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Cenizas en Venice Beach

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Una crónica hermosa y desgarradora sobre el hecho de perder a alguien y todos los pasos que hacemos o nos inventamos para estar mejor.

«En Santa Mónica, ahí es donde fue más feliz», me dijo Pamela, amiga y compañera de yoga de mi hermana, Jorgelina. Tomábamos mate en la cocina de la casa de San Isidro donde ella había vivido hasta su muerte. Un año mayor que yo, Jorgelina, de ahora en adelante Lucio (así le decía desde chiquito, por una razón pequeña y demasiado larga de explicar), se fue el 14 de febrero de 2014 por las derivaciones de un cáncer que empezó en la mama izquierda y, tras resistir los embates de la medicina, terminó contaminando su hígado hasta matarla con apenas 43 años.

Diez días antes de eso, Pamela y mi hermana habían hecho un viaje a Río de Janeiro para pasar un fin de semana largo. Fue su último paseo. Todavía en Río, Lucio me envió un WhatsApp pidiéndome que la fuera a buscar a su regreso, y eso hice al día siguiente. Recuerdo haberme impresionado cuando la vi asomar en migraciones de Aeroparque: estaba muy desmejorada. Se había ido una Lucio todavía elegante, la hermana encendida que, aun castigada por la enfermedad, conservaba su gracia con conmovedora convicción, y cuatro días más tarde había regresado el eco otoñal de esa expresión, una mujer que empezaba a despedirse.

Veinte días después del entierro, con las secuelas de la paliza todavía en mi cuerpo, esta vez fue Pamela la que me escribió por WhatsApp. Me pedía vernos. «Tengo que contarte algunas cosas que charlé con tu hermana en el viaje», dijo, misteriosa. La noté asustada: todo alrededor estaba en llaga. Aquellos eran días complejos. Un largo blues estaba por concluir —la eterna enfermedad, la impotencia, la asfixia de ver sufrir a una hermana— pero su coda final prometía perpetuarse en el tiempo. Yo recién comenzaba el proceso de metabolización del choque, un poco por la cercanía del hecho y otro poco porque, como mi hermana estaba divorciada, debía ocuparme de todo lo que ella había dejado en la tierra: propiedades, capital, pertenencias, recuerdos. Nunca es fácil acomodar el patrimonio póstumo de alguien querido: es como barrer los cristales rotos de tu alma.

Aquella mañana soleada de marzo, Pamela llegó y me dijo, con alguna dificultad: «Tu hermana quiso irse a Brasil conmigo para darme algunas indicaciones para cuando no estuviese más». Recuerdo que reparé, por un instante nomás porque no quería distraerme en las formas, en la expresión que había usado Pamela: «cuando no estuviese más». Ese eufemismo que revelaba la dificultad para verbalizar el espanto.

Pero después recuerdo otra cosa: mi sorpresa.

Pamela era de mucha confianza para Lucio, una suerte de alma gemela con quien había encontrado una conexión emocional construida a fuerza de Asanas y meditaciones. Alguien a quien había conocido en una faceta ulterior de su vida, cuando dejó de ser una alta ejecutiva de una corporación para convertirse en una persona que buscaba todos los caminos posibles para sobrevivir. Pamela hablaba; yo la escuchaba en absoluta quietud. Me contó que mi hermana le había dado detalles pormenorizados acerca de la distribución de algunos bienes. Lucio había planeado todo, incluso su final: como epílogo de su paso por este mundo, quería que la cremásemos y que esparciéramos sus cenizas en las playas de Santa Mónica, en California, Estados Unidos. «Fue el lugar en dónde más plena se sintió», dijo Pamela antes de irse.

