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Un país de la mente

Escribe
Luis Chaves
Ilustra
Wen Hsu
Nadie sabe qué tiene Costa Rica, pero todo el mundo adora ese país. Le preguntamos a un poeta de allí, Luis Chaves, y su respuesta fue algo así como «a mí no me gusta tanto».

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Lo esperaba con el motor encendido, frente al portón de su apartamento. Bajó del segundo piso, abrió y cerró candados y entró al carro seguido por un latigazo de lavanda.

—¡Mae, te fumigaste!

—Qué va, es colonia barata, ahorita se va el olor.

Se había uniformado con el saco azul, la camisa cuello de tortuga, jeans aplanchados y zapatos de vestir negros. Esa era la combinación semiformal. A partir del cambio de una sola de esas prendas, tenía otras dos: la casual y la de gala. Y pare de contar. Sauma es inmune al oleaje de la moda, anótese esto en la columna de los activos. Su magnetismo legendario, comprobado científicamente por varias generaciones, es pura actitud, nada de accesorios.

Arranqué cuando Sauma, acomodándose en el asiento, apenas cerraba la puerta. Como si fuéramos tarde, como si alguien nos esperara en algún lugar.

Es una noche de semana y lo que podría parecer un plan con objetivos y misión definida se planeó hace veinte minutos con un breve cruce de llamadas telegráficas y un mensaje de texto tipo «mae_stoy_afuera_jale_x_unas_birras».

Vamos a tomar algo a la Buenos Aires, bar vieja-escuela en la frontera del barrio Aranjuez. Nada de media luz, ni sillones violeta, ni cocina fusión, ni música programada, ni bartenders de revista. Aquí es fluorescentes de sala de cirugía, sillas de comedor público, boca de papa con chorizo y, por música, el chirrido de los ventiladores. Detrás de la barra atiende Cheo, el dueño sexagenario.

Cientos de noches empiezan como la de hoy. Dos amigos separados por décadas (nací en el sesenta y nueve, Sauma en el cuarenta y nueve) y reunidos por la causalidad, repitiendo cervezas en un bar en el que hay un televisor en el lugar donde antes se incrustaban las miradas perdidas.

Pero no se engañen, esto no va para ningún lado. Consumiremos varias birras mientras repasamos, resignados, la política local, regional y mundial, los temas de siempre y luego volveremos cada uno a su casa. Esto lo hace cualquier grupo de amigos en cualquier lugar del mundo. Sauma tendrá gran carisma, pero en este preciso momento no nos sirve de nada. Ni él ni yo tenemos nada importante para contar. Ya para la última cerveza clavamos la mirada en el televisor.

Gracias a la generosidad de un amigo, a finales de enero fui con mi esposa y mis hijas a los canales de Tortuguero. Una red de canales y lagunas fluviales paralelas a la costa atlántica del país. Es un destino preferido por turistas pensionados y por familias con hijos pequeños. Nadar en esta franja de mar es aparecer flotando en las Antillas arrastrado por las fuertes corrientes. Un chapuzón en cualquiera de los brazos del río termina en las fauces de un cocodrilo. Pero —precauciones observadas— las vacaciones en esta zona consisten en paseos tranquilos a bordo de lanchas bien equipadas que atraviesan la selva tropical.

Una tarde, mientras las tres mujeres descansaban en la habitación del lodge, fui a revisar el email en la computadora de la recepción. Cuatro dólares la media hora, recuerden que estamos en la jungla. Casi arrepentido por ver que ningún correo ameritaba haber pagado esa suma, vi la misiva de los muchachos de Orsai, firmada por Christian Chiri Basilis. Después de una presentación breve en la que contaba que Mairal y Casas me habían recomendado y que eso les bastaba para pedirme un texto, acotaba: «El tema es el siguiente: nos llama mucho la atención Costa Rica. Es un país del que sabemos más bien poco, más allá de que no tiene ejército, que es un lugar muy pacífico (lo primero obviamente debe ser consecuencia de lo segundo) y que sus habitantes poseen una altísima calidad de vida. Como si esto fuera poco, la revista se vendió muy bien allí (teniendo en cuenta la cantidad de habitantes y haciendo una ecuación proporcional con el resto de los países) y el ingreso y distribución de los packs no sufrió ningún percance, como sí ocurrió en otras partes. ¿Qué pasa en Costa Rica?»

