Páginas ampliables
«Estoy yéndome». Eso pienso mientras camino hacia el club de sexo. Yéndome de San Francisco, de los siete lugares en donde viví, de los pocos amigos que hice, del sexo incoloro, indoloro e insípido, de la ilusión de conseguir un trabajo, un novio o una vida, y de la desilusión de no haberlos encontrado. De todo eso estoy yéndome.
Me siento borracho. Irse provoca eso, un pedo biónico y trascendental, una sensación de ingravidez que te saca de la órbita y te empuja hacia otros agujeros negros. El agujero negro al que me dirijo ahora se llama The power Exchange (Intercambio de poder). Es un club de sexo temático de cuatro pisos, dos para gente gay y dos para gente heterosexual o travestis. El tema son los juegos de dominación-sumisión y el bondage (las ataduras): «Proveemos un espacio para la exploración lúdica y consensuada de tus fantasías sadomasoquistas más íntimas».
Desde afuera, el lugar parece un gigantesco depósito. Entro y me topo con una rubia sentada detrás de un escritorio. Me da la bienvenida y me entrega un papel para que lea.
—Lee todo con cuidado y firma abajo.
El papel dice que me comprometo a no tomar drogas ni alcohol dentro del recinto, que se trata de una fiesta privada, que no está permitido sacar fotos ni grabar y que está terminantemente prohibido tener sexo sin preservativos («el local cuenta con personal de monitoreo que verificará la utilización de preservativos durante el acto sexual», más tarde los veré recorrer los pasillos oscuros con sus linternitas, como al principio de la película E.T.).
—Tienes dos opciones para ingresar —me explica la rubia—. Si quieres quedarte con la ropa puesta, tienes que pagar cien dólares de entrada. Si te quitas la ropa y te pones esto, solo pagas diez.
En circunstancias comunes pagaría los cien dólares para preservar mi ropa y mi dignidad, pero estas no son circunstancias comunes: estoy yéndome de San Francisco para siempre, así que saco un billete de diez y se lo doy.
La chica me entrega el ticket y me señala dónde queda el guardarropas.
—Quítate todo menos las zapatillas y las medias —me indica un tipo barbudo, mientras me entrega un número—. Mete todo aquí, en esta canasta y ponte esto.
Lo que me alcanza es una tela aterciopelada anaranjada, con motivos de leopardo, del tamaño de una servilleta grande.
—¿No tenés algo más grande? —le pregunto, y siento que me pongo colorado.
—No, es la más grande que tengo.
Me saco la ropa, se la entrego y me ato la servilleta a duras penas en la cintura. Me enfrento a una disyuntiva difícil de resolver: tengo que elegir entre que se me vean las bolas o el culo, y termino eligiendo esto último. Mientras busco alguna superficie espejada para verme, repaso mentalmente mis excursiones previas en el travestismo. Casi nada, salvo unas polaroids de los años setenta, en las que se me ve a los once años, vestido de hawaiana.
Me pongo a explorar el lugar: primero hay una salita con un televisor y un sillón alargado de cuero, como de seis cuerpos, y después una sala más grande. Esta sala parece una boîte setentosa, con esos acolchados de cuerina marrón típicos en las paredes, con botones y todo, y al costado un pequeño escenario con un caño y una tarima. Refregándose contra el caño hay un tipo de unos cincuenta años, con un horrible slip de lycra celeste, que de pronto se moja la punta de sus dos dedos índice y empieza a jugar con sus pezones. Nadie le presta atención. Hay una parejita de veinteañeros dándose piquitos en un rincón, dos chicas jugando al pool y tres chicos metiendo monedas en una fonola.
Cruzo la sala y bajo la escalera. Abajo hay otro enorme salón, organizado como si fuera una exposición: mucho espacio para caminar y un puñado de stands, separados por paneles. Hay un stand con motivo egipcio: una enorme cama tallada como un sarcófago, rodeada de esfinges y momias. El siguiente es una imitación del laboratorio de Frankenstein: una mesa de operaciones de cuerina negra, un tablero lleno de perillas y mangueritas, tubos de ensayo llenos de líquidos coloridos en ebullición. Nadie usa las instalaciones, parece. Se ve a muchos hombres asomarse a los stands con fastidio, como para verificar por centésima vez que están vacíos. De vez en cuando pasa alguna parejita: la chica aferrada a su novio, asustada.
