
Florencio, de Pablo Vasco
Mi viejo manejaba de noche por una calle oscura cuando se le cruzó una bicicleta. Así, de la nada. Y, ¡pum!, la tiró a la mierda. Frenó, bajó del auto, y pude ver un tipo boca abajo, inmóvil, con la cabeza en un charco de sangre. Mi viejo se agachó y dio vuelta el cuerpo. En ese momento, lo reconoció: la víctima era Florencio, su primo.
Florencio era un tipo que adoraba a mi papá. Pasaba casi todos los días por casa a visitarlo. Mi viejo, lejos de molestarse, lo atendía siempre. Pero ahora, en esa noche y en esa esquina, las cosas eran bien diferentes. Uno de los dos estaba muerto. El otro se quería morir.
De repente, el cuerpo empezó a moverse. Mi viejo respiró aliviado. Ya no iba a cargar con la culpa de haber matado a la persona que más confiaba en él. Y el alivio total llegó cuando, desde el piso, Florencio abrió los ojos, reconoció a su primo y, con una media sonrisa, le preguntó:
—¿Cómo te enteraste?

La cuenta exacta, de Augusto Cressatti
Salí dando saltos del cine continuado. Había visto cómo unos chicos vencían a los malos montados en fabulosas bicicletas BMX.
Ese domingo supe lo que quería ser: un bicivolador.
El tío Lile dedicaba la vida a su huerta, llena de tomates y calabazas. Era un personaje único: encontraba tréboles de cuatro hojas, usaba ropa de trabajo y tenía una forma muy particular de dormir la siesta, sentado, con los brazos cruzados sobre la mesa. Iba caminando a todos lados, nunca tenía apuro y era un tipo generoso.
Para los cumpleaños, nos regalaba siempre un billete de diez pesos. A los chicos y también a los grandes. Siempre diez pesos. Cuando mi familia decidió que nos iríamos a España después del 2001, Lile me llamó antes de la despedida. Me abrazó y me dio un billete. Pero esta vez, de cien pesos. Pensé que era un regalo especial, que me lo daba por si necesitaba comprarme algo antes del viaje.
Varios años después nos avisaron por teléfono que había fallecido. Se me vinieron encima la distancia, los domingos y mil recuerdos. Y el otro día, de repente, entendí todo. Lo del billete de cien no había sido un regalo para el viaje ni una despedida. El tío había hecho las cuentas… Me adelantó los cumpleaños que le quedaban: diez años, diez billetes. Cumplió, como siempre.

Ilegal, de Melisa Rapoport
Me doy vuelta y veo una señora en el piso. En segundos, el restaurante entero está alrededor de ella. Dejo los postres, corro y me arrodillo: labios pintados, pelo inflado, piel porosa. Apoyo una mano en su esternón y la otra encima. Presiono apresurado. Algunas imágenes se me cruzan por la cabeza. El barco, el guardia listo para escoltarme de regreso, yo escabulléndome pegado a una familia. El micro. La llegada a Nueva York en ojotas, mi remera que dice «MIAMI», cinturón con dos mil dólares y un frío fulminante. Dudo. ¿Y si me agarran?
Hace poco que conseguí ese trabajo, tengo que esquivar cualquier control. Sin embargo, acá estoy, presionando el pecho de la señora porosa. Dejo que el tórax se expanda. Hice esto tantas veces como guardavidas en Mar Del Plata… La señora vomita, meto dedos, escarbo, saco restos. Dos policías se acercan. Miran. Trago saliva seca.
—¿Quieren seguir ustedes?
—No. Vas muy bien.
Continúo presionando. Si no sobrevive, me deportan. Una gota me chorrea por la frente. Inspiro profundo. El corazón me golpea desbocado. Presiono, la cabeza me late. Y, de pronto, una reacción. Freno. Respira. Levanto la vista, veo todo borroso, aplausos. Ambulancia. La policía habla. Tiemblo. Horas después, la ceremonia. Alcalde, bomberos. Me entregan la llave de la ciudad, la tomo azorado. Regreso a casa. Abro el cajón y guardo la llave junto a mi permiso de trabajo falsificado.

Creencias, de Emiliano Carenzo
Mi vida transcurría de manera convencional. Por momentos creía ingenuamente saberlo todo y que todo sería lineal…
Por aquel entonces, mientras me batía a duelo en los tribunales, en mi oficina trabajaba Melita, una joven abogada por necesidad y pastelera de vocación. Era silenciosa e inspiraba mucha paz. Nos gustábamos, con respeto y distancia desde el primer día. Una tarde, esa distancia se acortó. En la barra de aquel pub irlandés, le pregunté en qué creía. Ella respondió: «Creo en el amor, en la energía, en la reencarnación y en los ovnis», y yo no pude evitar reírme con esto último, quizás para ocultar que unos segundos antes me había enamorado.
Desde aquel día, la conexión fue total, construimos nuestro hogar y formamos una familia. Pero, sin preaviso alguno, le diagnosticaron un cáncer muy agresivo. Al año nos casábamos y a los pocos días fallecía, sosteniendo que «lo nuestro fue como un cuento» que termina con un «y fueron felices por siempre».
Un año después, nos visitan mariposas —como las que lució en su vestido de boda—, y un colibrí viene siempre a nuestra ventana. Cerraron aquel pub, y yo pasé a deponer mis armas.
Hoy tengo más preguntas que respuestas…, pero creo en el amor, en la energía que se transforma y reencarna de distintas maneras. Y si bien nunca vi un ovni, empiezo a sospechar que compartí tiempo de mi vida con alguien de otro planeta.