La despedí y me quedé solo en la casa de San Isidro, en el hogar que había sido el refugio de mi hermana, rodeado de sus fotos, sus muebles y sus gatos. Pensé en llamar a mi vieja para contarle, pero me detuve. Necesitaba acomodar la información nueva, que era mucha. En primer lugar, había algo en la naturaleza de mi hermana que me resultaba ligeramente inquietante. Lucio había dejado una suerte de testamento informal y yo, que era su único hermano, lo conocía después de su despedida. El solo hecho de imaginarla hablándole a una amiga de cosas tan esenciales me provocaba un sentimiento extraño. ¿Por qué no me lo dijo?, pensé, ¿por qué eligió un intermediario, aun tratándose de alguien confiable e insospechadamente cuidadoso, para compartir algo tan nuestro?

Con el tiempo entendí que fue la forma más adecuada que encontró: desollados como estábamos, cualquier diálogo sobre el asunto entre nosotros, por más relajado que hubiese intentado ser, hubiera resultado imposible. Desde hacía un año largo, desde que la enfermedad había vuelto a atacar con una voracidad inusitada, al tiempo que nuestro vínculo se afianzaba también emergía su contracara: la desesperación, el enojo turbio y zigzagueante y la sospecha de que el tsunami venía por nosotros. La tierra temblaba. Los animales se escondían o se subían a los árboles. El cielo crujía y se volvía gris pero yo siempre trataba de atisbar el claro. Que no aparecía. Esa permanente sensación de intranquilidad infectaba nuestra vida cotidiana, convirtiendo cada día en una batalla desigual y desgastante, y a la vez cubierta por una materia que era del orden de la superstición. Como si no mencionar el asunto, como si no hablar o conjeturar sobre el día posterior al cataclismo, fuera también una forma de conjurarlo, una tácita y bizantina manera de darle la espalda, de que no ingresara en la categoría de lo inevitable.

Nos queríamos mucho.

Hacía rato que habíamos dejado de competir por el amor de nuestros padres o, tiempo después, por el de los amigos en común. Nos llevábamos once meses —ella era más grande que yo—, y si bien a los veintipico tironéabamos de las mismas personas —Lucio se puso de novia con Claudio, un gran amigo mío, y me costó asimilarlo— con la llegada a la adultez las charlas se volvieron un lugar de encuentro para ambos. Más aún desde que palabras como metástasis o remisión aparecieron en su universo. Como ocurre con los vínculos que son absolutos, es decir, que no están subordinados a las estaciones sino a los genes, conmigo Lucio era capaz de cubrir un arco de reflexiones verdaderamente amplio: podía hablar de complejidad de las relaciones modernas y diez minutos después poner una voz de nena y hablar de su gato. Ese fue el tesoro que conservamos y que la adultez o el dolor no nos robó: generamos un mapa de complicidad palpitante que nos permitía ir y venir libremente de la cavilación al disparate, sin cuidarnos de abusar de la deriva filosófica («¿Y si la monogamia finalmente es imposible?») o de los chistes malos («Me dicen asistencia perfecta: vino el lunes, vino el martes, vino…»). Muchas de esas conversaciones se daban en el living de su casa, con ella sentada sobre su sofá de cuero blanco de dos plazas, el lugar en donde conectaba con su galaxia. Allí, comiendo helado o tomando Malbec, miramos decenas de películas y series juntos. Y allí fue que no pudimos pasar del quinto capítulo de Breaking Bad, cuando Walter White decide empezar un tratamiento contra el cáncer.

Su internación final tomó cuatro días y fue una oscura vigilia que sirvió para juntarnos con amigos y despedirla. La certeza de que era el fin yo la había tenido un poco antes, en el viaje en mi auto hasta el sanatorio, una mañana clara de lunes. Verla doblegarse de dolor ante cada frenada, con la cara apagada y amarilla por la implosión de la bilirrubina, hundida de repente en un pozo de mutismo y soledad, fue una pesadilla que todavía hoy, mientras escribo esto, sigo atravesando. Tener que seguir manejando en esas condiciones fue como mantener la calma en un precipicio. Quería gritar, pero no podía. Ni siquiera lloré: no quería que, aun perdida, me viera derrotado. Pero lo cierto es que ella se iba y yo me quedaba solo. Mi hermana mayor, la que me había cuidado aunque yo no pudiera recordarlo o reconocerlo, aquella con la que había aprendido a nadar, a andar en bici, a repetir de memoria las capitales de Europa, me abandonaba hasta el fin de los tiempos.

