Una manera veloz y sintética de contarlo sería esta: Vamos, vamos Argentina, el himno que nos hermana en todos los estadios del mundo, guarda un secreto que también puede entenderse como una metáfora del país que habitamos. La canción fue incluida en el disco del Mundial 78 y figura como autor Roque Mellace, quien registró el tema el trece de diciembre de 1977. Pero bajo la punta de este iceberg hay otra historia. Y esa historia dice que el verdadero artífice de la popular melodía es un señor llamado Fernando Sustaita, más conocido como Dick: el célebre integrante del dúo Bárbara y Dick que empezó a descollar en los años sesenta con canciones como «El funeral del labrador» y otros grandes éxitos que nuestros padres, probablemente, todavía recuerden.
Pero antes de continuar, pido atención al silencio y silencio a la atención: en el año 1974, el guapo y popular Dick compuso un jingle titulado Contagiáte mi alegría, cuya melodía es exactamente la misma que la del Vamos, vamos Argentina. Sin embargo cuatro años más tarde —en pleno preludio del Mundial 78—, un autor anónimo descolgó aquella melodía del éter y le sobreimprimió los versos que ahora cantamos todos:
Vamos, vamos Argentina,
Vamos, vamos a ganar…
que esta barra quilombera
no te deja, no te deja de alentar.
Un estornudo inocente, digamos, pero tan poderoso que en pocos meses consiguió viralizar a veinticinco millones de organismos y que, desde entonces, nos ha infectado a nosotros, infectará a nuestra posteridad y a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino.
De modo que Contagiáte mi alegría cumplió la voluntad que presagiaba en el título y se multiplicó entre millones de personas. Pero para que eso sucediera la canción original tuvo que pagar su precio, morir y luego resucitar en otra piel: Vamos, vamos Argentina. Paciencia, porque ahora sí llegamos al origen del entuerto.
Un año antes del Mundial, un señor llamado Roque Mellace había registrado una canción cuyo título era, justamente, Vamos, vamos Argentina. La melodía no tenía nada que ver con la del popular cantito tribunero, pero la letra era muy parecida. Casualidad o prodigiosa velocidad de reflejos, lo cierto es que —cada vez que alguien entonaba la pegadiza melodía—, Mellace empezó a cobrar los derechos de autor y el bueno de Dick tuvo que masticar bronca durante años.
De nada le sirvió precipitarse sobre los mostradores de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música (Sadaic) para registrar la misma melodía pero con otra letra. De nada le sirvió haber intentado otras variantes en el título. Como en los estatutos de Sadaic está permitido registrar piezas diferentes con títulos idénticos, durante años la magna institución que cobija a los autores y compositores argentinos de todos los géneros y estilos se dedicó a liquidarle los ingresos a Mellace, mientras el bueno de Dick miraba cómo sus derechos se esfumaban a través de la ventana.
Todo este hermoso quilombo es una gran parábola que puede servir, entonces, para hablar de nuestro ser nacional. Es decir: nuestra canción más popular, el clamor patrio que nos hermana, nuestro verdadero himno de esperanza, tironeada en la Justicia durante décadas por apropiación ilegítima y derechos de autor. Los trapos sucios, por suerte, los lavamos en casa.
¿Pero quién quiere contarlo de una manera veloz y sintética, si se puede contar de un modo más argentino?
La cantaste, la canté, todos los argentinos la cantamos. Porque nos vamos configurando así, con los primeros sonidos consensuados, con las primeras letras patrias aprendidas mientras somos recibidos por las identificaciones nacionales: vamos, vamos, Argentina te enseñan las tías nobles mientras te cargan en las rodillas. Con los años, las tías desaparecen, se convierten en fotos que llenan la bolsa de lo que falta pasar a digital, pero las tonadas perduran. Y un día no sabés cuándo fue que aprendiste lo de la«barra quilombera que no te deja de alentar», pero lo enseñás a un chiquito propio o a uno casual, igual lo enseñás: vamos, vamos Argentina, vamos, vamos a ganar. Pasan los gobiernos, los militares, los peronistas, quedan las canciones pelotudas.
Del sucundún de Las olas y el viento al Payaso Plin Plin, las canciones pelotudas son las que están mejor preparadas para sobrevivir a la extinción de la Especie y la Civilización. Como las cucarachas, cuando ya no quede ni Argentina ni resto del mundo, va a seguir sonando por fácil, por elemental, producida por los ruidos fortuitos del viento desértico y la erosión ácida, para que la escuche nadie, la felicidad, ja ja ja ja.
