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Monstruos igual que yo

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Rafa Fernández
Rafa Fernández escribió su primera novela (Diarios secretos de amor y libertad) y la publicó en su blog. En Orsai recuperamos los mejores fragmentos de aquella prosa inquietante y directa.

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Mi padre abandonó nuestra casa cuando yo tenía cuatro años: nunca más supimos de él. En el colegio se reían de mí porque yo no tenía padre; aún hoy trato de entender cómo un niño puede reírse de otro por eso. Mi madre era muy, muy guapa; recuerdo que, cuando venía a buscarme, todos los profesores se acercaban a ella: se la querían follar. Sobre todo cuando venía con unas medias negras. Recuerdo mucho esas medias negras, no sé porqué. Impresionaban mucho a la gente. A mí me daba un poco de vergüenza que todo el mundo la mirara.

Hace poco me enteré que ahora mi padre vive en Chile; formó otra familia: una niña y un niño. Al pequeño lo llamó también Sig. No puedo mentir: que le haya llamado como yo me fastidia un poco, demasiado. Es como si yo no existiera aquí, como si me hubieran anulado, como si hubieran hecho una versión corregida de mí.
A esa familia de Chile también la abandonó para hacer, nuevamente, otra familia. Otro hijo. Desconozco si a ése también le llamó Sig. Quizá hay muchos Sigmundos en la Tierra, todos sin padre y con problemas mentales, todos esperando que haya una nueva versión corregida de sí mismos.
Mi madre se volvió a casar seis años después con un señor pelirrojo, gordito, de grandes ojos claros; yo nunca había visto unos ojos tan claros. Yo quería mucho a ese señor, era muy feliz cuando me daba la mano y caminaba a su lado. Dejamos la isla: nos fuimos a vivir a Madrid, a su casa:
—¿Quieres ser mi hijo? –me preguntó él un día.
—Sí –contesté yo; y, siendo el niño más feliz del mundo, abracé su gorda barriga.
Yo le quería de verdad: nunca se olvidaba de comprarme los cómics de Conan el Bárbaro que salían los jueves, los leíamos juntos. Adoraba ese momento: yo lo miraba, él me parecía capaz de hacer las proezas del Conan que me leía. Con una espada cimmeria mi padre sería capaz de matar a la terrible bestia de tres ojos, estaba seguro. Por fin tenía padre, el mejor padre del mundo, y ya nadie se reiría de mí en el colegio.
Mi madre murió de cáncer al año y, tras enterrarla, ese señor nos mandó de vuelta a la isla, a casa de mis abuelos: dijo que nos veríamos a menudo. Pero nunca más volví a verlo… hasta cuatro años después.
Yo me había fugado del colegio, me iba fatal el curso, todos los cursos. Suspendía siempre, nunca estudiaba, estaba harto de todo. Solo oía gritos en mi cabeza, reproches de mis abuelos por no estudiar, gritos y golpes de mis tíos (sus hijos) por haber bajado la economía familiar, desprecio de mis profesores y compañeros de clase. Para mí, la vida era una terrible bestia de tres ojos: yo tenía catorce años y nunca me sentí más solo, incomprendido y desdichado; caminaba sin rumbo por la ciudad, con la deshilachada maleta del colegio a cuestas; me escondía en los parques, me subía a un autobús y no bajaba de él hasta que fuese la hora de volver a casa. Sobre todo me aterrorizaba la idea de que alguien me sorprendiera fugándome del colegio; me sentía un criminal, y sucio.
Aquella tarde fui al gran centro comercial. Sin saber por qué entré en el supermercado, y allí estaba él: mi segundo padre, en una de las cajas registradoras, pagando por su compra.
Tenía una nueva familia que le acompañaba en esos momentos. Me fijé en ella, pero sobre todo en un niño que estaba a su lado. El niño tenía mi edad cuando él era mi padre: diez años. El niño era feliz. Tenía un padre fabuloso, se notaba que lo admiraba, que para él era Supermán. Pero yo sabía que él, verdaderamente, era Conan el bárbaro. Mi primer impulso fue esconderme: lo hice. Me escondí tras un expositor de cajas de bombones, temblando. Solo durante una milésima de segundo me había pasado por la cabeza que mi padre hubiera regresado a esta isla a por mí; solo una milésima de segundo porque, tras ella, me di cuenta de que yo era un iluso, un despreciado, una mierda a la que nadie quería. Seguro que había venido por algún asunto de trabajo o por vacaciones. Le daba
igual que pudiera encontrarme.
Sentí la necesidad de que me viera, de enfrentar mi presencia con él, de ver qué hacía al verme. Sabía que no me atrevería a hablarle (me hubiera temblado la voz y hubiera llorado) pero sabía que mi mirada le recordaría su promesa incumplida, la de venir a verme, y él sabría que yo lo necesité, que lo esperé.
Me puse delante de él. Quería que viera mi físico: por aquel entonces yo estaba flaquísimo, yo era un palo de escoba; en mi cara sobresalían unas profundas ojeras por no poder dormir debido al maltrato físico, o psicológico, que me daba mi tío cada noche; pero las ojeras se disimulaban con unas grandes gafas de montura de alambre y de cristales rayados. Maldije mis
gafas: quería que viera mis marcadas ojeras. Él, desde la caja registradora, me miró. Al reconocerme, sus ojos azules se agrandaron; esos ojos, para mí, en otro momento, habían sido el cielo. Bajó la cabeza, creo que estaba avergonzado. Reflexionó unos segundos y, finalmente, hizo un comentario a su nueva mujer. Ella me miró: noté que le daba igual, leí su mente, yo no era su hijo. Tomaron las bolsas y pasaron por mi lado sin decirme nada, como si yo fuera un mal episodio de su vida que hubiera que olvidar.
Les seguí: no me importaba que ellos se dieran cuenta. Yo les seguí, humillado, con lágrimas en los ojos. ¿Cómo se había atrevido a venir a esta isla? Mi segundo padre y su esposa miraron un par de veces para atrás, con disimulo, para ver cómo les seguía, con qué cara, por si tendrían que defenderse; querían saber cuáles eran mis intenciones. Yo no tenía ninguna, salvo ver cómo me despreciaban y huían de mí; necesitaba verlo.
Llegaron al aparcamiento; allí tenían un gran coche amarillo aparcado. Abrieron el maletero y lo llenaron con las bolsas de la compra. Se subieron al coche; arrancaron. El coche pasó a mi lado. Me sentí un mendigo al que no querían dar limosna, una mierda a la que nadie, en el mundo, quería. Me hubiera gustado que me atropellaran.
Me senté en el aparcamiento, en una esquina apestosa donde alguien había meado. Probablemente me senté sobre el mismo meado. Pero no me importó, era una esquina formidable: estaba escondida, nadie me vería, nadie se preguntaría qué hacía ese niño llorando, abrazado a su maleta del colegio; solo. Vi una cucaracha y, por primera vez en mi vida me sentí en comunión con ella: yo quise abrazar esa cucaracha.

