No sé como lo hará el resto de la gente, pero yo necesito muy a menudo desconectar, irme, desaparecer un poco, hacer algo que me impida pensar en círculos, en la crisis, en el dinero, en ese futuro poblado de oscuros nubarrones que todos se empeñan en pronosticar. Como decía Manolo García, necesito tomarme vacaciones de mí mismo. La tarea no es nada fácil y los aliados son más bien escasos. Aquí es cuando entra en escena mi perro Mèl. Él es mi excusa, mi escudero, mi fiel y silencioso amigo que me mira dos veces al día como preguntando ¿vamos? No hace falta que le diga nada. Solo con coger las llaves de casa empieza a dar saltos de alegría. Mèl es un setter irlandés noble, trota en lugar de andar, luce un pelo largo rojizo y genera siempre la misma pregunta entre los transeúntes a su paso: “¿De qué raza es?”. “Es un setter irlandés”. Luego vienen palabras bonitas como “es precioso” o “nunca había visto un perro tan elegante”. Y un buen intercambio de información a menudo prescindible. “Yo tenía un Beagle. Son muy nerviosos, muy difíciles y se escapan todo el rato.”. “Claro…” Los paseantes de perros acaban conociéndose todos, tarde o temprano. Puede que queden mañana a la misma hora, y entonces se crean curiosos vínculos de amistad superficial que, sin embargo, son ideales para las confidencias a la luz de las farolas. Mientras tanto, los animales mueven sus colas y esprintan a poca distancia. Existen estudios que indican lo mucho que se liga sacando el perro a pasear (en Argentina, lo mucho que se levanta). Hay estudios que nos confirman lo solos que estamos y las escasas ocasiones que tenemos para socializar en cuerpo presente. Mèl no se entera de todo esto. Incluso parece que le trae sin cuidado todo lo que digamos o dejemos de decir. Él ha salido a corretear, a oler traseros ajenos, a traerme palos para que se los lance millones de veces… Él trabaja de eso, es decir de nada. No conoce ni conocerá el concepto del trabajo tal como nosotros lo hemos inventado. Tampoco se pierde gran cosa. El concepto del trabajo se hunde en los abismos de nuestro confuso origen como raza y sigue sin estar muy clara su autoría. Estaría muy bien ponerle cara, nombre y apellidos al lumbreras que tuvo la genial idea de trabajar. La Biblia quiso quedarse con la propiedad intelectual y lo hizo. Y lo empeoró, reforzándolo con un tono de maldición y amenaza en sus escrituras, para que lo recordáramos grabado a fuego para siempre. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente.” ¡Hay que ver la mala ostia! ¡Qué manera más abrupta de disolver el paraíso! Con lo bien que estábamos en ese resort primigenio, rodeados de naturaleza, alimentos, agua, preocupándonos tan solo de no hacer caso a las serpientes que hablaran. Pero tuvimos que cagarla. Porque, claro, Dios no dijo: “mira tú, ves tirando, no te metas en líos y por si acaso trabaja un poco, más que nada por no estropearte con tanto hedonismo. Pero, vamos, que tampoco te mates demasiado trabajando, ya que al final la pasta la tienen los de siempre y no sirve de nada ser el más rico del cementerio”.
Eso hubiera estado bien, lo hubiéramos entendido en lugar de abocarnos a una eternidad de sudores y de pan duro como único futuro posible. Una vida condenada a los despertadores y a los jefes estúpidos. A trenes repletos envasados al vacío existencial, a los atascos, al concepto “hora punta”, que es una lanza traidora que se nos clava en el costado de la felicidad. Si tienes mucho trabajo te quejas, y si te atrapa la zarpa del paro también. ¡Maldito trabajo, lo cojas por donde lo cojas! Por eso, y por mucho más, admiro
mucho a mi perro. Creo que a veces incluso me siento algo celoso de su estilo de vida basado en dormir, correr, comer y cagar. Esos son los pilares sobre los que se basa su existencia, su día a día. No tiene objetivos, desconoce la medición del tiempo y, según se ha sabido, eso le permite ser más feliz, porque no tiene añoranza ni sentimientos encontrados. No puede amar y odiar a la vez, de manera que se ahorra los farragosos debates internos con los que nos fustigamos las personas. Un perro te quiere y te sigue a todos lados o te evita sin contemplaciones porque no le caes bien. Así de fácil. Blanco o negro. ¡Qué buena salud mental!
