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Videodrome

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Recuperamos una de las secciones más emblemáticas del célebre blog de Nacho Vigalondo, tristemente clausurado por el diario El País. El director de cine nos relata, minuciosamente, las mejores escenas de sus películas favoritas.

A qué llamamos misterio dentro de una película? Está, por supuesto, el misterio dentro de la propia trama, el que agita a los personajes, ya sea un caso a resolver o un enigma sin fin. También podríamos pensar en el misterio exclusivo para el espectador. Hablo de interrogantes explícitos como el resplandor en el maletín de Pulp Fiction (Quentin Tarantino) o el zumbido en la cajita de Belle de Jour (Luis Buñuel). Son enigmas tan estridentes que nos vemos obligados a hacernos la pregunta.

Otros misterios para el espectador son opcionales, como sucede cuando un elemento en pantalla conlleva una naturaleza simbólica que se nos escapa. ¿O acaso no son un misterio en sí mismas las avellanas de L’argent (Robert Bressón), las bellotas de Anticristo (Lars Von Trier) o el camión de basura en mitad de la noche que cierra Once upon a Time in América (Sergio Leone)?

En todas las modalidades de enigma cinematográfico que hemos planteado hasta ahora hay un denominador común: la voluntad del autor. En todos esos casos el interrogante ha sido diseñado por alguien que, en algunas ocasiones, también ha concebido una respuesta.

Pero vamos a dar un paso más allá, ataquemos la modalidad más extraña de misterio que jamás podamos encontrar en una película, aquella cuyo interrogante es tan grande que abarca la propia autoría del misterio. Tan grande que nos cuesta enfocar la pregunta.

Recordemos Videodrome, la genial película que, en el mismo año que Blade Runner, demostró que para vislumbrar el futuro no era necesario imaginar sombrías ciudades superpobladas. Bastaba con plantar una fila de mendigos en una calle de Toronto haciendo cola para recibir un chute de rayos catódicos (y quien dice rayos catódicos, dice wi-fi).

En el relato de las desventuras de Max Renn (James Woods) el impacto de algunas imágenes es tan intenso que difumina el recuerdo de la trama. Esto no tiene por qué ser un defecto. De hecho ayuda a que la revisión sea mucho más viva que la de las películas que nos sabemos de memoria. Uno recuerda con fuerza instantes tan poderosos como el televisor que respira, el estómago-vagina, la pistola de tripas, el brazo masticado con forma de cabezal magnético, el horripilante número musical que anuncia ¡una nueva línea de gafas graduadas! Y mientras disfrutamos cómo la película desgrana todos esos momentos, como en un recuento de cromos, nos volvemos a asombrar con una trama que empieza como un relato de espionaje industrial y conspiraciones sadomasoquistas y, aunque deriva en una pesadilla subjetiva que, como Arrebato (Iván Zulueta), acaba pegándose un tiro a sí misma, nunca deja de perder la firmeza de un engranaje en el que todas las piezas parecen tener una función imprescindible.

Pero vayamos a la primera imagen, en el minuto cincuenta y cuatro.

Imagen 1

Max Renn, tras un visionado intensivo de Videodrome, un programa de televisión donde se practica una extraña modalidad de pornografía snuff, sufre un redoble de alucinaciones. Llega al punto de no saber a ciencia cierta si en su propia cama yace el cadáver estrangulado de una compañera de trabajo. Aterrado, llama por teléfono a su amigo Harlan (Peter Dvorsky), el técnico que descubrió por casualidad el canal que emite Videodrome y que ha grabado los programas para él.

Harlan acude, en mitad de la noche. Mira bajo las sábanas y tranquiliza a Max. Allí no hay ningún cuerpo. Max, lejos de tranquilizarse, se desespera por comprobar cuanto antes si el origen de sus delirios está en el influjo de Videodrome.

—¿Grabaste más Videodrome anoche? — exclama Max.

—Sí, si hubo transmisión.

—Te veo en el laboratorio dentro de una hora.

—Si ni siquiera son las siete…

Max insiste en chequear cuanto antes las últimas emisiones de Videodrome, y le promete a Harlan que después le dará explicaciones. Abre la puerta de su piso y se dispone a despedirle.

—¿Quieres un café? —Max se interrumpe—. No, mejor nos vemos dentro de una hora.

Max se queda solo y nos podemos hacer la primera pregunta. ¿Por qué esa insistencia en citarse con su amigo en un lapso de tiempo tan corto, en vez de ir juntos al laboratorio? La sospecha inmediata es que Max necesita separarse de su amigo por alguna razón. ¿Necesita reflexionar? ¿Contarle a alguien más los últimos acontecimientos? ¿Quiere mirar debajo de las sábanas una vez más?

Imagen 2

La siguiente secuencia (pasemos a la imagen número dos) nos muestra a Max caminando, vestido, por una calle. Ya es de día.

