A veces tengo la inquietante consciencia de que mi vida y, por tanto, mi escritura son producto de la imaginación afiebrada de un maricón chileno. Y de que he seguido el guion al pie de la letra y llevado al límite fantasías ajenas que creía —y finalmente hice— absolutamente mías. De lo que estoy aún más segura es de que hubiera detestado que parte de mis parafilias y hábitos literarios y sexuales fueran responsabilidad de un hombre chileno a secas. Por suerte no. Las historias de José Donoso y, más tarde, las de Pedro Lemebel fueron mis lecturas disidentes fundacionales, primero las del clóset y luego las del carnaval marica, las que ardieron dentro de mí hasta que yo también logré sacar las mías.
No sé de dónde salió mi ejemplar de La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria. Solo sé que los libros de cubierta negra como los de la Biblioteca Breve de Seix Barral siempre me parecieron sospechosos y, por tanto, magnéticos, aunque fueran tan literalmente breves como este. Lo sospechoso en este iba desde el largo título hasta el texto de la contratapa, en el que se anunciaba, más o menos, como una novelita menor de género erótico «y galante», escrita magistralmente por uno de esos señores más que sospechosos del boom latinoamericano. Todo el mundo sabe que solo se puede escribir literatura cien por ciento erótica, es decir, escrita para calentar, desde nuestras oscuras oficinas en el clóset. Por eso Lemebel, que escribía desde la calle, no escribía literatura erótica, sino otra cosa. Pero Donoso sí.
Yo tendría unos catorce o quince años cuando la leí por primera vez. La leería muchas veces más; incontables en el caso de mis partes favoritas, por ejemplo aquella en que Mamerto Sosa, el notario asalariado de la marquesita, con su «aroma a vejestorio» y su «pequeño cuerno indomable», se queda repentinamente quieto, «como si quisiera prolongar todo esto llevándoselo a la eternidad», es decir, muere en pleno sexo después de «apretarlo ella con un orgasmo corto y violento». Ay, el momento en que Mamerto iba «cayendo lento como un leve camisón vacío y sin forma». Sé que todas las escenas sexuales que he escrito en mi vida salieron de esa escena.
Ahora que escribo esto, tengo el mismo volumen de mi adolescencia en las manos, ajado por el uso, su piel negra estriada por la humedad, con las páginas teñidas de sepia por el polvo y el olvido. Son pocos los libros en la historia de una vida con los que una tiene una auténtica relación de amancebamiento, como con un marido o un amante, o dos, o tres, o cuatro. Así es la marquesita para mi biblioteca. Diría que hasta huele a mí. Fue mi libro prohibido y mi lectura secreta. Acudía a él cuando me quedaba sola, de inmediato venía a mi cabeza al oír que todos salían por la puerta, y si no se iban conseguía encerrarme con Donoso en el baño de la casa de mi familia. ¿Soy de la última generación que se masturbó con libros? Quizá, pero no soy una nostálgica, no tengo dudas de que hay gente que hoy se masturba con un posteo. La lectura sigue siendo erotizable.
Puedo reconocer hoy en esta relectura las partes que más me hicieron vibrar, en las que me detuve para recorrer compulsivamente una y otra vez las mismas líneas. Cada vez más rápido, cada vez más urgida, haciendo equilibrismo entre la cultura y el placer, con una mano dentro de mí y otra dentro del libro, hasta acabar. Pero el libro sí era inacabable. Debía pasarle papel higiénico después de leerlo y no eran precisamente lágrimas lo que le secaba. No era rosa por fuera ni por dentro ni llevaba un dibujo delator en la cubierta, como los libros de La Sonrisa Vertical. No era orgulloso ni descarado. No era performático ni presumido. Este era un libro de fachada discreta, para las niñas adolescentes que aún habitábamos todos los clósets de la casa y éramos felices ahí, solo ahí. Podría haberse confundido con una lectura juvenil. Me daba gusto pensar que nadie más conocía mi secreto, que mientras mi madre leía por primera vez feminismo y mi padre por enésima vez a Marx, yo estaba cultivando un nuevo género que me auguraba un futuro no tanto en la autoficción como en el autoplacer.
Hace unos años nos pidieron a un grupo de escritores que eligiéramos cinco objetos para formar una especie de museo personal en una maleta y mostrarlo en una gran exposición que itineraría por varias ferias del libro. Junto a, entre otros objetos entrañables, los lentes destrozados para ver de mi padre muerto y una foto de mi madre niña con una escopeta, escogí mi ejemplar de la marquesita.
La «obrita» (siempre la han tratado así, en diminutivo, qué poco la conocen) se encuentra por sobrados méritos en mi top five porque antes de que el patriarcado creara este delay entre Anaïs Nin, Marguerite Duras y yo, antes de descubrir el porno y el posporno, antes de Paul Preciado, mucho antes de hacer mis pininos escribiendo el horóscopo sexual para una revista española de tipos guarros, antes de las columnas, los textos y los libros sobre el cuerpo y el deseo que me dieron de comer, acometí el sexo conmigo misma —lo digo así y siento impregnarse mi verbo del flow erótico donosiano— de la manera más culta posible: tocándome mientras leía las aventuras de este insaciable personaje. Para mí, la marquesita fue mi primer porno, mi primer dildo y mi primer amor.
