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Cipriano

Escribe
Pedro Mairal
Nos dimos un lujazo: como en los tiempos de El gran surubí, volvimos a juntar a la dupla Mairal-González, en un poema sublime de Pedro con ilustraciones magníficas de Jorge.

El Cristo de neón que dominaba
la sala velatoria en Gualeguay.
Cada generación dice haber visto al último paisano,
al hombre auténtico.
Usted nació en el Médano, en la Punta del Monte,
un caballo tobiano lo aplastó a los once años,
tirado medio muerto al lado del camino y el caballo pastando.
Y usted pisaba los cardales descalzo, Cipriano,
es cosa de costumbre nomás.
Y cuando anduvo llevando vacas, durmiendo a campo abierto,
se despertaba hinchado por los mosquitos.
Cosas contadas cerca del mediodía ya volviendo
y no en la oscuridad antes del alba.
Temprano no se hablaba,
sonaba Landricina, la altura de los ríos, los mensajes:
atención estancia Marielina, mamá bien, operación diez puntos,
atención Las Barrancas, carneen el lechón grande,
llegamos el domingo, firma Luro.
Y le decía al gato No hay nada, Mingue, nada,
y el gato entre sus piernas, un maullido,
ponerse las Pampero,
echar los caballos en el rocío apenas había luz,
ensillar ese blanco de oreja torcida que había sido mío,
tomar mate cocido con galleta,
después salir al campo.

Usted me dejaba seguirlo a todos lados, Cipriano,
sin querer enseñarme, un viejo sin máximas, un viudo.
Las lavandas en el retrato de su difunta esposa, once hijos con ella.
Yo dormía con usted en las piezas oblicuas pegadas al galpón
porque tenía miedo a la casa grande llena de ruidos
y habitaciones huecas,
pisadas en la noche, comadrejas, fantasmas,
y esos que llaman ovnis son los soviéticos nomás,
o a veces saben llover pescados, me decía,
cae un bruto aguacero y al rato ya se ven pescados en la zanja,
mire si se le cae una ballena en la cabeza,
no caen pescados grandes, ¡mojarras! me decía.
Y esa vez cargando leña
cuando tiré viento abajo un palo de algarrobo
para cargar el carro y le pegué en la nuca
y usted dijo ¿quien fue? y yo dije fui yo
y su nuera lo curó con Espadol
y yo no quise hablar por varios días.

Estar vivo y mirar las nubes que se mueven para el norte.
Recordar cosas así,
viajar a Gualeguay para su entierro.
Yo –que no entiendo y me pregunto
y me contesto y me contradigo–
pienso en usted y entiendo algunas cosas,
pienso en usted y en mí andando juntos
y busco algo en las nubes que ve la gente viva.
¿Cómo mira el cielo un mensual viejo?
¿qué ve entre las nubes que se mueven para el norte?
Cuando paleamos una camionada de tierra en los corrales
y yo me pasé y entré casi a cavar
ahí ya estás cavando la Argentina, dijo usted,
y yo no sé quién soy
con mi cara de nadie,
yo que no sé mandar, que no quise aprender.
A usted casi lo matan en el río Luján trabajando en el puente,
otro peón golondrina, un correntino,
usted lo hizo enojar, lo apuraba en la mezcla de cemento
y alguien gritó cuidado, si no, le parte la cabeza con la pala.
Y esa vez que le quise mostrar un papelito
y casi no paró para mirar, siguió de largo
sin explicarme que no sabía leer.
Entender que hay hombres que no saben leer.

Bajo los paraísos, sombreando en el verano
después del mediodía:
Cipriano, ¿qué le pasó ahí al costado,
la cicatriz abajo de la tetilla?
Eso fue cuando peleé en la guerra, se reía.
Usted le cortó el fuelle del acordeón
a un tipo porque tocaba feo,
en esos bailes de antes,
y lo esperaron a oscuras, a traición, casi lo matan.
Su nieto me contó.
Y no volvió a tomar después de eso,
siempre mate cocido, agua de pozo, pomelo,
nunca lo vi tomar.

Cumplíamos el mismo día,
ristras de globos entre los paraísos,
y sus 71 dados vuelta hacían mis 17 sobre una misma torta,
septiembre en Entre Ríos.
Y usted incurable nómada,
abuelo golondrina,
pasando temporadas en lo de cada hijo
a veces Gualeguay o el Ibicuy
o cerca del 2° con Ricardo,
y de viejo salía hasta la ruta a esperar el colectivo
y miraba las nubes perdido como yo.

