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El departamento tenía veintiocho metros cuadrados y éramos dos personas solteras que alquilaban juntas por primera vez. Francisco y yo: una verdadera pareja enamorada y joven. La dueña era una señora que solo vi en la firma del contrato. Tenía una parálisis facial rara, no completa, desconozco el nombre clínico pero daba pena. Una parte de la boca hacia abajo: sonreía y hablaba por la izquierda. Los labios de la derecha, normales. Sus ojos pestañeaban fuera de sincro, el párpado izquierdo caía hasta la mitad del iris, no podía abrirlo del todo. La nariz, los pómulos y las orejas simétricas. Mirarla era sentir la incomodidad de quien intenta armar en su mente un cuadro del cubismo con parámetros realistas. Un rostro vencido a medias por la ley de gravedad, con la soberbia inconducente de otra parte que resiste.
Al escucharla no percibías falta de ideas, ni tampoco una complicación del tipo «no te puedo explicar porque es tan complejo o confuso que quizá no encuentro las palabras». Era al revés; la señora con sus gestos decía: «Es clarísimo lo que quiero contarte pero mi cuerpo me lo impide, me complica, quedo como una retardada, pero ustedes son idiotas y no tienen paciencia. Podría decirles lo que pienso, y bien». Terminaba balbuceando, pero cada tanto se entendían frases simples como «buenas tardes».
La situación del inquilino que busca vivienda es lo más parecido a lo que imagino serán los juicios por jurados de las películas: en muchos casos son familias enteras a las que hay que convencer de que una posee solvencia, bondad, sentido de la responsabilidad y buenos hábitos de orden y limpieza. Pero, sobre todo, solvencia económica, trabajo estable.
Cuando firmás un contrato de alquiler, si todo va bien, nunca se dicen cosas muy imprevistas.
Dos años después, en otra escribanía, se celebraba el segundo contrato de alquiler de una joven pareja ya consolidada. Y mi mamá (garante con propiedad en Capital) terminó, como buena rusa, pidiendo una rebaja en el costo exagerado de certificación de firmas.
Era obvio que los dueños tenían un arreglo con el escribano y nos cobraban de más. Entonces ella dijo una frase tan amable como agresiva:
—Es solo un gesto de buena voluntad de parte de ustedes. Lo planteo para que lo consideren, pero no hay problema, si no quieren no va a perjudicar la buena relación para nada, por supuesto, es solo un gesto de buenas personas… No supe si aplaudirla o pegarle. Los dueños discutieron con mi mamá al principio, después entre ellos, pero al final se dejaron chicanear; el descuento nos vino bien.
Ella siempre tuvo esa capacidad para presionar por medio de la culpa. Nos vendió como jóvenes trabajadores, asalariados honestos. Y ella una reina simbólica, porque en el campo está todo tan difícil, gravísima la sequía, «es una zona marginal». Todo depende de la buena voluntad, entonces: su garantía era buena y la moral inmigrante impide soportar el atraso en cualquier pago. Actuaba de matriarca solvente y todos nos habíamos vestido bien para ese acto inaugural. Los otros firmantes promediaban los sesenta años.
Al más simpático de los dueños presentes se le escapó decir que el inmueble incluía una terraza que nunca nos habían mostrado cuando fuimos a ver el departamento.
Cara de incomodidad del resto. Nuevo comentario comprometedor de mi mamá, que inventa que es imprescindible para nosotros, que tenemos plantas que se han convertido en árboles. Era mentira —solo teníamos tres cactus— pero ella lo dijo con un sentimiento íntimo, genuino, casi conmovedor. Siempre decía que le dolía más cuando en el campo se le moría una planta —algo frecuente en la pampa seca: amplitud térmica, vientos que bordean la fuerza de tornados, permanente falta de lluvia— que si se le moría una vaca. A las vacas también se las mata para comer.
