Entre todas las peleas mediáticas que se dan a cada rato sobre el feminismo, estoy muy atento a una que me gusta por desigual. De un lado está Javier Marías, un escritor español que quizás sea el próximo Nobel de literatura en nuestra lengua; y del otro lado Gabriela Wiener, una cronista peruana que residen en Madrid. Ambos tienen una columna semanal en dos periódicos españoles y, más allá de esa semejanza, no se parecen en nada. Si no los conocen, hagan una búsqueda. En la primera imagen que ofrece Google del escritor, él está delante de su inmensa biblioteca en Madrid, vestido de punta en blanco. En la primera foto que aparece de la cronista, se la ve tirada en el pasto con las piernas abiertas y provocadoras, comiéndose una banana. Al indagar, encontramos muchas otras diferencias: generacionales, sexuales, literarias e ideológicas. Pero el símbolo visual ya es suficiente para entender: Javier Marías siempre está de traje y parece haber terminado su última novela antes de ayer. Gabriela Wiener nunca está peinada y, cuando la ves, da la impresión de que le faltaran dos páginas para acabar una crónica sexual turbia.
Y como si esto fuera poco, el tema del debate es apasionante. Javier Marías sospecha que la radicalización del feminismo se parece mucho al puritanismo de otras épocas («se quiere prohibir de nuevo la Lolita de Nabokov, lo que también hicieron los nazis y los soviéticos: quemar o prohibir lo que no les gustaba», dice) y advierte sobre el hecho de creerle siempre a las víctimas: «las mujeres mienten tanto como los hombres, es decir, unas sí y otras no; si se les da crédito a todas por principio, se está entregando un arma mortífera a las envidiosas, a las despechadas y a las malvadas».
Gabriela Wiener, con desparpajo, se pregunta en su columna semanal (siete días más tarde) quién le hará la cena a Javier Marías. «¿Se hará la tortilla?», dice risueña. Y después indaga: «¿Cuántas Marías se necesitan para que un Javier Marías exista?». Más que ninguna otra cosa, me excita de este debate la poca importancia que Gabriela le da a Javier. No debe estar acostumbrado, él, a tener enemigos así. Marías ha sido siempre un intocable y, esta vez, se lo nota incómodo en la contienda verbal. Porque Gabriela sospecha que Javier no está en contra por los excesos del #MeToo, como dice, sino que en realidad se queja «por la desaparición de un mundo», y por la inminente llegada de otro en donde nadie va a echar de menos a esa clase de escritor machista y altanero.
Por eso esta pelea es atractiva (o estos tiempos son atractivos, en realidad). Porque se empiezan a dar, cada vez más, debates entre personajes que antes no se cruzaban nunca. La pelea verbal entre Javier Marías y Gabriela Wiener es como el choque entre una limusina blanca con vidrios polarizados y una camioneta embarrada que viene de la cosecha. No se sabe cuál de los dos vehículos saldrá mejor parado después del impacto, pero sí sabemos quién, por fin, se tendrá que llenar de barro y de mugre para defender su pureza.
H.C.