De todas las sensaciones, la más difícil de aceptar, por la enorme culpa que escondía entre sus pliegues, fue la del alivio. ¿Cómo podía ser tan egoísta?, pensaba. ¿Cómo diablos podía sentirme aliviado por la muerte de mi única hermana? ¿Cómo podía ser ese un sentimiento honesto si eso que había sucedido me acompañaría para siempre como un estigma, de la misma manera en la que, en la Edad Media, los delincuentes colgaban una enorme piedra desde su cuello? «Cuando alguien se enferma de cáncer, su entorno más cercano también se enferma», me había dicho, en privado, el oncólogo de Lucio. En ese momento me pareció exagerado, además de injusto: era mi hermana la que perdía el cabello, era ella la que se retorcía de dolor como una lombriz, ella era la que había convertido su cuerpo en un laboratorio ambulante, la que quedaba devastada con cada quimioterapia, con sus venas detonadas por un cóctel de drogas que al tiempo que mitigaban los efectos del pacman interno, destruían, como Atila, todo lo que encontraban a su paso.

Pero la visita de Pamela me disparó otros interrogantes. ¿Por qué fue tan feliz ahí, en ese lugar tan extraño? ¿Qué atractivo escondían esas playas, qué había pasado ahí que yo desconocía? Esa deriva mental me condujo hacia otros pensamientos, alguno de los cuales me abatieron un poco, si es que tal cosa, de acuerdo al contexto, era posible: ¿Cuánto conocía realmente a mi hermana? Era evidente que menos de lo que yo pensaba o de lo que estaba dispuesto a admitir. Por lo pronto no tenía idea de que allí, en esas aguas que bañan la península de California, acariciada por la brisa del mar y por su novio de entonces, Lucio había encontrado su nirvana.

Un poco por su trabajo pero mucho más por decisión, mi hermana conocía el mundo. Había podido recorrer casi todo Europa, parte de Asia, mucho de Estados Unidos. Tenía un par de posgrados y una inteligencia feroz, y era lo que podríamos denominar en términos industriales una workalholic. Esos atributos, sumados a su capacidad para absorber responsabilidades, le permitieron escalar posiciones dentro la empresa de origen alemán en la que trabajaba hasta llegar a los niveles más altos. Lucio se había propuesto ser una estrella en la crispada vía láctea del capitalismo. Aquello le dio millas, garbo, prestigio, dinero, pero también le quitó otras cosas. El «éxito» corporativo, cuyo combustibles son el sacrificio corporal y la entrega intelectual, suele ser como el sol: te da abrigo, incluso te cobija, pero si si te acercás demasiado te termina quemando. Acepta que ingreses a sus mejores salones, pero, más aún si sos mujer, te pide que dejes en los pasillos de entrada parte de tu sensibilidad, incluso tu ternura.

Pero además de ese caudaloso patrimonio sensible, Lucio tenía una enorme avidez literaria. Leía mucho y de todo: Flaubert, Samuelson, Fante, novedades, algún japonés, Piñeiro. Pero al igual que la maternidad —que nunca fue un plan de vida—, todas esas inquietudes terminaban tapadas por el mandato del escalafón laboral. Solo cuando decidió dejar su cargo, o sea, cuando una nueva ofensiva de la enfermedad la convenció de abandonar ese estilo de vida para abrazar otro más introspectivo, comenzó a desarrollar esos atributos. Se inscribió en un taller literario en Palermo y, de a poco, comenzó a escribir. No lo hacía mal, solo que lo empezó a hacer tarde.