El amor compensa la locura, de Agustina Cotarelo
Ese día me desperté saltando en una, dos, tres patas: finalmente, había llegado el momento de bailar arriba de un escenario. Lo primero que hice es mandarle un mensaje a mi papá expresando mi incontenible emoción: «Es hoy, pa. Es hoy».
Unos días antes, mi papá había sufrido un infarto al corazón. Yo tenía apenas doce años, y sin entender la gravedad del asunto, asumí que, para mi día de estrellato, él ya habría salido del hospital. Esperaba un «Te veo allá», pero en su lugar llegó otro mensaje: «Mi corazón todavía no se curó, hija. No voy a poder estar».
Con lágrimas en los ojos, me dirigí al teatro. A esa altura, no podía cancelar, así que fui como podía. De alguna forma, logré bailar. Sonreí y me bajé del escenario entre más lágrimas.
Cuando salí a la calle, la figura de mi papá apareció entre la gente. Había venido. Incrédula, corrí y le pregunté:
—¿Ya se curó tu corazón, papá?
Me contestó que pronto se curaría y que, con tal de verme bailar, se escaparía de todos los hospitales de la ciudad.
Esa noche durmió en casa. Durmió, por última vez, en casa.

Agua bendita para la Chela, de Alejandro David Danieli
Yo estudiaba en Rosario, año noventa y nueve. Un día me llama mi vieja al fijo, me dice:
—Tenés que ir del padre Ignacio. Andá y traéme agua bendita para la Chela.
Como dicen los pibes de ahora, ese cura se había hecho viral; era sanador. Mi vecina, la Chela, hacía casi un año que no caminaba.
Me voy a lo del cura. Cuando llego, es un quilombo terrible de gente. Veo que cada tanto el padre sale a la calle, apunta al tanque de agua, le hace la señal de la cruz y se mete adentro de nuevo. Pregunto:
—¿Agua bendita?
—Sí, allá —y me señalan una fila interminable.
Tienen todo organizado. Ellos te venden los bidones, vos hacés la cola y, al final, te los llenan con una manguerita conectada directamente al tanque bendecido.
Al otro día, preparo el bolso, agarro los dos bidones y encaro hacia la terminal para volverme a Monte Caseros, Corrientes. Pero antes de salir, me doy cuenta de que va a ser imposible viajar con el bolso y los diez litros de agua, no puedo ni caminar. Así que tiro a la mierda el agua de los dos bidones para estar más liviano.
Cuando llego al pueblo, voy al baño de la terminal, lleno los dos bidones con agua de la canilla y me voy caminando a casa. Y pienso: «Si la Chela camina con el agua de la terminal, me hago millonario».
—Hola, ma. ¡Llegué! Acá está el agua bendita.
—¡Ay! ¡Gracias!
Al rato empiezo a escuchar gritos. Vienen de la vereda. Instantáneamente, siento un nudo en el estómago. Me asomo a la calle y veo a mi mamá llorando desconsolada. Al lado de ella, hay una silla de ruedas vacía.
—¡Ahí está Lucas, él trajo el agua bendita! ¡Mirá, Luquitas! —grita la Chela mientras viene hacia mí para abrazarme.

Culpable, de Carlos Carnevale
Soy defensor oficial. Mi trabajo es defender a quienes no pueden pagar un abogado particular, sin importar el delito del que se les acuse: homicidio, abuso, estafa, robo o lesiones. A lo largo de los años, amigos, conocidos y hasta mi propia familia me han preguntado cómo puedo defender a alguien «sabiendo que es culpable». Al principio, mis respuestas eran largas y confusas, hasta que defendí a Martín.
Martín tenía veintidós años y trabajaba como pintor. Su jefe lo llevó a una casa donde trabajó dos semanas. Al finalizar, se tomaron una foto con el dueño de la vivienda. Un mes después, cuatro personas asaltaron ese mismo domicilio. La hija del dueño, única testigo, señaló en la foto a Martín como uno de los ladrones. Él negó la acusación desde el principio y afirmó que, el día del robo, él estaba trabajando en una panadería.
La presión lo llevó a tres intentos de suicidio antes del juicio. En el debate, la hija del dueño insistió en su testimonio. Martín reiteró su relato, respaldado por su empleador. También declaró una vecina, quien recordó haberlo visto ingresar a la panadería, como todos los días, a las seis de la mañana.
Cinco días después del juicio, el veredicto fue claro: Martín fue declarado no culpable. Desde entonces, mi respuesta es simple: lo difícil no es defender culpables, lo difícil es defender inocentes.