José Donoso la publicó en 1980, en uno de sus tantos exilios, entre idas y vueltas de Chile. Ya había retratado a su propia clase social en Coronación y había demostrado no quién era, pero al menos sí qué era capaz de hacer en El lugar sin límites, de la que Ripstein hizo una película. Y hacía una década que ya era el mejor escritor chileno y uno de los mejores del canon occidental por haber escrito El obsceno pájaro de la noche. Ya estaba casado, había adoptado a una niña española y participaba en cenas de pareja en Barcelona con las otras parejas del boom cuyas mujeres debían tragarse horas de conversaciones entre ellos riéndoles las gracias. Entonces todos ellos se sentían omnipotentes e inmortales, capaces de incursionar con igual destreza en la novela total y en el cuento, en Santiago, en Lima y en París, en el Premio Nobel y en el clochardismo, en la dramaturgia y en la política, en los cargos públicos y en la novelita erótica. Maestros de todo, se propusieron escribir gran literatura con erotismo, y no gran literatura erótica, que, según declaró alguna vez Vargas Llosa, es algo que no existe. Pero claro que existe, aunque no a todos les salía bien. Sin ánimo de hacer jerarquías —algo tan del siglo veinte— y rompiendo una lanza por la posible grandeza de la literatura de género, creo que ni la Memoria de mis putas tristes ni las Travesuras de la niña mala, sino las mucho menos conocidas transgresiones de la marquesita de Loria pueden ser hoy consideradas gran literatura erótica. Como siempre, salimos de la tradición para ejecutar una traición. Nos preparamos para excitarnos desde el título y guardar celosamente el secreto, como ante toda historia prometida como libertina, con sus más entrañables clichés y predecibles ingredientes, como el misterio, la fatalidad o el juego de la seducción. Pero solo para acabar enredados en otro plano de realidad mucho más donosiano que excitatorio, fantasmagórico y audaz, muy lejos de la serie rosa.
En su trance de convertirse en una europea cabal, Blanca, una joven de origen nicaragüense, hija de diplomáticos latinoamericanos de paso por Madrid, contrae matrimonio con el joven marqués de Loria; pero la repentina muerte de Paquito a causa de una pulmonía hará de ella una casi automática y providencial viuda. Como en otras obras del género, tenemos la premisa de una joven y atractiva mujer que a la muerte del marido se ve presa de un inusitado apetito y un ánimo iconoclasta, como de revolución permanente.
Donoso también la presenta como una mujer de piel blanca porque blanco ha sido el deseo canónico y blanco el cuerpo normativo, aunque son constantes las alusiones a su estatus migratorio y a su diferencia cultural, a su preocupación por el patrimonio frente al derroche y el dispendio europeo. La mirada que lanza la marquesita es una mirada de sur a norte, con esa picardía y tierna mofa con que miran los de abajo a los de arriba.
Aunque la novela posee una estructura —digamos— clásica, el tour de force de Blanca es mucho más complejo que el de cualquier relato del Decamerón y más cercano a las imaginerías del marqués de Sade. Para empezar, no hay nada que sepamos de la marquesita que no pase por el filtro del humor, la sátira e incluso la ridiculización. También ese es un rasgo de la literatura erótica canónica y de la literatura de clóset: contar las cosas como si no fuera en serio, esconderse detrás de las cortinas de la sorna y el lenguaje amanerado. Pero Donoso consigue ironizar la propia retórica del texto excitatorio. No descuida ni un segundo su corrosiva crítica a las élites, de ahí que el chiste sea aún más duradero. Todavía me estoy riendo. Llevo treinta años riéndome. Y de ahí que dicha socarronería se torne a veces amarga y pensativa, como en las Tres novelitas burguesas o en el propio El obsceno pájaro… El autor chileno hará pasar a la marquesita por una fiesta infinita de deseos y experimentación, y en ese recorrido erótico-tanático su personaje arrasará cuerpos, pudores, normas, géneros, binarismos y especismos. Desde su temprana obsesión por el miembro prominente pero poco espabilado de su imberbe esposo, pasando por los diversos raptos místicos consigo misma y en los sucesivos rituales perversos de consumo de cuerpos, del más honorable al más crápula, del más efebo al más decrépito, hasta su encuentro transpersonal con un perro violador «que parecía ofrecerle algo más», la marquesita nos revelará una búsqueda no del qué sino del quién, no solo del ellxs, sino también del yo, no solo del cuerpo, sino del ser. Hasta el memorable giro final de la desaparición que descoloca, desgeneriza y, en definitiva, hace saltar al libro de la casilla de la gran, enorme novelita de género hacia un territorio mucho menos definido pero trascendente.