Hace algo más de un año, un mediodía soleado me encontré de casualidad en un bar con un ex profesor mío, filósofo. Estaba con su mujer, a quien yo creía no conocer. Charlamos mucho, nos pusimos al día. Su mujer se distrajo leyendo el diario. Y en un momento, no recuerdo por qué, nombré a mi hermana como nunca hago: dije «Jorgelina». Fue como evocar un ángel. La mujer dejó el diario y, con la mirada encendida, soltó: «Tu hermana era una genia. Me encantaba lo que escribía». Supongo que me reí, como hago siempre, un artilugio para no emocionarme más de la cuenta. Al rato se fueron. Me quedé pensando y después de atar algunos cabos supe que era Ángeles Salvador, la autora de El papel preponderante del oxígeno, uno de los mejores libros de 2017. Parece que el mundo, además, se perdió a una posible escritora.

Escribo esto, parte de lo que recuerdo, quizás para compensar lo que se fue. A Lucio puedo imaginármela, pero me cuesta mucho recordar su voz. Por más que lo intento, por más que hago un esfuerzo por recrear el tono y el color de su palabra, no logro oírla del todo. Es un sonido que llega difuso, un recuerdo que orbita en alguna constelación, disuelto en moléculas de olvido. ¿En qué otra faceta, si no es en la de una voz que puede evocarse fácilmente, es que una presencia conserva su intrínseca condición, su potencia infinita? Cuando esa presencia desaparece su lenguaje va debilitándose en nuestra cabeza, su llama se extingue en un lento pero implacable fade out.

Trato de no reparar en eso, pero cuando lo hago lo que sobreviene, además de la nostalgia, es un sentimiento de orfandad que no se parece a nada, como una ola que avanza, se ensimisma y, en el cenit de su efímera consagración, te humedece los huesos hasta deshacerlos. Con Lucio perdí una aliada, un soldado de mi pequeña patria en el que depositaba no solo confianza, sino tranquilidad. La vida no es pródiga en incondicionalidades, pero ella sí lo fue: sin importar el momento o el lugar, sin siquiera detenerse en la razón del conflicto, se plantaba espalda con espalda conmigo y, con la firmeza de quien distingue el adversario, se paraba de manos para defendernos del mundo. Después veíamos quién tenía razón, pero primero bancaba. Vivimos rodeados de amigos, pero cualquiera que haya desarrollado una relación estrecha y sana con un hermano sabe que ese vínculo sanguíneo, superadas las retenciones absurdas que demanda el ego, es distinto a cualquier otro.

Recuerdo haber pensado alguna vez, en medio de esa timba demencial que acompaña la agonía, en lo que podría pasar luego de su partida. Parece algo absurdo, pero me resultaba inevitable. Un poco por ansiedad —un rasgo de época— y otro tanto para no ser sorprendido por la muerte, lo cierto es que mi mente disparaba ráfagas de escenarios hipotéticos. ¿Sería tan doloroso? ¿Podría consolar a mi vieja? ¿Cuánto duraría el duelo? ¿Qué había al día siguiente? ¿Y al otro? Pues bien, cuando sucedió, toda proyección se volvió papel mojado: ahí estaba yo, aplastado y solo, atravesando un dolor inédito. La muerte llegaba con su largo aviso de eternidad, su inconmovible verdad, su olor infinito.

Negación

Casi cuatro años: eso fue lo que tardamos en cumplir la promesa. A la distancia, supongo que eso fue lo que demoraron en reacomodarse nuestros muebles rotos. Para mi vieja, viuda desde hacía siete años, la pérdida tenía una anomalía adicional: no es natural que una madre despida a una hija de poco más de cuarenta años. Hay un plan que se interrumpe para siempre, una estirpe que se profana. Mi hermana, en parte por la enfermedad y acaso por su carrera, tampoco tuvo hijos. Todo eso confluía para que el ánimo de mi vieja fuera una incógnita, un iceberg de combustión del que solo veía su fachada, pero que imaginaba grande y lúgubre como una catedral gótica. Sentía que nuestros encuentros, sobre todo al comienzo, se marchitaban, saturados de baja energía. Con el tiempo me di cuenta de que eso era una proyección y que mi vieja, con la hidalguía de quien rechaza una invasión, era una experta en el arte de la resistencia.