¿Cómo mira las nubes un viejo que perdió ya la memoria,
que anda buscando a uno que le debía plata hace cuarenta años,
que sale con la escopeta con percutor limado por la nuera?
¿Cómo mira las nubes un viejo que espera un colectivo que ya no pasa más?
Lo iban a buscar y usted volvía manso saludando
como recién llegando de otro lado,
no sabía dónde estaba
pero sabía que quería estar en movimiento.
Y esa vez que lo fui a ver a su casa
y usted estaba mirando caer el sol detrás del pueblo
y me vio llegar: ¿sos vos o es tu alma?
Soy yo, Cipriano, soy yo y lo que queda de mi alma,
lo que queda de algunas cosas, muchas cosas,
lo que queda conmigo del que se iba en micro y hacía dedo
y andaba en la huella entre los alambrados espantando los cuises,
al sol, el bolso al hombro,
lo que queda de mí delante de su recuerdo de pie en la puerta de su casa
a dos cuadras del río, cerca del parque,
usted ahí parado ¿qué decís, Pedro?
Yo no puedo mentir delante de su alma saludándome,
¿es usted o es su alma, Cipriano?

Los grandes me mandaron preguntarle si iba a ir,
usted se aprontaba para viajar al pueblo,
preguntale si va a ir,
y yo sabiendo ya que había quilombos,
la Wiskería Susurros, el Camaos, el Calzón Flojo,
¿va a ir Cipriano?
y usted se cansó y me miró a los ojos y me mandó callar,
no por usted sino por no hacerle el juego a los más grandes.
La vergüenza.
Ver a esos tipos duros criados a caballo lagrimeando en la casa velatoria,
jinetes de a pie llorando,
su cuerpo entre puntillas y volados y el Cristo de neón, Cipriano,
usted fue el primer muerto que yo vi de tan cerca,
el primer hombre grande analfabeto que conocí,
el único viejo que me daba su tiempo, su tiempo de provincia,
su tiempo antiguo de río lento y calmo,
y me dejaba andar al lado de su sombra
regando ese verano los arbolitos flacos
que ahora son un gran monte de álamos,
los dos con el tordillo y un barril sobre ruedas,
una lata vacía de aceite Cocinero,
dándole agua a los arbolitos flacos al sol ese verano,
usted sobre el caballo yo llenando la lata, repartiendo,
tres latas para la seca brava,
una para la sed, una para el árbol, una para la tierra.
Si usted viera los árboles ahora
dan sombra bien espesa,
como una bendición en medio del calor del mediodía,
una sombra criada por nosotros dos, Cipriano.

Su caballo anda suelto y clinudo en los potreros,
el Cordobés, un colorado escapista
que sabía sacarse el freno y el bozal y dejarlo a usted de a pie bastante lejos
cuando tendía las trampas en la laguna grande.
Viejo nutriero, bicheador, metido en el secreto del pajal,
entre el bañado, buscando, descifrando las aguas blancas,
los caminitos invisibles de los animales raros,
bichos crueles de dientes afilados,
demonios de río turbio,
o buscando miel en troncos huecos
a pesar de la alergia mortal si lo picaban,
o andando con algún bicho a los tientos,
el arreador de punta en el recado,
haciéndome las voces de animales que íbamos cruzando:
los terneros desconfiados, las lechucitas grises en los postes.
Usted sabía las voces de lo que están pensando
los animales santos, sorprendidos de pronto en la mañana.
Usted salía al campo con llovizna
y la primera vez que me vio yendo a hacia el río
me dijo: te van a comer de postre los mosquitos,
y me cortó una rama para apurar la fiaca del alazán panzón.
A veces no entendía lo que hablaba, hablaba viento abajo, como solo;
usted me dijo algo y se metió en el monte entre los árboles
y yo lo seguí con mi caballo,
vas a salir padrino del sorete, me dijo usted, Cipriano.
Usted siempre decía que el viejo mandarino del último potrero
era sembrado a culo,
alguien cagando en el siglo diecinueve entre los yuyos,
dejando la semilla sin digerir,
un viejo mandarino entre los espinillos, los chañares,
los árboles hoscos y filosos.
Y aquél experimento de clavar en el barro varas de sauce al revés
para que sea llorón,
echale bien los kilos, me decía, y ahí quedaron
las cuatro varas secas en la arcilla.
El hijo de la patrona
andando todo el día con el mensual más viejo,
con el nutriero nómade, padre del capataz,
carpiendo el camino, cortando los brotes de chañar entre la mosquitada,
mosquitos como estrellas
o arreglando las líneas del eléctrico,
usando como aislante huesos blancos de osamentas desparramadas,
tenaza, hueso, alambre,
cavándole las cuevas a la iguana,
una cola cortada moviéndose en el piso,
parece un yaro gordo, me decía.