La vieja, de Naty Trouvé
Cuando me separé, me fui con la ropa, los libros, algunos CD y mis dos hijos bajo el brazo. No tenía trabajo, no tenía casa, ni mesa, ni ollas, ni cubiertos ni cama cucheta. No tenía prácticamente nada, y cuando pude conseguirlo, me faltaba algo básico: la heladera. Guardamos durante meses la manteca y la leche en la casa de la Elsa, mi vecina.
Un día, la esposa de mi papá decidió cambiar la de ellos y nos regaló su heladera vieja. Las heladeras eligen a su humano, escuché por ahí. La recibimos con los brazos abiertos. Todo en ella prosperaba fresco y feliz: la comida para la noche, la chocolatada, el queso, los hielos. ¡La fuimos decorando! Le pusimos adornos, pequeños detalles. Cuando se volvió viejita, la pintamos con pintura negra para pizarrón, y pudimos dibujarle cosas, escribirle frases que nos gustaban; deseos de año nuevo o cumpleaños. «Bienvenida a casa». «Gracias por nacer». De cada viaje, le trajimos un imán y empezamos a dejarnos notitas. Se convirtió en nuestra paloma mensajera, la mediadora de pactos o acuerdos. «Los postres se comen en el lapso de una semana, si no, son de quien los agarre primero».
Hace un tiempo, la salud de la heladera había empezado a flaquear. Al freezer le creció un hielo impenetrable, capaz de tragarse hasta la carne molida. Se fue expandiendo hacia la parte de abajo, y allí creció una panza, una metástasis, un iceberg maligno que ni con burletes nuevos pudimos erradicar.
Hoy llegó la nueva. Es gris. Entró solemne, tecnológica. No frost. La viejita se negaba a salir, amarrada a nuestra vida con cable y todo. Nos costó desprenderla de su espacio. Quedó un hueco. Justo antes de dejarla ir, leí la última frase que escribimos en su puerta: «Cada día es una nueva oportunidad».

Justicia turca, de Charly Fernández
El Turco —machista, putañero, matón, nadie sabe de qué vive, pero se la pasa mostrando cómo vive— se manda una fiesta imperdible. Una zona cheta, mucha gente en el jardín, luces y buena música. Va recibiendo a todos y les cuenta alguna hazaña de negocios, minas, etcétera.
En cuanto llego, me convidan champagne, mariscos y cosas por el estilo. Vengo de almorzar ravioles, así que esa mezcla me produce retorcijones. Tengo que buscar un baño.
Justo cuando estoy entrando en la casa, la precaria conexión del DJ hace que se corte la luz, así que camino a oscuras. La casa es grande, pero rápidamente, en la primera puerta que abro, encuentro el inodoro. «¡Qué suerte! —pienso—, ¡creí que no llegaba». La evacuación es contundente, digna de un récord.
En ese mismo momento, vuelve la electricidad, y me veo sentado en un inodoro en el medio de la hermosa cocina del Turco. Sin entender nada, de pronto escucho:
—Vengan, aprovechemos que volvió la luz y les muestro la casa. Disculpen el desorden, acaban de traer los artefactos para el baño.
Corro en culo, me tiro por la ventana y no vuelvo más.
El Turco sigue buscando quién le cagó la cocina, y yo, guardando el secreto.

Mi viejo muerto se me apareció en una clase, de Luis Climenti
Cuando tenía dieciséis años, hacía un programa de radio con amigos en una FM local. Pensaba que, si estudiaba periodismo, podía trabajar en una radio de las grandes. Pero mi papá se murió y todo cambió. Terminé el colegio y conseguí trabajo en una oficina.
Mucho tiempo después, las ganas de estudiar periodismo volvieron. Pero tenía más de cuarenta años, la carrera era cara, y sentía que el esfuerzo no valía la pena.
Un día, encontré en mi casa una pluma blanca. Dicen los que creen en esas cosas que son mensajes de los que ya no están. Creer o reventar, esa misma semana gané una guita extra en mi laburo, y con eso pude empezar a estudiar. Pero los miedos seguían ahí, quería largar todo.
Una tarde, en una clase vía Zoom, compartieron un video sobre el fútbol argentino, y una foto de mi papá apareció en la portada del documental. Era Roberto, joven, pegándole a una pelota. Mi papá no fue famoso ni jugó en primera. Entonces, ¿cómo había llegado una foto de Roberto ahí? Busqué a los que crearon el documental, les pregunté por la foto, y me dijeron que la encontraron en internet, acompañando un texto que yo mismo había escrito unos años antes. Me dijeron que sintieron que esa foto representaba a los cracs de potrero y que por eso la eligieron.
¿Casualidad? No lo sé. ¿Fue una señal de mi papá para que no dejara de estudiar? No tengo idea, aunque prefiero creer que así fue. Esa foto me dio la fuerza necesaria para terminar la carrera. Roberto me empujó a perseguir mis sueños y me demostró que lo que uno quiere puede aparecerse enfrente, en cualquier momento.