Después de las llaves y el apretón de manos con el escribano —pocas veces en mi vida le di la mano a un hombre — fuimos los tres al PH. Mi mamá subió las escaleras y ordenó:
—Hay que tocarle timbre a la vecina y que nos muestre la terraza.
La vecina tenía aspecto de cheta, pero quizá era por su voz nasal. Decía que con nosotros no tenía ningún problema. Pero no le caía simpático que quisiéramos ver su terraza. Nunca admitió que había una para cada departamento. La nuestra daba a su estudio y sala de ensayos. Mi madre ignoraba sus inequívocos gestos de fastidio.
El lugar parecía un depósito de mugre y cosas en desuso. De todas maneras, era un espacio de aire libre que, en Buenos Aires, no hace falta decirlo, cotiza bien. Imaginamos nuestro cordel con ropa, una mesa de plástico para tomar mate a la tarde; un cambio simple pero importante en nuestra calidad de vida.
Resultó que había algo oscuro con la vecina y el sobrino de los dueños. Él operaba de administrador y había sido testigo de la contracturada firma del alquiler. Mariana decía que ella pagaba de más para tener los dos lugares. Nosotros dijimos que no teníamos nada que ver con eso.
Sospechamos de ese arreglo después, cuando Mariana insistía con que la terraza no era compartida y el sobrino se desesperaba por buscar una solución sin que habláramos con su madre o con sus tíos, que no debían estar al tanto.
Nunca comprobé si era cierto que ella pagaba un adicional o era pura avaricia, porque Mariana tenía, desde su casa, entrada privada a otra terraza mucho más grande, con parrilla y hasta con un quincho.
El administrador tenía alrededor de cuarenta años. Siempre quise enterarme de cómo le iba con la mujer. Usaba camisas escocesas y jean, el pelo raya al medio; aunque bastante más gordo tiene un gran parecido con un cantante melódico argentino. Es contador y administraba toda la esquina: el gimnasio, el quiosco y también las oficinas del estudio jurídico de al lado.
Con Francisco hacíamos cuentas de lo que debían sacar por las cuatro propiedades por mes. Una fortuna. Le encantaba hablarme de sus viajes a Florianópolis, Miami, Río de Janeiro y preguntarme en qué propagandas estaba trabajando y si conocía a alguna modelo famosa. Le dije que la última en que aparece Susana Giménez la había hecho yo. Y que Susana era divina y muy profesional. Creo que con esa pequeña mentira gané un poco más de su respeto.
—Por ahí ella necesita esa terraza para inspirarse y componer— decía sobre Mariana.
Yo nunca la oí cantar ni ensayar con una banda. Por suerte.
Fue una silenciosa batalla territorial. Ella soltaba el caniche para que haga sus necesidades en nuestra parte. Nosotros subíamos más cosas cada día y dejábamos todo cada vez más limpio. Sacar toda esa mugre fue trabajoso. Fran no me dejó contratar una persona para que lo haga.
Un amigo me trajo un árbol que cosechó de un baldío de San Isidro. En realidad era un tronquito flaco que tardó un año en dar su primera hoja. Un enorme balde naranja resquebrajado y con manchas negras de grasa de auto hacía de maceta. Lo dábamos por muerto pero lo dejamos ahí por razones obvias.
Fue ese departamento, el segundo que alquilamos juntos, el que afianzó la relación. Parece una frivolidad y al mismo tiempo tiene que ver con esas imágenes felices de otro tiempo. El recuerdo del placer del sol a las diez de la mañana sobre el cubrecama de mi hermano en la pieza que compartíamos, sombras rayadas por la persiana. Conservé la muñeca fea y grande que heredé porque quise; me acompañó en todas las mudanzas. Usaba un pulóver de bebé, rojo, de esa lana que pica, de vestido. Sobrevivió demasiados años y envejeció como una persona. Ahora tiene el pelo largo crespo, parece rastafari. Un día Fran le puso un cigarrillo armado entre los dedos de plástico y me enojé. Con algunas cosas no se jode. Además no era ni gracioso ni transgresor. En el segundo departamento también daba el sol sobre la cama y había dos muñecos nuevos, un elefante con flores bordadas en las orejas —daba la idea de peluche tatuado— y un oso pardo; todo eso me ponía de buen humor. Nuestro anterior cuarto era helado y oscuro. Para abrir bien el placard había que mover un poco la cama. Y aunque la ventana era pequeña, siempre entraba tierra, y arañitas que en minutos eran capaces de tejer una tela que podía llegar de un borde al otro debajo de la cama. Esa fue su peor época. Yo me acordaba, a veces con extrañeza, de cómo había logrado conquistarme.