Le contesté eufórico y halagado. Después de un 2010 de terror, el año que apenas empezaba traía buena pinta. Disfrutaba con las chicas de unas vacaciones fuera de nuestras posibilidades y el email de Chiri me daba la oportunidad de escribir en una revista que me parecía para otra gente, para escritores de primer orden. En correos siguientes afinamos detalles, fechas de entrega y se puso énfasis en que mi tema era contar cómo es este país.

Con los días que se sucedían empezó a crecer la ansiedad. ¿Cómo —cuando acepté la oferta— me olvidé de este detalle medular? No es un buen momento para hablar de Costa Rica. Ni hoy, ni la semana pasada, ni lo fue el 2010, ni el cambio de milenio, ni siquiera un mes de la década entera del 90. Y ahora que me pusieron a pensar, la calculadora dice que llevo más de veinticinco años de sentirme envenenado cada vez que hojeo el periódico, me subo a un taxi o escucho una conversación en el bus. No soy la persona indicada para opinar sobre este lugar. Cada vez que lo hago avergüenzo a mi familia, a los vecinos, a los de la mesa de al lado, gano enemigos, me invitan —sin escatimar en vituperios— a cruzar alguna de las fronteras, si no te gusta por qué no te vas, hijueputa.

¿Qué puedo decirle a extranjeros de un país que siento hostil? ¿Cómo explicarlo sin que parezca un berrinche de adolescente? ¿Cómo distanciarme del rencor y escribir con elegancia, serenidad y justa medida? Es fácil disparar contra el país propio cuando uno lo hace entre los suyos porque se parte de referencias comunes, hechos y nombres propios conocidos por todos. Pero necesitaría pies de página para escribir aquí algo como «es mejor morir por asfixia que ir a tomar unas Pilsen a Cartago» .

El karma costarricense haciendo lo suyo. Se abre una puerta y quien me recibe es el fantasma de la —llamada con gran orgullo por los patriotas— Suiza centroamericana. Nadie le pide eso a un colaborador mexicano o chileno o argentino. Esto pasa por ser tico. Esto es dos tazas de sopa.

Por otra parte, es señal de temple y carácter mirar el lado bueno de la desgracia. Es febrero, la vegetación tropical palpita en el corazón del verano, las sombras giran lentamente bajo los árboles mecidos por la brisa fresca de la época. Entrémosle a esto con actitud positiva, con filosofía:

Costa Rica da cáncer. Para empezar por algo, es uno de los pocos países que siguen aferrados con uñas y dientes al Estado confesional. En el artículo 75 de la Constitución Política se define como un Estado Católico, Apostólico y Romano. ¡Romano! ¡WTF!

Y créanme, nada sucede dentro de estos cincuenta y un mil kilómetros cuadrados que no pase por el tamiz de la moral cristiana. Nada.

A Osvaldo Sauma lo conocí en 1995. Una sobrina suya me dio el teléfono cuando se enteró de que tenía algunos manuscritos que no le había enseñado a nadie. Mi tío Osvaldo es escritor, llamalo. Eso hice y me citó justamente en la Buenos Aires. El bar no ha cambiado mucho desde entonces, el barrio —clase media acomodada desde su fundación hace cien años— ha ido perdiendo casas de habitación y ganando oficinas, restaurantes vegetarianos, universidades privadas, tienditas de diseño y ONG —esos mutantes modernos que son la sumatoria de todas las anteriores—. Desde la noche que se llevó mis papeles en un sobre de manila hasta la fecha, Sauma se fue convirtiendo en una mezcla de mentor, amigo, hermano mayor y consigliere.