Un rótulo en el edificio nos confirma que se trata de las oficinas de la emisora donde trabaja. Max entra por la puerta principal.

Max atraviesa un descansillo y baja por unas escaleras, como se observa en la tercera imagen.

Imagen 3

El edificio está vacío en ese momento.

Max alcanza un piso inferior, atraviesa un pasillo estrecho y lóbrego. En la imagen número cuatro lo vemos llegar a una puerta.

Imagen 4

Llama y espera. Desde dentro, quien abre es…

¡Harlan! Tal y como lo prueba la imagen número cinco.

Imagen 5

Resulta que toda la caminata a la que hemos asistido, que ha durado un total de treinta segundos, tenía como destino el encuentro acordado con el otro personaje (que intuimos que ha llegado allí casi a la vez). Parece que Max no tenía ningún motivo para separarse de Harlan. O no lo hay, o no nos lo han contado.

Cuando escribimos un guion, debemos tener muy claro que cada acontecimiento en la narración está guiado por dos impulsos que conviene tener muy definidos, porque tienen que satisfacerse por separado. Unos son los más evidentes, los que aluden a la lógica del relato que percibe el espectador, son los «por qué». Ya sabemos, el héroe esquiva la bala porque tiene unos reflejos excepcionales. Los otros son los que remiten a la trastienda del guion, a las necesidades conscientes del autor, mejor cuanto más invisibles para el espectador. Son los «para». El héroe esquiva la bala para que no se nos acabe la película antes de tiempo.

Si seguimos viendo un poco más la secuencia del laboratorio asistimos a uno de los cientos giros sorpresa de esta película. Harlan le confiesa a Max que desde un principio le ha estado engañando. Videodrome no era una señal descubierta al azar, lo que le ha estado proporcionando son cintas diseñadas con la intención específica de alterar su mente, su percepción de la realidad. Todo ha sido orquestado en la sombra por un estrambótico líder carismático llamado Barry Convex (Leslie Carlson), que (como lo muestra la imagen número seis) ¡hace acto de presencia!

Imagen 6

Ya podemos adivinar el «para» detrás de la extraña bifurcación de caminos de Max y Harlan. El Cronemberg guionista necesitaba separar a los personajes, justificar que Harlan se pusiese en contacto con Barry y ambos acordasen la confesión del engaño, y la aparición sorpresa.

Pero un «para» nunca justifica un «por qué». Todavía no tenemos la más mínima idea de por qué Max insiste en quedarse solo en su apartamento y acudir solo a la oficina. Una sospecha lógica sería pensar que quizás nos encontremos ante una secuencia recortada en el montaje definitivo. No sería la primera vez que una secuencia eliminada deja rastros en las que sobreviven. Hasta donde he podido escarbar, ninguna de las numerosas secuencias eliminadas de Videodrome cubre ningún hueco en este punto.

En cualquier caso… Si aquí ha habido un corte… ¿Qué sentido tiene mantener los treinta segundos de caminata en el montaje? ¿Treinta segundos sin información añadida, sin tensión dramática de ningún tipo? Ojo, Dios me libre de criticar los tiempos muertos en un largometraje, un recurso que muchos directores han llevado a la máxima exquisitez. Cronemberg ha sabido mantener la solemnidad de las formas hasta en sus películas más disparatadas, sin ir más lejos. Pero rara vez hemos visto secuencias superfluas en películas pertenecientes a esta etapa de su carrera como The Dead Zone o The Fly. En cualquier caso, no hace falta revisar la carrera de Cronemberg, estos treinta segundos de paseo no son una anomalía violenta en la película (la he visto en muchas ocasiones sin detectarla) pero es un extrañísimo abandono de la lógica narrativa más elemental que no cuadra con el resto.

Otro punto que aumenta la intriga. Si bien los escenarios que limitan este segmento de la película, o sea, el apartamento de Max y el laboratorio de Harlan, son espacios recurrentes durante todo el metraje, los espacios que Max ha atravesado en su deambular o aparecen en esta única ocasión (la calle, las escaleras, el pasillo inferior) o se repiten en otro momento con una iluminación distinta (el descansillo). En otras palabras, estamos ante secuencias que han conllevado un trabajo exclusivo de desplazamiento del equipo de rodaje, de dirección de arte, de fotografía. Han supuesto una inversión en tiempo y dinero que hace aún más extraña su naturaleza. ¿Por qué molestarse en filmar cómo un personaje traza un recorrido durante medio minuto para encontrarse con el tipo con el que se acaba de despedir?

¿Estaban estas secuencias ya escritas en el guion? Puede ser, pero, sobre el papel, los minutos sin utilidad alguna son más fáciles de detectar. ¿Fueron una decisión tomada durante el rodaje?

¿Estamos ante un error, un accidente, un acto de pereza, una imposición, un capricho?

Estamos ante un misterio.

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