieras, no han querido abordar a fondo: el impacto que la actuación de las multinacionales españolas tiene en América Latina. Alfonso Armada ha explicado a eldiario.es (otro medio digital progresista de reciente creación) que las multinacionales españolas son resultado de la política de privatizaciones y han sido respaldadas por los sucesivos gobiernos conservadores y socialistas de Madrid, por lo que la opinión pública tiene derecho a saber cómo funcionan.
Jot Down, una revista que nació digital y ahora publica en papel ediciones trimestrales (el precio es de quince euros y vende más de diez mil ejemplares), ha decidido también trascender el ámbito cultural y hacer investigaciones internacionales, para lo que ha establecido un acuerdo de cooperación logística con la ONG Intermón Oxfam.
Ya no es problema la audiencia de los medios de pequeño tamaño si la historia que publican es buena. Las recomendaciones en las redes sociales permiten que esa historia llegue a muchos miles de lectores. Otra cosa es la rentabilidad. Se consigue, pero no es previsible, y posiblemente no deseable, que jamás recupere los niveles de la «edad de oro» previa al cataclismo.
En último extremo, hacer periodismo es sencillo. Y hacer buen periodismo es un poco más complicado, pero menos, desde luego, que leer una factura de electricidad.