Más allá se escuchan gemidos y jadeos: «¡Ay, sí, ay sí, seguí así!», y «¡Toda! ¡dámela toda!». La que entona semejantes odas es una tetona rubia. Está metida en un stand «medieval» y colgada de una especie de hamaca de cuero que cuelga del techo y que la mantiene suspendida sobre la cama. El encargado del bombeo es un tipo de bigotitos finitos igual a Cantinflas. La verdad es que eligieron una posición muy incómoda. Ella pide más, él le da, y la cama se mueve, la hamaca se sacude, las tetas de ella ondulan de acá para allá. Alrededor de la cama hay una cuerda como las que ordenan las colas del banco, que separa a los espectadores de Cantinflas y señora. Los de la cola del banco son varios tipos que miran y se tocan la pija por encima del pantalón. Un par de intrépidos ya la sacaron y se pajean como corresponde. Se nota que la chica está por terminar, porque los grititos alcanzan el stacatto del paroxismo. Saco la pija y me pajeo, mirando de reojo a un tipo muy lindo con pinta de árabe que se pajea a mi derecha. Se da cuenta de que lo miro, pero no le importa. Lamentablemente nuestra paja en estéreo dura poco, porque la rubia acaba estruendosamente, todos meten violín en bolsa y se alejan como en busca de un refrigerio. Me da lástima por Cantinflas y señora que merecen algo mejor que la indiferencia del público. Aplaudo, y grito: «¡Bravo!». Ella me mira y se ríe, y me tira un besito. «¿Te gustó, mi amor?» Se dio cuenta de que soy gay.
Sigo caminando. Más allá de los stands empieza un largo pasillo que simula una cárcel, hay varias celdas con camillas y parafernalia bondage (esposas, cinturones, sogas). Me intriga el tema de las sogas y los nudos. De chico fui boy scout, y capaz algo me acuerdo. De nuevo, nadie coge, todos caminan apurados de acá para allá, parece una terminal de ómnibus a la hora en la que salen todos los micros.
Al final del pasillo hay un cuartito iluminado con luces rojas. Contra un costado veo a una mujer arrodillada chupándole la pija a un pibe de unos veintipico. Hay otros seis que esperan su turno en fila, mientras se manosean la pija, sin mucho entusiasmo. No tengo ganas de esperar, y no encuentro donde sacar número para después volver, así que decido ir para el salón de pool. Ahí me doy cuenta de varias cosas. Primero: los hombres presentes (que constituyen un ochenta por ciento del público) son heterosexuales. Segundo: el resto de la gente son las novias de algunos de los hombres (un diez por ciento) y travestis (otro diez). Tercero: soy el único vestido con el taparrabos de leopardo.
Reconozco esta sensación, que nace en el vientre y sube hasta secarme la garganta, y que me lleva otra vez al pasado. Me siento raro.
Esa era la palabra que mi mamá usaba. «Es un chico raro.» No me lo decía a mí, pero sí a sus amigas, a las vecinas y a los parientes. Y no lo decía con tristeza o resignación, lo decía con orgullo.
—Hay que estar muy atenta, porque si le decís algo que no le gusta toma carrera y se da la cabeza contra la pared.
—¿Qué peligro, no? —se compadecía la vecina.
—Lo que pasa es que nació sietemesino y tardó como dos minutos en respirar. Le pegaron en la cola tres enfermeras y nada, tuvo que venir el doctor Ortiz y pegarle bien fuerte en la cola, y ahí recién lloró.
Dicen que la psicología sexual de una persona se configura en los primeros años de vida. En mi caso, el trámite duró tres minutos.
—Como había tardado en respirar, me dijeron que iba a ser mogólico o que iba a tener problemitas psiquiátricos —continuaba mi mamá.
—Claro, porque no le irrigó bien toda la cabeza, supongo —completaba la vecina.