Son las once de la noche de un domingo y en la televisión La Voz Argentina triunfa como reality del año. El juego consiste en formar cuatro equipos de cantantes, cada uno al mando de una celebridad de la música. Mi favorito es el equipo del Puma Rodríguez, porque el tipo juega una carta brava, una carta que no cualquiera: se imita a sí mismo, el Puma, haciendo de señor mayor ligeramente libidinoso en lo que él mismo imaginará serán los brillos de su madurez. Cada equipo, además, tiene sus coach, sus entrenadores vocales. Y como el reality en realidad es el triunfo de la telenovela, es la telenovela volviéndose real, pinocho de carne y hueso, entonces todos se abrazan, y todos lloran, y todos agradecen la oportunidad de estar acá. Chicos del interior que paran por unos días de juntar manzanas y vienen a probarse, gordas con la revancha en la voz, para todos ellos, ay, qué buena está la fiesta de la televisión, mamá.
En 1974 Fernando Sutaita llevaba ocho años siendo el Dick de Bárbara y Dick. Alto, patricio, un James Bond con cuenta ganado que había aprendido a cantarle al amor en la solemnidad melódica de los sesenta, cuando el bolero se cantaba a sangre y fuego, como se canta una cardiopatía: se hubiera puesto un tiro en sus elegantes pelotas el elegante señor Sustaita de haber imaginado que para seguir cantando boleros en el siglo veintiuno sería necesario parodiar el ambo cruzado, deformarse ostensiblemente la peluca, hacerse llamar «Los Amados». Ni siquiera imaginó la parodia cuando compuso el famoso jingle Contagiáte mi alegría.
La melodía era oprobiosamente elemental, pero como luego ocurrió con Te quiero tanto de Sergio Denis o con Vení Raquel, de los Auténticos Decadentes, esa canción pasó a la inmortalidad como villancico de tribuna, debidamente modificado, adaptado para cantarse a coro desde una hinchada popular.
Para cuando llegó la copa del Mundo en 1978, el Vamos, vamos Argentina se cantaba así como venía y Fernando Sustaita, Dick, se hamacaba despreocupado sobre un éxito que, sin embargo, no tenía sello en mesa de entrada. Si lo hubiera tenido se ahorraba treinta años de culebrón judicial, pero no.
Además de la verificación de que éramos un país sano y fuerte capaz de logros deportivos a gran escala gracias a la entereza de su pueblo, el Mundial 78 nos dejó una colección de discos en ristra con canciones festivas para que no olvidáramos celebrarlo. Te podías comprar el de los relatos de José María Muñoz; o el de Ennio Morricone con la canción oficial. O el disco suvenir con todas las canciones que canta la hinchada, donde estaba el Sí sí señores de Santos Lipesker y, por fin, volviéndose una antífona oficial, el Vamos, vamos Argentina ahora bien grabado, en estudio, con coros profesionales, arreglos, un productor. El único detalle es que la canción aparecía firmada por un tal Roque Mellace. Y cuando Dick intentó reivindicarse como autor, ya era demasiado tarde y el disco estaba girando en el combinado de todos.
Digresión. Yo tengo una canción para registrar. Se llama Qué tendrá el petiso y tengo planes de convertirla en himno de la patria negra ahora que en la Argentina el rock se llama Bebe Contepomi. Ahora que el rock tuvo que ir a pedirle prestada algo de su furia original a Pablito Lescano y Pablito, generoso, graba con Calamaro, graba con Vicentico, como recordándoles quiénes fueron. (Yo quiero tomar/ vitamina, me tomo una bolsa/ y estoy pila pila). Ahora que Pablo Lescano se volvió un shock de keratina sobre el rock y su cadáver insigne. Ahora que Niceto tiene pista de cumbia. Ahora que la cumbia, victoriosa, ha impuesto su fiesta, y le ha colocado güiro y octapad a la lucha de clases. Ahora que el Quilmes-Movistar-Pepsi-La-Concha-De-Tu-Madre-Rock-Festival te hace pagar una entrada para ver a Los Tipitos si lo que querés es ver a Jack Johnson.
—La concha de tu madre es un sonido que reconozco.
—Sí, se ha vuelto una voz habitual.
—Cada vez más.
—No sé cuándo fue que sucedió.
—Solo sucedió.
—Digamos que es una construcción semántica exitosa. A la luz de su popularidad, tiene que haber hecho las cosas bien.