Un perro no sabe, por ejemplo, el tiempo que ha estado solo durante tu ausencia. No lleva un reloj de muñeca atado a su pata, y si lo llevara —hay complementos caninos delirantes— no sabría interpretarlo. Tú, en cambio, crees que sí, que identifica y sufre la soledad como un poeta atormentado mirando por la ventana en un día lluvioso. Por eso estás en una cena aparentando comodidad, pero en realidad piensas en el pobre perro que está solo en una casa vacía y a oscuras. Quizás inventes una excusa como que mañana madrugas para poder irte antes, pobre perro ¿Pobre? Estás equivocado como casi siempre. Tu perro, ajeno a tus elucubraciones, estará tumbado sobre el mejor sofá de la casa todo lo largo que es y, si se trata de un ejemplar pequeñito y nervioso, quizás esté destrozando tus altavoces, mordiendo la espuma y esparciendo micropartículas esponjosas por toda la casa. Eso le pasó a un amigo mío y me lo contó con lágrimas en los ojos. Nunca supe si eran lágrimas de pena o de alegría. El caso es que cuando llegues a tu domicilio, él estará muy contento al verte de nuevo y no entenderá la bronca que le pegas, porque no se acordará de lo que ha hecho ni del tiempo invertido en la masacre. No tiene conciencia del pasado, solo vive el presente. ¿Entienden ahora lo de envidiar a los perros? Ellos lo intuyen, así que cuando te pones a su altura y juegas a cuatro patas tirándote por el suelo, quizá piensen con un cierto desdén: “Mira, un humano que está dejando de serlo. Vas bien chico, vas bien. Le pones ganas…”.
Pero abandonar nuestra condición no es fácil, por no decir que es imposible. Hay demasiada gente pendiente de nosotros. Demasiadas normas, todo eso que hemos venido a llamar convivencia, urbanidad, buenos modales o educación. En virtud de esos protocolos heredados y absurdos, nosotros sabemos que hay que ir al baño para hacer nuestras necesidades. Y luego tirar de la cadena. No podemos mostrarle nuestros dientes o gruñir a las visitas inesperadas. Ese tipo de gente que dice no haber llamado antes porque no tenía previsto pasar. No quedaría bien morderles los bajos de los pantalones si es que no han captado lo de que no son bienvenidos. No podemos alzar la pierna y orinar sobre el coche nuevo de nuestro odioso vecino cuando nos explica lo caro que es y cuánta potencia tiene. No podemos tirarnos al suelo, en ese rincón especialmente fresco de la casa, por el mero hecho de estar a gusto, obligando a todo el mundo a pasar por encima nuestro con sumo cuidado. No podemos hurgar en la ropa sucia y salir corriendo con unas bragas en nuestra boca provocando la histeria a nuestro alrededor. No está bien que escondamos la comida que nos sobra en el jardín para cuando tengamos un poco más de hambre. Si vamos por la calle y nuestra esposa nos llama, no podemos mirarla y echar a correr en dirección contraria porque hemos detectado otra hembra un poco más lejos. Todo eso no podemos hacerlo. Bueno, podríamos hacerlo, pero lo más seguro es que vendrían a buscarnos unos hombres vestidos con bata blanca y nos pondrían una camisa muy incómoda. También nos administrarían unos sedantes, nos trasladarían a un centro especializado y un señor muy serio nos preguntaría si hemos estado trabajando demasiado últimamente. De nada serviría que pusiéramos a nuestro perro como ejemplo, que gritáramos desnudos que queremos ser como él y que somos libres. No se engañen. No somos libres. Ellos sí lo son. Como dice mi amigo, el cómico Godoy, su perro es muy listo y muy libre. “Tú le dices, ¿vienes o no vienes? y él, viene o no viene.” Ellos deciden en cada momento lo que quieren hacer.
Le tengo dicho a Mèl que no quiero que suba a nuestra cama. No quiero que llene de barro y de pelos la colcha, pero este es un tema en el que no hemos llegado a un acuerdo. Lo sigue haciendo como el primer día y no veo un atisbo de remordimiento en su cara. Su cara es impasible, como de noble arruinado que mantiene su porte ajeno a todo. Muy serio. Yo diría que se parece a David Niven y, por descontado, no es español. Es de un país extranjero, donde todos van desnudos, no hablan ningún idioma, ni tienen ídolos, ni banderas, ni gobierno, ni impuestos. Mi perro viene del paraíso.