Ahora tengo veintiocho años, sueño con ser escritor; todavía vivo en la casa de mis abuelos. Con mi precario sueldo y mi contrato temporal no me atrevo a independizarme. ¿Repito que soy un cobarde? Solo soy feliz cuando eyaculo. Tres veces al día. Casi nunca tranquilo: mi imaginación me martiriza.

Por ejemplo: si estoy encerrado en mi habitación, dándole, me asalta la idea de que quizá una de mis primas de diez años, la que me quiere muchísimo, ha venido a mi casa y se ha escondido en la habitación, para darme un susto y una sorpresa. Ahora ella, metida en mi armario, con la puerta un poco abierta, se encuentra presenciando, aterrorizada, cómo su querido primo favorito se masturba: estoy creando en su cabeza un trauma que perdurará durante toda su vida. Se me baja. Me subo los calzoncillos, trato de encontrarla. Abro las puertas del armario, miro bajo la cama, por las esquinas. Nunca está. Me tiendo en la cama, continúo masturbándome. Pero sigue la intranquilidad. Ahora tengo prisa por terminar, puede ser que la cerradura de la puerta de mi habitación esté demasiado vieja y mi abuela irrumpa, de pronto, y sorprenda mi manoseo. Y al fin, al eyacular, comienzo a pensar que mis abuelos han oído mi ahogado gemido de placer, el trabajo en mi cama. Avergonzado, tardo horas en encontrar valor
para salir de mi cuarto.