Mandá «la concha de tu madre» al veinte veinte y te regalamos El arte de injuriar autografiado por Diego Armando Cruz, el sargento Maradó. (Vos la tenés adentro. Y que la sigan mamando. Venimos siendo Diego. Lo venimos siendo tanto).
—El problema con Maradona es que no se murió, no se hizo mártir. Y vivo es demasiado real.
Fin de la digresión.
Lo que vino después fue muchísima más Argentina: Sadaic siempre reconoció a Sustaita como autor original, pero debido a un error administrativo bien criollito, pagó derechos de autor a un autor que no era el verdadero. Está bien, ahora autores somos todos, alcanza con que te decidas por blogger o wordpress y completes el blanco disponible para —suenan las fanfarrias imperiales— El Autor. Pero en los setenta para ser autor de algo (de una canción, de un detenido desaparecido) tenías que hacer carrera. Y entonces en la medición de simbólicas pijas artísticas también se libró el combate entre Sustaita y Mellace.
En 2007 la Justicia, que también tiene el temita de que es argentina, dijo que si Mellace alguna vez había cobrado, por algo fue, y debería seguir cobrando. Los herederos de Sustaita, muerto un año antes por un cáncer de garganta, apelaron, siguieron apelando. La canción no es de nadie. O peor, es mía, es de todos.
Derechos de autor intercedidos, pagos mal liquidados, al final la Argentina de la barra quilombera está llena de quilombos, como si el mundo le extendiera su posibilidad de realización material a la brava imaginería de la canción, a su pulsión anarco-cabeza. En este jingle primitivo que nos cruza melódicamente como cuentas de una tanza supranacional, la barra quilombera es propuesta y aspiración, un subrepticio wannabe. Y como somos un país que le da gestión a sus deseos, ahí está. ¿Querías quilombo, patria mía? Lo pedís, lo tenés.
—No, pero era solo un cantito.
—Nunca nada es solo un cantito.
En su historia de la manganeta formidable, la Argentina pareciera exhalar un patrón consistente, en cuyo último subsuelo habita un escepticismo sin fundamento pero muy apasionado acerca de las verdaderas ventajas del Estado y de la Ley. En 1853, la Constitución nos dio finalmente una Nación argentina. Y en 1872, José Hernández y su Martín Fierro —nuestro poema insigne— aportaron una noción para esa nación que nacía.
La acción transcurre a mediados del siglo diecinueve en la pampa argentina. Martín Fierro, el protagonista de la historia, es un gaucho desertor y homicida perseguido por la Justicia. Pero también es un hombre valiente, amigo de sus amigos y con sentido del honor. Es de noche y Fierro, en la oscuridad del campo, mira las estrellas. Y piensa. Piensa cosas y también se queja de la mala suerte que lo arrastró a ese lugar. De pronto el grito de un chajá lo pone en alerta y enseguida comprende el peligro. La policía se acerca. Fierro echa mano a su facón y se encomienda a los santos. Está dispuesto a morir como un valiente, y cuando la partida policial se le echa encima él se defiende con tanto coraje que uno de esos policías, el sargento Cruz, decide cambiar de bando y se pone a pelear junto al gaucho matrero. Después, los dos se escapan al desierto, juntos, para vivir entre los indios.
A la edad de veintiocho años, cuando los hombres del pensamiento crítico todavía se están buscando el pito, Jorge Luis Borges comprendió un atributo cardinal de la naturaleza argentina. Y en Evaristo Carriego, su primer libro en prosa, lo tuiteó para siempre: «El argentino es un individuo, no un ciudadano».
Copio de sus Obras Completas: «Nuestro pasado militar es copioso, pero lo indiscutible es que el argentino, en trance de pensarse valiente, no se identifica con él (pese a la preferencia que en las escuelas se da al estudio de la Historia) sino con las vastas figuras genéricas del Gaucho y del Compadre. Si no me engaño, este rasgo instintivo y paradójico tiene su explicación. El argentino hallaría su símbolo en el gaucho y no en el militar, porque el valor cifrado en aquel por las tradiciones orales no está al servicio de una causa y es puro. El gaucho y el compadre son imaginados como rebeldes; el argentino, a diferencia de los americanos del norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado».
Y después sigue: «Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una mafia, siente que ese héroe es un incomprensible canalla».