Paraguas, de Macarena Manavella
Volvía a casa doblemente empapada, por la transpiración y la lluvia. Venía de lo de mi tarotista. Entre otras cartas, me habían salido «el viejo» y «la muerte». Pensé que, finalmente, se iba a morir mi abuelo. Tenía ciento tres años y hacía más de veinte que amenazaba con partir. Prácticamente toda mi vida había tenido un abuelo casi muerto.
Aceleré el paso. Aprovechando el poco tránsito, crucé la calle con el semáforo en rojo. Cuando subí a la vereda, vi a un hombre que venía hacia mí. Reconocí una escopeta en su mano derecha. Se me heló la sangre y se me calentó el cuerpo. Quise correr, pero la desesperación anestesió mis piernas. Era demasiado viejo para ser un ladrón, y eso me dio mucho más miedo. «Un anciano no roba», pensé. Este era un loco, un viejo desquiciado. Un demente sin nada que perder. Mi corazón se contraía como un pez recién sacado del agua.
Pensé en el tarot. No se trataba de mi abuelo, sino de mí. A él le habían tocado un siglo entero y una esposa divina. Yo, en cambio, iba a morir sin pasar las tres décadas ni conocer el amor. Quise rezar, pero no recordaba ninguna oración. Le pedí perdón a Dios por eso y, después, le rogué. No estaba segura de su existencia, pero nadie más podía salvarme.
Empezó a llover más fuerte, y con la lluvia se aceleraron la caminata del viejo, mi respiración y mi corazón hasta sincronizarse. Él levantó el arma. Pensé que iba a disparar. Entonces, abrió el paraguas.

Arrebato, de Diego Ponce
El tren va lleno, llenísimo. Chequeo la hora. Llego tarde. Me acuerdo de que tengo que mandarle un mail a un cliente hinchapelotas. Como puedo, meto la mano en el bolsillo del pantalón. No está. Mi celular no está. Otra vez me chorearon. Me hago lugar con los codos para poder girar el cuello y los miro uno por uno. Todos son sospechosos.
De repente, un flaco, a unos pasos nomás, saca un celular blanco y empieza a inspeccionarlo. Es mi celular. Y, encima, lo manipula como si nada. En un movimiento, me estiro por sobre la gente y se lo arrebato. Sonrío. Lo recuperé. Justicia.
Prendo la pantalla de mi celular y veo la foto de alguien tomando un vino. Doy vuelta el teléfono y compruebo que ese celular no es mío. El pibe empieza a gritar que soy un ladrón. Pido disculpas y se lo devuelvo. Meto otra vez la mano en mi bolsillo y, ahora sí, un poco más abajo, encuentro el mío. Los gritos aumentan y las miradas también.
Por mi integridad, decido bajarme en la siguiente estación. No importa cuál. Me hago paso hacia la puerta y aprieto fuerte contra el bolsillo el celular. No vaya a ser que me lo roben otra vez.

Un trinquete para la Fragata Libertad, de Ignacio Cagliero
Semanas después de la muerte de mi abuelo, entramos a su casa.
—Y ahora qué mierda hacemos con este piano… —resopló mi papá desde el living, con los brazos en la cintura.
Yo recorría el lugar, él hablaba solo.
—Y con esto otro —dijo señalando una caja sobre la mesa.
Eran unas ochenta piezas de una réplica en escala de la Fragata Libertad. Se compraban en fascículos semanales con uno de los pocos diarios que llegaban al pueblo. Mi abuelo me había mostrado el mástil que venía en la primera de las ciento veinte entregas y me había dicho que iba a encastrar las piezas recién cuando tuviera la colección completa. Por ese entonces, tenía noventa y un años.
—Lo vas a tener que completar vos, que te das maña con estas cosas —le dije a mi papá con picardía—. Seguramente era su deseo —rematé para incomodarlo más.
Él me miró sin decir nada y siguió en lo suyo. Su expresión parecía decir: «Ya vas a entender».
La misma cara le pongo yo ahora al decimotercer kiosquero de Rosario al que visito, que observa incrédulo cómo saco veinte lucas de la billetera para que me consiga el trinquete del fascículo número noventa y seis. Ni el kiosquero ni yo tenemos idea de qué carajo es un «trinquete».