Y años más tarde cuando empezó a viajar con la mutual,
el mar de golpe un día a los ochenta,
¿le gustó Mar del Plata?,
más me gustó Iguazú, las cataratas, me decía
cuando lo visitamos con su nuera
y al rato de matear bajo la parra,
¿quiénes son esta gente, Negra,?
Es Pedro, el hijo de la señora Ana,
¡Pero te habías perdido!, me dijo usted Cipriano.
Usted ya no salía en carnaval porque lo saludaba mucha gente
que el tiempo había mezclado y confundido,
muchos de los que fueron a su entierro de bisabuelo ido y recordado,
un hombre de a caballo que se ha muerto
y deja su caballo clinudo en los potreros,
un colorado grande pastando sin jinete,
alzando la cabeza de repente,
un caballo escapista, un viejo que se fuga del hospital del pueblo,
que deja el cuerpo muerto con sus perros sepultos detrás de los corrales:
Batuque el ovejero,
y Dop el rengo y negro siempre viejo,
el Malevo que casi lo mordió y usted dijo es corsario el desgraciado
y Cuchufo, Lobito, todos los que lo andábamos siguiendo,
esos perros lanudos jadeando en el espacio, todo olor a enormes pastizales,
buscando rastros embrollados, caminitos, y de repente la perdiz,
pisando la helada salíamos, los caballos humeantes como dragones,
volutas de vapor por los ollares,
nada que hablar, solo la mañana, ocho potreros por recorrer
y la costa infinita de rincones huraños, sombras,
la orilla del Gualeguay,
los arenales, el gran territorio para no obedecer,
para pescar a las diez de la mañana cada uno con su línea
y usted medio impaciente,
no pica nada che nos vamos a la mierda,
las barrancas de tosca blanca,
un bagre amarillo entre los cueros.

Y en esa oscuridad antes del alba
–no hay hora más oscura–
yo, que dormía en un catre a los pies de su cama todo el verano
con ratones rondando en el galpón,
lo escuchaba levantarse, lo seguía a la cocina,
querosén y palitos, fuego, mate,
no hay nada, Mingue,
los ruiditos del alba, el agua y el azúcar,
los chamamés valseados en la radio
y ponerse las botas, el barro, los caballos,
y usted silbando por el colmillo pobre mi madre querida
y ensillar y otra vez el día entero.

A veces me contaba del tiempo de Perón
cuando se combatía la langosta,
cómo cavaban zanjas y las langostas caían
y las quemaban con un olor hediondo,
y los chicos, las mujeres, salían golpeando tachos
para que mangas oscuras pasaran sin comerse el sembradío,
o me hablaba de viejos trabajos en cosechas
viajando en tren, viajando sobre el techo.

Usted bañado, Cipriano, con jabón de olor, peinado,
para viajar al pueblo con su bolso de plástico y su jockey,
su cinto de pasear, esa rastra de plata con un indio
que había dejado en empeño un tal Benigno Barreto
que nunca fue a buscarla y usted la levantó,
un indio señalando algo a lo lejos,
¿en qué cajón la guardan
ahora que ese indio lo señala a usted que va alejándose,
usted que ya se va pero que no se pierde
porque crece y ocupa el aire en la provincia, el cielo en Buenos Aires
cuando espero el colectivo y las nubes se mueven para el norte?
¿Cómo mira las nubes un muerto que se escapa?,
¿cómo mira las nubes de su infancia,
los cielos cuando yo no había nacido,
las nubes de estos años ahora que usted no está?
¿Sos vos o es tu alma?,
¿qué fue lo que vi en ese cajón de la sala velatoria,
bajo el Cristo de neón, su cara ya sumida por la muerte?
Usted ya livianito y un rosario rezado por mujeres.
Viajar a Gualeguay ¿a qué? a verlo muerto,
a despedir su cuerpo, a sumarme al cortejo de jinetes de a pie,
de nietos y bisnietos y nueras y sobrinos,
un cortejo despidiendo a un hombre verdadero,
el último paisano que proyectó su sombra,
que no necesitaba más que el movimiento.
Y yo que no sé quien soy, mi cara sin historia,
siguiendo transparente su cajón, su cuerpo que ahora sí se queda quieto,
pero usted sigue moviéndose, viajando en mi recuerdo,
mudándose y mudándose, Cipriano,
muerto nómade,
difunto golondrina.

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