¿A quién busca por los tramposos senderos del deseo nuestra querida marquesita? ¿Es a ella misma, como dice el refrán? Pero ¿esa ella es la que ven los demás, o la que se refleja escurridiza en el espejo, la que se rapa para ser por fin ella? ¿Es de verdad una mujer? ¿Es un cuerpo, o son todos los cuerpos? ¿Es de carne y hueso, o es —no desde el final, sino desde el comienzo— un fantasma que sale de algún umbral inenarrable de nuestra avidez para volver a disolverse en una espesura sin retorno? ¿Es el delicioso objeto ficcional del deseo y el continente de todas las fantasías de un hombre, o de toda la humanidad e, incluso, de todos los seres vivos sobre la tierra?
Me imagino a José Donoso creando a la marquesita como el director de cine español Pedro Almodóvar creó a sus decenas de personajes femeninos, a sus chicas Almodóvar: exagerándolas, llevándolas al límite, convirtiéndolas en transmujeres, en metamorfosis de sus propias naturalezas muertas. Haciendo que sean las mujeres que él no pudo ser, pero soñó ser, pero amó, porque le enseñaron a soñarse: las madres, las hijas, las amantes, las amigas, las travestis manchadas de rímel, sexo de mierda y amor imposible.
Cuando, hace unos años, entrevisté a Pedro Lemebel después de que le otorgaran en vida el Premio José Donoso, le pregunté si algo estaba cambiando para que le dieran a él, «una loca descarriada», un premio que llevaba el nombre de alguien que había vivido su homosexualidad en un doloroso silencio. «No sé si Donoso vivió su homosexualidad en un doloroso silencio, como dices», me contestó Lemebel, «o fue solo comodidad de clóset». Creo que podemos permitirnos la duda. Tenía razón Pedro en que Donoso fue «un señor carroza de la burguesía que no tenía mucho en común con su martirio marica y carnavalero», pero precisamente por ello, y por contraste, sus escrituras y vidas nos hablan de las tensiones entre el arriba y el abajo, entre el adentro y el afuera, entre el silencio y el grito en la escritura de la diversidad y la disidencia en América Latina, algo que en todos los casos atañe dolor y sangre.
La marquesita de Loria es una chica Donoso. La chica que nunca fue y siempre quiso ser, o quizá sí fue y siempre será Donoso. Yo también quise ser una chica Donoso, un poco lista, un poquito boba, un poco santa, un poco puta. Pero en algún momento supe hacer mi propio personaje y lo puse en el mundo, gracias a que otros, como Donoso o Lemebel, me enseñaron a hacerlo, detrás de las puertas o delante de las iglesias. Esa es otra de las bellezas aplicadas del arte literario: enseñarnos a ser otras, a ser conscientes de que siempre somos estas, otras y algunas más. Amo a la marquesita porque puedo ser ella como puedo ser madame Bovary o Anaïs Nin y puedo no serlo, puedo ser la que fui y la otra que se desea otra. He ahí el giro de la novelita falsamente masturbatoria. La misteriosa situación de estar masturbándonos con literatura de calidad, fantástica o existencial. O su coqueteo con la muerte, con Bataille o Foucault. Y que todo esté ocurriendo en la imaginación de Donoso, abriendo sus armarios llenos de coloridos disfraces para nosotras, pero también de contradicciones sufridas, de conflictos sin solución, de miedos y angustias a flor de piel. Olvidar que un día escribió a su novia una carta contándole cómo se «conmovió hasta los huesos» de ver el amor entre dos hombres manifestándose y sintió «una envidia, una desesperación», «unas ganas de tener exactamente» lo que esos dos tenían y, al mismo tiempo, «un deseo vehemente de no ser como ellos», una «tentación terrible» que —admitía— le dolía tanto o más hacer realidad. Olvidar que a eso le llamó su «principal problema». Olvidar que confesó que no sabía de dónde venía, por qué era, qué significaba. Olvidar que le llamó «envidia homosexual» al deseo y al amor por otros como él. Como el perro de ojos limón devorándolo, Donoso pareció ver «su cuerpo albo manchado de magulladuras y cardenales, estriado de rasguños, los colmillos de la bestia claramente marcados, una especie de santa trágica, tremendista, tenebrista, una mártir horrorosa y sangrienta». Como la maricona mártir lemebeliana.
Por eso da gusto verlo así, vestido de marquesita, siendo la marquesita Donoso, probándolo todo, la homosexualidad, los tríos, los poliamores, las escatologías, el amor interespecie. Y cómo no recordar en estas imágenes a su hija Pilar escribiendo, publicando, aplaudida, liberándose del yugo paterno y muriendo a la vez. Y liberándolo también a él.
A veces tengo la inquietante consciencia de que mi vida y, por tanto, mi escritura son producto de la imaginación afiebrada de un maricón chileno. Hasta vivo en Madrid. No recordaba que la novela se sitúa en la ciudad que me acoge desde hace más de una década. Lo he recordado estos días de relectura nostálgica, he vuelto a calentarme y a pasear por las calles por las que paseó la marquesita, las zonas de Casa de Campo y Puerta de Hierro. Y he llegado hasta el Parque del Retiro y he creído ver a la marquesita al lado de su oscuro y salvaje perro de ojos pálidos, como una sola criatura mutante y despiadada, enseñándome por dónde salir de este gris laberinto.