Cuatro tres siete nueve ocho seis cero cero: el conmutador de Sadaic te recibe con la Gata Varela entonando el tipo de tango que ha triunfado, el de la cadencia rasposa, goyenecheano, un tango rockero y actitudinal. De Gardel a Edmundo Rivero, de Charlo a Horacio Molina, la historia de la música popular nos ofrece cantores de profundísima disposición técnica, obsesivos de la afinación y el oído perfecto, filólogos de la emoción tanguera que podían pasarse un año ensayando una pieza, estudiando sus partituras originales y no salir a interpretarla hasta no sentirse seguros de ella. Pero la barra quilombera, eeeeeehh, ha elegido la garganta con arena y los postulados deficitarios del tango-chabón. Después de la Gata viene una zambita.
Me atiende la recepcionista que me pasa con prensa que me pasa con el departamento de Obras que me pasa con alguien más. En los intervalos de la espera van sonando las músicas argentinas que abruptamente se terminan cuando, del otro lado de la línea, una voz me promete revisión de expediente y actualización del conflicto. Mientras tanto, me informa que Fernando Sustaita registró, junto a dos personas más, la canción Vamos, vamos Argentina el siete de noviembre de 1978 y lo hizo con los siguientes subtítulos: Argentina vamos, vamos; Vamos, vamos Argentina, la del Mundial; La del mundial y Argentina, vamos vamos, la del Mundial, como para que nadie dudara de qué canción y de qué autor estábamos hablando. Pero por más enfático que se hubiera propuesto ser, Sustaita no podía modificar el hecho de que Roque Mellace registrara algo que se llamó Vamos, vamos Argentina el trece de diciembre de 1977, casi un año antes. Gol de Mellace. Y Sustaita se va a llorar a los vestuarios con René van de Kerkhof.
La historia de los países es, tantas veces, la historia de algunos de sus apellidos, el branding nominal de los sujetos que se encaraman en el destino de todos y de algún modo lo van llevando —nos van llevando—: Tinelli, Kirchner, por decir dos.
La cupé Torino, los termos Lumilagro, el programa de Marcelo. Pocas veces la televisión argentina expresó con tanta claridad a esa criatura nacional, a esa incandescente barra quilombera, como en aquel aventurero startup que se llamó Videomatch y que asomó su cabeza en la pantalla del primer Telefé cuando ya estaban apagando las luces de los ochenta, como avisando lo que se venía.
Con un cotillón primigenio de bullicio y medianoche, el programa supo establecerse a partir de un fuerte registro identificatorio: todos éramos esa barra de amigotes tan atolondradamente argentinos, destinados al consumo masivo, héteronormados y con roles definidos para facilitar su masticación: Bonadeo les dio su gordo infaltable; Teto Medina, su galán de Camel Box; y Lanchita Bissio, esa simpatía loca, mentirosa. Por otro lado, nunca hubo dudas acerca del rol principal: nació al frente de su equipo, lideró desde el inicio su propio sabor del encuentro, y dos décadas después sería el dueño del resto de la televisión nacional, sería una marca nativa, un invento nuestro y nosotros un invento de él, el país de píterypaula. Tinelli, toda esa Argentina de Marcelo Hugo.
Son las once y media de la noche de un viernes. Estoy en la sala de maquillaje de un canal de televisión. Sentada al lado, maquillándose también, Virginia Gallardo, una exnovia de Ricardo Fort. El culo hecho. Las tetas hechas. Los dientes hechos. Otra Elfa de la civilización del espectáculo que se alista para salir a asegurar la pantalla porque la pantalla asegura anunciantes y los anunciantes aseguran vida, existencia. Unos minutos después ya estoy dentro del rockabilly de la tevé trash, debidamente sentado a punto de salir en vivo junto a otros invitados. Estamos en el cuarto subsuelo de la grilla de programación, en los arrabales de la planilla, dispuestos a festejar si arañamos los tres puntos de rating: cuatro. Contra los treinta de Marcelo, Fantino ya sabe que es imposible, así que con inteligencia se ubicó en un extremo del off industrial, apostó a Twitter y se volvió de culto como se puede volver de culto un Mauro Viale, una Anabela Ascar. Guido Süller, tras los decorados, me dice que va a atacarme por algo que escribí. Que esté listo para contestarle. Armamos un entretenimiento fugaz de petardos mojados, un catch de palabritas reproducidas cien mil veces por punto de rating y que no quedarán en ningún lado. Podría escribirlas yo acá para salvarlas de la intrascendencia y de la nada, pero no creo que se lo merezcan. El reality, el infomercial: la era de la hibridez.