Él me conocía a mí pero yo no lo conocía a él. Me mandó un mail que no contesté, pero siguió insistiendo hasta que sí. Después mandó chocolates importados con una carta a la agencia. Le pidió al cadete que entregara el paquete en mano. Un simpático quiebre en la rutina laboral. Los regalos y las invitaciones se fueron poniendo cada vez más sofisticadas; mis amigas le decían «Ferrero Rocher» en honor al comercial —que hizo alguien de la agencia— en que esos bombones eran servidos en la casa del embajador.
Francisco trabajaba en una consultora de comunicación política. Antes de salir conmigo era el vocero del jefe de gabinete.
Lo que voy a contar parece una escena forzada. Antes del estallido, volvió de hacer un seminario en Estados Unidos y se fue a trabajar sin dormir. En ese entonces ni nos conocíamos; yo ya trabajaba en esa burbuja de jóvenes talentos bien pagos llamada publicidad. ¿Cómo siendo tan jóvenes podíamos ganar tan bien, incluso cuando casi todo el mundo estaba sin trabajo?
Esa mañana Fran va un rato al ministerio y después al hotel Intercontinental. Discute con el conserje. Se pone violento, empieza una pelea. Y al rato ya está a las piñas con otros empleados. Al día siguiente los diarios dijeron que en la City no se hablaba de otra cosa. Lo llevaron a una comisaría —se «resistió a la detención»— y de ahí al Hospital Neuropsiquiátrico público. El diario también decía que «forcejeó» y que tuvieron que «reducirlo». Yo creo que en esa época ganaba demasiado bien y se drogaba de más. Fue un escándalo.
Fran nunca me lo contó. Me enteré por los medios y por chismes. Después de conocerlo tardé meses en relacionarlo con ese recuerdo y jamás me animé a preguntarle sobre eso. Si ponés su nombre en Google todavía aparece la noticia.
Él siempre se refiere a un pico de estrés que lo hizo alejarse de la política. Al principio, solía repetir la frase: «La política no es faso, es merca», en voz baja como quien revela la fórmula secreta de Coca Cola, con la gravedad de quien da la lista de fallecidos en un accidente. Cambió de rubro por un tiempo, tuvo que arrancar de cero y cuando estábamos por mudarnos juntos por primera vez, saltaron las deudas, nunca supe de dónde, que le hicieron modificar sus hábitos de consumo. Para adaptarme a su situación económica tuve que hacer algunos sacrificios. Como alquilar aquel horrible primer departamento.
Él no quería retomar el tratamiento.
Nos peleábamos por el calefactor. Yo lo subía y él, si yo no lo veía, lo apagaba sin avisarme. Como un chico.
Un día, llorando, le dije que no tenía sentido que pasáramos frío. Los dos trabajábamos bien, no éramos ricos pero, a pesar de sus deudas, ya nos dábamos ciertos gustos: salir a comer, irnos de vacaciones a la playa. Su conducta no tenía sentido. A los gritos me dijo que él no tenía problema en pasar frío, que de chico había sufrido eso mil veces. Lo odié. Después me di cuenta de que era un problema serio. Él era de un pueblito costero deprimente; sus hermanos no eran muy honestos que digamos y seguían viviendo ahí. No podía contar con ellos. Admito que también me molestaba esa vida de ridícula austeridad. Si estuviera sola viviría mejor, pensaba algunas noches.