El 29 de diciembre del año pasado, ella, mi mujer —Juliana— y yo volamos hacia Los Angeles para cumplir el último deseo de Lucio. La idea era pasar fin de año allí, y en algún momento del Año Nuevo lanzar las cenizas al mar. Ninguno de los tres conocía la zona, de manera que, además de la carga emotiva con el que fue emprendido, el viaje también tuvo un aspecto revelador, de alguna manera iniciático. El lugar específico al que fuimos es Venice Beach, una aldea neohippie de treinta cuadras con atardeceres de postal, capital de la contracultura durante los años sesenta y setenta. Su costa y sus callejones desbordan mitología. Caminando por esas playas, un mediodía del verano de 1965 Jim Morrison se reencontró con un ex compañero de la Universidad de California, Ray Manzarek, y sentados sobre la arena le propuso formar una banda de rock a la que llamarían The Doors. Para convencerlo, Morrison le recitó los versos del tema «Moonlight Drive», que ya tenía compuesto: «Vamos a estar realmente cerca, nena, vamos a ahogarnos esta noche. Yendo abajo, abajo, abajo…».

Inspirada en la Venecia italiana, Venice Beach fue fundada en 1905 y fue trazada con canales y casas bajas para recrear la arquitectura de la ciudad europea. Fue pensada como un balneario para el descanso de los angelinos y del resto de los residentes de la península. Hacia mediados del siglo pasado, la pequeña ciudad comenzó una extraordinaria transformación: la floreciente cultura beatnik la tomó como una de sus mecas. Ya en los sesentas, el aire se llenó de electricidad. Entre el rock y los vientos revolucionarios, en pocos años esta solapa de tierra se convirtió en un enclave soleado en el que era posible fantasear con otra clase de sueño americano, ya no darwiniano sino hedonista: el altar no era el dinero, era el placer.

Con el tiempo, ese reducto abigarrado en el que el clima templado, al igual que las gaviotas, no desaparece nunca, también se transformó en la quintaesencia de lo cool, con surfers, skaters, fisicoculturistas, artistas y bohemios en general trepidando sus calles, convirtiendo el lugar en una Babilonia palpitante y sexy, dueña de una personalidad definida, distinta a todas.

Ira

Esa vibración la percibimos apenas llegamos, y esa fue la primera pista para comenzar a entender el amor de Lucio hacia el lugar: aquello parecía la tierra prometida, la utopía posible dentro del sistema, un descanso asequible, todo lo bucólica, libre y canábica que podía permitirse ser la Matrix.

Plagada de negocios y de bares, la calle principal de Venice Beach se llama Abbot Kinney Boulevard, en honor a quien fuera el cerebro detrás del diseño de la ciudad. Su historia es interesante. A fines de la década de 1870, Kinney, que trabajaba en la tabacalera familiar afincada en la Costa Oeste, realizó un largo viaje por Europa y Oceanía. Recorrió España, Grecia, Turquía, Nueva Guinea, Australia e Italia, en donde visitó Venecia y se enamoró de sus canales y de su disposición arquitectónica. Unos meses después, ya en los Estados Unidos, viajaba en tren de regreso a San Francisco cuando la nieve obligó a la máquina a detener su marcha. Kinney, que era asmático, decidió dirigirse hacia el sur de la península de California y, cuando cayó la noche, buscó alojamiento en un resort de la ciudad de Sierra Madre. Como no había lugar y estaba cansado, pidió permiso para dormir sobre una mesa de pool. Al día siguiente le dolía la cintura, es cierto, pero los síntomas del asma habían desaparecido. El clima de la zona lo había hecho posible. Kinney compró un terreno de 250 hectáreas, iniciando un largo romance con la región, que culminaría a comienzos del siglo XX con la realización del trazado de Santa Mónica y Venice Beach, inspirándose en Venecia.