Por amor al buñuelo, de Paola Quevedo Castillo
Mi papá es de ese tipo de personas que intentan todo y nada le resulta, un emprendedor con poca suerte. Tenía siete años la primera vez que fui con él al mercado a comprar verduras para su nueva idea de negocio. Era una oportunidad para estar con él, que siempre andaba ocupado, fracasando en cosas nuevas. Después de unas horas de compras y dos callos en los pies, mi estómago empezó a quejarse. Mi papá me llevó a una plaza donde vendían buñuelos y me invitó uno. No sé si por el hambre o por el aceite reciclado de semanas, ese buñuelo me supo a gloria. Nunca volvimos a la plaza porque ese negocio también falló, pero desde ese día, y por años, insistió en comprar buñuelos para mí.
Un día llegó a casa con sonrisa de padre presente y unos buñuelos. Esos en particular estaban muy rancios. Con la boca llena, le dije a mi mamá que los buñuelos ya no me gustaban. No me había dado cuenta de que él estaba tan cerca. Se asomó con la mirada llena de decepción, suspiró y me dijo:
—Yo nunca fui bueno para nada, pero creí que esto lo había hecho bien.
Hubo un silencio. Yo quise morirme. Se acercó a la mesa, tomó esa masa frita entre las manos y le dio una mordida.
—Es verdad, están asquerosos —dijo.
Todos reímos.
Ayer en una tienda latina, a kilómetros de mi casa, vi un buñuelo. Me reí y, por nostalgia, lo compré sin esperar mucho. Cuando lo mordí, vino a mi mente aquel mercado y el bullicio de fondo. Entonces supe la verdad: extrañaba los buñuelos y la torpeza tierna de mi papá.

Llama eterna, de Henry Andino
—¡A bailar todos! —dijo Paco empujándome hasta Fiona.
Yo era un tímido adolescente sufriendo el infierno del amor inconfesado. Me moría por Raquel, pero al verla enmudecía y me paralizaba. Incapaz de hablarle, apenas junté valor para expresarle mis sentimientos en una carta.
Paco no sabía lo de Raquel, pero ya había notado que Fiona me lanzaba miradas encendidas. Creyéndose Cupido, aprovechó el barullo de la fiesta para juntarnos. Parado frente a Fiona, no tuve más remedio que sonreír y bailar. Paco siguió su plan y puso un tema lento. Emocionada, Fiona me abrazó y me apretujó por los cuatro embarazosos minutos que duró «Eternal flame». Ella estaba en el cielo y yo quería morirme. La canción terminó, pero Fiona seguía aferrada a mí, buscando un beso.
Aparté la vista y sentí cómo se rompían tres corazones. A escasos metros estaba Raquel, mirándonos con decepción, sosteniendo en sus manos mi carta.

Volver a ser la primera, de Inti Acevedo
La nonna Esther llegó al mundo más o menos cuando la humanidad pasaba del sepia al blanco y negro. Nacida en los años diez del siglo pasado, era una mujer avanzada a su época, la artista de la familia, en un Chile exageradamente conservador. Le gustaba ser la primera mujer en hacer algo, eran tiempos de primeras veces para muchas mujeres en el mundo. Pintaba, montaba a caballo, manejaba un auto, andaba en moto. Sus tres hermanos eran sus protectores, y también su muro de contención para no terminar muerta.
A los diecinueve la nonna Esther intentó lanzarse en paracaídas sobre la ciudad de Santiago. Quería dibujar su obra maestra: un salto desde un Douglas DC-2, tan plateado como los ovnis de las películas. Verlo todo desde arriba, sentir el vacío, que las casas se acercaran de pronto, que su vida pendiera de telas magistralmente dobladas. Pero sus hermanos se lo impidieron. Actuaron con sincronía. Su mejor amiga la delató y, sin ir al enfrentamiento directo, el tío René sufrió un conveniente desmayo, entonces terminaron yendo todos al hospital, dos horas antes del salto.
Pero la nonna Esther lo intentaría de nuevo, tres meses después. Le contó a su mejor amiga que, esa vez, saltaría un domingo, a la hora de la misa, de la que se excusaría de ir por un supuesto dolor de cabeza. Otra vez, sus hermanos fueron alertados. El tío Ezio fue al aeropuerto por si algo salía mal. Esta vez la contención sería directa.
—¡Sabemos lo que intentas hacer! —dijo el tío Domingo.
—Sí, quiero volver a saltar en paracaídas —replicó Esther con una pícara sonrisa.
—¡¿Qué?! —gritó su hermano.
La nonna Esther había burlado la contención: el sábado previo, había ido a tomar té con unas amigas inexistentes. Manejó sola hasta el aeropuerto, subió al avión y, justo a las 4:44 de aquella hermosa tarde, había vuelto a ser la primera.

Silla de ruedas, de Agustín Aiassa
Da miedo ver a nuestros viejos envejecer. Cuando vivís lejos, los ves menos, entonces envejecen más y pega un poco más fuerte. Y si tu viejo tiene párkinson, encontrarte con eso te recaga a trompadas.
Visito a mi viejo después de dos años. Es la primera vez que lo veo en silla de ruedas. Lo pone incómodo que lo vea así. A mí también. Lo llevo a hacer un trámite. Llegamos, y el secretario nos dice que tomemos asiento. Yo digo que sí y me siento. Mi viejo nos mira a los dos y, riéndose, dice:
—Yo ya estoy sentado.
Ya no estamos incómodos.