Once de la noche: mi abuela sentada en un sillón frente al televisor, dormida. Se despierta con el ruido que hago al abrir, con la llave, la puerta de la casa.
—Sig —me saluda—. Ten cuidado al cerrar
la puerta no sea que despiertes a tu abuelo, que ya se acostó.
Mi abuelo tiene muy mal genio.
—Sí —contesto.
Cierro la puerta, con cuidado.
Ella continúa frente el televisor, ahora con los ojos abiertos, como si nunca se hubiera quedado dormida y siguiera, desde hace horas, un interesantísimo programa. Yo me encierro en mi habitación, me desnudo a espaldas del espejo: no quiero mirar mi cuerpo desnudo, es asqueroso. Estoy gordo y fofo: tengo tetas; me visto con unos calzoncillos largos, una camiseta de propaganda y zapatillas. Vuelvo al salón, busco el periódico, me siento en un sillón lejano a mi abuela; leo.
—¿Qué tal el trabajo?
—Igual que siempre, abuela.
—Tú esfuérzate, para que vean que eres un chico serio y trabajador.
—Sí abuela.
Ella intenta hablar un rato conmigo; esquivo la conversación. Me centro en las noticias que leo, no me interesa hablar con ella: me aburre. Siempre es lo mismo: termina reprochándome que haya abandonado la universidad.

Por fin, ante mi poca colaboración de continuar la conversación, se levanta.
—Buenas noches, Sig.
—Buenas noches, abuela.
Atraviesa el pasillo (cojeando, por la edad) hasta su dormitorio. Se acuesta junto a su marido, que ronca sonoramente. Aguzo el oído, espero que duerma: es un misterio cómo ella logra conciliar el sueño junto a semejantes ronquidos. Treinta minutos después lo hace: ella respira pesadamente cuando duerme; me atrevo a encender el televisor.

Quiero masturbarme.

Busco canales de televisión: si no es con un video musical de la MTV me masturbo viendo a las presentadoras de las noticias de la noche (mi favorita es una que se llama Letizia; las presentadoras de noticias son perfectas para masturbarse: te aguantan la mirada, te miran fijamente mientras lo haces). He de quitar el sonido. Uno: las noticias sobre guerras, malos tratos o niños enfermos que mueren de hambre hacen que se me baje la erección; dos: oír mejor si mi abuelo o abuela se aproximan al salón; sería vergonzoso que me sorprendieran. Eyaculo, me guardo la polla en los calzoncillos, me dirijo a la cocina, preparo un par de bocadillos de embutido que mastico y trago sin hambre, por gula.

Luego veo un rato más la programación: al poco, noto el sueño.

Me encierro en mi cuarto.

Me acuesto, trato de leer un libro. No leo más que tres páginas; antes de trabajar en el gran centro comercial los devoraba, leía cuatro a la semana: ahora solo leo tres al año. Y, salvo por este diario, he abandonado la escritura.

Apago la luz, busco el sueño. Si tengo fuerzas, me vuelvo a masturbar.

Así es siempre.

Salvo esta noche en que, de pronto, he comenzado a llorar.

Como un niño chico, como una madre desconsolada.

No sé la razón: no encuentro el motivo en concreto; sin embargo, no logro detener el llanto: me siento tremendamente triste. Decido arrodillarme y rezar.
—Ayuda, Dios —pido entre sollozos.

Tengo una oportunidad para follar los sábados por la noche: mis abuelos dejan la casa a las nueve. Velada nocturna, restaurante y bingo. El gran centro comercial cierra a las diez: si me doy prisa por terminar logro estar fuera a las diez y media.

En la salida de personal me espera mi novia, tal como quedamos.

Al verla, me hincho de orgullo: es guapísima. Los demás vendedores, al pasar a su lado, la admiran. Si midiera diez centímetros más sería una modelo de considerable éxito por las pasarelas mundiales, estoy seguro.

Incomprensiblemente me espera a mí, sin nadie que la apunte con un arma: espera libremente a este gordo hediondo para que se la meta sin contemplaciones. Dios ha dañado su percepción, tapa sus ojos con una venda de trapo oscuro que le impide verme como la gran mierda que soy. Gracias, Dios.
—Mi amor —saludo.
Ella nunca responde el saludo, simplemente sonríe. Tiene una sonrisa pura: la lanza y te da besos en el alma. En este diario la llamaré Virgen María. (Por buena; por decente.) Yo la desvirgué. No obstante, si se puede ser virgen después de dejar de serlo, sin duda, ella lo es. Además escucha misa cada domingo: es una santa.

La tomo de la mano, apresuramos el paso hasta la parada de taxis: no hemos de perder tiempo. A partir de las doce es mejor andar lejos de mi casa: mis abuelos podrían regresar y sorprendernos. Mis abuelos se tomarían como un insulto personal, cristiano, ético, moral, descubrir que nosotros aprovechamos su ausencia para mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio; no podría volver a mirarles a los ojos: les decepcionaría. Vergüenza.