¿Cuánto habrá influido esa atmósfera amable y optimista en la maceración del vínculo de Lucio con el lugar? ¿Cuán aliviada se habrá sentido cuando, ya enferma, pasó un mes aquí junto a Christopher, su novio escocés, hamacada por el murmullo terapéutico del mar? ¿Cuántas caminatas doradas por la playa, descalza y crepuscular, le habrán dado un aliento de sobrevida en su pulseada? Aquella fue la tercera vez que Lucio visitó el lugar. Ocurrió dos años antes de morir, en uno de los tantos viajes que emprendió con Chris, a quien había conocido en Buenos Aires el verano anterior.

Es probable que el clima le resultara encantador, tanto o más que el espíritu iconoclasta de la ciudad, su respiración, la gestualidad despreocupada de su gente: hippies de Woodstock algo derrotados, dandies decadentes y melancólicos que fatigan sus calles coloridas con paso jamaiquino, esa aletargada movilidad que nos recuerda que hay algo alienante en el modo en que vivimos en nuestras ciudades. Pensaba en eso mientras caminaba con Juliana y mi madre por la costanera, lo que me condujo a otros pensamientos y a una frase que Lucio cantaba con impostada e hilarante pasión: «el ritmo de la vida me parece mal», del tema «Si no te hubieras ido». La evocación me sacó una sonrisa, porque la recordé riéndose de la colosal elementalidad de la oración, pero disfrutando también de su deliciosa melodía y de la teatralizada intensidad de su cantante, el mexicano Marco Antonio «Camisa Abierta» Solís.

Negociación

Ya instalados en Santa Mónica, decidimos que la ceremonia la haríamos durante el atardecer del 1 de enero. Era el momento de bautizar el año y de cerrar el círculo, de hacer aquello que habíamos ido a hacer, de ofrecerle la promesa al Universo. No teníamos muchas precisiones sobre qué o cómo proceder, pero sí sabíamos que sería algo austero, por supuesto íntimo y, aunque laico, cargado de un simbolismo pagano. A pesar de que ninguno practicaba una religión —Lucio tampoco—, sentíamos que, de una manera un tanto oblicua, eso que estábamos por concretar tenía una enorme carga espiritual. Era algo sagrado, aun cuando no tuviera una liturgia ancestral que la respaldara. Era un rito cuyo enorme peso volvía vano todo intento por imaginarlo antes de su ejecución. Aquello era un poco desconcertante. Lo sentía en el aire y en el cuerpo, en la amarga e imprecisa tensión que se fue generando a medida que se acercaba la hora. Mientras más nos aproximábamos al momento de hacerlo, menos quería pensar en él, como si no detenerme en los detalles me permitiese obviar el tembladeral al que me vería expuesto.

Las cenizas viajaban en una urna de madera sellada de unos veinte centímetros de largo por diez de ancho. Durante el trayecto, observé la caja con cierta indiferencia, como quien escruta de lejos un objeto poco confiable. No sabíamos cómo eran, no habíamos abierto el cofre, aunque casi tuvimos que hacerlo en la escala en México DF, cuando un policía en la Aduana, no contento con los certificados que debidamente tramitamos, pretendía que le mostrásemos el contenido. Escaneadas por los rayos X, las cenizas, naturalmente, aparecían como lo que son: polvo sospechoso. «¿Es necesario amigo? Está sellado…», le expliqué. El policía llamó a un superior, un hombre de bigotes poblados que cumplía todos los requisitos del realismo mágico, quien caprichosamente y sin mirarnos nos permitió seguir.