La Argentina, además de soja, exporta figuras de su recauchutaje televisivo. A Chile, a Uruguay, a Paraguay, a México. Su balanza comercial es largamente positiva porque se han ido muchos más de los que han venido. Lo de la familia Caniggia es otra cosa, eso fue una repatriación.
El programa de Fantino se llama Animales sueltos y vale la traducción mano a mano: los animales son la barra, y están sueltos así que seguramente estarán haciendo quilombo.
—Hija de puta, estás de barra quilombera hasta el culo.
—A vos nadie te pregunta con qué te drogás.
—Te voy a meter en una granja.
—¡Dejáme en paz!
Creímos que la cocaína era una droga de los noventa porque el menemismo y su carrera hacia el éxito corporativo precisaban de su transporte de euforia. No. No. No. En esta segunda década del siglo veintiuno, la merca argentina está relatada en la televisión mejor que en ningún otro espacio: el brote neurótico, la pelea en velocidad y su gran snif de todos los días, de todas las horas, de todo el tiempo: la medición del rating minuto a minuto: minutoaminuto. Salgo del estudio y voy hasta los controles: ahí está, una pantallita como cualquiera en una pc de escritorio informando el número de audiencias propias y ajenas, actualizándose cada sesenta segundos, con dos operarios del recontraespionaje administrando esa información, haciéndosela llegar a conductores y productores de piso. Y un Gran DT, un productor ejecutivo, que manda el corte porque en el programa de al lado también fueron al corte pero ahora pide aire porque ya vuelven y ahora manda informe y ahora pide riña en el piso y ahora pide la paz porque ya no vamos.
Son las tres de la tarde del domingo nueve de diciembre del 2012. En la esquina de Diagonal Norte y la avenida 9 de Julio, una multitud celebra el día de la Democracia y los Derechos Humanos fuertemente promovido por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. En los laterales, acompañando a las columnas que todavía distraídamente marchan hacia Plaza de Mayo, puestos de agencias oficiales ofrecen folletería instructiva: por los derechos de los pueblos originarios, por los derechos de las mujeres, por los derechos de las minorías sexuales, por los derechos de las víctimas del Terrorismo de Estado. Hay fotos, algunas esculturas alusivas y venta de mermeladas regionales. Amado Boudou, el vicepresidente de la Nación, ha dicho en su cuenta oficial de Twitter que la Plaza estaba llena de amor. Es un acto sin banderías políticas manifiestas, pero está claro que la gente que vino es gente que apoya al gobierno kirchnerista.
Junto a una boca de subterráneo, un grupo de veinteañeros salta y canta consignas contra el diario Clarín, a quien señalan como enemigo del pueblo. Están visiblemente eufóricos y parecieran alcanzar cierto clímax cuando, gritando a coro, recitan:
—Cristina, Cristina, Cristina corazón, acá tenés los pibes para la liberación.
Ellos llevan barbitas no deliberadas, remeras con mensajes, pantalones de jeans y en los pies, tenis. Ellas apuestan a los colores vivos y llevan pantalón bajo la falda. Las personas se mueven, se desplazan, pero ellos han elegido quedarse un rato más allí. El camino por Diagonal Norte es un poco tortuoso y el amuchamiento de personas hace que se pueda avanzar muy lentamente. Personas que van saliendo y personas que van entrando quedan cara a cara por unos segundos hasta que sus respectivas mareas se mueven y nuevamente con las mareas, las personas. Después de unos cien metros, sobre la izquierda en dirección a la Plaza, hay un escenario donde un grupo de música folclórica argentina está ejecutando un carnavalito, vestidos apropiadamente con ponchos y gorros quebradeños. Lo hacen con oficio, con habilidad. Cuando terminan, el cantante grita algo sobre la democracia y algo más sobre los derechos humanos. Algo que todos aplauden.