—Sí, me dijeron que le haga análisis a los seis años, que es cuando se nota el retraso. Pero yo no creo en los médicos. En segundo grado me pidieron adelantarlo a cuarto, porque se aburría… Ya sabía todo porque las hermanas juegan a la maestra con él. Mire cómo será que se aburre, que se aprendió de memoria casi todo el Platero y yo.
A continuación sacaba del monedero un papelito con una poesía que escribí a los seis años. Se llamaba Mi mamá, y terminaba con los versos «tiene los ojos celestes / parece un extraterrestre». Si la charla sucedía en el living de mi casa, mi mamá señalaba una foto debajo del vidrio de la mesita ratona del living:
—Es este que está acá, tiene muy lindos rasgos, rasgos muy finos.
Es la foto donde estoy vestido de hawaiana.
Me acuerdo del día en el que mi papá llegó con el LP bajo el brazo. Delicias del Hawái, se llamaba. En la tapa había una chica vestida con una pollera de hojas y una guirnalda de flores que le cubría los pechos. Parecía flotar sobre la arena bajo los rayos de un sol gigantesco. Perdí todo interés en Platero y yo y le pedí a mis hermanas que me enseñaran a bailar hawaiano. Pasamos semanas ondulando bajo la lámpara esférica del living.
Un día pusimos manos a la obra: recortamos las tiras de plástico del barrilete de El Zorro que me había regalado mi papá para hacer la pollera de hojas. Armamos collares con fideos de colores. Atamos con una tanza las flores secas del centro de mesa para armar la corona de flores. Pensé que mi mamá se iba a enojar con la travesura, pero no fue así. Me sacó todo un rollo de fotos y eligió la mejor para poner debajo del vidrio de la mesa ratona.
Cuando crecí, mi mamá dejó de decir que era raro. Quizás había dejado de serlo, quizás las rarezas infantiles se pierden como se pierden los dientes de leche, para ser reemplazadas por rarezas menos visibles.
A los once años le chupé la pija a un pibe, a los quince me dí cuenta de que era gay y a los dieciocho lo asumí. Las fechas no son precisas, y los hechos tampoco. Desde los veinte comencé a ensayar cómo decírselo a mis padres. Tenía un plan: el tema surgiría naturalmente, cuando preguntaran si tenía novia, por ejemplo. Los corregiría con suavidad: «No, no me gustan las mujeres». Etcétera. Tenía varios discursos preparados; practicaba frente al espejo. También había previsto las reacciones. Mi papá reaccionaría muy mal y me echaría de mi casa. Mi mamá reaccionaría muy bien, resguardándome de la furia machista de mi papá.
Pero el tema nunca surgía, nunca preguntaban si tenía novia. Nunca decían algo ofensivo que me obligara a reaccionar.
Un día me cansé de esperar.
—Tengo que decirles algo.
Mi papá miraba televisión, mi mamá terminaba de lavar los platos de la cena. La frase cayó como una bomba. Mi mamá se sentó a la mesa y me miró en silencio. De lo del silencio estoy seguro, de que me miró no: ese día no tenía puestas las lentes de contacto.
—Soy gay —dije, con la panza apretada y la garganta seca.
Las dos manchas del otro lado de la mesa seguían mudas e inmóviles, así que seguí:
—Me gustan los hombres. No las mujeres. No sé por qué es así, supongo que siempre fue así. No tiene nada de malo, no pasa nada. Sigo siendo el mismo de siempre. No tengo novio todavía. Aunque no tengo novio igual soy así.
La mancha de mi mamá se movía apenas, creo que negando con la cabeza. Seguí un poco más, porque el silencio de las manchas era insoportable:
—No es nada malo. No es algo que yo elegí pero es mejor asumirlo en vez de pasarme la vida negándolo y terminar suicidándome o andá a saber cómo —ya no podía seguir hablando—. Bueno, hablen ustedes, ¿me pueden decir qué piensan? Papá, hablá vos.
La mancha de mi papá se acomodó en la silla y tomó un poco de agua.