A estas alturas, el planeta de 1995 parece de otro sistema solar. Sauma se hizo abuelo triple, yo me reproduje dos veces. En medio de aquella galaxia muy lejana y el efecto dominó de la reproducción, hay miles de polaroids mentales, reuniones con amigos en salas enrarecidas por el humo de la memoria y la mota jamaiquina, viajes y encuentros en otros países. Y está la noche, pasaditas las dos de la madrugada, cuando, para acortar camino, cruzamos en diagonal geométrica la plaza (cancha) Roosevelt y nos detuvimos de súbito en el corazón del círculo central de una cancha abierta en medio de San Pedro, el cantón donde creció Sauma y al que regresó hace casi quince años. Un terreno reservado para el deporte en otra época y ahora rodeado por asfalto, oficinas y comercio, y con una gradiente visible de norte a sur. Parados en la mitad exacta de la cancha, debajo de un cielo púrpura, dos cabezas fugazmente iluminadas por la llama de butano con que encendimos la tocola. Fumamos sin hablar, convertidos en otra zona de las sombras. También sin hablar supimos al mismo tiempo cuándo continuar nuestro camino.

Mariajo, mi esposa, dice que lo mío es un problema biliar. Que viviría atormentado igual aunque hubiera nacido en Suecia. Puede ser. Pero eso no resuelve nada. Me dice que aquí no pasa nada que no suceda en otros lugares, que en todo lado es lo mismo y que más bien esta república bananera ha visto a la distancia el terrorismo de Estado que han sufrido decenas de países en este y otros continentes. Es cierto, pero tampoco soluciona la punzada hepática cada vez que compruebo el nivel de vulgaridad de la política, la prensa y la población económicamente activa, el tic santurrón del noventa y cinco por ciento de los compatriotas que meten a su Dios en todo, gracias a Dios, si Dios quiere, Dios mediante, bendiciones. Cosas así.

El nuevo banano de este país es el turismo, «la industria sin humo», como le llaman los adeptos a una mitosis del sentimiento patrio: el nacionalismo ecológico-turístico. Esa gente que se siente orgullosa de los accidentes geológicos y topográficos. Me siento orgulloso del volcán Poás. Me jacto de la Isla del Coco. Forzando ese razonamiento solo un poco más se llega al me-vanaglorio-de-ser-terrícola. Hay que ser tarado. Es además un nacionalismo que no defiende siquiera a la naturaleza misma, sino a una naturaleza que está ahí para ser apreciada por turistas.

Gracias al turismo que viene a ver el 4,5% de la biodiversidad conocida, playas tropicales en los dos mares y el 15% del territorio tico protegido en parques nacionales, la clase media quedó excluida automáticamente ya no del sueño de un terrenito cerca de la playa o en la sierra, sino del de unas pinches vacaciones de tres días con los chamacos. Todo tiene precio para extranjeros. La tierra, los alquileres, la comida. Felices fiestas, suecos.

Osvaldo vive en un apartamento pequeño, a pocas cuadras del campus de la Universidad de Costa Rica, una de las cuatro universidades públicas. Se accede a su casa después de abrir dos portones de rejas y subir las gradas. Uno toca el timbre (es decir, grita debajo de su ventana) y, si está, entra por un café o un trago, se sienta a conversar. Nunca es un trámite. Si tuviera que bautizarlo, el apartamento de Sauma es la sobremesa.

Del 95 para acá he pasado cientos de tardes y veladas en ese domicilio. Está prácticamente igual. Tiene una mesa redonda que, arrinconada contra un esquina, se redujo a dos plazas. Una refrigeradora anterior al anti-frost, demasiado amplia para un hombre soltero de su edad. Hace quince años le ayudé a cargar los ladrillos y tablones con los que armó la biblioteca. Por decoración tiene una mesa ratona con base de bronce y sobre de vidrio, como teletransportada desde la casa de una tía abuela. Allí hay una foto de su padre, cubano-libanés ya fallecido, y otras de sus hijos y nietos.