Pasando el escenario, la perspectiva en fuga hacia delante ya permite avistar la primera esquina de Plaza de Mayo, la que está junto a la Catedral de Buenos Aires, donde descansan los restos del general don José de San Martín, padre de la patria. Donde Diagonal se junta con Rivadavia se produce un claro y por allí se lo ve pasar a Juan Cabandié, nieto recuperado por las Abuelas de Plaza de Mayo y actualmente legislador kirchnerista. Cabandié pasa por delante de Reinaldo Ojeda, un hombre que ha perdido una pierna, se mueve con una muleta y que fue figura en el programa Bailando por un Sueño que conduce Marcelo Tinelli. Nadie reconoce a Ojeda, que posiblemente haya sido poco consumido por el público del kirchnerismo, aunque él tampoco parece necesitarlo, más bien está concentrado en su trabajo: drásticamente vestido de colombiano, con el sombrero del Vallenato y la camiseta de Falcao, Ojeda tiene un puesto de empanadas hechas con masa de arepa. Las vende a ocho pesos cada una, lo que las convierte en las empanadas más costosas de Buenos Aires teniendo en cuenta que Guerrín cobra las suyas siete con cincuenta. Guerrín. Al otro lado de Bolívar, sí, finalmente, Plaza de Mayo, la última terminación nerviosa de la política argentina y su historia. Allá adelante, pasando ese gran clítoris de la Nación que es la Pirámide de Mayo y antes de llegar a Casa Rosada, se levanta el escenario central, donde ahora sube Fito Páez para cantar algunos de sus clásicos. Comienza con Yo vengo a ofrecer mi corazón. La reacción de la gente, de toda esta clase media que no es ni alta ni baja, o sí, es baja, ratona, pero que tiene el capital de su ilustración en la Universidad de Buenos Aires, los saberes que les han dejado Durkheim y Weber en los apuntes del CBC, es entusiasta. Avanzar hasta el centro de la Plaza implica un ahogo que dura varios minutos, solo pudiendo ver la espalda demasiado cercana de la persona que está adelante. Los piletones donde los manifestantes peronistas del 45 refrescaban grácilmente sus pies producen un relieve y desde allí es posible divisar la pantalla que retransmite lo que va a seguir pasando en el escenario: después de Fito, hablará la señora Presidenta. Cierra Charly García. Pasan unos minutos de evidente reorganización interna y nuevamente se apagan las luces. Hay un rumor expectante acerca de lo que vendrá hasta que es anunciado un video sobre la democracia y la sucesión de los gobiernos argentinos. En pantalla se ven pasar distintos protagonistas de la historia reciente. La reacción del público es fácilmente anticipable. Demasiado. Quedás expuesto a cierto tipo de vergüenza, la misma que sentís cuando alguien aplaude al Che Guevara en los conciertos de Ismael Serrano.
Irigoyen: aplausos.
Perón: aplausos.
Evita: aplausos.
Almirante Rojas: abucheos.
López Rega: abucheos.
Cámpora: aplausos.
Martínez de Hoz: abucheos.
Videla: abucheos.
Hebe de Bonafini: aplausos.
Néstor Kirchner: aplausos.
Cristina Fernández: aplausos.
Sale la Presidenta al escenario. Habla Cristina. En vivo. Ahí está, rigurosamente vestida de negro, abriendo la discusión acerca de los usos y recursos del luto político. Y tanta gente poniendo la fe en debates como ese. Tal vez porque la muerte de Néstor haya sido una muerte imperiosa, una muerte de doce puntos: no había reelección del modelo sin esa muerte. Es decir, si ya te compraste la remera de La Cámpora en Mercado Libre y necesitás creer que Néstor le entregó su vida a la causa, tenés de dónde agarrarte. Antes de hablar, la Presidenta entrega premios a bienaventurados del arte popular. Y después de los premios todos cantan el Himno Nacional. Cuando la Argentina son los dientes de Jairo.
Unas vendedoras de Coca Cola se paran a cantar también. Hay una especie de jubilosa concentración, un magma. Después Cristina dice: compañeras y compañeros.
Saliendo, contrariando el gentío, con los carteles de frente, se lee: Paka Paka o muerte. Paka Paka es una señal infantil producida por la secretaría de Medios que forma parte de los estandartes kirchneristas en el área de comunicación, el área donde el gobierno libra sus batallas más duras. Detrás del cartel, el despeje, la salida. Cris, me encantó la córeo.
Segundo llamado a Sadaic. Me pasaron el nombre de la doctora en leyes que está al frente del departamento de judiciales. Ella es de la tierra de mujeres divinas, ella es argentina, como ella no hay:
—No, mirá, eso está archivado.
—¿Pero quién está cobrando los derechos actualmente?
—Y bueno, eso habría que verlo.
La canción Vamos, vamos Argentina tiene una estrofa oculta, cuatro versos que quedaron en ningún lado, que nunca nadie cantó. Son los Evangelios apócrifos excluidos de la liturgia tribunera, tal vez por haber sido redactados expresamente por un productor musical para que el disco pudiera girar más veces. Esos versos dicen que el equipo está en la cancha, que el partido ya empezó, que el estadio se estremece cada vez que la Argentina hace un gol. Canten, putos.