—A mí esto no me sorprende, te vengo observando desde chico… y cuando ahora nos dijiste que tenías que decir algo pensé que me ibas a decir que tenías pareja y te ibas a vivir a la casa de tu novio. Sos mi hijo y te quiero como a mi hijo, solo me da pena saber que algunas cosas se te van a hacer más difíciles.
¿Así que mi papá lo supo siempre, antes que yo, incluso? ¿Y encima me decía que estaba todo bien? Este no era el plan.
—¿Y vos, mamá?
La mancha de mi mamá estaba quieta.
—Christian, yo no pensé que eras homosexual, pensé que eras raro. Esto no lo puedo aceptar. Nosotros no te educamos para esto. Es todo culpa de tu papá, que trabajaba todo el santo día en Olivetti —Olivetti tampoco estaba en el plan—. Yo me acuerdo que vos preguntabas dónde estaba papá. Y ahora esto. La gente así termina mal, en la tapa de los diarios… y todo por culpa de tu padre que no estuvo cuando tenía que estar.
—Pero está ahora, y eso es lo importante, y ahora sos vos la que no estás —respondí, atragantado.
Me levanté de la mesa, y salí de mi casa. Cuando volví, a los pocos días, la foto de la mesita ratona había desaparecido.
Ahora estoy frente al tipo del guardarropas, que baja la vista para mirar el taparrabos. Levanta el pulgar, aprobando.
—Disculpáme, ¿este es el sector gay? —le pregunto.
Al tipo le divierte mi ocurrencia.
—No, para el sector gay tenés que volver a la entrada y cruzar las cortinas anaranjadas a tu derecha.
Cruzo las cortinas, subo dos pisos y entro en otro gigantesco salón. Hay mucha menos luz que en los demás sectores. La vista se me acomoda después de un rato y ahora distingo bastante bien. Camino a través de un laberinto negro, con paredes de madera. El laberinto está lleno de gente, y son todos hombres. Ahora sí estoy, sin dudas, en el sector gay. En los recovecos se distinguen siluetas, pero yo no me freno. El laberinto desemboca en un ring de boxeo, casi de tamaño real, pero vacío. A la derecha hay un laberinto distinto: es más chiquito y está elevado, hay que subir una escalerita para recorrerlo. Las paredes del laberinto tienen agujeros a la altura de la pelvis de los que caminan, para que puedan meter la pija por ellos y que alguien del otro lado de la pared se las chupe. Los que chupan están sentados en banquetas altas de madera: algunos esperan mascando chicle, otros están en plena faena; todas las banquetas están ocupadas.
Busco un lugar que esté más o menos iluminado, al costado, me apoyo contra una pared y me quedo mirando pasar a la gente. Me pregunto de nuevo, ¿soy el único tacaño del lugar? Entiendo que a los chicos del sector heterosexual les dé vergüenza andar con los huevos colgando delante de sus novias, pero se supone que los gays somos degenerados, promiscuos y exhibicionistas, ¿por qué no hay más gays con taparrabos, como yo?
Hay un pibito chino de unos veinticinco años que ya pasó dos veces y me mira. Le sonrío. Me sonríe. Se acerca.
—¿Así que eres bicurioso? —me pregunta, con una sonrisa pícara.
—¿Curioso de qué?
—Bueno… está claro que vienes del sector heterosexual…
—¿Y por qué está tan claro?
—Porque en el sector heterosexual sale más barato si te ponés eso que te pusiste vos —me señala la servilleta anaranjada—, pero acá en el sector gay la entrada sale diez dólares y no te exigen sacarte la ropa ni ponerte nada, así que todos se quedan con la ropa puesta.
Menos mal que está oscuro, porque siento cómo la cara se me pone colorada.
—Mirá, yo no sabía que era así. Entré por una puerta, pagué diez dólares y ahora soy George de la Selva.
El chino se ríe a carcajadas. Uno de los pibes de las banquetas se saca una pija gigante de la boca y nos mira odioso, pidiendo silencio. El chino intenta sofocar la risa y se mete en el laberinto.