El primer gesto feminista en mi familia, de Claudia Chaparro
Mi bisabuela Juana tenía dieciséis años cuando se casó con Bernardo, de treinta y tres años, italiano, viudo y panadero del pueblo. Bernardo ya tenía siete hijos, le doblaba la edad, pero para la época eso no era un impedimento. De este matrimonio nacieron once hijos, había muchas bocas que alimentar, mucho que limpiar y poco dinero. Y no es que la panadería —la única del pueblo— no funcionara: vendía pan y galletas desde que abría hasta que cerraba. Pero el italiano era tacaño, entonces Juana debía hacer malabares con unos pocos pesos que Bernardo le daba a regañadientes una vez por semana. Nunca había dinero extra para nada, menos para la ropa, esos eran lujos.
Juana tenía que darle un mensaje a su marido, y el mensaje tenía que ser contundente.
Un día, para una reunión familiar, Juana debía cocinarles a su propio batallón y a los invitados. Para vestirse, contaba únicamente con los batones que usaba a diario, que se rompían de solo mirarlos. Entonces tuvo una idea: tomó un par de bolsas de arpillera en las que venía la harina que usaban en la panadería, y con esa tela rústica y áspera se hizo un vestido. Así se sentó a la mesa junto a los invitados.
Al terminar el día y sin mediar palabras, Bernardo dejó el dinero para la semana. Era mucho más de lo habitual. El mensaje le había llegado.

Mi viejo y la muerte de Lady Di, de Juan José Vázquez
La guerra de Malvinas trajo dolor y odio hacia los ingleses. Mi viejo detestaba Inglaterra y todo lo relacionado con ella.
Era domingo, se jugaba el clásico de fútbol entre pueblos, Choele y Beltrán. Después de la sobremesa del almuerzo, caminamos hasta la cancha. Ese mismo día había ocurrido el accidente fatal en el que perdió la vida la princesa Lady Di. Para mi viejo no había diferencia: era inglesa.
Con su típica verborragia, venía despotricando por la cobertura de la trágica noticia en los medios. Llegamos a la cancha cuando estaba por empezar el partido. Estaba repleta, nos acomodamos cerca del córner. Y entonces se produjeron esas particulares coincidencias: el árbitro se persignó, hizo la típica seña de pedido de un minuto de silencio, miró su reloj y dio un silbatazo corto y seco. Hubo un silencio casi total, y entonces…
Mi viejo empezó a conjeturar las noticias. Vomitaba su rabia contra los ingleses y cuestionaba el acatamiento excesivamente respetuoso. Me miró de reojo, tomó aire inflando el pecho y, llevando sus dos manos al borde de la boca para buscar un efecto sonoro, soltó un grito ronco, intempestivo y espasmódico:
—¡Qué van a hacer un minuto de silencio por la vieja tajuda esa!
La acústica de la cancha hizo resonar todavía más el grito. El silencio fue aún mayor, y a mí me pareció más extenso e incómodo.
Lo que no sabíamos era que, justo ese día, también había fallecido la madre de un allegado de toda la vida al club. Alguien a quien conocíamos y que, tratando de despejar su mente, estaba ese día en la cancha.

La heladera nueva, de Javier Aguilar
La mañana posterior a mi cumpleaños, había muerto electrocutado. Eso creyó mi viejo cuando mi mamá lo llamó.
Me había levantado a tomar soda, pero no había quedado ni un poquito. Cerré la puerta y vi algo: un tubo del motor de la heladera nueva todo cubierto de hielo. Me incliné, lo agarré y acerqué la boca. Fue refrescante, pero duró unos pocos segundos, porque lo que vino después… Sentía que me quemaba. Me había quedado pegado a ese tubo congelado.
Mi vieja entró a la cocina y lanzó un grito de muerte. Y en vez de desenchufar la heladera, llamó por teléfono a mi viejo:
—¡Venite a casa! ¡Javiercito está pegado!
Finalmente, mi papá, creyendo que «pegado» era «electrocutado», llegó y me agarró de la cintura. Me dio un solo tirón, uno solo… Y así dejé de formar parte de la heladera, aunque dejé pegados un pedazo de labio y de lengua.

Zapatillas, de Gustavo Camacho
El Colo se había criado solo… y con su abuela, que lo cagó a palos hasta que él se hartó y se fue a la calle. Robaba, pero solo a los forasteros que visitaban el barrio. Los vecinos lo ignoraban sin molestarlo. A veces, le hacían hacer alguna changa y le daban algo a cambio.
Aquella tarde el Colo le afanó unas zapatillas a un tipo del centro, que huyó descalzo y asustado. Por la noche tocaban los Jarama en el club social, y seguro iría la Fátima. La Fátima era la nieta de la partera que lo trajo al mundo en el ranchito del Barrio Obrero. Ese día, su madre había muerto. Y su padre murió unos meses después, atropellado tras una borrachera. El Colo quedó huérfano antes de cumplir un año. Vivía enojado.
A las ocho, se bañó en la estación de servicio. Se peinó con los dedos y con la Fátima en la cabeza. Salió temprano para ver si conseguía entrar al baile sin pagar. Quizás ayudando a estacionar se ganara algo para la entrada. De camino, paró en el kiosco de Beto, quien después de hacerle acomodar unas cajas le dio unos chicles que le alcanzarían para convidar a la Fátima.
A las nueve, a tres cuadras del club, unos pibes le pidieron cigarrillos. No fumaba. Lo rodearon y le exigieron las zapatillas que había robado. El Colo, curtido, los desafió. Los tres sacaron sus navajas en simultáneo. Nueve puñaladas después, lo dejaron debajo de una camioneta, descalzo. El Colo tenía trece o catorce años. ¿Cuántos más podría o merecía tener?
Lo extrañé mucho. Aunque ya no tuve que disputarle el hall de entrada del Banco Provincia, cada noche, para dormir.
La Fátima nunca supo. La noticia corrió por el barrio, pero ella quedó ajena a la vida y, por ende, a la muerte del Colo.