Se aburrió de trabajar en la revista de comunicación empresaria y volvió a la consultora para ocuparse de las cuentas más fáciles. Reemplazó gradualmente la comunicación política tradicional por el marketing digital y las redes sociales. Cuentas chicas, algo tranquilo. Pero le duró poco. Al tiempo propuso armar un equipo de marketing digital en la consultora. Le dijeron que sí, claro. La seducción obvia del empleado proactivo. Empezó a ganar bastante más. Estaba online las veinticuatro horas. Peleaba las veinticuatro horas. Negociaba cada día mejor. Y no hizo falta demasiado para que volviera con la rosca; almuerzos, desayunos y cenas con periodistas y políticos. En unos meses ya estaba asesorando candidatos y funcionarios y opositores, otra vez con un cinismo que me asustaba, y eso que yo trabajo en publicidad. No le bastó con la intervención virtual, que de todas formas no abandonaba, gracias a que se compró el Blackberry más caro del mercado.
—Los tipos con Blackberry que veo en el subte me parecen todos unos boludos— le decía yo. Igual cuando me regaló el iPhone me super enganché.
Su jefe tenía apellido inglés, y ademanes, ¿cómo decirlo?, demasiado ampulosos en su discreción de caballero; sé que suena un poco paradójico. Se creía el personaje de lord de película y lo exacerbaba; le quedaba bien el elegante histrionismo de la solemnidad. Una frase halagadora al servir una copa, y un silencio abrupto ante algún comentario que le resultaría demasiado íntimo, y por eso fuera de lugar.
Una de sus clientas era una política de carrera. De joven militaba en lo que en este país se confunde con centro izquierda. Había llegado a diputada provincial y después a funcionaria del Inadi. Yo le decía Picachú. Era igual al dibujito japonés. Una señora muy linda aunque petisa, que se volvió fea, un esperpento, gracias a esas operaciones que dejan camadas de mujeres con tetas gigantes y cara de pato. La culpa es de esta sociedad machista. En algún momento sospeché que Fran gustaba de ella. Él era capaz de responder sus mensajes de texto un sábado a las dos de la mañana, cómo no iba a darme celos. Después la conocí: no había nada sensual en ella, y la actitud casi servil de Fran no implicaba un lazo personal. No tenía que ver con el deseo sexual, sino con la libido política. «Estos tipos la tienen parada todo el día», dice un amigo que es bastante procaz pero que siempre acierta en su descripción de caracteres.
En un momento Picachú quería un libro sobre ella misma. Iba a firmarlo aunque lo escribiera otro. Él me lo contó durante la cena —pedimos sushi, hay hábitos que no pude dejar ni cuando vivíamos en el primer departamento— y le sugerí contratar a unas de mis mejores amigas. Supuse que ese trabajo se pagaría bien.
Ceci ya tenía libros publicados y se moría de hambre trabajando en periodismo cultural y dando clases. A veces yo le tiraba alguna pieza simple de la agencia para que resolviera. Él, entonces, la recomendó. Picachú se obsesionó al punto de querer conocerla el mismísimo domingo a la mañana. No hay que trabajar los sábados. Supongo que él debió haber escrito un sms con algo como «ya tengo a la persona para vos. A la perfecta ghost writer». Tengo bien estudiado su estilo seductor y persuasivo vía sms y mail.
—¿Vos sos mi amiga o mi enemiga? En serio te pregunto —me dijo Cecilia.