Ahora me doy cuenta de que hay otros que me miran. Tengo tres para elegir. Me acerco al que tengo más cerca. Le acaricio el pecho y me sonríe. Hace un gesto de sígueme con la cabeza, y empieza a alejarse hacia el laberinto. Lo freno, porque tengo ganas de quedarme acá, donde la oscuridad no es tan cerrada. Para hacerle saber que no voy a ningún lado le señalo, con la cabeza, la lucecita que tenemos encima. Se encoge de hombros y me sonríe. Le parece bien. Lo arrastro unos centímetros hacia un costado, hasta que apoya su espalda en la pared. Le empiezo a besar el cuello. Él baja a mi pecho, me besa los pezones y los muerde suavemente. Me manosea la pija y yo hago lo mismo: la tiene medio parada. Miro a mi alrededor y hay cinco tipos mirándonos, casi encima nuestro. Los siento respirar. Me agacho y me meto la pija del tipo en la boca. Se la chupo durante menos de un minuto: los cinco o seis tipos que nos rodean ya están encima y acercan sus pijas. Estoy rodeado. Me vuelvo a parar y miro al tipo a los ojos.
—¿Cómo te llamás? – le pregunto.
—Matt.
Noto la incomodidad que genera esta súbita cordialidad, se supone que acá no se habla y menos para decir: «Hola, ¿como te llamás?»
—Yo me llamo Christian.
—Christian, te devolvería la chupada de pija pero…
Inclina la cabeza hacia la luz y se señala la boca. Tiene aparatos.
—No te hagas problema —lo tranquilizo—. Mejor busquemos a alguien que nos chupe la pija a los dos.
—Okay, elige tú uno que te guste.
Entre la muchedumbre que se acumula distingo al chinito que me preguntó si era bicurioso. Me abro paso entre la gente, lo agarro del hombro y lo pongo entre el tipo de los aparatos y yo. Le beso el cuello. El chinito da un respingo y se va. Ya tengo cinco manos encima, tocándome el culo y la pija y apretándome los pezones. Trato de rastrear el cuerpo que pertenece a cada mano, recorriendo el camino que va desde el antebrazo hasta el cuello del que me toca. Demasiado trabajo. Elijo al azar a uno del grupo, lo pongo en mi lugar, agarro una mano del tipo de los aparatos y la apoyo en su ingle (una manera de indicar que abdico del trono en su favor). Me alejo de la hidra que sacude sus cabezas y tentáculos.
En el camino hacia la escalera, me cruzo con el chinito.
—¿Qué te pasó que saliste corriendo?
—Tú me gustas… pero tuve ganas de ir al baño.
Lo abrazo. Él me abraza más fuerte. Me aparto, le guiño un ojo (que igual no ve porque está oscuro) y me alejo. Bajo la escalera y me doy cuenta de que me había salteado un piso. Este nivel está decorado como si fuera un inmenso campamento en la selva. Hay una serie de carpitas desparramadas en un campo y más allá palmeras, arbustos de plástico y una cascada falsa. Ahora sí, con el taparrabos en la cintura, me siento como en casa. Pero casi no hay gente dando vueltas.
Camino entre la espesura de utilería. Hay un pibe sentado en una roca con la cabeza apoyada en las manos, que mira andá a saber qué en la lejanía. Yo sigo caminando hasta que llego a un puesto de gaseosas en el medio de la selva. Compro una coca cola y me siento a tomarla al lado de la cascada. Se levanta viento, tengo frío, se me pone la piel de gallina. Tiro la lata de gaseosa en un cesto y vuelvo a recorrer el mismo sendero entre la espesura. Esta vez me quedo quieto en un rincón, apoyado contra un árbol. Aparece el chico que estaba sentado en la roca. Me mira, me sonríe, se hace el tonto, vuelve a mirar. Viene hasta mí y me agarra de la mano. Mi mano está helada por la lata fría de coca, la mano de él está tibia y me agarra fuerte. Caminamos juntos más allá de las palmeras de cartón, las cascadas de celofán y las rocas de papel maché, hasta divisar, en el horizonte, las estrellas adhesivas fluorescentes.