Pero los traje hasta su casa para contarles dos cosas en particular. Arriba de esa mesa, en la pared, flanqueado por unas máscaras artesanales de algún país colega del Tercer Mundo, hay un cuadro, una pintura que le regaló un artista amigo suyo hace mil años. Es un óleo o un acrílico, no sé distinguirlos. El cuadro tiene dos planos, el mar y el cielo. Solamente. Pero es el mar visto de cerca, como si lo pintara alguien sentado en un bote pequeño, en alta mar. En mitad del agua salada, justo en el centro, un agujero de bala de alto calibre (desconozco olímpicamente el mundo de las armas pero imagino que podría ser una escopeta). La bala viene de adentro del mar, se sabe porque en el cuadro, alrededor del agujero, se ve la forma como de metal reventado, retorcido. Un proyectil desde lo profundo del océano.

La otra es que, antes de pasar a la tecnología de punta del discman en 2008, Sauma tenía una radio con casetera. Para subir el volumen había que usar el borde de una moneda, una liga de hule sostenía el casete en su lugar. Una noche, hace ya bastante tiempo, puso un TDK prestado por una de sus alumnas y debajo de las voces del grupo al que se seguía sumando gente, escuché por primera vez la versión que hace Milton Nascimento del tema original de Leo Masliah, «Biromes y servilletas». Es una canción que habla sobre los poetas en Montevideo. La letra no recurre a ninguno de los clichés que uno esperaría de una canción así. No quiere parecer poesía y por eso lo es. Más allá de mis opiniones sobre ese género literario, quería decir que esa pieza, en la voz de Milton Nascimento (nunca he escuchado la de su autor) se convirtió no en «la canción de Osvaldo», sino en algo menos sencillo. Esa canción es Sauma. Tendría que explicarlo mejor pero no sé bien cómo.

En 1989, o por ahí, Milton Nascimento grabó la canción «Coração civil», la compuso después de una visita anterior a Costa Rica. Entiendo que es un homenaje a lo que vio en este país. En portugués brasileiro todo suena bien, dice cosas como «Quiero que la justicia reine en mi país / Quiero la libertad, quiero el vino y el pan / Quiero ser amistad, quiero amor, placer / Quiero que nuestra ciudad esté siempre soleada / A los niños y al pueblo en el poder yo quiero ver / San José de Costa Rica, corazón civil / Inspira mi sueño de amor, Brasil (…) Sin policía, ni milicos, ni hechizos, ¿dónde el poder?

Concedo que Nascimento, tremendo artista, tendrá sus razones. Sin embargo, voy a decir dos cosas, para mí esa canción tendría que escribirla un grupo de death metal o cuando menos la versión local de Marilyn Manson. Y la otra, esencial: Milton, querido, se sabe que sí, Brasil es un país complicado, pero guardando las distancias y proporciones, este también. Y Brasil ¡tiene al Scratch do Ouro! ¡Brasil es pentacampeón! No me jodás. En Costa Rica cada vez que juega la Selección, la Sele, es como que todo un país se instale frente al televisor para apoyar al Atlético de Madrid. La Sele, nuestro Atleti.

En agosto pasado vinieron a visitarnos Carlos y Mariajesús. Dos amigos españoles, viven en Madrid. Mariajesús es pintora y Carlos escritor y ex skater. Se alojaron en nuestra casa que es más bien pequeña pero donde caben cuatro caben seis. Dormían en el sofá-cama en la sala, zona de tránsito agitado. Pobres, aquí el día empieza antes de las seis de la madrugada, hay bebé y niña y mascotas.

Les armamos un itinerario por playas del Caribe y, desde los mails previos a que llegaran hasta los días que viajamos juntos, no fui exactamente porrista del Instituto Costarricense de Turismo. Por el contrario, tengo que reconocer que hablé mal y con revanchismo. Parecía un agente encubierto del Gobierno de Nicaragua.