Resulta que primero fue a una reunión, que ella creía informal, con mi chico y su jefe en la consultora. El inglés le explicó las características del proyecto, el inminente plazo de entrega y le preguntó si podía reunirse con Picachú a la media hora. Finalmente, le dijo cuánto le pagarían: una miseria. Ella respondió que por esa plata, un libro entero, no. No dijo que además veía venir el estrés del trabajo esclavizante con una egomaníaca. El inglés hizo un acting impecable: levantó el teléfono y le dijo a su secretaria que suspendiera la reunión en esa oficina de estado, tan importante para la visibilidad de ciertas acciones de gobierno, mientras mi chico le decía al oído, en voz baja, «aunque sea andá a la reunión a ver qué onda, lo de la plata seguro se puede arreglar». Al rato, el inglés le dijo a Fran, a modo de reto atenuado: «¿De veras vos le contestás los sms a las dos de la mañana a la doctora?». Y le aclaró a Ceci que, sobre plazos y dinero, solo hablara con ellos, que por algo eran los consultores.
Aunque bastante desanimada por el sueldo que le ofrecían, Cecilia fue a la oficina. Y lo primero que hizo la funcionaria, desde luego, fue hablar de sí misma, pero también de plazos y dinero.
—Tu amiga es una conchuda —dijo Fran.
—Vos sos un desubicado, ¿cómo le vas a ofrecer a ella un trabajo así? ¿Un proyecto que es más bien para un estudiante de TEA? ¡Encima por esa plata, con una loca, y diciéndole que iba a tener que cobrar por izquierda! ¡Me habías dicho que el trabajo estaba bueno!
—No te hagás la pura, ahora, que vos vendés estereotipos de felicidad que no existen y te hacés la creativa para las multinacionales, te hacés la feminista pero vendés jabón en polvo, te hacés la indignada porque yo digo que tal es un negro de mierda y lo que vos hacés es xenófobo y discriminatorio en un cien por cien, dejáme de joder.
Lo insulté, con esos insultos ordinarios y simples, tipo «hijo de puta» y me fui a llorar al baño. Siempre me destaqué en el insulto elaborado, personalizado, efectivo por hiriente. Pero esa vez no me salió. Sería que las peleas se daban cada vez más seguido.
Al otro día, tipo diez y media de la mañana, me mandó un mail corto. Con coordenadas. Una cena romántica. Me hizo reír. El encuentro era a una hora en que no me iba a dar el tiempo para volver a casa a cambiarme. Me fui a las corridas de la agencia a casa en el horario del almuerzo —qué antológicamente triste es «el horario del almuerzo»— y puse un vestido en la mochila. Estaba un poco emocionada, la adrenalina que vuelve desde el impulso de seducción, y la tristeza, por un rato, se me fue. Me acordé de que le gusto. Nunca me pasó con otro en tal grado: saber el efecto inmediato que le provoca que use una pollera corta; le gusto mucho, le gusto tanto, Fran es capaz de excitarse con una remera ingenua de mangas tres cuartos si la uso yo. En realidad eso pasaba casi todos los días durante el primer año. Es una forma de poder que en mi vida había sentido con tanta intensidad. Reina de una monarquía absoluta. Pero las cosas habían cambiado: de ser su amazona hot, pasé a ser su compañera poca onda que le enseña matemáticas, con quien puede acostarse y pasarla digamos bien, cada tanto; algo así, no sé cómo decirlo sin caer en el lugar común, hay situaciones que impiden cualquier arranque de creatividad. Nuestra relación estaba compuesta por una mezcla de cariño, desidia y fraternidad con dosis variables de discusiones tan irresueltas como recurrentes. Frases como «lo mismo de siempre». Intercaladas con los «te quiero» necesarios. Ya no lo hago tan seguido pero me gusta jugar a vestirme para él. Cada tanto funciona.
Hubiera sido menos decepcionante si el día de la cena yo hubiera ido con el vestido directamente al trabajo. Y si hubiera aceptado la invitación a «tomar algo y relajar un poco» de algún compañero de los lindos como en las buenas épocas de la agencia. Una sana costumbre que perdí desde que vivimos juntos. Debería retomarla. La voz del resentimiento como un tsunami de significantes que anula toda capacidad de análisis. El destructivo alivio de imaginar venganzas desproporcionadas. El dolor que provoca morbo y sadomasoquismo, y más sufrimiento.
Era previsible. Fran dijo «se me complicó».