Soy eyaculador precoz. Y gordo: no tengo un cuerpo como el de los modelos de las revistas. Y un fracasado: sin dinero, sin éxito. Menos mal que por lo menos se me pone perfectamente tiesa.

Hoy todo es distinto: he camuflado una cámara de video digital en la punta del armario; su visor se dirige a la cama. Quiero hacer una película porno con la Virgen María, sin su permiso. Aleluya.

Compré la cámara digital hace una semana, en el gran centro comercial. No se lo he dicho a mi novia. Estoy nervioso: el corazón parece que se me va a salir del pecho. La idea me la dio un amigo, camarero de discoteca en una zona turística: graba, con cámara oculta, todas las turistas que se tira; tiene decenas de películas.

Quiero tener una película porno con mi novia: me excita enormemente grabarla sin que lo sepa. Es tan pijita, tan niñita buena, tan responsable, tan elegante, tan lo que se debe ser. Su madre profesora de instituto, su padre prestigioso arquitecto, su hermano destacado abogado…

Grabarla es un insulto, un golpe en los testículos a la sociedad que no pertenezco, una ofensa a la gente que ha dispuesto de lo que ha necesitado en cada edad de su vida.

Y, además, sin duda, dentro de poco, ella me va a dejar.

Es imposible que continúe más tiempo con un mierda como yo, sin estudios, sin personalidad, con nada más que pájaros en la cabeza.

Feo: gordo, fofo, estúpido, enfermizo y retorcido cerebralmente.

Entonces, en ese momento, en la soledad de mi habitación, con las persianas bajadas, le daré al play al video porno: recordaré que una vez fue mía, me masturbaré viendo cómo me corría dentro de ella; cuando la vea pasear de la mano de otro (que sin duda llevará una camisa de Ralph Lauren y será abogado) me dolerá menos. Un poco menos. Encontraré un poquito de consuelo. Creo.

Antes de acostarme sobre ella y tratar de penetrarla, doy unos segundos para que la cámara, desde arriba, tome un precioso plano general de su cuerpo desnudo: es imprescindible.

Me pongo el preservativo. Ella me obliga a pesar de que toma la pastilla: siente terror de quedarse embarazada. Asegura que le destrozaría la vida, que tendría que dejar sus estudios de arquitectura. Jamás abortaría, está en contra de ello.

A mí, el tema del preservativo doble protección me pone muy nervioso, pero siempre cedo, primero porque si no me quedo sin follar, segundo porque si estuviera en el pellejo de ella entendería que tener un hijo de semejante gilipollas es un castigo que no le puedo desear ni a la más mala de las mujeres.

Se la meto. ¡Lo estoy grabando!

Reboto sobre ella.

—¡Me duele! –me grita al oído.

Siempre le duele. Da igual el tiempo que dedique a los juegos preliminares, ella dice que es porque su chichi no funciona bien, que no segrega lo que debería segregar, pero yo sé que es por mi culpa: no sirvo para nada en la cama.

Sin embargo, no me detengo, continúo. A veces ayuda: sucede el milagro y consigo que ella se abra más de piernas.
—¿Qué es eso? –pregunta de pronto, mirando hacia arriba del ropero.
Mi corazón rebota en mi garganta. He camuflado la cámara digital, con ropas y cajas, sin embargo el visor de la cámara lo he tenido que dejar necesariamente al descubierto: ella lo ha visto.
—Mi amor, no es momento ahora para hablar.
Ingenuamente, espero que se olvide, que no se dé cuenta de que me acaba de pegar con una barra de hierro en la nuca, si seguimos follando quizá se olvide, si consigo durar un poco más, que no creo, porque noto como mi polla deja de estar dura.

—¡No! ¿Qué es eso? —y me aparta de un manotazo mientras se tapa.

No sé qué hacer. Me levanto.

—Yo…
Subo al ropero, le muestro la cámara. La cara de la Virgen María se resquebraja: envejece diez años. Es una vieja; acabo de darle una tristeza inmensa a su corazón.

Trato de disculparme, invento, miento:

—Te lo iba a decir cuando termináramos… te quería dar una sorpresa… ya sabes que tú me excitas muchísimo… quería tener un recuerdo por si un día me dejas… sabes que eres mi primer amor, el único que tendré en mi vida… te prometo que te lo iba a enseñar cuando termináramos… y solo iba a conservarlo si tú me dabas permiso para ello…

Ella comienza a llorar, se deshace; llora como una loca. Me quiero morir. Soy un miserable, lo peor del mundo.

