La revista Orsai, tal y como la conocemos, tuvo un antecedente en Mercedes. Fifo Roggero, su director, tenía una barba canosa y una enfermedad que lo iba paralizando. Cuando lo conocí, solo podía mover un dedo: el índice de la mano izquierda. La revista que fundamos se llamó La Ventana. En realidad la fundó él, pero me gusta decir que lo hicimos juntos aunque sea improbable, porque yo tenía veinte años, y Fifo, más de cincuenta. La redacción estaba en el comedor de su casa, en la calle 28, y yo me pasaba las tardes ahí. Chichita creía que me había convertido en comunista porque Fifo estaba afiliado al partido. «¡Por qué no volvés a fumar porro en casa, Hernán —decía mi madre—, que por lo menos entiendo lo que hacés!». Para peor, la revista había empezado a funcionar. Fifo se había comprado la primera computadora con PageMaker de la ciudad y un scanner de mano: estábamos adelantados. Él diseñaba con su único dedo móvil y yo escribía la revista con siete seudónimos. Usábamos a los vecinos como personajes, y la gente leía literatura creyendo que eran chismes. Fifo en su silla de ruedas, sin miedo a nada, y yo fumando porro sin parar. No teníamos techo ni futuro. La revista se había convertido en el gran revuelo de la ciudad. De repente, en el pueblo más conservador de la provincia, un paralítico y un gordito empezaban a burlarse de los jueces, curas y militares. La mitad de los vecinos leía la revista para reírse, y la otra mitad, con miedo a aparecer en una historia. Recibimos siete cartas documento el primer año y nos hicieron tres juicios el segundo. Fue una época de gran aprendizaje: de repente me fascinaba lo que se podía lograr con palabras. Que la gente, en el almacén, hablara de un cuento mío sin saber que yo era el autor. Una tarde nos enteramos de un delito sexual que había perpetrado un obispo muy conectado con la política. Lo publicamos sin consultar con abogados. El obispo ni se molestó en hacernos juicio. Solamente movió dos dedos, sin despeinarse, y nos cerró la revista a la mierda. A Fifo Roggero le sacó todas las máquinas, y su enfermedad se empezó a agravar. Yo tenía veintidós años y me fui a vivir a Buenos Aires. Más tarde apareció internet y no fue complicado fingir ser otras personas ni tampoco, después, fundar Orsai y hacer esta revista. Ya había escrito más de mil páginas con diferentes nombres. Ya había aprendido a diseñar, a buscar precios de papel y, sobre todo, a tener lectores y detractores. Aprendí en la casa de la calle 28 todo lo que sé. Escribir parodia en un pueblo conservador de finales del siglo XX es un ensayo perfecto para dirigir esta revista Orsai, tal y como la conocemos. Yo no sabía que estaba practicando para esto. No sabía que Fifo, con el único dedo que podía mover, me señalaba el futuro.
Hernán Casciari