—Perdonáme, se armó una movida terrible de comunicación de crisis. El candidato está a full y le hicieron una, él no tiene nada que ver, te pido disculpas, no puedo zafar, te juro que hice todo lo posible. ¿Por qué no la llamás a Cecilia que siempre quiere salir así aprovechás la reserva?
Comunicación de crisis es que a mí me salgan insultos ordinarios, sin elaboración, ni con el veneno suficiente, antes de volver a llorar.
Su «comunicación de crisis» era un bluff. Soy hábil en revisarle el Blackberry e interrogar a las tontas secretarias de la consultora sin que ellas mismas lo noten. La «emergencia» de la que no podía zafar fue el llamado de un político de tercera línea, de los que dan negativo en las encuestas de popularidad porque nadie los conoce. Le pidió una reunión y aunque aclaraba que no era «nada urgente», preguntó: «¿Hoy a la noche podría ser?». Y Fran habrá respondido, antes de poner una excusa o de proponer otros días y horarios: «Sí, claro, esta noche, genial», o un más formal : «No tengo agendado ningún compromiso».
Al tiempo me di cuenta de que él pensaba que yo ya estaba enamorada de otro. Lo noté por algo que escribió en su blog personal, que usaba con seudónimo. Pero todos nuestros amigos sabían que era de él. No sé cómo podía administrar tantas cosas a la vez; decidí no agregarlo como amigo en Facebook aunque espiaba su Twitter —también con seudónimo— de vez en cuando.
Vino con pasajes a Punta del Este. Yo solo quería tener una conversación. Que trabaje menos. No sé por qué Punta del Este. Hasta Colonia hubiera sido, por destino obvio de nuestra clase y de crisis como esta, un lugar mejor. Supongo que consiguió alguna promoción. Punta del Este en invierno. Hacinamiento en la deprimente cacerola gigante Buque Bus. Una bruja enorme, criolla y atroz revolvería las corrientes del Río de la Plata.
Mi equipaje demasiado pesado para dos días. A pesar de mi enojo, me entusiasmaba disponer de varias opciones para vestirme y que le den ganas de estar conmigo como antes. Ciclotimia. Mirarlo a los ojos y sentir sus ninguneos, el mal gusto de publicar cosas sobre mí en su blog, el abandono del tratamiento y el aleatorio incremento de medicación variada en el botiquín del baño. La súbita aparición de voluminoso dinero en efectivo en el cajón de las medias. Y sus ojos viriles de cejas gruesísimas y la risa que me provocan sus comentarios y la manera de hacerse el personaje con los otros pasajeros, mozos o el desconocido de turno: un show que cada tanto despliega en público para mí.
Todo el viaje se la pasó hablando de proyectos en común y besándome y queriendo hacer el amor. Planes y más planes. Que teníamos que ir a Europa juntos, ¿a qué países te gustaría ir? ¿O mejor Nueva York? ¿Y si nos mudamos a un lugar más grande? Podríamos comprar más muebles, los que te gusten, y sacarnos de encima los viejos. ¿Querés que lo llame a mi tío para que nos preste la quinta y hacemos un asado para los amigos ahora que viene el calorcito? ¿O preferís que vayamos solos? El viento de la orilla nos arrugaba la cara. Mi viaje de egresados fue en Pinamar, un lugar que, por la cercanía con su lugar de nacimiento, él detestaba, aunque todo el mundo sabe que la costa atlántica es horrible en cualquier país que no sea Brasil.
Recostados en las reposeras de un bar con vista panorámica rodeada de vidrio para admirar el mar sin sentir las consecuencias climáticas, nos relajamos. Yo ya estaba cansada de hablar, de que él dijera a todo que sí, y nada más. Sus regalos me dieron una alegría leve, sorda. Ropa interior, remeras, aros; hasta una lapicera de alta gama.