El viejo y nuestra guerra, de Ignacio Sandiano
La semana pasada se cumplieron veinte años de mi llegada a Alemania, y yo, como desde el primer día, con mil fantasmas en la cabeza. Incrédulo de que hubiese pasado tanto tiempo, pero conforme: estudios, pareja, hijas, trabajo, estabilidad. Con la sensación de haber cumplido.
Ayer escuché un estruendo y salí de mi casa. Me cagué todo. En este pueblito no es normal escuchar ruidos. Me acerqué y vi a un viejo borracho arrastrándose por el piso. Estaba ensangrentado, todo sucio. Se había caído de la bicicleta y trataba de juntar sus cosas. Vodka, vidrios, sangre, salchichas alemanas… Un asco.
—Nada de ambulancias —me saludó el viejo.
No tenía seguro médico, ni familia ni ganas de discutir. Quería volver a casa, nada más. Pero estaba hecho mierda. El pie le colgaba, le salía sangre por el oído y no podía respirar. No sé por qué actué así, pero le hice caso. Sentí que tenía que acompañarlo, en lugar de discutir o querer convencerlo.
De pronto me cayó la ficha: el viejo se iba a morir. Con un brazo lo levanté de la cintura, con el otro empujaba la bicicleta, y así, abrazados, cruzamos un bosquecito. Yo callado, él vomitando sus penas. Me contó que vino joven desde Serbia, escapando de la guerra. Trabajó, formó una familia, se separó y terminó quedándose solo. Estaba sin aire, el viejo.
Llegamos y lo cargué para subir las escaleras. Lo senté en una silla.
—¿Qué pasó? —le pregunté. Pero ni yo sabía bien a qué me refería.
—No sé —dijo—, cambié la guerra por una que va por dentro. Hice todo mal.
—¿Todo? —Mi pregunta fue medio retórica.
Me clavó la mirada:
—No todo… Los primeros veinte años fueron hermosos. Después, algo se rompió.
Dijo eso y cerró los ojos. Pero yo siento que me sigue mirando.

Huevo duro, de Gonzalo Ifrán
No recuerdo cuándo pasó. En ese entonces, no tenía más preocupaciones que aprobar las materias para volver a mi San Andrés de Giles. Porque, más allá de los sueños de periodista, en el fondo siempre supe que no sería capaz de estar muy lejos de mis afectos.
No era el primer año en la gran ciudad, pero sí el primero en el que me encontraba solo en un monoambiente. Me las tenía que arreglar como fuera, incluso para morfar, siendo un verdadero inútil en la cocina. Intenté comer afuera cada día, pero la economía no acompañaba. Carola, mi vieja, preocupada por mi subsistencia, me enseñó un clásico: arroz con huevos y salchichas. Sin embargo, las cosas no fueron como esperaba. Los huevos no se hacían. Probé con huevos blancos, pensando que los de color eran para freír, pero nada.
Después de varios fracasos, se lo confesé a Guillermina, mi mejor amiga. Ella, muy amable, me llamó para que cocináramos a la distancia. Hicimos todo otra vez, y fue entonces cuando descubrí que los huevos duros se pelan.

Abrazadores seriales, de Julieta Mafferra
Hay personas que no sueltan el abrazo a tiempo y abren un limbo temporal entre la emoción y el secuestro. Generalmente, se tolera en silencio, no hay reacción; solo quietud y entrega a la voluntad de ese otro que pone en jaque las leyes no escritas del contacto humano. Se estima que un abrazo promedio dura de tres a cuatro segundos. Cuando el abrazo excede este tiempo, necesitamos tomar medidas. Primero, hay que tratar de reacomodar el cuerpo y alejarse con suavidad. En caso de que esto no funcione, se puede dar un codazo amistoso para romper el contacto. Si persiste, conviene emitir una tos falsa o un estornudo para generar una excusa de separación. Si nada de esto funciona, serán necesarios algunos movimientos de deslizamiento para lograr la fuga completa.
Después de sufrir incontables secuestros afectivos, llegué a la conclusión de que hay veces en las que las personas demoran el abrazo porque tienen miedo de que el mundo los suelte a ellos primero. Lo descubrí cuando mi papá me empezó a abrazar un poco más de la cuenta. Al principio, yo hacía la maniobra de escape clásica: inclinación del torso y liberación. Pero un día me quedé, y sentí que sus brazos trataban de memorizar algo. Y ahí entendí que hay abrazos que no se miden por su duración. Que algunos se demoran por miedo a la despedida. Y que, con el tiempo, se abraza más lento porque no se sabe cuándo va a ser la última vez.
Esa vez no lo solté. Y nunca me arrepentí.