Si ella no se hubiera dado cuenta de que la grababa no me hubiera sentido mal, al contrario, contentísimo: tendría una película porno con mi novia que vería millones de veces; un trofeo, un trozo de cielo en mi infierno; pero ahora es diferente: ahora soy un pervertido, un perturbado, un enfermizo sexual, y ella lo sabe, se lo estoy mostrando. Ya no soy el mismo que antes, he perdido la rectitud moral que ella pensaba yo poseía; por fin sabe que soy una mierda.
—No me esperaba esto de ti. Pensé que eras diferente. ¿Por qué
Sig? ¿Por qué?— habla mientras me enseña su rostro arrasado por las lágrimas que se me clava en el cerebro como un cuchillo.

La abrazo, trato de consolarla, susurro que me perdone mil veces en su oído. De un momento a otro me va a dejar, ha llegado la hora.

Abro la cámara y saco la cinta: la rompo.

—Perdón… perdón… ha sido una tontería, era un juego, por favor, deja de llorar.
Llora cada vez más: la estoy matando ¿Quién creo ser yo para sentirme con el derecho de dar una tristeza así a una chica como ésta? Lo que he hecho es un delito estipulado en el Código Penal. Merezco su castigo, merezco ir a la cárcel. Sin
embargo he roto la única prueba, y me alegro; a la única condena que me enfrentaré es a la soledad. Ella me va a dejar. Y cuando, a partir de este día, nos encontremos por la calle, de casualidad, me esconderé, avergonzado, o incluso saldré corriendo en dirección contraria a ella.

Por fin abre la boca; se vuelve a destapar, se tiende sobre la cama:

—Venga, termina de follarme –sugiere llorando—. No quiero que te quedes una semana sin follar. Sé lo importante que es para ti.

Ahora comienzo a llorar yo. Me desmorono sobre ella ¿Por qué soy como soy? ¿Cómo puedo escapar de mí? ¿Cómo he llegado a ser como soy? He tocado fondo. Soy un miserable, no merezco ni hablar a una chica como ella y, sin embargo, trato de follármela mientras la graba una cámara oculta.

Ella me abraza:
—Venga, hazlo –dice— Desahógate una vez más.

Lloro. Soy un pervertido patético, un niñato. Una mierda. No me cansaré de repetírmelo: soy una mierda. Una gran mierda. Una apestosa mierda. Una mierda de arriba a abajo. Tengo mierda en la lengua. Y pegada al culo. En lugar de lágrimas, me sale mierda de los ojos. Mil kilos de mierda seca recubren el interior de mi piel. Una mierda que se arrastra por la ciudad. Una mierda que se masturba. Una mierda fracasada. Una mierda en la que la gente se mea encima. Me alimento de mierda, la desayuno, almuerzo y ceno; se me queda entre los dientes y sonrío: la enseño. Hay una mierda extendida entre las sábanas de mi cama y me revuelco en ella. Tengo el pelo lleno de mierda, las moscas verdes llenan de huevos mi garganta. Una mierda que apesta cuando alguien me mira a los ojos. Una mierda llena de pecados aberrantes. Una mierda pervertida. Una mierda de sexo autocomplaciente. Una mierda sin estudios. Una mierda de escritor. Una mierda de lector. Una mierda sin sueños. Una mierda pegajosa. Una mierda sin futuro. Me llamo y apellido mierda: no hay nada que pueda hacer para que yo deje de ser una gran mierda.
—No mi amor, no puedo hacértelo ahora. No tengo la cabeza bien.

Ella se viste. Yo pido perdón. Todo el rato, para siempre.

Ella asiente, dice que no pasa nada.

Bajamos a la calle. Sigo llorando. Ella ya no. Ahora su cara es un rictus de dureza: he matado parte de su inocencia. Me inscribo en el libro de personas que le han hecho daño, de personas que le han de pedir perdón el resto de su vida; inauguro la página uno. Culpable.

Tomamos un autobús. Nos sentamos atrás para que nadie vea mi cara llorosa. Ni la suya; ella parece que viene de un funeral: acaba de morir su primer hijo.

Bajamos del autobús, caminamos hasta su portal, se despide de mí. Me besa en la mejilla, mis labios mentirosos deben de darle asco.
—No pasa nada —repite—. No te preocupes.

Se va. No mira atrás. El ascensor la sube al ático donde vive, el cielo: su hogar. Allí no caben monstruos como yo. Desde abajo, la envidio: he de quedarme conmigo, en el infierno. Me gustaría escapar de mí mismo, huir; pero me persigo allí donde vaya.

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