Por sugerencia de Juliana, compramos un ramo de flores blancas en una tienda. Ella y mi vieja armaron entonces una suerte de corona en forma de corazón. La idea era improvisar un pequeño altar en la arena, a metros del agua, sobre un lienzo, junto a una foto suya y a un parlante portátil que reproduciría algunas canciones elegidas. Así lo hicimos. Al lado de una hilera de rocas gigantes, rodeados de personas que, ajenas a todo, continuaban con sus actividades, batallando contra el viento que apagaba la luz de las velas y con el rugido del océano de fondo, armamos nuestra breve misa de réquiem. Prendimos varias veces las velas, y una vez que un puñado de ellas lograron permanecer encendidas nos dispusimos a abrir la urna.

Desajustamos los cuatro tornillos de sus costados, lo que permitió que la tapa pudiese deslizarse, y cuando lo hicimos descubrimos que las cenizas estaban, además, dentro de una bolsa termosellada, que también abrimos. Las cenizas, efectivamente, eran cenizas: partículas oscuras apenas más grandes que el polvo. No pude dejar de pensar, con una rara mezcla de módico estupor e incredulidad, que allí estaba Lucio, reducida a la casi inexistencia: doscientos gramos de nada.

Depresión

Hoy, que lo repaso, emerge una tristeza seca y fantasmal, pero en ese momento la determinación de llevar adelante el plan se impuso por sobre cualquier sentimiento. Antes de abrir la bolsa, le di play a «Ya no estás», de Las Pelotas, un tema festivamente crudo que a Lucio le gustaba y que desde su muerte adquirió nuevos significados («Quisiera verte esta mañana, para olvidarme que ya no estás»). Finalmente tomamos la bolsa y, con alguna dificultad, comenzamos a arrojar las cenizas, que se desprendieron de la caja sin ningún orden. Algunas se montaron sobre una ráfaga de viento y se perdieron en el espacio, otras cayeron de inmediato al mar, mezclándose con la sal, haciéndose mundo; otras pocas sucumbieron de inmediato a la fuerza anatómica del aire y, luego de un breve recorrido, se amotinaron en mi pantalón arremangado, como resistiéndose a marchar. Mi primer impulso fue sacudírmelas, y eso hice, pero luego decidí dejar de hacerlo para mirar el mar, el sol que colgaba en el fondo y todo lo que había adelante: una enorme pampa acuática que nos hacía pequeños. Además de existencial, el rito se convirtió en una desbordante experiencia visual.

Hace unos meses, en marzo de este año, falleció la abuela de Juliana. Tenía 93 años y murió en su casa-quinta de Moreno de toda la vida, rodeada de árboles y frutos centenarios. Había visto pasar el siglo delante de sus ojos. Y antes de morir, lanzó un último estertor en forma de súplica: «Mamá, vení, no me dejes sola», imploró. Su madre, naturalmente, había muerto hacía mucho. Ahí estaba una mujer que había tenido una gran vida, que había tenido amores, hijos, nietos y hasta bisnietos, que había conocido la gloria y la miseria del universo, pero que en el último instante, como si el final estuviera en el punto de partida, concluía su peripecia física anhelando el calor atávico de su matriz.

Lucio no vio pasar el siglo delante suyo, pero al menos se despidió al lado de mi vieja y al lado mío, dándonos la mano. Es un consuelo pequeño y hasta insustancial que atempera nuestro crepitar perpetuo. Casi cuatro años después, ahí estábamos en ese lugar parecido al paraíso cumpliendo con aquello que, a través de Pamela, mi hermana nos había pedido hacer. Emocionados, descalzos, anónimos, casi invisibles en la orilla del mar, nos abrazamos aliviados. Algo comenzó a ceder. A nuestro alrededor, el planeta continuaba su galope habitual, ajeno a la solemnidad de eso que había ocurrido ahí: tres extranjeros habían despedido una parte de su pasado. Y las cenizas, rodeadas de flores, nadaban en el mar, buscaban su destino.

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