Solo la puntita, de Mariano Ovejero
Antes de morir, mi abuelo me regaló una corbata azul con caballitos amarillos. «Te traerá suerte en los finales», me aseguró. Y tuvo razón, con ella me volví imbatible.
En la Facultad de Abogacía hay una tradición: cuando te recibís, te cortan en dos la corbata. Yo no quería ese destino para la mía, tan especial. Y por eso fui a rendir mi última materia con otra. Por suerte, aprobé. Pero lejos estaba de imaginar lo que pasaría tiempo después.
Es mi primer trabajo. Entra a la oficina un viejito a quien yo no conozco, pero mis compañeras sí. Es un mago llamado Piuman. Ellas le dicen que haga un truco. El tipo acepta, les pide una tijera y, a mí, la corbata. Sí. Justo la azul con caballitos amarillos. Todas se dan vuelta y me miran. Yo se la doy. Él agarra la corbata, juega con ella. La extiende y le dice a una de las chicas que la corte por la mitad. El ruido de la tijera casi me hace llorar. Entonces Piuman se acerca y me pregunta:
—¿Cree usted en la magia?
Yo quiero matarlo. Pero en ese momento se me representa la cara de mi abuelo, su sonrisa. Y respondo que sí. Dejándome guiar, cierro los ojos, repito tres veces «abracadabra» y soplo. Cuando vuelvo a abrirlos, la corbata está intacta.
Mientras todas aplauden, Piuman me susurra:
—Tome, doctor, se la devuelvo. Pero esta puntita va para mi colección —aclara, escondiéndola en su bolsillo.
Así aprendí que la magia y el amor pueden gambetear al destino, aunque nos quede una cicatriz de recuerdo.
Biografías
La Escuela de Narrativa Orsai nació en enero de 2025 en las modalidades presencial (en el Espacio Orsai del Paseo La Plaza, Buenos Aires) y virtual, a cargo de Hernán Casciari y con un taller para mejorar historias que contó con 750 alumnos en su primera edición. Esa inmensa cantidad de participantes se autoevaluó y decidió que las veinticinco mejores historias fueran las que presentamos en las últimas páginas de esta edición. Los autores, por orden de aparición, son los que siguen: Pablo Vasco (Mar del Plata, 1968), comediante y periodista. Augusto Cressatti (General Roca, Río Negro, 1988), publicista. Melisa Laura Rapoport (Buenos Aires, 1991), licenciada en Psicología. Emiliano Carenzo (Mar del Plata, 1976), abogado. Agustina Cotarelo (Buenos Aires, 2000), escritora y diseñadora. Alejandro David Danieli (Casilda, Santa Fe, 1981), ingeniero civil. Carlos Carnevale (Villa Regina, 1978), abogado. Natalia Trouvé (Tucumán, 1979), poeta, diseñadora gráfica y cantautora. Charly «Flaco» Fernández (Mendoza, 1978), químico. Luis Climenti (Luis Guillón, 1980), periodista. Macarena Manavella (Morteros, Córdoba, 1993), comunicadora social. Diego C. Ponce (La Falda, Córdoba, 1982), ceramista. Ignacio Cagliero (Sastre, Santa Fe, 1993), periodista. Paola Quevedo Castillo (Bogotá, 1995), empleada. Henry Andino (San Salvador, El Salvador, 1972), analista de sistemas. Inti Acevedo (Santiago de Chile, 1972), ingeniero en informática. Agustín Aiassa (Córdoba, 1995), redactor publicitario. Claudia Chaparro (Sauce Montrul, 1971), empleada y filósofa. Juan José Vázquez (Choele Choel, 1978), ingeniero electricista. Javier Alejandro Aguilar (San Miguel de Tucumán, 1977), escritor. Gustavo Camacho (Bernal, 1966), empleado. Ignacio Sandiano (Rosario, 1984), mago. Gonzalo Ifrán (San Andrés de Giles, 1989), periodista. Julieta Mafferra (Mendoza, 1981), licenciada en Comunicación. Mariano Ovejero (Salta, 1973), abogado, profesor y actor. Los alumnos ganadores, aparte de festejar, cobraron honorarios proporcionales por la publicación de estas historias breves y, además, recibieron el original de Matías Tolsà que corresponde a la ilustración de su cuento. Quienes quieran participar de la Escuela Orsai, tanto en modalidad presencial cuanto virtual, pueden darse una vuelta por escuela.orsai.org. ¡Los esperamos!