Al bar llevé la novela que me regaló Ceci, hacía mucho que no leía. Él también tenía ganas de leer pero sacó el iPad. Me sorprendió que no se pusiera a escribir. Solo leía. En el último año, lo había visto comprar miles de libros online que ni siquiera abrió una vez. A la media hora no me aguanté y le hablé.
—¿Qué estás leyendo tan concentrado?
—Un powerpoint. Leo un ppt. Te leo en voz alta si querés.
«Clima social y político en la República Argentina, evaluación de gestión de… evaluación de desempeño de… (Aprueba mucho algo) Evolución histórica; ¿Con cuál de estas dos afirmaciones está usted más de acuerdo?; Problemas de coyuntura; En su opinión, ¿quién debería llevar a cabo el control de estas políticas?; Conocimiento y evaluación de imagen de dirigentes; Evaluación histórica de optimistas; Aprueba mucho, aprueba algo, desaprueba algo, desaprueba mucho.»
Si se mezclan un poco las frases o simplemente se les cambia el orden, puede armarse el índice de un libro de autoayuda, con tests de autoevaluación incluidos. Las armas cuantitativas como maquinarias confesionales posmodernas; las ganas de siesta que da el mar. El premio final: la democratización del acceso a las publicidades de champú, queso untable o programas de televisión que hago yo, que a veces no sé por qué vivo con él, y si es una obviedad pensar que ese powerpoint podría ser la matriz de análisis de mi relación; si de él podría obtener un brief tan sintético y preciso como los que me mandan nuestros clientes, sin los mensajes cifrados que por definición contienen todos los avisos clasificados del rubro Alquiler.
Es un piso enorme. Él me convenció. No es técnicamente nuestro, eso me molestaba y se lo dije cuando hablamos del tema y yo no conocía el lugar. Hasta que me pasó a buscar en el auto (compramos juntos un auto) y sin decirme nada me llevó al departamento. Lo alquilamos sin contrato y a un precio ínfimo porque un cliente de él quería que lo habite «alguien de confianza». Podríamos haber alquilado uno igual o similar con todas las de la ley, pero él quería esperar así comprábamos una casa en San Isidro o en Palermo. Desde que soy directora creativa y desde siempre prefiero Palermo por una cuestión de comodidad. El piso está amueblado con un gusto que coincide bastante con el nuestro. Solo tuve que quitar enormes adornos tipo souvenirs caros de países raros: esfinges de madera egipcias, platos dorados de Turquía, estilizados cisnes de porcelana china, flores de plata de no sé dónde y máscaras africanas.
Cada uno tiene su propio estudio, me parece importante esa privacidad. Tenemos tres baños, el nuestro enorme con jacuzzi y dos bachas. No me gusta que me vea lavarme los dientes, pero esa disposición economiza tiempo a la mañana. Sigo sin acordarme de la fecha de nuestro aniversario, él sigue acumulando lo de siempre. Más allá de las vacaciones en la playa, todavía no concretamos ninguno de los viajes; siempre termino yéndome sola con amigas, o por trabajo a algún festival. Retomé algunas sanas costumbres. Estoy más relajada. Cuando vuelvo de viajar nos vamos a cenar afuera, o él le dice a la empleada que cocine algo especial; después encuentro sus notas con órdenes precisas. Lo importante es que Fran me recibe contento; yo le traigo regalos y él me espera con regalos. Aunque se haya transformado en un hábito no deja de ser un buen momento. En invierno, a la noche, a veces, me despierta el calor porque la calefacción central del edificio está muy alta y no puedo hacer más que destaparme. Mientras lo veo dormir me acuerdo de cosas de nuestra historia, de la puja silenciosa por subir y apagar el calefactor en ese departamentito de Almagro, esa guerra declarada que, ahora que lo pienso, no sé bien quién ganó si se terminó, y me voy durmiendo, y pienso además en otras cosas que por desidia nunca voy a saber, como quién maneja la calefacción central de acá, y cómo es posible que él, tan tapado y dormido ahora, no sienta el agobiante calor que hace como lo siento yo.