Primero creyeron que no quería verlos, luego con los días me fueron comprendiendo un poco. Salvo un par de excepciones, sintieron que no había relación entre precios y servicios, mejor dicho, que los estafaron en todo lado, descubrieron el dulzón falso en el trato, no descifraron una sola dirección (aquí no hay nombres ni números de calle) y nunca entendieron por qué usamos el bus, el taxi o el carro para todo lo que quede a más de cuatro cuadras de distancia (esto es como Miami, pero en pobre).

Los acompañamos un par de días a Puerto Viejo, destino obligado en la costa caribeña. Desayunamos juntos en una pequeña soda (fonda) acompañados por el «Buffalo Soldier» de Bob Marley. Al almuerzo, comimos pescado entero y rice-and-beans, un plato gozoso de la zona, y debajo de lo que hablábamos se escuchaba el «taken from Africa / brought to America / fighting an arrival / fighting for survival». De noche, salimos a un barcito frente a la playa. Era un salón amplio y sin paredes, un poco más adentro de la línea que divide el mar del continente flotaban dos botes pequeños, apenas bamboleándose, apenas rozándose. En el salón, los surfers gringos bailaban con las locales. Carlos y Mariajesús se levantaron a bailar y justo terminaba una canción y empezaba otra. «Buffalo soldier / dreadlock rasta.» ¡Joder! —dispara Carlos— ¡Hasta los huevos de Bob Marley! ¿No tienen calipso o música de aquí?

Cuando Ari tenía la edad de Julia hoy, diez meses, fui en calidad de acompañante de Paula, mi hermana elegida, a la boda de Lilly y Armando, otros amigos. Entonces yo no era aún pareja de la madre de Ari y la tenía conmigo la mitad de la semana. La boda se celebró en una especie de quinta acondicionada para eventos de este tipo. Había un toldo amplio (aquí llueve diez meses al año), mesas con manteles blancos y arreglos florales, ambiente de festejo. Después de servida y consumida la cena, el novio y varios de sus secuaces y familiares decidieron armar una fogata. Pero no una fogata como la armaría cualquier hijo de vecino. Estos maes fueron a buscar madera seca no sé dónde y volvieron con los restos de algún bosque secundario. El resultado fue una superestructura de madera maciza bajo el cielo de una noche inesperadamente despejada para la época. Parecía una torre de varios metros construida por boy scouts corpulentos y drogados. La encendieron con pichingas de combustible fósil y en cuestión de segundos aquello parecía un aquelarre bueno, un incendio sin víctimas, un fuego artificial estático.

Más atrás, bajo el toldo, amenizaba la fiesta una banda amateur de rock, Los Flying Borracho Brothers. La gente se fue acercando en grupos al fuego, en parejas y tríos, tarareando las canciones, llevando el ritmo con guitarras y baterías invisibles.

Yo regresaba del parqueo de cambiarle el pañal a Ari, una maniobra complicadísima en el asiento delantero de un carro prestado. La traía en brazos porque todavía no sabía caminar. Las llamas se alzaban a varios metros de altura y desde el lugar de Los Flying Borracho Brothers sonó ese disparo inconfundible seguido de los acordes de «Like a Rolling Stone». Bailé, canté y disfruté ese hit atemporal con mi compañera de baile que, a sus diez meses, reía con dos dientes y estaba concentrada en ese lugar móvil en que las llamas se convertían en explosión de pavesas que ascendían como confeti radioactivo, como átomos incandescentes.

Esto sucedió en Alajuela, una provincia al lado de San José, un veintisiete de mayo de 2006.

No quiero terminar sin referirme a otra característica definitoria de este país, uno de su rasgos más determinantes. En Costa Rica, un país de habitantes típicamente insulares, remilgados y de derecha (disculpen la sinonimia), se considera debilidad golpear la mesa, patear el tablero, plantarse, alzar la voz. Uno de los dichos preferidos por la ciudadanía en general es «el que se enoja, pierde». Dicho lo anterior, queda claro cuál es el lugar de quienes creen que indignarse, alterarse y demostrarlo no solo es un derecho sino una práctica más saludable que el yoga. Losers cámara acción.

A esta altura ya no hay nada que hacer. Costa Rica es un país con el que nunca me voy a entender, desde diferencias políticas y estéticas hasta municipales y deportivas. La pasaría mejor si enfrentara mi realidad con otra actitud, pienso cada tanto. Que es como decir el mundo sería mejor lugar si hubiera justicia y equidad. Un pensamiento desaprovechado. Las neuronas en modo inútil.

Pero nunca sugerí siquiera que destaco por mi buen juicio. No bien empezaba el año decidí que por primera vez en décadas iba a perseguir un objetivo claro, dignificante, profundo. Nada de esas trivialidades tipo bajar de peso o parar la bebida. Reuní a la familia en la sala, nos siguieron la perra vieja y la gata joven. Se sentaron en el sofá, las tres mujeres y las dos animales. Chicas, les dije de pie frente a ellas, este año voy a cambiar de actitud, no será fácil pero valdrá la pena el esfuerzo, voy a hacer las paces con este país, a ganar calidad de vida, tener buena cara. Papá, te veo más gordo, dijo Ari. Es la cerveza, contribuyó mi esposa con Julia enchufada a la teta. Los animales no opinaron.

Me desvié de lo que quería decir, de la idea central sobre la que esperaba sostener mis argumentos. Una vez más seguí la ruta de la ira y el rencor que me genera este lugar. Pensaba citar y adherir par-cial-men-te el poema de José Emilio Pacheco, inevitable en este tema, «Alta traición». Y luego, contestada así la pregunta de los editores de esta revista, contar anécdotas sobre la gente cercana y querida, esas pruebas caminantes de que el país no es un lugar si no las personas que uno elige, dondequiera que estén. La idea era pasar lista, como en la escuela pero sin necesidad de orden alfabético: Chaves, Ariana. Chaves, Julia. Gavilán, Mariajosé. Gómez, Mariajesús. Pardo, Carlos. Piedra, Paula. Casas, Fabián. Mairal, Pedro. Sauma, Osvaldo. Presente. Presente. Presente.

Recitar esos nombres sin mayor aclaración, pasarlos entre los dedos como las cuentas de un rosario, como si rezara. Si fuera posible, una oración terrenal, atea, pagana. Una plegaria que no pide nada.

Y si lograron seguirme hasta aquí, estarán esperando un cierre, un telón que baja, formas que se terminan de definir. Confieso que yo también, di tantas vueltas buscando la distancia más corta entre lo que quería decir y lo que me permitían mis posibilidades. Como en ese poema que más parece tratado filosófico del dominicano Homero Pumarol, llegué hasta aquí buscando otra cosa.

Hay poco o nada de lo que esperábamos encontrar. Colonia barata, el sonido de ventiladores oxidados, un sexagenario atendiendo detrás de la barra, una mesa de tía abuela en el apartamento de un hombre soltero, una moneda para subir el volumen, unas llamas que se elevan sobre la música repetida hasta el cansancio.

Osvaldo quedó menos abandonado que suspendido en mitad de este texto. Allí está, debajo de su ventana hay un carro con el motor encendido, esperando que salga. En el punto central de una cancha inclinada, en plena noche, se ve su cara un segundo, iluminada por las minúsculas explosiones eléctricas del cerebro, una detonación desde el fondo del mar.

Está aquel mail de Carlos y Mariajesús, enviado a su regreso a Madrid, odiamos vuestro país pero qué bonito es, se os echa de menos. Pedro y Fabián, a quienes no veo desde hace más de tres años, hablando bien a mis espaldas en un bar a cinco mil kilómetros de aquí. Y están las mujeres de esta casa, como un cable a tierra, como pararrayos involuntarios. Cada vez que me amargo o me pongo solemne con este país (con este puto país), hay un pañal para cambiar, una fecha encerrada con pilot en el calendario, una banda amateur sacándonos con resorte de la silla.

Mejor pidan otra opinión sobre Costa Rica. El mío es un país de la mente.

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